XIV: SIMBOLISMO Y FILOSOFÍA
Hemos encontrado, no esta vez en una revista masónica, sino en una revista católica, una aserción que puede parecer muy extraña: “El simbolismo, se decía, surge no de la filosofía, sino de la literatura”. A decir verdad, no estamos dispuestos a protestar, por nuestro lado, contra la primera parte de esta aserción, y diremos el porqué en todo momento; pero lo que hemos encontrado sorprendente e incluso inquietante, es su segunda parte. Las parábolas evangélicas, las visiones de los profetas, el Apocalipsis, muchas otras cosas aún, entre las que contiene la Escritura santa, todo eso, que es del simbolismo más incontestable, no sería pues más que “literatura”. Y nos hemos acordado que precisamente la “crítica” universitaria y modernista aplique de buena gana esta palabra a los Libros sagrados, con la intención de negar implícitamente así su carácter inspirado, remitiéndolas a proporciones puramente humanas. Esta intención, sin embargo, es bien cierto que no está en la frase que acabamos de citar; ¡pero qué peligroso es escribir sin sopesar suficientemente los términos que se emplean! No vemos más que una sola explicación plausible: y es que el autor lo ignora todo del verdadero simbolismo, y que este término no ha evocado apenas en él más que el recuerdo de cierta escuela poética que, hace una treintena de años, se titulaba en efecto “simbolista”, no se sabe demasiado el porqué. Sin duda, ese pretendido simbolismo, no era más que literatura; pero tomar por la verdadera significación de una palabra lo que no es más que un empleo abusivo de ella, he aquí una lamentable confusión por parte de un filósofo. Sin embargo, en el caso presente, sólo hemos quedado sorprendidos a medias, justamente porque se trata de un filósofo, de un “especialista” que se encierra en la filosofía y no quiere conocer nada fuera de ésta; por ello todo lo que toca al simbolismo se le escapa inevitablemente. Hay un punto sobre el que queremos insistir: decimos, nosotros también que el simbolismo no brota de la filosofía; pero las razones de ello no son de ningún modo las que puede dar nuestro filósofo. Este declara que, si es así, es porque el simbolismo es una “forma del pensamiento”; nosotros añadiremos: y porque la filosofía es otra, radicalmente diferente, opuesta incluso en ciertos aspectos. Iremos incluso más lejos: esta forma de pensamiento que representa la filosofía no corresponde más que a un punto de vista muy especial y no es válido más que en un dominio bastante restringido; el simbolismo tiene muy distinto alcance; si se trata de dos formas del pensamiento, sería un error querer ponerlas sobre el mismo plano. Que los filósofos tengan otras pretensiones, ello no prueba nada; para poner las cosas en su justo lugar, hace falta ante todo considerarlas con imparcialidad, lo que no pueden hacer en este caso. Sin duda, no pretendemos prohibir a los filósofos el ocuparse de las cosas más diversas; pueden intentar por ejemplo constituir una “psicología del simbolismo”, y algunos no se han privado de ello; eso podrá siempre llevarles a plantear cuestiones interesantes, incluso si deben dejarlas sin solución; pero nos hemos persuadido que, en tanto que filósofos, no llegarán nunca a penetrar el sentido profundo del menor símbolo, porque hay ahí algo que está enteramente fuera de su manera de pensar y que sobrepasa su competencia. No podemos ni soñar en tratar la cuestión con todos los desarrollos que comportaría; pero daremos al menos algunas indicaciones que, creemos, justificarán suficientemente lo que acabamos de decir. Y, primero, los que se sorprendieran de vernos no atribuir a la filosofía más que una importancia secundaria, una posición subalterna en cierto modo, no tendrán sino que reflexionar en lo que hemos expuesto ya en uno de nuestros precedentes artículos (Le Verbe et le Symbole, enero de 1926): en el fondo, toda expresión, cualquiera que sea, tiene forzosamente un carácter simbólico, en el sentido más general de la palabra; Los filósofos no pueden hacer otra cosa que servirse de palabras, y estas palabras, en sí mismas, no son ni pueden ser nada más que símbolos; es entonces, en cierta forma, la filosofía la que entra en el dominio del simbolismo, y está por consiguiente subordinada a éste, y no a la inversa. Sin embargo, hay, bajo otro aspecto, una oposición entre filosofía y simbolismo, si se entiende este último en la acepción un poco más restringida que se le da habitualmente. Esta oposición la hemos