XVI: A PROPÓSITO DEL PEZ
Leyendo el importante estudio que el Sr. Charbonneau-Lassay ha dedicado al simbolismo del pez (diciembre de 1926), nos han venido al pensamiento diversas reflexiones que no creemos inútil formular aquí, a título de complemento a la primera parte de este estudio. Y, en primer lugar, por lo que hace a los orígenes prehistóricos de este símbolo, nos inclinamos por nuestra parte a reconocerle un origen nórdico, incluso puede que hiperbóreo; Charbonneau señala su presencia en Alemania del norte y en Escandinavia, y pensamos que, en esas regiones, está más cerca verosímilmente el punto de partida que en Asia central, adonde fue sin duda aportado por la gran corriente que, surgida directamente de la Tradición primordial, debía seguidamente dar nacimiento a las doctrinas de la India y de Persia. Hay, en efecto, en el Vêda y en el Avesta, diversos textos que afirman muy explícitamente el origen hiperbóreo de la Tradición, y que indican incluso las principales etapas de su descenso hacia el Sur; parece que recuerdos análogos, del lado occidental, hayan sido conservados en las tradiciones célticas, que son difíciles de reconstruir sin duda con los datos fragmentarios que únicamente han llegado hasta nosotros. Es de notar, por otra parte, que de manera general ciertos animales acuáticos desempeñan un papel sobre todo en el simbolismo de los pueblos del Norte: citaremos sólo como ejemplo el pulpo, particularmente difundido entre los Escandinavos y entre los Celtas, y que está presente también en la Grecia arcaica como uno de los principales motivos de la ornamentación micénica. Otro hecho que, para nosotros, viene también en apoyo de estas consideraciones es que, en la India, la manifestación en forma de pez (Matsya-avatâra) se considera como la primera de todas las manifestaciones de Vishnú2, la que se sitúa al comienzo mismo del ciclo actual, y por lo tanto en relación inmediata con el punto de partida de la Tradición primordial. No ha de olvidarse a este respecto que Vishnú representa el Principio divino considerado especialmente en su aspecto de conservador del mundo; este papel está muy próximo al de “Salvador”, o, más bien, éste último es como un caso particular de aquél; y verdaderamente como “Salvador” aparece Vishnú en algunas de sus manifestaciones, correspondientes a fases críticas de la historia de nuestro mundo, de suerte que se puede ver eso como “prefiguraciones” de Cristo, sin contar que la última manifestación, el Kalkin-Avatâra, “El que está montado sobre el caballo blanco”, la cual ha de ocurrir al final de este ciclo, está descripta en los Purâna en términos rigurosamente idénticos a los que se encuentran en el Apocalipsis. No es éste el lugar para insistir sobre la similitud bastante extraordinaria en su precisión; pero, para volver al pez, señalaremos que la idea de “Salvador” está igualmente vinculada de modo explícito con su simbolismo cristiano, pues la última letra del ikhthys griego se interpreta como la inicial de Sôtèr; ello no tiene nada de sorprendente, sin duda, cuando se trata de Cristo, pero hay, con todo, emblemas que aluden más directamente a algunos otros de sus atributos y que no expresan formalmente ese papel de “Salvador”. En figura de pez, Vishnú, al final del Manvantara que precede al nuestro, se aparece a Satyavrata, que, con el nombre de Vaivaswata, será el Manú o Legislador del ciclo actual. El le anuncia que el mundo va a ser destruido por las aguas, y le ordena construir el Arca en la cual deberán encerrarse los gérmenes del mundo futuro; luego, siempre bajo la misma forma, guía él mismo el Arca sobre las aguas durante el cataclismo. Esta representación del Arca conducida por el pez divino es de las más notables: Charbonneau-Lassay cita en su estudio “el ornamento pontifical decorado de figuras bordadas que envolvía los restos de un obispo lombardo de los siglos VIII o IX, y sobre el cual se ve una barca transportada por el pez, imagen del Cristo sosteniendo a su Iglesia”; ahora bien, se sabe que el arca ha sido frecuentemente considerada como una figura de la Iglesia; luego es la misma idea la que encontramos así expresada a la vez en el simbolismo hindú y en el simbolismo cristiano. Hay aún, en el Matsya-avatâra, otro aspecto que debe retener particularmente nuestra atención: después del cataclismo, o sea al comienzo mismo del presente Manvantara, él aporta a los hombres el Vêda, que ha de entenderse, según la significación etimológica de la palabra (derivada de la raíz vid-, 'saber'), como la Ciencia por excelencia o el Conocimiento sagrado en su integridad, según la significación etimológica de esta palabra (derivada de la raíz vid, “saber”: es pues la Ciencia por excelencia); y hay ahí una de las más nítidas alusiones a la Revelación primitiva. Se dice que el Vêda subsiste perpetuamente, siendo en sí mismo anterior a todos los mundos; pero está en cierto modo escondido o encerrado durante los cataclismos cósmicos que separan los diferentes ciclos, y debe luego ser manifestado nuevamente. La afirmación de la perpetuidad del Vêda está, por otra parte, en relación directa con la teoría cosmológica de la primordialidad del sonido entre las cualidades sensibles (como cualidad propia del Éter, Ákâça, que es el primero de los elementos); y esta teoría misma no es en el fondo otra cosa que la de la creación por el Verbo: el sonido primordial es esa Palabra divina por la cual, según el primer capítulo del Génesis hebreo, han sido hechas todas las cosas. Por eso se dice que los Sabios de las primeras edades han “oído” el Vêda: la Revelación, siendo obra del Verbo, como la creación misma, es propiamente una “audición” para aquel que la recibe; y el término que la designa es Shruti, que significa literalmente “lo oído”. Durante el cataclismo que separa este Manvantara