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XIII: CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO I: MITOS Y SÍMBOLOS

Hemos ya expuesto aquí algunas consideraciones generales sobre el simbolismo, especialmente en nuestro artículo sobre El Verbo y el símbolo (enero de 1926), donde nos hemos esforzado sobre todo por mostrar la razón de ser fundamental de ese modo de expresión tan desconocido en nuestra época. Este desconocimiento mismo, esta ignorancia general de los modernos con respecto a las cuestiones con ello relacionadas, exige que se vuelva con insistencia para considerarlas bajo todos sus aspectos; las verdades más elementales, en este orden de ideas, parecen haber sido casi enteramente perdidas de vista, de suerte que es siempre oportuno recordarlas cada vez que la ocasión de presenta. Eso nos proponemos hacer hoy, y sin duda también en adelante, en la medida que las circunstancias nos lo permitan, y aunque no fuera más que rectificando las opiniones erróneas que encontramos aquí y allá sobre este asunto; en estos últimos tiempos hemos encontrado dos que nos parecen ser destacadas como susceptibles de dar lugar a algunas precisiones interesantes, y su examen será el objetivo del presente artículo y del que seguirá.

Una revista consagrada más especialmente al estudio del simbolismo masónico ha publicado un artículo sobre la “interpretación de los mitos”, en el cual por lo demás se encuentran ciertos puntos de vista bastante ajustados, entre otros que son mucho más contestables o incluso totalmente falseados por los prejuicios ordinarios del espíritu moderno; pero no pretendemos ocuparnos aquí más que de uno solo de los puntos tratados. El autor de este artículo establece, entre “mitos” y “símbolos”, una distinción que no nos parece fundada: Para él, mientras que el mito es un relato presentando otro sentido que aquel que las palabras que lo componen expresan directamente, el símbolo sería esencialmente una representación figurativa de ciertas ideas mediante un esquema geométrico o por un dibujo cualquiera; el símbolo sería pues propiamente un modo gráfico de expresión, y el mito un modo verbal. Hay ahí, en lo concerniente a la significación dada al símbolo, una restricción que creemos inaceptable; en efecto, toda imagen tomada para representar una idea, para expresarla o sugerirla de la manera que sea, puede ser considerada como un signo o, lo que viene a ser lo mismo, un símbolo de esta idea; poco importa que se trate de una imagen visual o de cualquier otro tipo de imagen, pues eso no introduce aquí ninguna diferencia esencial y no cambia absolutamente nada en el principio mismo del simbolismo. Este, en todos los casos, se basa siempre en una relación de analogía o de correspondencia entre la idea que se trata de expresar y la imagen, gráfica, verbal u otra, por la cual se expresa; y por ello hemos dicho, en el artículo al cual aludíamos al principio, que las palabras mismas no son y no pueden ser otra cosa que símbolos. Se podría incluso, en lugar de hablar de una idea y de una imagen como acabamos de hacer, hablar de modo aún más general de dos realidades cualesquiera, de órdenes diferentes, entre las cuales existe una correspondencia que a la vez tiene su fundamento en la naturaleza de una y otra: en estas condiciones, una realidad de cierto orden puede ser representada por una realidad de un orden distinto, y ésta es entonces un símbolo de aquella. El simbolismo así entendido (y, establecido así su principio de la manera que acabamos de recordar, no es apenas posible entenderlo de otro modo), es evidentemente susceptible de una multitud de diversas modalidades; el mito no es sino un simple caso particular, constituyendo una de estas modalidades; se podría decir que el símbolo es el género, y el mito una de las especies. En otros términos, puede considerarse un relato simbólico, tanto y del mismo modo que un dibujo simbólico o que muchas otras cosas aún que tienen el mismo carácter y que juegan el mismo papel; los mitos son relatos simbólicos, como las parábolas evangélicas lo son igualmente; no nos parece que haya aquí nada que pueda dar lugar a la menor dificultad, desde el momento en que se ha comprendido bien la noción general del simbolismo. Pero aún es necesario hacer, a este propósito, otras observaciones que no carecen de importancia; queremos referirnos a la significación original misma de la palabra “mito”. Se toma comúnmente esta palabra como sinónimo de “fábula”, entendiendo simplemente por ello una ficción cualquiera, lo más frecuentemente revestida de un carácter más o menos poético; bien parece que los Griegos, de cuya lengua está tomado este término, tengan