Qabbalah y ciencia de los números
Frecuentemente hemos insistido sobre el hecho de que las «ciencias sagradas» pertenecen a una forma Tradicional dada de la que forman realmente parte integrante, al menos a título de elementos secundarios y determinados, antes muy lejos de no representar más que agregaciones adventicias que se habrían vinculado a la misma más o menos artificialmente. Es indispensable comprender bien este punto y no perderle jamás de vista si se quiere penetrar, por poco que sea, el verdadero espíritu de una Tradición; y es tanto más necesario llamar la atención sobre esto cuanto que se constata bastante frecuentemente en nuestros días, entre los que pretenden estudiar las doctrinas Tradicionales, una tendencia a no tener en cuenta ciencias como la que es cuestión, ya sea en razón de las dificultades especiales que presenta su asimilación, ya sea porque, además de la imposibilidad de hacerlas entrar en el cuadro de las clasificaciones modernas, su presencia es particularmente disgustante para quienquiera que se esfuerce en reducirlo todo a puntos de vista exotéricos y en interpretar las doctrinas en términos de «filosofía» o de «misticismo». Sin querer extendernos una vez más sobre la vanidad de tales estudios emprendidos «desde el exterior» y con intenciones enteramente profanas, empero repetiremos todavía, ya que vemos por así decir cada día la oportunidad de ello, que las concepciones deformadas a las cuales conducen inevitablemente son ciertamente peores que la ignorancia pura y simple. Sucede inclusive a veces que ciencias Tradicionales juegan una función más importante que la que acabamos de indicar, y que, además del valor propio que poseen en ellas mismas en su orden contingente, son tomadas como medios simbólicos de expresión apara la parte superior y esencial de la doctrina, de suerte que ésta deviene enteramente ininteligible si se pretende separarla de aquella. Es lo que se produce concretamente, en lo que concierne a la Qabbalah hebraica, para la «ciencia de los números», que se identifica ahí por lo demás en gran parte con la «ciencia de las letras», de igual modo que en el esoterismo islámico, y eso en virtud de la constitución misma de las dos lenguas hebraica y árabe, que, así como lo hacíamos destacar últimamente, están muy próximas la una de la otra bajo todas las relaciones (Ver el capítulo anterior Qabbalah; rogamos a los lectores se allegue igualmente al estudio sobre La Ciencia de las Letras que forma el capítulo VI de los Símbolos fundamentales de la Ciencia sagrada). La función preponderante de la ciencia de los números en la Qabbalah constituye un hecho tan evidente que no podría escapar al observador ni siquiera más superficial, y que apenas les es posible a los «críticos» más llenos de prejuicios o de partidos tomados negarle o disimularle. Empero, estos últimos no se privan de dar al menos del hecho en cuestión interpretaciones erróneas, a fin de hacerle entrar mal que bien en el cuadro de sus ideas preconcebidas; nos proponemos sobre todo aquí disipar esas confusiones más o menos queridas, y debidas en una buena parte a los abusos del muy famoso «método histórico», que quiere a todo precio ver «plagios y préstamos» por todas partes donde constata algunas similitudes. Se sabe que está de moda, en los medios universitarios, pretender vincular la Qabbalah al neo-platonismo, de manera de disminuir a la vez la antigüedad y el alcance de la misma: ¿no es admitido en efecto, como un principio indiscutible, que nada podría venir que no fuera de los Griegos? Se olvida desafortunadamente en eso que el neo-platonismo mismo contiene muchos elementos que nada tienen de específicamente griego, y que el Judaísmo concretamente tenía en el medio alejandrino, una importancia que estaba muy lejos de ser desdeñable, de suerte que, si realmente hubo «préstamos», pudiera ser que hubieren sido operados en sentido inverso de lo que se afirma. Esta hipótesis sería inclusive mucho más verosímil, primero porque la adopción de una doctrina extranjera apenas es conciliable con el «particularismo» que fue siempre uno de los rasgos dominantes del espíritu judaico, y después porque, sea lo que se piense por lo demás del neo-platonismo, no represente en todo caso más que una doctrina relativamente exotérica (ya que aún cuando que esté basada sobre datos de orden esotérico, la misma no es más que una «exteriorización» de aquellos), y que, como tal, no ha podido ejercer una influencia real sobre una Tradición esencialmente iniciática, e inclusive muy «cerrada», como lo es y lo fue siempre la Qabbalah (Esta última razón vale igualmente contra la pretensión de vincular el esoterismo islámico al mismo neo-platonismo; solo la filosofía, entre los Árabes, es de origen griego, como lo es por lo demás, dondequiera que se encuentre, todo