del precedente, el Vêda estaba encerrado, en estado de repliegue, en la concha (shankha), que es uno de los principales atributos de Vishnú. Pues la concha se considera como conteniendo el sonido primordial e imperecedero (ákshara), es decir, el monosílabo Om, que es por excelencia el nombre del Verbo, al mismo tiempo que es, por sus tres elementos (AUM), la esencia del triple Vêda. Por otra parte, estos tres elementos (mâtras), dispuestos gráficamente de una manera determinada, forman el esquema mismo de la concha; y, por una concordancia bastante singular, ocurre que este esquema es también el de la oreja humana, órgano de la audición, la cual debe, en efecto, si ha de ser apta para la percepción del sonido, tener una disposición conforme a la naturaleza de éste. Todo ello toca visiblemente algunos de los más profundos misterios de la cosmología; pero, ¿quién, en el estado de espíritu que constituye la mentalidad moderna, puede aún comprender las verdades pertenecientes a esta ciencia tradicional? Como Vishnú en la India, e igualmente en forma de pez, el Oannes caldeo, que algunos han considerado expresamente como una figura de Cristo, enseña también a los hombres la doctrina primordial: notable ejemplo de la unidad que existe entre las tradiciones en apariencia más diferentes, y que permanecería inexplicable si no se admitiera su pertenencia a una fuente común. Parece, por lo demás, que el simbolismo de Oannes o de Dagon no es sólo el del pez en general, sino que debe relacionarse más especialmente con el del delfín: éste, entre los Griegos, estaba vinculado con el culto de Apolo, y había dado nombre a Delfos; y, lo que es muy significativo, se decía que este culto venía de los Hiperbóreos. Lo que da a pensar que conviene considerar tal vinculación (la cual no se encuentra claramente indicada, en cambio, en el caso de la manifestación de Vishnú) es sobre todo la conexión estrecha que existe entre el símbolo del delfín y el de la “Mujer del mar” (la Afrodita Anadiomène de los Griegos); precisamente, ésta se presenta, bajo nombres diversos, como el páredro femenino de Oannes o de sus equivalentes, es decir, como figuración de un aspecto complementario del mismo principio. Es la “Dama del Loto” (Ishtar, igual que Ester en hebreo, significa “loto” y también a veces “lirio”, dos flores que, en el simbolismo, a menudo se reemplazan mutuamente), como la Kwan-yin extremo-oriental, que es igualmente, en una de sus formas, la “Diosa del fondo de los mares”; habría mucho que decir sobre todo eso, pero no es lo que, por esta vez, nos hemos propuesto. Lo que hemos querido mostrar, es que el símbolo del pez estaba muy particularmente predestinado para figurar a Cristo, como representando dos funciones que le pertenecen esencialmente ( y ello sin perjuicio de su relación con la idea de la fecundidad y del “principio de vida” que todavía proporciona razón suplementaria para esta figuración), puesto que, bajo este símbolo, el Verbo a parece a la vez, en las tradiciones antiguas, como Revelador y como Salvador. P S Algunos se asombrarán quizá, sea con motivo de las consideraciones que acabamos de exponer, sea con motivo de las que hemos dado en otros artículos o que daremos ulteriormente, del lugar preponderante (aunque, por supuesto, de ningún modo exclusivo) que entre las diferentes tradiciones antiguas adjudicamos a la de la India; y tal asombro, en suma, sería harto comprensible, dada la ignorancia completa en que se está generalmente, en el mundo occidental, acerca de la verdadera significación de las doctrinas de que se trata. Podríamos limitarnos a hacer notar que, habiendo tenido ocasión de estudiar más particularmente las doctrinas hindúes, podemos legítimamente tomarlas como término de comparación; pero creemos preferible declarar claramente que hay para ello, otras razones, más profundas y de alcance enteramente general. A quienes estarían tentados de ponerlo en duda, aconsejaremos vivamente leer el interesantísimo libro del R P William Wallace, S J, titulado De l'Évangélisme au Catholicisme par la route des Indes el cual constituye a este respecto un testimonio de gran valor. Es una autobiografía del autor, quien, habiendo ido a la India como misionero anglicano, se convirtió al Catolicismo por el estudio directo que hizo de las doctrinas hindúes; y en los lineamientos que de ellas ofrece, da pruebas de una comprehensión que, sin ser absolutamente completa en todos los puntos, va incomparablemente más lejos que todo cuanto hemos encontrado en otras obras occidentales, inclusive las de los “especialistas”. Ahora bien: el R P Wallace declara formalmente, entre otras cosas, que «el Sanâtana Dharma de los sabios hindúes (lo que podría traducirse con bastante exactitud por Lex perennis: es el fondo inmutable de la doctrina) procede exactamente del mismo principio que la religión cristiana», que «el uno y la otra encaran el mismo objetivo y ofrecen los mismos medios esenciales de alcanzarlo» (pág. 218 de la traducción francesa), que «Jesucristo aparece como el Consumador del Sanâtana Dharma de los Hindúes, ese sacrificio a los pies del Supremo, tan evidentemente como el Consumador de la religión típica y profética de los judíos y de la Ley de Moisés» (pág. 217), y que la doctrina hindú es «el natural pedagogo que conduce a Cristo» (Pág. 142). ¿No justifica esto ampliamente la importancia que atribuimos aquí a esta tradición, cuya profunda, armonía con el Cristianismo no podría escapar, a quienquiera la estudie, como lo ha hecho el R P Wallace, sin ideas preconcebidas? Nos consideraremos felices si logramos hacer sentir un poco esa armonía en los puntos que tenemos ocasión de tratar, y hacer comprender al mismo tiempo que la razón de ello ha de buscarse en el vínculo directo que une la doctrina hindú a la gran Tradición primordial“.
