ATLÁNTIDA E HIPERBÓREA
En la Atlantis (junio de 1929), M Paul le Cour releva la nota de nuestro artículo de Mayo anterior (Artículo titulado Les Pierres de foudre aparecido en Le Voile d'Isis, n de mayo de 1929 y que forma el capítulo XXV del compendio Símbolos fundamentales de la Ciencia sagrada), en el cual afirmábamos la distinción de la Hiperbórea y de la Atlántida, contra los que quieren confundirlas y los que hablan de la «Atlántida hiperboreana». A decir verdad, aunque esta expresión parece en efecto pertenecer en propiedad a M le Cour, no pensábamos únicamente en él al escribir aquella nota, ya que no es el solo el único en cometer la confusión en cuestión; se la encuentra igualmente en M Herman Wirth, autor de una importante obra sobre los orígenes de la humanidad (Der Aufgang der Menschheit) aparecido recientemente en Alemania, y que emplea constantemente el término «nor-atlántica» para designar la región que fue el punto de partida de la Tradición Primordial. Por el contrario, M le Cour es en efecto el único, a nuestro conocimiento al menos, que nos haya atribuido a nós mismo la afirmación de la existencia de una «Atlántida hiperboreana»; si no le habíamos nombrado en punto ninguna a este propósito, es porque las cuestiones de personas cuentan muy poco para nós, y porque la sola cosa que nos importaba era la de poner a nuestros lectores en guardia contra una falsa interpretación, viniera de donde viniera. Nos preguntamos como nos ha leído M le Cour; nos lo preguntamos inclusive más que nunca, ya que he aquí que ahora nos hace decir que el Polo Norte, en la época de los orígenes «no era en punto ninguno el de hoy, sino una región vecina, parece, de Islandia y de Groenlandia»; ¿dónde en efecto ha podido encontrar eso? Estamos absolutamente ciertos de no haber escrito jamás una sola palabra de las en cuestión, de no haber hecho jamás la menor alusión a este tema, por lo demás secundario a nuestro punto de vista, de un desplazamiento posible del polo después del comienzo de nuestro Manvantara (Esta cuestión parece estar ligada a la de la inclinación del eje terrestre, inclinación que, según ciertos datos Tradicionales, no habría existido desde el origen, sino que sería una consecuencia de lo que es designado en lenguaje occidental como la «caída del hombre»); con mayor razón jamás hemos precisado su situación original, que por lo demás sería quizás, por muchos motivos diversos, bastante difícil de definir en relación a las tierras actuales. M le Cour dice todavía que, «a despecho de nuestro hinduismo, convenimos en que el origen de las Tradiciones es occidental»; de ningún modo convenimos, muy al contrario, ya que decimos que es polar, y el polo, que sepamos, no es más occidental que oriental; persistimos en pensar que, como lo decíamos en la nota apuntada, el Norte y el Oeste son dos puntos cardinales diferentes. Es solamente en una época ya alejada del origen que la sede la Tradición Primordial, transferida a otras regiones, ha podido devenir, ya sea occidental, ya sea oriental, occidental para algunos periodos y oriental para otros, y, en todo caso, seguramente oriental en último lugar y ya mucho antes del comienzo de los tiempos dichos «históricos» (porque son los solos accesibles a las investigaciones de la historia «profana»). Por lo demás, destáquese bien, no es de ningún modo «a despecho de nuestro hinduismo» (M le Cour, al emplear este término, no cree probablemente dar en el clavo), sino al contrario a causa de éste, que consideramos el origen de las Tradiciones como nórdico, e inclusive más exactamente como polar, dado que eso es expresamente afirmado en el Vêda, como también en otros libros sagrados (Los que querían tener referencias precisas a este respecto podrán encontrarlas en la destacable obra de B G Tilak, The Artic Home in the Vêda, que parece desafortunadamente haber permanecido completamente desconocido en Europa, sin duda porque su autor era un Hindú no occidentalizado). La tierra en la que el Sol hacía el giro del horizonte sin ponerse debía estar en efecto situada bien cerca del polo, si no en el polo mismo; es dicho también que, más tarde, los representantes de la Tradición se trasladaron a una región en la que el día más largo era doble que el día más corto, pero esto se refiere ya a una fase ulterior, que, geográficamente, evidentemente nada más tiene que ver con la Hiperbórea. Puede que M le Cour tenga razón al distinguir una