XII: LA TIERRA SANTA Y EL CORAZÓN DEL MUNDO
Hablábamos, terminando nuestro último artículo, de la Shekinah, que es, en la tradición hebrea, la presencia real de la divinidad; el término que la designa deriva de zhakan, que significa “habitar” o “residir”. Es la manifestación divina en este mundo, o, en cierto modo, Dios habitando entre los hombres; de ahí su relación muy estrecha con el Mesías, que es Emmanuel, “Dios con nosotros”: Et habitabit in novis, dice San Juan (1,14). Hace falta además destacar que los pasajes de la Escritura donde se hace mención especialmente de la Shekinah son sobre todo aquellos donde se trata de la constitución de un centro espiritual: la construcción del Tabernáculo, que es él mismo denominado en hebreo mishkan, palabra de la misma raíz y significando propiamente el habitáculo divino; la edificación del Templo de Salomón, después la del de Zorobabel. Tal centro, en efecto, estaba esencialmente destinado a ser la residencia de la Shekinah, es decir, el lugar de la manifestación divina; siempre representada como “Luz”; y la Shekinah es a veces designada como la “Luz del Mesías”: Erat Lux vera quae illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum, dice aún San Juan (I,9); y Cristo dice de sí mismo: “Yo soy la Luz del mundo” (ibid, VIII, 12). Esta iluminación de la que habla San Juan se produce en el centro del ser, que es representado por el Corazón, como lo hemos ya explicado , y que es el punto de contacto del individuo con lo Universal, o, en otros términos, de lo humano con lo Divino. La Shekinah “porta este nombre, dice el hebraizante Louis Cappel , porque ella habita en el corazón de los fieles, habitación que fue simbolizada por el Tabernáculo donde Dios se considera que reside”. A decir verdad, este símbolo es al mismo tiempo una realidad, y se puede hablar de la residencia de la Shekinah, no solamente en el corazón de los fieles, sino también en el Tabernáculo, que, por esta razón, era considerado como el “Corazón del Mundo”. Hay aquí, en efecto, varios puntos de vista a distinguir; pero, primero, podemos destacar que lo que precede bastaría en suma para justificar enteramente el culto del Sagrado Corazón. En efecto, si aplicamos a Cristo, dándole la plenitud de su significación, lo que en cierto sentido y al menos virtualmente, es verdadero de todo ser humano (el omnem hominem de San Juan es la declaración explícita de ello), podemos decir que la “Luz del Mesías” estaba en cierto modo concentrada en su Corazón, desde donde irradiaba como de un hogar resplandeciente; y eso es lo que precisamente expresa la figura del “Corazón irradiante”. Por otra parte, vemos también, por lo que acaba de decirse, que el Sagrado Corazón es por así decir el lugar donde se realiza propiamente el misterio del ser teándrico, donde se opera la unión de las dos naturalezas divina y humana en la persona de Cristo. En el Evangelio, la humanidad de Cristo es comparada al Templo: “Destruid el Templo de Dios y yo lo reconstruiré en tres días” (San Juan, II, 19; Cf San Mateo, XXVI, 61, y San Marcos, XIV, 58); y el Corazón es, en su humanidad, lo que es en el Templo el Tabernáculo o el “Santo de los “Santos”. Volvamos ahora a la distinción a la cual hacíamos alusión hace un momento; ella resulta inmediatamente de lo que la religión, en el sentido propio y etimológico de esta palabra, es decir, “lo que religa” al hombre a su Principio divino, concierne no solamente a cada hombre en particular, sino también a la humanidad considerada colectivamente, dicho de otra forma, tiene a la vez un aspecto individual y un aspecto social. La residencia de la Shekinah en el corazón del fiel, corresponde al primero de esos dos puntos de vista; su residencia en el Tabernáculo corresponde al segundo. Por lo demás, el nombre de Emmanuel significa igualmente esas dos cosas: “Dios con nosotros”, es decir, en medio de los hombres; y el in nobis de San Juan, que recordábamos antes, puede interpretarse también en esos dos sentidos. La tradición judaica se coloca en el segundo punto de vista cuando dice que, “cuando dos personas conversan de los misterios divinos, la Shekinah se mantiene entre ellas”; y el Cristo ha dicho exactamente lo mismo, y casi en los mismos términos: “Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre, yo me encuentro en medio de ellos” (San Mateo, XVIII, 20). Ello es además verdadero, como lo precisa el texto evangélico, “en cualquier lugar donde se encuentren reunidos”; pero esto, desde el punto de vista judío, no se relaciona sino con casos especiales, y, para el pueblo de Israel en tanto que colectividad organizada (y organizada teocráticamente, en la acepción más verdadera de este