aquello a lo que pueda aplicarse propiamente ese nombre de «filosofía» (en árabe falsafah); que es como una marca de este origen mismo; pero aquí no es de ningún modo de filosofía de lo que se trata). No vemos por lo demás que haya entre ésta y el neo-platonismo, semejanzas particularmente sorprendentes, ni que, en la forma bajo la cual este último se expresa, los números jueguen esa función que es tan característica de la Qabbalah; a la lengua griega no le estaría apenas permitido, por lo demás, mientras que hay ahí, lo repetimos, algo que es inherente a la lengua hebraica misma, y que, por consecuencia, debe estar ligado desde el origen a la forma Tradicional que se expresa por ella. No es, bien entendido, que hay lugar a contestar que una ciencia Tradicional de los números haya existido también entre los griegos; la misma fue allí inclusive, como se sabe, la base del Pitagorismo, que no era una simple filosofía, sino que tenía, él también, un carácter propiamente iniciático; y es de ahí de donde Platón extrajo, no solamente toda la parte cosmológica de su doctrina, tal como la expone en el Timeo, sino hasta su «teoría de las ideas», que no es en el fondo más que una transposición, según una terminología diferente, de las concepciones pitagóricas sobre los números considerados como principios de las cosas. Si, pues, se quisiera encontrar realmente entre los griegos un término de comparación con la Qabbalah, es al Pitagorismo que sería menester remontarse; pero es ahí, precisamente, donde aparece lo más claramente toda la inanidad de la tesis de los «préstamos»: Estamos en efecto en presencia de dos doctrinas iniciáticas que dan parejamente una importancia capital a la ciencia de los números; pero esta ciencia se encuentra presentada, en una y otra parte, bajo formas radicalmente diferentes. Aquí, algunas consideraciones de orden más general no serán inútiles: Es perfectamente normal que una misma ciencia se encuentre en Tradiciones diversas, ya que la verdad, en cualquier dominio que sea, no podría ser el monopolio de una sola forma Tradicional con la exlcusión de las demás; este hecho no puede pues ser un sujeto de extrañamiento, salvo sin duda para los «críticos» que no creen en la verdad; e inclusive es lo contrario lo que sería, no solamente extrañamente, sino bastante difícilmente concebible. Nada hay ahí que implique una comunicación más o menos directa entre dos Tradiciones diferentes, inclusive en el caso en que una fuera incontestablemente más antigua que la otra: ¿No puede uno constatar una cierta verdad y expresarla independientemente de aquellos que la han expresado ya anteriormente?, y, además, ¿no es esta independencia tanto más probable cuanto que esa misma verdad sea, de hecho, expresada de otra manera? Es menester destacar bien, por lo demás, que esto de ningún modo va a la contra del origen común de todas las Tradiciones; pero la transmisión de los principios, a partir de ese origen común, no conlleva necesariamente, de una manera explícita, la de todos los desarrollos que están implicados en ellos y de todas las aplicaciones a las cuales pueden dar lugar; todo lo que es asunto de «adaptación», en una palabra, puede ser considerado como perteneciendo en propiedad a tal o a cual forma Tradicional particular, y si se encuentra el equivalente de ello en otra parte, es porque, de los mismos principios, debíanse naturalmente sacar las mismas consecuencias, cualesquiera que sea por lo demás la manera especial en que se las haya expresado aquí o acullá (bajo la reserva, bien entendido, de ciertos modos simbólicos de expresión que, siendo por todas partes los mismos, deben ser mirados como remontándose hasta la Tradición Primordial). Las diferencias de forma serán por otra parte, en general, tanto mayores cuanto que se aleje uno más de los principios para descender a un orden más contingente; y es esto lo que constituye una de las principales dificultades de comprensión para lagunas ciencias Tradicionales. Estas consideraciones, se comprenderá sin esfuerzo, quitan casi todo interés a lo que concierne al origen de las Tradiciones o a la proveniencia de los elementos que encierran, bajo el punto de vista «histórico» tal y como se le entiende en el mundo profano, dado que las mismas hacen perfectamente inútil la suposición de una filiación directa cualquiera; y, allí inclusive donde se destaque una similitud mucho más estrecha entre dos formas Tradicionales, esa similitud puede explicarse mucho menos por «préstamos», frecuentemente muy inverosímiles, que por «afinidades» debidas a un cierto conjunto de condiciones comunes o semejantes (raza, tipo de lengua, modo de existencia, etc) en los pueblos a los cuales las formas en cuestión se dirigen respectivamente (Esto puede aplicarse concretamente a la similitud de expresión