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EL MEDIADOR

«Sube de la Tierra al Cielo, y redesciende del Cielo a la Tierra; recibe por ello la virtud y la eficacia de las cosas superiores e inferiores»: estas palabras de la Tabla de Esmeralda hermética puede aplicarse muy exactamente al Hombre en tanto que término mediano de la Gran Tríada, es decir, de una manera más precisa, en tanto que es propiamente el «mediador» por el que se opera efectivamente la comunicación entre el Cielo y la Tierra (NA: Se puede ver también en estas palabras, desde el punto de vista propiamente iniciático, una indicación muy clara de la doble realización «ascendente» y «descendente»; pero se trata de un punto que no podemos pensar desarrollar al presente). Por lo demás, la «subida de la Tierra al Cielo» es representada ritualmente, en tradiciones muy diversas, por la ascensión a un árbol o a un poste, símbolo del «Eje del Mundo»; por esta ascensión, que es seguida forzosamente de un redescenso (y este doble movimiento corresponde también a la «solución» y a la «coagulación»), aquel que realiza verdaderamente lo que está implicado en el rito se asimila las influencias celestes y las trae en cierto modo a este mundo para unirlas aquí a las influencias terrestres, en él mismo primeramente, y después, por participación y como por «irradiación», en el medio cósmico todo entero (NA: A este propósito, haremos observar incidentalmente que, puesto que el descenso de las influencias celestes se simboliza frecuentemente por la lluvia, es fácil comprender cual es en realidad el sentido profundo de los ritos que tienen como meta aparente «hacer lluvia»; este sentido es evidentemente completamente independiente de la aplicación «mágica» que ve en ellos el vulgo, y que, por lo demás, no se trata de negar, sino solo de reducirla a su justo valor de contingencia de un orden muy inferior. — Es interesante notar que este simbolismo de la lluvia ha sido conservado, a través de la tradición hebraica, hasta en la liturgia católica misma: «Rorate Coeli desuper, et nubes pluant Justum» (NA: Isaías 45:8); el «Justo» de que se trata aquí puede ser considerado como el «mediador» que «redesciende del Cielo a la Tierra», o como el ser que, teniendo efectivamente la plena posesión de su naturaleza celeste, aparece en este mundo como el Avatâra). La tradición extremo oriental, como muchas otras por lo demás (NA: Entiéndase bien que, en cuanto al fondo, el acuerdo se extiende a todas las tradiciones sin excepción; pero queremos decir que el modo mismo de expresión que se trata aquí no es exclusivamente propio a la tradición extremo oriental), dice que, en el origen, el Cielo y la Tierra no estaban separados; y, en efecto, están necesariamente unidos e «indistinguidos» en Tai-ki, su principio común; pero, para que la manifestación pueda producirse, es menester que el Ser se polarice efectivamente en Esencia y Substancia, lo que puede ser descrito como una «separación» de estos dos términos complementarios que son representados como el Cielo y la Tierra, puesto que es entre ellos, o en su «intervalo», si es permisible expresarse así, donde debe situarse la manifestación misma (NA: Por lo demás, esto puede aplicarse analógicamente a niveles diferentes, según que se considere la manifestación universal entera, o solo un estado particular de manifestación, es decir, un mundo, o incluso un ciclo más o menos restringido de la existencia de ese mundo: en todos los casos, habrá siempre en el punto de partida algo que corresponderá, en un sentido más o menos relativo, a la «separación del Cielo y de la Tierra»). Desde entonces, su comunicación no podrá establecerse más que según el eje que liga entre ellos los centros de todos los estados de existencia, en multitud indefinida, cuyo conjunto jerarquizado constituye la manifestación universal, y que se extiende así de un polo al otro, es decir, precisamente del Cielo a la Tierra, midiendo en cierto modo su distancia, como ya lo hemos dicho precedentemente, según el sentido vertical que marca la jerarquía de esos estados (NA: Sobre la significación de este eje vertical, cf El Simbolismo de la Cruz, cap XXIII). Así pues, el centro de cada estado puede ser considerado como la huella de este eje vertical sobre el plano horizontal que representa geométricamente a ese estado; y este centro, que es propiamente el «Invariable Medio» (NA: Tchoung-young), es por eso mismo el punto único donde se opera, en ese estado, la unión de las influencias celestes y de las influencias terrestres, al mismo tiempo que es también el punto único donde es posible una comunicación directa con los demás estados de existencia, puesto que esta comunicación debe efectuarse necesariamente según el eje mismo. Ahora bien, en lo que concierne a nuestro estado, el centro es el «lugar» normal del hombre, lo que equivale a decir que el «hombre verdadero» está identificado a este centro mismo; así pues, es en él y solo por él como se efectúa, para este estado, la unión del Cielo y de la Tierra, y es por eso por lo que todo lo que está manifestado en este mismo estado procede y depende enteramente de él, y no existe en cierto modo más que como una proyección exterior y parcial de sus propias posibilidades. Es también su «acción de presencia» la que mantiene y conserva la existencia de este mundo (NA: En el esoterismo islámico, se dice de un tal ser que «sostiene el mundo por su sola respiración»), puesto que él es su centro, y puesto que, sin el centro, nada podría tener una existencia efectiva; en el fondo, esa es la razón de ser de los ritos que, en todas las tradiciones, afirman bajo una forma sensible la intervención del hombre para el mantenimiento del orden cósmico, y que no son en suma más que otras tantas expresiones más o menos particulares de la función de «mediación» que le pertenece esencialmente (NA: Decimos «expresiones» en tanto que estos ritos representan simbólicamente la función de que se trata; pero es menester comprender bien que, al mismo tiempo, es por el cumplimiento de estos mismos ritos como el hombre desempeña efectiva y conscientemente esta función; es esa una