Atlántida meridional y una Atlántida septentrional, aunque las mismas no han debido estar primitivamente separadas; pero por ello no es menos verdad que la Atlántida septentrional en ella misma nada tenía de hiperboreana. Lo que complica mucho más la cuestión, lo reconocemos de buena gana, e que las mismas designaciones han sido aplicadas, con el correr de los tiempos, a regiones muy diversas, y no solamente a las localizaciones sucesivas del centro Tradicional Primordial, sino todavía a centros secundarios que procedían de aquel más o menos directamente. Hemos señalado esta dificultad en nuestro estudio sobre El Rey del Mundo, donde, precisamente en la página misma a la cual se refiere M le Cour, escribíamos esto: «Es menester distinguir la Tula atlante (el lugar de origen de los Toltecas, que estaba probablemente situada en la Atlántida septentrional) de la Tula hiperbórea; y es esta última la que, en realidad, representa el centro primero y supremo para el conjunto del Manvantara actual; es ella la que fue la «isla sagrada» por excelencia, y su situación era literalmente polar en el origen. Todas las demás «islas sagradas», que son designadas por todas partes con nombres de significación idéntica, no fueron más que imágenes de aquella; y esto se aplica inclusive al centro espiritual de la Tradición atlante, que no rige más que un ciclo histórico secundario, subordinado al Manvantara (A propósito de la Tula atlante, creemos interesante reproducir aquí una información que hemos relevado en una crónica geográfica del Journal del Débats (22 de Enero de 1929), sobre «las Indias del istmo de Panamá», y cuya importancia ha escapado ciertamente al autor mismo de ese artículo: «En 1925, una gran parte de los Indios Cuna se sublevaron, mataron a los gendarmes de Panamá que habitaban sobre su territorio y fundaron la República independiente de Tulé, cuya bandera es un swastika sobre fondo naranja bordado en rojo. Esta república existe todavía en el momento actual». Esto parece indicar que subsisten todavía, en lo que concierne a las Tradiciones de la América antigua, muchas más cosas de las que uno estaría tentado a creer). Y agregábamos en nota: «Una enorme dificultad, para determinar el punto de juntura de la Tradición atlante con la Tradición hiperbórea, proviene de ciertas sustituciones de nombres que pueden dar lugar a múltiples confusiones; pero la cuestión, a pesar de todo, no es quizás enteramente insoluble». Al hablar de ese «punto de juntura», pensábamos sobre todo en el Druidismo; y he aquí justamente que, a propósito del Druidismo, encontramos todavía en Atlantis (Julio-Agosto de 1929) otra nota que prueba cuan difícil es a veces hacerse comprender. Al sujeto de nuestro artículo de junio sobre el «triple recinto» (Artículo titulado El triple recinto druídico aparecido en Le Voile d'Isis, 1929, y que forma el capítulo X de Símbolos fundamentales de la Ciencia sagrada), M le Cour escribe esto: «Es restringir el alcance de este emblema el hacer del mismo únicamente un símbolo druídico; es verosímil que le es anterior y que irradia más allá del mundo druídico». Ahora bien, estamos tan lejos de hacer de él únicamente un símbolo druídico que, en ese artículo, luego de haber notado, según M le Cour mismo, ejemplos relevados en Italia y en Grecia, hemos dicho: «El hecho de que esta misma figura se encuentre en otras partes además de entre los Celtas indicaría que había, en otras formas Tradicionales jerarquías iniciáticas constituidas sobre el mismo modelo (que la jerarquía druídica), lo que es perfectamente normal». En cuanto a la cuestión de anterioridad, sería menester primero sabe a qué época precisa se remonta el Druidismo, y es probable que se remonte mucho más atrás de lo que se cree de ordinario, tanto más cuanto que los Druidas eran los poseedores de una Tradición de la cual una parte notable era incontestablemente de proveniencia hiperboreana. Aprovecharemos de esta ocasión para hacer otra precisión que tiene su importancia: Decimos «Hiperbórea» para conformarmos al uso que ha prevalecido después de los Griegos; pero el empleo de este término muestra que éstos, en la época «clásica» al menos, habían ya perdido el sentido de la designación primitiva. En efecto, bastaría en realidad decir «Bórea», término estrictamente equivalente al sánscrito Vârâha: Es la «tierra del jabalí», que devino también la «tierra del oso» en una cierta época, durante el periodo de predominio