que hemos señalado entre la Qabbalah y el esoterismo islámico; hay a este propósito, en lo que concierne a este último, una precisión que hacer bastante curiosa: Sus adversarios «exoteristas», en el Islam mismo, frecuentemente han buscado despreciarle atribuyéndole un origen extranjero, y, bajo pretexto de que mucho Sûfîs de los más conocidos fueron persas, han querido ver ahí sobre todo pretendidas «tomas en préstamo» hechas al Mazdeísmo, extendiendo inclusive esta afirmación gratuita a la «ciencia de las letras»: Ahora bien, ningún rastro hay de nada semejante entre los antiguos Persas, mientras que esta ciencia existe por el contrario, bajo una forma del todo comparable, en el Judaísmo, lo que se explica por lo demás muy simplemente por las «afinidades» alas cuales hacíamos alusión, sin hablar de la comunidad de origen más lejana sobre la cual habremos de volver; pero al menos este hecho era el único que pudo dar alguna apariencia de verosimilitud a la idea de una toma hecha a una doctrina preislámica y no árabe, y el mismo parece habérseles escapado totalmente). En cuanto a los casos de filiación real, no es decir que deban ser enteramente excluidos, ya que es evidente que todas las formas Tradicionales no proceden directamente de la Tradición Primordial, sino que otras formas han debido jugar a veces la función de intermediarias; pero estas últimas son, lo más frecuentemente, de aquellas que han desaparecido enteramente, y las transmisiones en cuestión se remontan en general a épocas demasiado alejadas como para que la historia ordinaria, cuyo campo de investigación es en suma muy limitado, pueda tener de ellas el menor conocimiento, ello, sin contar con que los medios por los cuales son efectuadas las antedichas transmisiones no son de los que pueden ser accesibles a sus métodos de búsqueda. Todo esto no nos aleja de nuestro sujeto más que en apariencia, y, volviendo a las relaciones de la Qabbalah con el Pitagorismo, podemos ahora plantearnos esta cuestión: Si aquella no puede ser derivada directamente de éste, inclusive suponiendo que no le sea realmente anterior, y si esto no fuera sino en razón de una demasiado grande diferencia de forma, sobre la cual hemos de volver dentro de un momento de una manera más precisa, ¿no se podría considerar al menos para la una y para el otro un origen común, que sería, según el parecer de algunos, la Tradición de los antiguos Egipcios (lo que, no hay que decirlo, nos llevaría este vez mucho más allá del periodo alejandrino)? Es ésta, digámoslo de inmediato, una teoría de la que se ha abusado mucho; y, en lo que concierne al Judaísmo, nos es imposible, a despecho de algunas aserciones más o menos fantásticas, descubrir en el mismo la menor relación con todo lo que se puede conocer de la Tradición egipcia (y hablamos en cuanto a la forma, que es la sola a considerar en eso, dado que, por lo demás, el fondo es necesariamente idéntico en todas las Tradiciones); sin duda habría lazos más reales con la Tradición caldea, ya sea por derivación o por simple afinidad, y en tanto que sea posible apercibirse verdaderamente de algo de esas Tradiciones extinguidas desde hace tantos siglos. Para el Pitagorismo, la cuestión es quizás más compleja; y los viajes de Pitágoras, ya sea que se entiendan por lo demás literal o simbólicamente, no implican necesariamente «tomas en préstamo» hechas a las doctrinas de tal o de cual pueblo (al menos en cuanto a lo esencial, y sea como fuere la cosa en algunos puntos de detalle), sino antes el establecimiento o el reforzamiento de algunos lazos con iniciaciones más o menos equivalentes. Parece, en efecto, que el Pitagorismo fue sobre todo la continuación de algo que preexistía en Grecia misma, y que no haya lugar a buscar en otra parte su fuente principal: Queremos hablar de los Misterios, y más particularmente del Orfismo, del que quizás no fue más que una «readaptación», en aquella época del siglo VI antes de la era cristiana que, por un extraño sincronismo, vio operarse a la vez cambios de forma en las Tradiciones de casi todos los pueblos. Se dice frecuentemente que los Misterios griegos eran ellos mismos de origen egipcio, pero una afirmación tan general es demasiado «simplista», y, si eso es quizás verdad en algunos casos, como el de los Misterios de Eleusis (en los cuales se parece pensar sobre todo en la ocurrencia), otros hay en lo que eso no sería de ningún modo sostenible (Apenas hay necesidad de decir que algunos relatos, en los que se ve a Moisés y Orfeo recibiendo alm ismo tiempo la iniciación en los templos de Egipto, no son más que fantasías que no reposan sobre nada serio; ¿y qué es lo que no se ha contado sobre la iniciación egipcia desde el Séthos del abate Terrasson?). Ahora bien, ya sea que se trate del Pitagorismo mismo o del Orfismo anterior, no