una parte de responsabilidad en lo que es, a decir verdad, una alteración profunda y una desviación de su sentido primitivo; entre ellos, en efecto, la fantasía individual comenzó bastante pronto a tomar libre curso en todas las formas del arte, el cual, en lugar de mantenerse propiamente hierático y simbólico como entre los Egipcios y los pueblos del Oriente, tomó bien pronto otra dirección, apuntando mucho menos a instruir que a agradar, y desembocando en producciones cuya mayor parte está casi desprovista de todo significado real; es lo que puede llamarse el arte profano. Esta fantasía estética se ejerció en particular sobre los mitos: los poetas, desarrollándolos y modificándolos al arbitrio de su imaginación, los rodearon de ornamentos superfluos y vanos, oscureciéndolos y desnaturalizándolos, tan bien que devino frecuentemente muy difícil reencontrar su sentido y extraer sus elementos esenciales, y podría decirse que finalmente el mito no fue, al menos para la mayoría, más que un símbolo incomprendido, tal como ha quedado para los modernos. Pero esto no es sino abuso; lo que es preciso considerar es que el mito, antes de toda deformación, era propia y esencialmente un relato simbólico, como ya hemos dicho; y, ya desde este punto de vista, “mito” no es sinónimo de “fábula”, pues esta última palabra (en latín fabula, de fari, hablar) no designa etimológicamente sino un relato cualquiera, sin especificar en ningún modo su intención o su carácter; aquí también, por otra parte, el sentido de “ficción” no ha venido a vinculársele sino posteriormente. Hay más: estos dos términos de “mito” y “fábula”, que se han llegado a tomar por equivalentes, son derivados de raíces que en realidad tienen un significado opuesto, pues, mientras que la raíz de “fábula” designa la palabra, la de “mito”, por extraño que pueda parecer a primera vista cuando se trata de un relato, designa por el contrario al silencio. En efecto, la palabra griega muthos, “mito”, proviene de la raíz mu, y ésta (que se encuentra en el latín mutus, mudo) representa la boca cerrada, y, por consiguiente, al silencio. Tal es el sentido del verbo muein, cerrar la boca, callarse (y, por extensión, llega a significar también cerrar los ojos, en sentido propio y figurado); el examen de algunos de los derivados de este verbo es particularmente instructivo. Pero, se dirá ¿cómo es que una palabra que tenga este origen, ha podido servir para designar un relato de cierto género? Y es que esta idea de “silencio” debe ser relacionada aquí con cosas que, en razón de su propia naturaleza, son inexpresables, al menos directamente y mediante el lenguaje ordinario; una de las funciones generales del simbolismo es efectivamente sugerir lo inexpresable, haciéndolo presentir, o mejor “asentir”, a través de las transposiciones que permite efectuar de uno a otro orden, del inferior al superior, de lo que es más inmediatamente aprehensible a lo que no lo es sino mucho más difícilmente; y tal es precisamente el destino primero de los mitos. Es así, por ejemplo, que Platón recurre al empleo de los mitos cuando desea exponer concepciones que sobrepasan el alcance de sus habituales procedimientos dialécticos; y estos mitos, bien lejos de ser solamente los ornamentos literarios más o menos desdeñables que ven demasiado a menudo los comentadores y los “críticos” modernos, corresponden, muy por el contrario, a lo que de más profundo hay en su pensamiento, y que él no puede, a causa de esta misma profundidad, expresar sino simbólicamente. En el mito, lo que se dice es entonces distinto de lo que se quiere decir, pero lo sugiere por esta correspondencia analógica que es el fundamento y la esencia misma de todo simbolismo; así, podría decirse, se guarda el silencio hablando, y de ahí el mito ha recibido su denominación. Por lo demás, tal es lo que significan también estas palabras de Cristo: “Para los que son de fuera, y que oyendo no oigan nada, (San Mateo, XIII, 13; San Marcos, IV, 11-l2; San Lucas, VIII, 10); se trata aquí de los que no captan más que lo que se dice literalmente, que son incapaces de ir más allá para alcanzar lo inexpresable, y a quienes, consecuentemente, “no ha sido dado conocer el misterio del <Reino de los Cielos>” A propósito recordamos esta última frase del texto evangélico, pues es precisamente sobre el parentesco entre las palabras “mito” y “misterio”, surgidas ambas de la misma raíz, que nos resta ahora llamar la atención. La palabra griega mustêrion, “misterio”, se relaciona directamente, también ella, con la idea de “silencio”; y esto, por otra parte, puede interpretarse en numerosos sentidos diferentes, pero ligados uno al otro, y cada