de los Kshatriyas al cual puso fin Parashu-Râma (Este nombre de Vârâhî se aplica a la «tierra sagrada» asimilada simbólicamente a un cierto aspecto de la Shakti y Vishnu, siendo entonces éste considerado más especialmente en su tercer avatâra; habría mucho que decir sobre este sujeto, y quizás que volvamos sobre él algún día. Este mismo nombre jamás ha podido designar a Europa como Saint-Yves d'Alveydre parece haberlo creído; por otra parte, quizás que se hubiera visto un poco más claro sobre estas cuestiones en Occidente, si Fabre d'Olivet y los que le han seguido no hubieran mezclado inextricablemente la historia de Parashu-Râma y la de Râma-Chandra, es decir, los sexto y séptimo avataras, que son empero bien distintos a todos los respectos). Nos queda todavía, para terminar esta puesta a punto necesaria, decir algunas palabras sobre tres o cuatro cuestiones que M le Cour aborda incidentalmente en sus dos notas; y, primero, hay una alusión al swastika, del que es dicho que «hacemos el signo del Polo». Sin poner en ello la menor animosidad, rogaríamos aquí a M le Cour no asimilar nuestro caso al suyo, ya que al final es menester en efecto decir las cosas como son: Nos le consideramos como un «buscador» (y eso no es de ningún modo disminuir su mérito), que propone explicaciones según sus opiniones personales, algo aventuradas a veces, y al efecto está en su derecho, dado que no está vinculado a ninguna Tradición actualmente viva y tampoco está en posesión de ningún dato Tradicional recibido por transmisión directa; podríamos decir, en otros términos, que hace arqueología, mientras que, en cuanto a nós, hacemos ciencia iniciática, y hay ahí dos puntos de vista que, aún cuando que toquen a los mismos sujetos, no podrían coincidir de ninguna manera. En punto ninguno «hacemos» del swastika el signo del polo: Decimos que es eso y que siempre lo ha sido, que tal es su verdadera significación Tradicional, lo que es del todo diferente; es este un hecho contra el cual ni M le Cour ni nós mismo podemos nada. M le Cour, que evidentemente no puede hacer más que interpretaciones más o menos hipotéticas, pretende que el swastika «no es más que un símbolo que se refiere a un ideal sin elevación» (Queremos suponer que, al escribir estas palabras, M le Cour ha tenido ante todo en vista interpretaciones modernas y no Tradicionales del swastika, como las que han podido concebir por ejemplo los «racistas» alemanes, que en efecto han pretendido apoderarse de este emblema, poniéndole por lo demás la denominación barroca e insignificante de hakenkrenz o «cruz de cachetes»); queda ahí su manera de ver, y nada más hay en la misma, y estamos tanto menos dispuesto a discutirla cuanto que no represente después de todo más que una simple apreciación sentimental; «elevado» o no, un «ideal» es para nós algo bastante huero, y, en verdad que se trata de cosas mucho más «positivas», diríamos de buena gana si no se hubiera abusado tanto de esta expresión. M le Cour, por otra parte, no parece satisfecho de la nota que hemos consagrado al artículo de uno de sus colaboradores que quería ver a todo precio una oposición entre Oriente y Occidente, y que hacía prueba, frente a Oriente, de un exclusivismo enteramente deplorable (M le Cour nos reprocha haber dicho a este propósito que su colaborador «con seguridad que no tiene el don de lenguas», y encuentra que «es ésta una afirmación desafortunada»; ¡confunde simplemente, por desgracia, el «don de lenguas» con los conocimientos lingüísticos!; lo que es cuestión ahí, nada en absoluto tiene que ver con la erudición). Escribe allí cosas sorprendentes: «M René Guénon, que es un lógico puro, no podría buscar, tanto en Oriente como en Occidente, más que el lado puramente intelectual de las cosas, como lo prueban sus escritos; lo muestra todavía declarando que Agni se basta a él mismo (ver Regnabit, abril de 1926) e ignorando la dualidad Aor-Agni, sobre la cual volveremos frecuentemente, ya que ella es la piedra angular del edificio del mundo manifestado». Cualesquiera que pueda ser de ordinario nuestra indiferencia al respecto de lo que se escribe sobre nós, no podemos de igual modo dejar decir que somos un «lógico puro», cuando es que no consideramos al contrario a la lógica y a la dialéctica más que como simples instrumentos de exposición, a veces útiles a este título, pero de un carácter enteramente exterior, y sin ningún interés en ellas mismas; no nos