es en punto ninguno en Eleusis donde es menester buscar el «punto de incidencia» de los mismos, sino en Delfos; y el Apolo délfico no es de ningún modo egipcio, sino hiperbóreo, origen que, de cualquier manera, es imposible considerar para la Tradición hebraica (Se trata aquí de la derivación directa; aún cuando que la Tradición Primordial es hiperbórea, y aún cuando que por consecuencia todas las formas Tradicionales sin excepción se vinculan finalmente a ese origen, casos hay; como el de la Tradición hebraica, en los que esto no es quizás sino muy indirectamente y a través de una más o menos larga serie de intermediarios, que sería por otra parte bien difícil de pretender reconstituir exactamente); esto nos conduce por lo demás directamente al punto más importante en lo que concierne a la ciencia de los números y a las formas diferentes de que se ha revestido. Esta ciencia de los números en el Pitagorismo, aparece como estrechamente ligada a la de las formas geométricas; y, por lo demás, es la misma cosa en Platón, que, a este respecto, es puramente pitagórico. Podríase ver ahí la expresión de un rasgo característico de la mentalidad helénica, vinculada sobre todo a la consideración de las formas visuales; y se sabe que en efecto, entre las ciencias matemáticas, es la geometría la que los griegos desarrollaron más particularmente (El álgebra, por el contrario, es de origen hindú y no fue introducida en Occidente sino mucho más tarde, por la mediación de los árabes, que le dieron el nombre que siempre ha guardado (el-jalor)). Empero, hay algo más, al menos en lo que concierne a la «geometría sagrada», que es aquello de lo que se trata aquí: El Dios «geómetra» de Pitágoras y de Platón, entendido en su significación más precisa y, podríase decir, «técnica», no es otro que Apolo. No podemos entrar a este sujeto en desarrollos que nos llevarían muy lejos, y quizás que volvamos sobre esta cuestión en otra ocasión; nos basta al presente con hacer destacar que este hecho se opone decididamente a la hipótesis de un origen común del Pitagorismo y de la Qabbalah, y eso sobre el punto mismo en que se ha buscado sobre todo aproximarles, y que es, a decir verdad, el única que haya podido dar la idea de una tal aproximación, es decir, la similitud aparente de las dos doctrinas en cuanto a la función que juega en las mismas la ciencia de los números. En la Qabbalah, esta misma ciencia de los números no se presenta de ningún modo como vinculada de la misma manera al simbolismo geométrico; es fácil de comprender que sea ello así, ya que ese simbolismo no podía convenir a pueblos nómadas como lo fueron esencialmente, en el origen, los hebreos y los árabes (Sobre este punto, ver el capítulo XXI del libro El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos titulado Caín y Abel. Es menester no olvidar que, como lo indicábamos entonces, Salomón, para la construcción del Templo, debió hacer llamada a obreros extranjeros, hecho particularmente significativo en razón de la relación última que existe entre la geometría y la arquitectura). Por el contrario, encontramos ahí algo que no tiene su equivalente entre los griegos: La unión estrecha, podríase decir inclusive que la identificación bajo muchos aspectos, de la ciencia de los números con la de las letras, en razón de las correspondencias numéricas de éstas; es esto lo que es eminentemente característico de la Qabbalah (Recordamos a este propósito que el término gematría (que siendo de origen griego, debe, como un cierto número de otros términos de la misma proveniencia, haber sido introducido en una época relativamente reciente, lo que no quiere decir de ningún modo que lo que designa no hay existido anteriormente), no deriva de geometría como se pretende frecuentemente, sino de grammateia; es pues todavía la ciencia de los números que se trata), y que no se reencuentra en ninguna otra parte, al menos bajo este aspecto y con ese desarrollo, si no es, como lo hemos dicho ya, en el esoterismo islámico, es decir, en suma, en la Tradición árabe. Podría parecer sorprendente, a primera vista, que las consideraciones de este orden hayan permanecido extraña a los griegos (No es sino con el Cristianismo que se puede encontrar algo de tal en escritos de expresión griega, y entonces se trata manifiestamente de una transposición de datos cuyo origen es hebraico; entendemos, a este respecto, hacer alusión principalmente al Apocalipsis; y podríanse probablemente relevar también cosas del mismo orden en lo que queda de los escritos que se vinculan al Gnosticismo), dado que, entre ellos también, las letras tienen un valor numérico (que es por lo demás el mismo que en los alfabetos hebreo y árabe para las que tienen en aquel su equivalente), y que ni siquiera hubiera jamás otros signos de numeración. La explicación