término), el lugar donde la Shekinah residía de una manera constante, normal en cierto modo, era el Templo de Jerusalén; por ello los sacrificios, constituyendo el culto público, no podían ser ofrecidos en ninguna otra parte. Como centro espiritual, el Templo, y más especialmente la parte llamada el “Santo de los Santos”, era una imagen del “Centro del Mundo”, que la Qabbalah describe como el “Santo Palacio” o “Palacio interior”, así como hemos visto en nuestro precedente artículo; y hemos hecho observar entonces que ese “Santo Palacio” era llamado también el “Santo de los Santos”. Por lo demás, como ya hemos dicho en nuestro estudio sobre el Omphalos (junio de 1926), la “Casa de Dios”, el lugar de la manifestación divina, cualquiera que sea, se identifica naturalmente al “Centro del Mundo”, al que representa simbólicamente, pero también realmente. El centro espiritual, para un determinado pueblo, no es por otro lado un lugar forzosamente fijo; no puede serlo más que si ese pueblo está él mismo establecido permanentemente en un país determinado. Cuando se trata de un pueblo nómada, las condiciones son muy distintas, y su centro espiritual debe desplazarse con él, aun permaneciendo sin embargo siempre el mismo en el curso de ese desplazamiento; tal fue precisamente el caso del Tabernáculo en tanto que Israel fue errante. He aquí lo que dice al respecto P Vulliaud, en la obra que ya hemos citado: “Hasta la venida de Abraham, de Isaac y de Jacob, los patriarcas, atrayendo la Shekinah aquí abajo, le prepararon tres tronos. Pero su residencia no era fija. Desde entonces Moisés construyó el Tabernáculo, pero ella era peregrina como su pueblo. También se dice que ella no residía aquí abajo (en un lugar determinado), sino en medio de los Israelitas. Ella no tuvo fijeza más que el día que el templo fue construido, para el cual David había preparado el oro, la plata, y todo lo que necesitaba Salomón para concluir la obra . El Tabernáculo de la Santidad de Jehováh, la residencia de la Shekinah, es el Santo de los Santos que es el Corazón del Templo, que es él mismo el centro de Sión (Jerusalén), como la santa Sión es el centro de la Tierra de Israel, como la Tierra de Israel es el centro del mundo . La expresión de “Corazón del Mundo”, aplicada a Sión, se encuentra especialmente en el Zohar, y también en el Kuzari de Jehudá Halévi; y, en la última frase que acabamos de citar, se puede remarcar que hay como una serie de extensiones dadas gradualmente a la idea del centro en las aplicaciones que se hacen sucesivamente. Se pueden también tomar las cosas en el orden inverso, e incluso impulsándolas aún más lejos de lo que acaba de decirse: no solamente todo lo que ha sido enumerado, es decir, la Tierra de Israel, la montaña de Sión, el Templo, el Santo de los Santos o el Tabernáculo, pero todavía, tras éste, el Arca de la Alianza que estaba en el Tabernáculo, y, en fin, sobre el Arca de la Alianza misma, el lugar preciso de la manifestación de la Shekinah, situada entre los dos Kerubim, representan como otras tantas aproximaciones sucesivas de lo que podemos denominar el “Polo espiritual”, según un simbolismo común a todas las tradiciones y lo que ya hemos tenido ocasión de indicar precedentemente: es, podría decirse, como el punto de contacto del Cielo y de la Tierra. Hemos explicado en otro lugar que Dante, por su lado, ha presentado precisamente a Jerusalén como el “Polo espiritual” de nuestro mundo; y es que lo es todavía en otro sentido, y más efectivamente que nunca, desde el Cristianismo, como siendo el lugar donde se ha elevado la cruz del Salvador, que se identifica con el “Arbol de Vida”, es decir, con el “Eje del Mundo” ; su función, que antaño se relacionaba especialmente con el pueblo hebreo, se ha universalizado en cierto modo, desde que se ha cumplido el misterio de la Redención. Acabamos de ver que la apelación de “Corazón del Mundo” o de “Centro del Mundo” es extendida a la entera Tierra de Israel, en tanto que ésta es considerada como la “Tierra Santa”; y hay que destacar también que ella recibe, en el mismo aspecto, otras diversas denominaciones, entre las cuales la de “Tierra de los Vivientes” es una de las más notables. Se habla de “la Tierra de los Vivientes que comprende siete tierras”, y P Vulliaud observa que “esta tierra es Canaán en la cual había siete pueblos”, lo que es exacto en el sentido literal, bien que una interpretación simbólica sea igualmente posible y por ello se dice: “Yo marcharé ante el Señor en las Tierras de los vivientes (be-aretsoth ha-hayim?)” (Ps., CXVI, 9). Se sabe que la liturgia católica emplea esta apelación de “Tierra de los Vivientes” para la morada celestial de los elegidos, que