indicado también en el mismo artículo; la filosofía (que no hemos designado entonces especialmente) es, como todo lo que se expresa con las formas ordinarias del lenguaje, esencialmente analítica, mientras que el simbolismo propiamente dicho es esencialmente sintético. La filosofía, representa el tipo del pensamiento discursivo y esto es lo que le impone las limitaciones que no puede franquear; por el contrario, el simbolismo es, podría decirse, el soporte del pensamiento intuitivo y, por ahí, él abre posibilidades verdaderamente ilimitadas. La filosofía, debido a su carácter discursivo, es algo exclusivamente racional, puesto que éste es el carácter que pertenece propiamente a la razón misma; el dominio de la filosofía y sus posibilidades no puede entonces extenderse en ningún caso más allá de lo que la razón es capaz de alcanzar; y aún así no representa sino cierta utilización muy particular de esta facultad, pues hay, en el orden mismo del conocimiento racional, muchas cosas que no son de la incumbencia de la filosofía. No contestamos, por lo demás, en absoluto el valor de la razón en su dominio; pero este valor no puede ser sino relativo, como igualmente lo es este dominio; y, además, la misma palabra ratio, ¿no tenía primitivamente el sentido de “relación”? No contestamos tampoco la legitimidad de la dialéctica, a pesar de que los filósofos abusan de ella demasiado a menudo; pero esta dialéctica, en todo caso, no debe ser jamás sino un medio y no un fin en sí misma, y, además, puede que este medio no sea aplicable indistintamente a todo; para darse cuenta de esto, solamente es preciso salir de los límites de la dialéctica, y esto es lo que no puede hacer la filosofía como tal. Incluso admitiendo que la filosofía pueda ir tan lejos como le es teóricamente posible, y queremos decir con esto hasta los límites extremos del dominio de la razón, esto será todavía en verdad bien poco, pues, sirviéndonos de una expresión evangélica, “una sola cosa es necesaria”, y es precisamente esta “cosa” lo que le permanecerá siempre prohibida, porque está por encima y más allá de todo conocimiento racional. ¿Qué pueden los métodos discursivos del filósofo frente a lo inexpresable, que es, como explicamos antes, el “misterio” en el más profundo y cierto sentido de la palabra? Por el contrario, el simbolismo, tiene por función esencial hacer “asentir” esto inexpresable, suministrar el soporte que permitirá a la intuición intelectual efectivamente alcanzarlo; ¿quién, entonces, habiendo comprendido esto, osaría todavía negar la inmensa superioridad del simbolismo y cuestionar que su alcance supera incomparablemente al de toda posible filosofía? Por excelente y perfecta en su género que pueda ser una filosofía (y no es ciertamente en las filosofías modernas en lo que pensamos al admitir semejante hipótesis), no es sin embargo todavía sino “paja”; es Santo Tomás de Aquino mismo quien lo ha dicho, y podemos creerle. Pero hay todavía algo más: considerando al simbolismo como una “forma de pensamiento”, no se le enfoca en suma sino desde el punto de vista puramente humano, que por lo demás es evidentemente el único bajo el cual sea posible una comparación con la filosofía; debe sin duda considerársele así, en tanto que es un modo de expresión utilizado por el hombre, pero, a decir verdad, esto está muy lejos de ser suficiente. Aquí, estamos obligados para no repetirnos demasiado, a remitirnos a nuestro artículo sobre El Verbo y el símbolo: allí hemos explicado, en efecto, cómo hay en el simbolismo lo que se podría llamar una vertiente divina, pero que sobre todo se funda esencialmente sobre la correspondencia del orden natural con el orden sobrenatural, correspondencia en virtud de la cual la naturaleza entera no recibe su verdadera significación más que si se la considera como un soporte para elevarnos al conocimiento de las verdades divinas, la que es precisamente la función propia del simbolismo. Esta connivencia profunda con el plan divino hace del simbolismo algo “no-humano”, según el término hindú que citábamos por entonces, algo que remonta más alto y más lejos que la humanidad, puesto que este origen está en la obra misma del Verbo: está primero en la creación misma, y está a continuación en la Revelación primordial, en la gran Tradición de la cual todas las demás no son sino formas derivadas, y que fue siempre en realidad, como también hemos ya dicho (junio de 1926, p 46), la única verdadera religión de la humanidad entera. Frente