de este hecho es empero bastante simple: Es porque la escritura griega no representa en realidad más que una importación extranjera (sea «fenicia» como se dice lo más habitualmente, sea en todo caso «qadmeana», es decir, «oriental» sin especificación más precisa, y los nombres mismos de las letras dan fe de ello), y porque, en su simbolismo numérico u otro, jamás verdaderamente, si puede expresarse así, ha hecho cuerpo con la lengua misma (Inclusive en la interpretación simbólica de las palabras (por ejemplo en el Crátilo de Platón), la consideración de las letras de las cuales están compuestas no interviene; es por lo demás la misma cosa del nirukta para la lengua sánscrita, y, si existe empero en algunos aspectos de la Tradición hindú un simbolismo literal, que está inclusive muy desarrollado, el mismo se basa sobre principios enteramente diferentes de los tratados aquí). Al contrario, en lenguas tales como el hebreo y el árabe, la significación de las palabras en inseparable del simbolismo de la letra, y sería imposible dar de ellas una interpretación completa, en cuanto a su sentido más profundo, el que importa verdaderamente bajo el punto de vista Tradicional e iniciático (ya que es menester no olvidar que se trata aquí esencialmente de «lenguas sagradas»), sin tener en cuenta el valor numérico de las letras que las componen; las relaciones existentes entre palabras numéricamente equivalentes y las substituciones a las cuales dan lugar a veces son, a este respecto, un ejemplo particularmente claro (Es esta una de las razones por las cuales la idea, emitida por algunos bajo pretexto de «comodidad» de escribir el árabe con los caracteres latinos, es enteramente inaceptable e inclusive absurda (esto sin perjuicio de otras consideraciones más contingentes, como la de la imposibilidad de establecer una transcripción verdaderamente exacta, por lo mismo de que las letras árabes no tienen todas su equivalente en el alfabeto latino). Los verdaderos motivos por los cuales algunos orientalistas se hacen los propagadores de esta idea son por lo demás muy otros que los que hacen valer, y deben ser buscados en una intención «antitradicional» en relación con preocupaciones de orden político; pero esto es otra historia…). Hay pues ahí algo que, como lo hemos dicho al comienzo, queda esencialmente en la constitución misma de esas lenguas, algo que está ligado a ellas de una manera propiamente «orgánica» antes bien lejos de haber venido a agregarse a las mismas desde el exterior, y después de un tiempo como en el caso de la lengua griega; y, encontrándose este elemento a la vez en el hebreo y en el árabe, puede legítimamente mirársele como procediendo de la fuente común de esas dos lenguas y de las dos Tradiciones que las mismas expresan, es decir, de lo que uno puede denominar la Tradición «abrahámica». Podemos pues ahora sacar de estas consideraciones las conclusiones que se imponen: Es que, si enfocamos la ciencia de los números en los griegos y en los hebreos, la vemos revestida de dos formas muy diferentes, y apoyada de una parte sobre un simbolismo geométrico, y de la otra sobre un simbolismo literal (Decimos «apoyada», porque esos simbolismos constituyen efectivamente, en los dos casos, el «soporte» sensible y como el «cuerpo» de la ciencia de los números). Por consecuencia, no podría haber cuestión de «préstamos», no más de un lado que de otro, sino solamente de equivalencias como ello se reencuentra necesariamente entre todas las formas Tradicionales; dejamos por lo demás enteramente de lado toda cuestión de «prioridad», sin interés verdadero en estas condiciones, y quizás insoluble, pudiéndose encontrar el punto de partida real mucho más allá de las épocas para las cuales es posible establecer una cronología, aunque más no sea poco rigurosa. Además, la hipótesis misma de un origen común inmediato debe igualmente ser descartada, ya que vemos a la Tradición de la cual esta ciencia forma parte integrante remontarse, de una parte, a una fuente «apoloniana», es decir, directamente hiperbórea, y, de la otra, a una fuente «abrahámica», que se vincula versosímilmente sobre todo ella misma (como lo sugieren por lo demás los nombres mismos de los hebreos y de los árabes) a la corriente Tradicional venida de la «isla perdida del Occidente» (Empleamos constantemente la expresión de «ciencia de los números» para evitar toda confusión con la aritmética profana; quizás que se pudiera adoptar empero un término como el de «aritmología»; pero es menester rechazar, en razón del «barbarismo» de su composición híbrida, el de «numerología», de invención reciente, y por el cual, por lo demás, algunos parecen querer designar sobre todo una especie de «arte adivinatorio» que casi no tiene ninguna relación con la verdadera ciencia Tradicional de los números).