dedicamos, repetímoslo todavía una vez más, más que al solo punto de vista iniciático, y todo lo demás, es decir, todo lo que no es más que conocimiento «profano», está enteramente desprovisto de valor a nuestros ojos. Si es verdad que hablamos frecuentemente de «intelectualidad pura», es porque esta expresión tiene un muy otro sentido para nós que para M le Cour, que parece confundir «inteligencia» con «razón», y que considera por otra parte una «intuición estética», cuando es que no hay otra intuición verdadera que la «intuición intelectual», de orden supra-racional; hay por lo demás ahí algo mucho más formidable de lo que pueda pensar quienquiera que, manifiestamente, no tiene la menor sospecho de lo que puede ser la «realización metafísica», y que se figura probablemente que no somos más que una especie de teórico, lo que prueba una vez más que en efecto ha leído mal nuestros escritos, que parecen empero preocuparle extrañamente. En cuanto a la historia de Aor-Agni, que no «ignoramos» del todo, sería bueno acabar de una vez por todas con esas ensoñaciones, de las que M le Cour no tiene por otra parte la responsabilidad: Si «Agni se basta a él mismo», es por la buena razón de que este término, en sánscrito, designa el fuego bajo todos sus aspectos, sin ninguna excepción, y los que pretenden lo contrario prueban simplemente por ahí su total ignorancia de la Tradición hindú. No decimos otra cosa en la nota de nuestro artículo de Regnabit, que creemos necesario reproducir aquí textualmente: «Sabiendo que, entre los lectores de Regnabit, los hay que están al corriente de las teorías de una escuela cuyos trabajos, aunque muy interesantes y muy estimables bajo muchos aspectos, hacen llamado empero a algunas reservas, debemos decir aquí que no podemos aceptar el empleo de los términos Aor y Agni para designar los dos aspectos complementarios del fuego (luz y calor). En efecto, el primero de estos dos términos es hebreo, mientras que el segundo es sánscrito, y no pueden asociarse así dos términos tomados a Tradiciones diferentes, cualesquiera que puedan ser las concordancias reales que existen entre éstos, y ni siquiera la identidad de fondo que se oculta bajo la diversidad de sus formas; es menester no confundir el «sincretismo» con la verdadera síntesis. Además, si Aor es en efecto frecuentemente la luz, Agni es el principio ígneo considerado integralmente (el ignis latino es por lo demás exactamente el mismo término), y pues, a la vez como luz y como calor; la restricción de este término a la designación del segundo aspecto es del todo arbitrario e injustificada». Apenas hay necesidad de decir que, al escribir esta nota, no habíamos pensado en lo más mínimo en M le Cour; pensábamos únicamente en el Hieron de Paray-le-Monial, al cual pertenece en propiedad la invención de esta bizarra asociación verbal. Estimamos no haber de tener en cuenta ninguna fantasía salida de la imaginación demasiado fértil de M de Sarachaga, y pues, enteramente desnuda de autoridad y no teniendo el menor valor bajo el punto de vista Tradicional, al cual entendemos ceñirnos rigurosamente (Es el mismo M de Sarachaga que escribía zwadisca en lugar de swastika; uno de sus discípulos, a quien hicimos la precisión un día a ese respecto, nos aseguró que debía tener sus razones para escribirlo así; ¡En verdad que es esa una justificación demasiado fácil! ). En fin M le Cour aprovecha de la circunstancia para afirmar de nuevo la teoría antimetafísica y anti-iniciática del «individualismo» occidental, lo que, por encima de todo, es su asunto y a nadie compromete más que a él; y agrega, con una especie de soberbia que muestra que está en efecto muy poco desprendido de las contingencias individuales: «Mantenemos nuestro punto de vista porque somos los antepasados en el dominio de los conocimientos». Esta pretensión es verdaderamente un poco extraordinaria; ¿se cree pues tan viejo M le Cour? No solamente los Occidentales modernos no son los antepasados de nadie, sino que ni siquiera son descendiente legítimos, ya que han perdido la llave de su propia Tradición; no es «en Oriente donde ha habido desviación», sea lo que fuere lo que puedan decir de ello los que ignoran todo de las doctrinas orientales. Los «antepasados», para retomar el término de M le Cour, son los detentadores efectivos de la Tradición Primordial; no podría haber otros, y, en la época actual, éstos no se encuentran ciertamente en Occidente.
