EL HOMBRE VERDADERO Y EL HOMBRE TRANSCENDENTE
En lo que precede, hemos hablado constantemente del «hombre verdadero» y del «hombre transcendente», pero nos es menester aportar todavía a este respecto algunas precisiones complementarias; y, en primer lugar, haremos observar que el «hombre verdadero» mismo (tchenn-jen) ha sido llamado por algunos «hombre transcendente», aunque esta designación es más bien impropia, puesto que el «hombre verdadero» es solo el que ha alcanzado la plenitud del estado humano, y puesto que no puede llamarse verdaderamente «transcendente» más que a lo que está más allá de este estado. Por eso es por lo que conviene reservar esta denominación de «hombre transcendente» a aquel que se ha llamado a veces «hombre divino» u «hombre espiritual» (cheun-jen), es decir, a aquel que, habiendo llegado a la realización total y a la «Identidad Suprema», ya no es, hablando propiamente, un hombre, en el sentido individual de esta palabra, puesto que ha rebasado la humanidad y está enteramente liberado de sus condiciones específicas (NA: Remitimos aquí a lo que se ha dicho más atrás de la especie a propósito de las relaciones del ser y del medio), así como de todas las demás condiciones limitativas de cualquier estado de existencia sea el que sea («En el cuerpo de hombre, ya no es un hombre… Infinitamente pequeño es aquello por lo que todavía es un hombre (la «huella» de la que hablaremos más adelante), infinitamente grande es aquello por lo que es uno con el Cielo» (NA: Tchoang-tseu, cap V)). Así pues, ese ha devenido efectivamente el «Hombre Universal», mientras que ello no es así para el «hombre verdadero», que solo se ha identificado de hecho al «hombre primordial»; no obstante, se puede decir que éste es ya, al menos virtualmente, el «Hombre Universal», en el sentido de que, desde que ya no tiene que recorrer otros estados en modo distintivo, puesto que ha pasado de la circunferencia al centro (NA: Es lo que expresa el budismo por el término anâgamî, es decir, «el que no retorna» a otro estado de manifestación (cf Apercepciones sobre la Iniciación, cap XXXIX)), el estado humano deberá ser para él necesariamente el estado central del ser total, aunque no lo sea todavía de una manera efectiva (NA: Cf El Simbolismo de la Cruz, cap XXVIII). El «hombre transcendente» y el «hombre verdadero», que corresponden respectivamente al término de los «misterios mayores» y al de los «misterios menores», son los dos grados más altos de la jerarquía taoísta; esta comprende además otros tres grados inferiores a estos (NA: Estos grados se encuentran mencionados concretamente en un texto taoísta que data del siglo IV o V de la era cristiana (NA: Wen-tseu, VII, 18)), que representan naturalmente etapas contenidas en el curso de los «misterios menores» (NA: Se observará que, por el contrario, las etapas que pueden existir en los «misterios mayores» no se enuncian distintamente, ya que son propiamente «indescriptibles» en los términos del lenguaje humano), y que son, en el orden descendente, el «hombre de la Vía», es decir, el que está en la Vía (NA: Tao-jen), el «hombre dotado» (tcheu-jen), y, finalmente, el «hombre sabio» (cheng-jen), pero de una «sabiduría» que, aunque es algo más que la «ciencia», todavía no es más que de orden exterior. En efecto, este grado más bajo de la jerarquía taoísta coincide con el grado más elevado de la jerarquía confucionista, estableciendo así la continuidad entre ellas, lo que es conforme a las relaciones normales del Taoísmo y del Confucionismo en tanto que constituyen respectivamente el lado esotérico y el lado exotérico de una misma tradición: el primero tiene así su punto de partida allí mismo donde se detiene el segundo. Por su parte, la jerarquía confucionista comprende tres grados, que son, en el orden ascendente, el «letrado» (cheu) (NA: En este grado está comprendida toda la jerarquía de las funciones oficiales, que no corresponden así sino a lo más exterior que hay en el orden exotérico mismo), el «docto» (hien) y el «sabio» (cheng); y se dice: «El cheu mira (es decir, toma como modelo) al hien, el hien mira al cheng y el cheng mira al Cielo», ya que, desde el punto límite entre los dos dominios exotérico y esotérico donde éste último se encuentra situado, todo lo que está por encima de él se confunde en cierto modo, en su «perspectiva», con el Cielo mismo. Este último punto es particularmente importante para nosotros, porque nos permite comprender como parece producirse a veces una cierta confusión entre el papel del «hombre transcendente» y el del «hombre verdadero»: en efecto, eso no se debe solo a que, como lo decíamos hace un momento, este último es virtualmente lo que el primero es efectivamente, ni a que hay, entre los «misterios menores» y los «misterios mayores», una cierta correspondencia que representa, en el simbolismo hermético, la analogía de las operaciones que acaban respectivamente en la «obra al blanco» y en la «obra al rojo; hay todavía ahí algo más. Es que el único punto del eje que se sitúa en el dominio del estado humano es el centro de este estado, de tal suerte que, para quien no ha llegado a este centro, el eje mismo no es perceptible directamente, sino solo por este punto que es su «huella» sobre el plano representativo de este dominio; en otros términos, esto equivale a lo que ya hemos dicho, a saber, que una comunicación directa con los estados superiores del ser, al efectuarse según el eje, no es posible más que desde el centro mismo; para el resto del dominio humano, no puede haber más que una comunicación indirecta, por una suerte de refracción a partir de este centro. Así, por una parte, el ser que está establecido en el centro, sin estar identificado al eje, puede desempeñar realmente, en relación al estado humano, el papel de «mediador» que el «Hombre Universal» desempeña para la totalidad de los estados; y, por