era en efecto figurada por la Tierra prometida, puesto que Israel, penetrando en ella, debía ver el fin de sus tribulaciones; y, desde otro punto de vista aún, la Tierra Santa, en tanto que centro espiritual, era una imagen del Cielo, pues, según la tradición judía, “todo lo que hacen los israelitas sobre la tierra se cumple según los tipos de lo que pasa en el mundo celestial”. Se debe además destacar que el pueblo de Israel no es el único que haya asimilado su país al “Corazón del mundo” y que lo haya considerado como una imagen del Cielo, dos ideas que, por lo demás, no son más que una en realidad; el uso del mismo simbolismo se encuentra en otros pueblos que poseían igualmente una “Tierra Santa”, es decir, un país donde estaba establecido un templo espiritual teniendo para ellos una función comparable a la del Templo de Jerusalén para los Hebreos. Podemos repetir a este propósito lo que ya hemos dicho con relación al Omphalos, que era siempre la imagen visible del “Centro del Mundo” para el pueblo que habitaba la región donde estaba emplazado; y remitiremos también a lo que añadíamos por entonces (junio de 1926, p 46) sobre las diferentes tradiciones particulares y sobre su vinculación a la tradición primordial. Se podrá comprender así que países diversos hayan sido calificados simbólicamente de “Corazón del Mundo”, teniendo todos los centros espirituales correspondientes una constitución análoga, y frecuentemente hasta en detalles muy precisos, como siendo otras tantas imágenes de un mismo Centro único y supremo. El simbolismo de que se trata se encuentra especialmente entre los antiguos Egipcios; en efecto, según Plutarco, “los Egipcios dan a su país el nombre de Chémia, y la comparan a un corazón”. La razón que da este autor para ello es bastante extraña: “Este país es en efecto cálido, húmedo, contenido en las partes meridionales de la tierra habitada, extendida al Mediodía, como en el cuerpo del hombre el corazón se extiende a la izquierda”, pues “los Egipcios consideran al Oriente como el rostro del mundo, al Norte como estando a la derecha, y al Mediodía, la izquierda”. Esas no son más que similitudes bastante superficiales, y la verdadera razón debe ser muy distinta, puesto que la misma comparación con el corazón ha sido aplicada igualmente a toda tierra a la cual era atribuida un carácter sagrado y “central”, en el sentido espiritual, cualquiera que sea su situación geográfica. Por otro lado, lo que justifica aún la interpretación que consideramos, es que, en la información de Plutarco mismo, el corazón, que representaba a Egipto, representaba al mismo tiempo al Cielo, que no podría envejecer puesto que es eterno, por un corazón puesto sobre un brasero cuya llama mantiene su ardor” . Así, mientras que el corazón es él mismo figurado jeroglíficamente por el vaso, él es a su vez, y simultáneamente, el jeroglífico de Egipto y el del Cielo. Todavía hemos de señalar, en esta ocasión, una curiosa observación sobre el simbolismo del ibis, que era uno de los emblemas de Toth (llamado Hermès por los Griegos), es decir, de la Sabiduría. Elien, indicando las diversas razones que contribuían a dar a este pájaro un carácter sagrado, dice que, “cuando el ibis repliega su cabeza y su cola bajo las alas, toma la figura de un corazón, y por un corazón representaban los Egipcios jeroglíficamente a Egipto” En fin, puesto que hemos vuelto sobre esta cuestión del corazón en el antiguo Egipto, recordemos todavía un último texto de Plutarco, ya citado aquí por Charbonneau-Lassay : “De todas las plantas que crecen en Egipto, la persea, se dice, es la particularmente consagrada a Isis, porque su fruto semeja un corazón, y su hoja una lengua”; y comparémoslo con lo que Charbonneau-Lassay indicaba también anteriormente a propósito de la inscripción funeraria de un sacerdote de Memfis, de la cual “se desprende que los teólogos de la escuela de Memfis distinguían en la obra del Dios Creador la función del pensamiento creador, que ellos llaman la parte del Corazón, y la del instrumento de la creación, que ellos denominan la parte de la Lengua”. Este Corazón y esta Lengua, son exactamente lo que los textos kabalísticos que reproducimos en nuestro último artículo llaman el Pensamiento y la voz, es decir, los dos aspectos interior y exterior del Verbo; hay ahí, entre la tradición hebrea y la tradición egipcia, una similitud tan perfecta como es posible. Esta concordancia de las tradiciones, que se podría sin duda establecer igualmente sobre muchos otros puntos, ¿no explica que Hebreos y Egipcios hayan podido tener, cada uno aplicándola a su propio país, la misma idea de la “Tierra Santa” como “Corazón del Mundo” e imagen del Cielo?