uno de los cuales tiene su razón de ser bajo cierto punto de vista. En el sentido más inmediato, diríamos de buena gana el más grosero o al menos el más exterior, el misterio es aquello de lo que no se debe hablar, algo sobre lo que conviene guardar silencio, o que está prohibido dar a conocer exteriormente; es así como se entiende comúnmente, incluso cuando se trata de los misterios antiguos. Sin embargo, pensamos que esta prohibición de revelar cierta enseñanza debe en realidad, dejando aparte las consideraciones de conveniencia que han podido con seguridad desempeñar a menudo un papel, ser considerada como poseyendo también, en cierto modo, un valor simbólico; la “disciplina del secreto”, que era de rigor tanto en la primitiva Iglesia cristiana como en los antiguos misterios, no nos parece únicamente una precaución contra la hostilidad debida a la incomprehensión del mundo profano, y vemos otras razones de orden mucho más profundo. Estas razones nos serán indicadas por los restantes sentidos contenidos en la palabra “misterio”. Según el segundo sentido, que ya es menos exterior, esta palabra designa lo que debe ser recibido en silencio, aquello sobre lo cual no es conveniente discutir; desde este punto de vista, todos los dogmas de la religión pueden ser llamadas misterios, puesto que son verdades que, por su naturaleza misma, están más allá de toda discusión. Ahora bien, puede decirse que propagar desconsideradamente entre los profanos los misterios así entendidos, sería inevitablemente librarlos a la discusión, con todos los inconvenientes que pueden resultar de ello y que resume perfectamente la palabra “profanación”, que debe ser tomada aquí en su acepción más literal y más completa; y ahí está el sentido de este precepto del Evangelio: “No deis las cosas santas a los perros, y no lancéis las perlas a los puercos, no sea que las pisoteen y que, revolviéndose, os destrocen” (San Mateo, VIII, 6), En fin, hay un tercer sentido, el más profundo de todos, según el cual el misterio es propiamente inexpresable, no puede sino contemplarse en silencio; y, como lo inexpresable es al mismo tiempo y por ello mismo lo incomunicable, la prohibición de revelar la enseñanza sagrada simboliza, desde este nuevo punto de vista, la imposibilidad de expresar con palabras el verdadero misterio del cual esta enseñanza no es, por así decir, sino el ropaje, que lo manifiesta y lo vela al mismo tiempo. La enseñanza concerniente a lo inexpresable no puede evidentemente sino sugerir con ayuda de imágenes apropiadas, que serán como los soportes de la contemplación; después de lo que hemos explicado, ello significa que tal enseñanza toma necesariamente la forma simbólica. Tal fue siempre, y en todos los pueblos, uno de los caracteres esenciales de la iniciación a los misterios, sea cual sea por otra parte el nombre que los haya designado; puede decirse entonces que los símbolos (y en particular los mitos cuando esta enseñanza se traduce en palabras), constituyen verdaderamente el lenguaje de esta iniciación. No nos resta ya, para completar este estudio, sino recordar un último término estrechamente emparentado con aquellos de los que acabamos de establecer el parentesco: es la palabra “mística”, que, etimológicamente, se aplica a todo lo concerniente a los misterios. No hemos de examinar aquí los matices más o menos especiales que han venido, a continuación, a restringir un poco el sentido de esta palabra; nos limitaremos a considerarla en su acepción primera, y, puesto que la significación más esencial y más central del misterio, es lo inexpresable, ¿no podría decirse que lo que se llama los estados místicos, son estados en los cuales el hombre alcanza directamente eso inexpresable? Eso es precisamente lo que declara San Pablo, hablando según su propia experiencia: “Conozco un hombre en Cristo que, hace catorce años, fue arrebatado al tercer cielo (si fue en el cuerpo o sin su cuerpo, no lo sé. Dios lo sabe). Y yo sé que este hombre (si fue en el cuerpo o sin su cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe) fue llevado al paraíso, y que ha oído cosas inefables, que no es posible expresar en una lengua humana” (II Epístola a los Corintios, XII, 2-3). En tales condiciones, aquel que quiera traducir algo del conocimiento que haya adquirido en esos estados, en la medida que ello sea posible, y aun sabiendo que toda expresión será imperfecta e inadecuada, deberá inevitablemente recurrir a la forma simbólica; y los verdaderos místicos, cuando han escrito, no han hecho jamás otra cosa; ello ¿no debería dar que reflexionar para ciertos adversarios del simbolismo?

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