otra parte, aquel que ha rebasado el estado humano, elevándose por el eje a los estados superiores, es por eso mismo «perdido de vista», si se puede expresar así, para todos aquellos que están en este estado y que todavía no han llegado a su centro, comprendidos aquellos que poseen grados iniciáticos efectivos, pero inferiores al grado del «hombre verdadero». Éstos no tienen desde entonces ningún medio de distinguir el «hombre transcendente» del «hombre verdadero», ya que, desde el estado humano, el «hombre transcendente» no puede ser apercibido más que por su «huella» (NA: Esta «huella» es lo que se llamaría, en lenguaje tradicional occidental, vestigium pedis; no hacemos más que indicar este punto de pasada, ya que en eso hay todo un simbolismo que requeriría también amplios desarrollos), y esta «huella» es idéntica a la figura del «hombre verdadero»; por consiguiente, desde este punto de vista, uno es realmente indiscernible del otro. Así, a los ojos de los hombres ordinarios, e incluso de los iniciados que no han acabado el curso de los «misterios menores», no solo el «hombre transcendente», sino también el «hombre verdadero», aparece como el «mandatario» o el representante del Cielo, que se manifiesta a ellos a través de él en cierto modo, ya que su acción, o más bien su influencia, por eso mismo que es «central» (y aquí el eje no se distingue del centro que es su «huella»), imita la «Actividad del Cielo», así como ya lo hemos explicado precedentemente, y la «encarna» por así decir al respecto del mundo humano. Esta influencia, que es «no-actuante», no implica ninguna acción exterior: desde el centro, el «Hombre Único», que ejerce la función del «motor inmóvil», ordena todas las cosas sin intervenir en ninguna, como el Emperador, sin salir del Ming-tang, ordena todas las regiones del Imperio y regula el curso del ciclo anual, ya que, «concentrarse en el no actuar, tal es la Vía del Cielo» (NA: Tchoang-tseu, cap XII). «Los antiguos soberanos, absteniéndose de toda acción propia, dejaban al Cielo gobernar por ellos… En el techo del Universo, el Principio influencia al Cielo y a la Tierra, los cuales transmiten a todos los seres esta influencia, que, devenida en el mundo de los hombres buen gobierno, hace manifestarse los talentos y las capacidades. En sentido inverso, toda prosperidad viene del buen gobierno, cuya eficacia deriva del Principio, por la intermediación del Cielo y de la Tierra. Por eso es por lo que, los antiguos soberanos no deseaban nada, y el mundo estaba en la abundancia (NA: Hay algo comparable a esto en la noción occidental del Emperador según la concepción de Dante, que ve en la «codicia» el vicio inicial de todo mal gobierno (cf, Convito, IV, 4)); no actuaban, y todas las cosas se modificaban según la norma (NA: De igual modo, en la tradición hindú, el Chakravartî o «monarca universal» es literalmente «el que hace girar la rueda», sin participar él mismo en su movimiento); permanecían abismados en su meditación, y el pueblo estaba en el orden más perfecto. Es lo que el adagio antiguo resume así: para aquel que se une a la Unidad, todo prospera; a aquel que no tiene ningún interés propio, incluso los genios le están sometidos» (NA: Tchoang-tseu, cap XII). Así pues, se debe comprender que, desde el punto de vista humano, no haya ninguna distinción aparente entre el «hombre transcendente y el «hombre verdadero» (aunque en realidad no haya ninguna medida común entre ellos, como tampoco la hay entre el eje y uno de sus puntos), puesto que lo que les diferencia es precisamente lo que está más allá del estado humano, de suerte que, si se manifiesta en este estado (o más bien en relación a este estado, ya que es evidente que esta manifestación no implica de ningún modo un «retorno» a las condiciones limitativas de la individualidad humana), el «hombre transcendente» no puede aparecer en él de otro modo que como un «hombre verdadero» (NA: Esto puede acabar de explicar lo que hemos dicho en otra parte a propósito de los Çûfîs y de los Rosa-Cruz (NA: Apercepciones sobre la Iniciación, cap XXXVIII)). Por ello no es menos verdad, ciertamente, que, entre el estado total e incondicionado que es el del «hombre transcendente», idéntico al «Hombre Universal», y un estado condicionado cualesquiera, individual o supraindividual, por elevado que pueda ser, no es posible ninguna comparación cuando se los considera tal como son verdaderamente en sí mismos; pero aquí solo hablamos de lo que son las apariencias desde el punto de vista del estado humano. Por lo demás, de una manera más general y a todos los niveles de las jerarquías espirituales, que no son otra cosa que las jerarquías iniciáticas efectivas, solo a través del grado que le es inmediatamente superior cada grado puede percibir todo lo que está por encima de él indistintamente y recibir sus influencias; y, naturalmente, aquellos que han alcanzado un cierto grado pueden siempre, si así lo quieren y hay lugar a ello, «situarse» en no importa cuál grado inferior al suyo, sin ser de ningún modo afectados por este «descenso» aparente, puesto que poseen a fortiori y como «por añadidura» todos los estados correspondientes, que, en suma, ya no representan para ellos más que otras tantas «funciones» accidentales y contingentes (NA: Cf Los Estados múltiples del ser, cap XIII — «En toda constitución jerárquica, los órdenes superiores poseen la luz y las facultades de los órdenes inferiores, sin que éstos tengan recíprocamente la perfección de aquéllos» (NA: San Dionisio el Areopagita, De la Hiérarchie céleste, cap V)). Es así como el «hombre transcendente» puede desempeñar, en el mundo humano, la función que es propiamente la del «hombre verdadero», mientras que, por otra parte e inversamente, el «hombre verdadero» es en cierto modo, para este mismo mundo, como el representante o el «substituto» del «hombre transcendente».