a esos títulos del simbolismo, que le proporcionan su valor trascendente, ¿cuáles son los que la filosofía podría reivindicar? El origen del simbolismo se confunde verdaderamente con el origen de los tiempos, e incluso, en un sentido, está más allá de los tiempos; y, obsérvese bien, no hay ningún símbolo verdaderamente tradicional que pueda ser relacionado con un inventor humano, del cual pueda decirse que ha sido imaginado por tal o cual individuo; ¿y no debería esto hacer reflexionar a quienes son capaces de ello? Toda filosofía, por el contrario, no se remonta sino a una determinada época y, en suma, siempre reciente, incluso aunque se trate de la antigüedad clásica, que no es sino una antigüedad muy relativa (lo que demuestra por otra parte que, incluso humanamente, esta forma especial de pensamiento no tiene nada de esencial); es la obra de un hombre cuyo nombre nos es conocido así como la fecha en que ha vivido, y es además normalmente este nombre lo que sirve para designarla, lo que muestra bien que no hay aquí nada que no sea humano e individual. Esta es la razón por la que dijimos hace un momento que no se puede ni soñar con establecer una comparación cualquiera entre la filosofía y el simbolismo sino a condición de limitarse a considerar a éste exclusivamente por el lado humano, ya que, por todos los demás, no podría encontrarse en el orden filosófico ni equivalencia ni tampoco correspondencia de cualquier género que sea. Luego la filosofía es, si se quiere, la “sabiduría humana”, pero no es más que esto, y he aquí por qué decimos que es bien poca cosa; y no es sino esto ya que se trata de una especulación completamente racional, y que la razón es una facultad puramente humana, incluso con la que se define esencialmente a la naturaleza individual humana como tal. “Sabiduría humana” es tanto como decir “sabiduría mundana”, en el sentido en que el “mundo” es especialmente entendido en el Evangelio; podríamos aún, en el mismo sentido, decir también “sabiduría profana”; todas estas expresiones son en el fondo sinónimas, e indican claramente que no se trata de la verdadera sabiduría, de la cual no es mas que una sombra. Podemos, para concluir este punto, resumir en pocas palabras el fondo de nuestro pensamiento: la filosofía no es propiamente sino “saber profano”, mientras que el simbolismo, entendido en su verdadero sentido, forma parte esencialmente de la “ciencia sagrada”. Hay desgraciadamente, sobre todo en nuestra época, quienes son incapaces de hacer como conviene la distinción entre estos dos órdenes de conocimiento; pero no es a ellos a quienes nos dirigimos, pues, declarémoslo muy claramente en esta ocasión, es únicamente de “ciencia sagrada” de lo que pretendemos ocuparnos por nuestra parte. P S- Un amigo de Regnabit nos ha comunicado dos notas aparecidas una en l'Ilustration del 20 de marzo y la otra en Nature del 26 de junio de 1926, y concerniendo a un misterioso símbolo grabado sobre la pared de un acantilado abrupto que bordea el macizo de los Andes peruanos. Este signo, del que se sabe solamente que existía a la llegada de los españoles, es llamado el candelabro de las tres cruces, denominación que da una idea bastante exacta de su forma general. Sus líneas están constituidas por zanjas profundamente vaciadas en la pared; su altura parece ser de 200 a 500 metros, y, en tiempo claro, es visible a simple vista a una distancia de 21 kilómetros. El autor de las dos notas en cuestión, M V Forbin, no propone ninguna interpretación de ese símbolo; según las fotografías, desgraciadamente poco nítidas, que acompañan su texto, pensamos que debe tratarse de una representación del “Arbol de Vida”, y y a este título creemos interesante señalarlo aquí, como complemento a nuestro artículo sobre Los Arboles del Paraíso (marzo de 1926). En ese artículo, en efecto, hemos hablado del árbol triple cuyo tallo central figura propiamente el “Arbol de Vida”, mientras que los otros dos representan la doble naturaleza del “Arbol de la Ciencia del bien y del mal”; tenemos aquí un ejemplo iconográfico tanto más notable cuento que la forma dada a los tres tallos evoca el conjunto, simbólicamente equivalente como lo explicamos entonces, que está constituido por la cruz de Cristo y las de los dos ladrones. Se sabe además que, en las esculturas de los antiguos templos de la América central, el “Arbol de Vida” es frecuentemente representado bajo la forma de una cruz, lo que confirma bastante fuertemente nuestra interpretación.
