RESPUESTA A LAS OBJECIONES SACADAS DE LA PLURALIDAD DE LOS SERES
En lo que precede, hay un punto que podría prestarse todavía a una objeción, aunque, a decir verdad, ya le hayamos respondido en parte, al menos implícitamente, por lo que acabamos de exponer a propósito de las «jerarquías espirituales». Esta objeción es la siguiente: ¿puesto que existe una indefinidad de modalidades que son realizadas por seres diferentes, ¿es verdaderamente legítimo hablar de totalidad para cada ser? Se puede responder a eso, primero, haciendo destacar que la objeción así planteada no se aplica evidentemente más que a los estados manifestados, puesto que, en lo no manifestado, no podría tratarse de ninguna especie de distinción real, de tal suerte que, bajo el punto de vista de esos estados de no manifestación, lo que pertenece a un ser pertenece igualmente a todos, en tanto que han realizado efectivamente esos estados. Ahora bien, si se considera desde este mismo punto de vista todo el conjunto de la manifestación, este conjunto, en razón de su contingencia, no constituye más que un simple «accidente» en el sentido propio de la palabra, y, por consiguiente, la importancia de tal o de cual de sus modalidades, considerada en sí misma y «distintivamente», es entonces rigurosamente nula. Además, como lo no manifestado contiene en principio todo lo que hace la realidad profunda y esencial de las cosas que existen bajo un modo cualquiera de la manifestación, es decir, eso sin lo cual lo manifestado no tendría más que una existencia puramente ilusoria, se puede decir que el ser que ha llegado efectivamente al estado de no manifestación posee por eso mismo todo el resto, y que lo posee verdaderamente «por añadidura», de la misma manera que, como lo decíamos en el capítulo precedente, posee todos los estado o grados intermediarios, incluso sin haberlos recorrido preliminar y distintamente.
Esta respuesta, en la que no consideramos más que el ser que ha llegado a la realización total, es plenamente suficiente bajo el punto de vista puramente metafísico, y es incluso la única que pueda ser verdaderamente suficiente, ya que, si no consideráramos el ser de esta manera, si nos colocáramos en otro caso diferente de éste, ya no habría lugar a hablar de totalidad, de suerte que la objeción misma ya no se aplicaría. Lo que es menester decir, en suma, tanto aquí como cuando se trata de las objeciones que pueden plantearse en lo concerniente a la existencia de la multiplicidad, es que lo manifestado, considerado como tal, es decir, bajo el aspecto de la distinción que le condiciona, no es nada al respecto de lo no manifestado, ya que no puede haber ninguna medida común entre el uno y el otro; lo que es absolutamente real ( y todo lo demás no es más que ilusorio, en el sentido de una realidad que no es más que derivada y como «participada» ) es, incluso para las posibilidades que conlleva la manifestación, el estado permanente e incondicionado bajo el cual estas posibilidades mismas pertenecen, principial y fundamentalmente, al orden de la no manifestación.
No obstante, aunque esto sea suficiente, trataremos todavía ahora otro aspecto de la cuestión, en el que consideraremos el ser como habiendo realizado, no ya la totalidad del «Sí mismo» incondicionado, sino solo la integralidad de un cierto estado. En este caso, la objeción precedente debe tomar una nueva forma: ¿cómo es posible considerar esta integralidad para un solo ser, cuando el estado de que se trata constituye un dominio que le es común con una indefinidad de otros seres, en tanto que éstos están igualmente sometidos a las condiciones que caracterizan y determinan ese estado o ese modo de existencia? No es ya la misma objeción, sino solo una objeción análoga, guardadas todas las proporciones entre los dos casos, y la respuesta debe ser también análoga: para el ser que ha llegado a colocarse efectivamente en el punto de vista central del estado considerado, lo que es la única manera posible de realizar su integralidad, todos los demás puntos de vista, más o menos particulares, ya no importan en tanto que se toman distintamente, puesto que los ha unificado a todos en ese punto de vista central; por consiguiente, es en la unidad de éste donde existen desde entonces para él, y ya no más fuera de esta unidad, puesto que la existencia de la multiplicidad fuera de la unidad es puramente ilusoria. El ser que ha realizado la integralidad de un estado se ha hecho a sí mismo el centro de ese estado, y, como tal, se puede decir que llena ese estado todo entero de su propia «irradiación» ( Ver L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap XVI ): él se asimila todo lo que está contenido en ese estado, de manera de hacer de ello como otras tantas modalidades secundarias de sí mismo ( El símbolo del «alimento» ( anna ) se emplea frecuentemente en las Upanishads para designar una tal asimilación), casi comparables a lo que son las modalidades que se realizan en el estado de sueño, según lo que se ha dicho más atrás. Por consiguiente, este ser no es en modo alguno afectado, en su extensión, por la existencia que esas modalidades, o al menos algunas de entre ellas, pueden tener en otras partes fuera de sí mismo ( y, por lo demás, esta expresión «fuera» no tiene ya ningún sentido desde su propio punto de vista, sino solo desde el punto de vista de los demás seres, que permanecen en la multiplicidad no unificada ), en razón de la existencia simultánea de otros seres en el mismo estado; y, por otra parte, la existencia de esas mismas modalidades en sí mismo no afecta en nada a su unidad, incluso mientras no se trata más que de la unidad todavía relativa que es la realizada en el centro de un estado particular. Todo ese estado no está constituido sino por la irradiación de su centro ( Esto se ha explicado ampliamente en nuestro precedente estudio sobre El Simbolismo de la Cruz), y todo ser que se coloca efectivamente en ese centro deviene igualmente, por eso mismo, señor de la integralidad de ese estado; es así como la indiferenciación principal de lo no manifestado, se refleja en lo manifestado, y debe entenderse bien, por lo demás, que este reflejo, al estar en lo manifestado, guarda siempre por eso mismo la relatividad que es inherente a toda existencia condicionada.
Establecido esto, se comprenderá sin esfuerzo que consideraciones análogas pueden aplicarse a las modalidades comprendidas, a títulos diversos, en una unidad todavía más relativa, como la de un ser que no ha realizado un cierto estado más que parcialmente, y no integralmente. Un tal ser, como el individuo humano por ejemplo, sin haber llegado todavía a su entera expansión en el sentido de la «amplitud» ( que corresponde al grado de existencia en el que está situado ), se ha asimilado no obstante, en una medida más o menos completa, todo aquello de lo que ha tomado verdaderamente consciencia en los límites de su extensión actual; y las modalidades accesorias que se ha agregado así, y que son evidentemente susceptibles de acrecentarse constante e indefinidamente, constituyen una parte muy importante de esos prolongamientos de la individualidad a los que ya hemos hecho alusión en diferentes ocasiones.