consecuencia inmediata de la eficacia propia que es inherente a los ritos, y sobre la cual ya nos hemos explicado suficientemente en otra parte como para no tener necesidad de insistir de nuevo en ello (ver Apercepciones sobre la Iniciación)). Son numerosos los símbolos tradicionales que representan al hombre, como término medio de la Gran Tríada, colocado entre el Cielo y la Tierra y desempeñando así su papel de «mediador»; y, primeramente, haremos observar sobre este punto que tal es la significación general de los trigramas del Yi-king, cuyos tres trazos corresponden respectivamente a los tres términos de la Gran Tríada: el trazo superior representa el Cielo, el trazo mediano representa el Hombre, y el trazo inferior representa a la Tierra; por lo demás, tendremos que volver sobre ello un poco más adelante. En los hexagramas, los dos trigramas superpuestos corresponden también respectivamente al Cielo y a la Tierra; aquí, el término mediano ya no está figurado visiblemente; pero es el conjunto mismo del hexagrama el que, al unir las influencias celestes y las influencias terrestres, expresa propiamente la función del «mediador». A este respecto, se impone una aproximación con una de las significaciones del «sello de Salomón», el que por lo demás está formado igualmente de seis trazos, aunque dispuestos de una manera diferente: en este caso, el triángulo recto es la naturaleza celeste y el triángulo inverso la naturaleza terrestre, y el conjunto simboliza el «Hombre Universal» que, al unir en él estas dos naturalezas, es por eso mismo el «mediador» por excelencia (NA: En términos específicamente cristianos, es la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en Cristo, que tiene efectivamente este carácter de «mediador» por excelencia (cf El Simbolismo de la Cruz, cap XXVIII). — La concepción del «Hombre Universal» extiende a la manifestación toda entera, por transposición analógica, este papel que el «hombre verdadero» ejerce sólo, de hecho, en relación a un estado particular de existencia). Otro símbolo extremo oriental bastante generalmente conocido es el de la tortuga, colocada entre las dos partes superior e inferior de su concha como el Hombre entre el Cielo y la Tierra; y, en esta representación, la forma misma de estas dos partes no es menos significativa que su situación: la parte superior, que «cubre» al animal corresponde también al Cielo por su forma redondeada, y, de igual modo, la parte inferior, que le «soporta», corresponde a la Tierra por su forma aplanada (NA: La superficie plana, como tal, está naturalmente en relación directa con la línea recta, elemento del cuadrado, y tanto la una como el otro se pueden definir igualmente, de una manera negativa, por la ausencia de curvatura). Así pues, la concha toda entera es una imagen del Universo (NA: Es por eso por lo que el diagrama llamado Lo-chou fue, se dice, presentado a Yu el Grande por una tortuga; y es también de ahí de donde deriva el uso que se hace de la tortuga en algunas aplicaciones especiales de las ciencias tradicionales, concretamente en el orden «adivinatorio»), y, entre sus dos partes, la tortuga misma representa naturalmente el término mediano de la Gran Tríada, es decir, el Hombre; además, su retracción al interior de la concha simboliza la concentración en el «estado primordial», que es el estado del «hombre verdadero»; y esta concentración es por lo demás la realización de la plenitud de las posibilidades humanas, ya que, aunque el centro no sea aparentemente más que un punto sin extensión, no obstante es este punto el que, principialmente, contiene a todas las cosas en realidad (NA: Sobre las relaciones del punto y de la extensión, cf El Simbolismo de la Cruz, cap XVI y XXIX), y es precisamente por eso por lo que el «hombre verdadero» contiene en sí mismo todo lo que está manifestado en el estado de existencia al centro del cual está identificado. Es por un simbolismo similar al de la tortuga por lo que, como ya lo hemos indicado incidentalmente en otra parte (NA: El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap XX), la vestidura de los antiguos príncipes, en China, debía tener una forma redonda por arriba (es decir en el cuello) y cuadrada por abajo, puesto que estas formas son las que representan respectivamente al Cielo y a la Tierra; y podemos notar desde ahora que este símbolo presenta una relación muy particular con otro, sobre el que volveremos un poco más adelante, que coloca al Hombre entre la escuadra y el compás, puesto que éstos son los instrumentos que sirven respectivamente para trazar el cuadrado y el círculo. Se ve además, en esta disposición de la vestidura, que el hombre-tipo, representado por el príncipe, por unir efectivamente el Cielo y la Tierra, era figurado como tocando el Cielo con su cabeza, mientras que sus pies reposaban sobre la Tierra; ésta es una consideración que encontraremos enseguida de una manera más precisa todavía. Añadiremos que, si la vestidura del príncipe o del soberano tenía así una significación simbólica, era igual para todas las acciones de su vida, las que estaban reguladas exactamente según los ritos, lo que hacía de él, como acabamos de decir, la representación del hombre-tipo en todas las circunstancias; por lo demás, en el origen, debía ser efectivamente un «hombre verdadero», y, si más tarde ya no pudo serlo siempre igualmente, en razón de las condiciones de degeneración espiritual creciente en la humanidad, por ello no continuó menos invariablemente, en el ejercicio de su función e independientemente de lo que podía ser en sí mismo, «encarnando» de alguna manera al «hombre verdadero» y ocupando ritualmente su sitio, y debía hacerlo tanto más necesariamente cuanto que, como se verá mejor todavía después, su función era esencialmente la del «mediador» (NA: Ya hemos insistido en otras ocasiones sobre la distinción que es menester hacer, de una manera general, entre una función tradicional y el ser que la desempeña, donde lo que está vinculado a la primera es independiente de lo que el segundo vale en sí mismo y como individuo (ver concretamente Apercepciones sobre la Iniciación, cap XLV)). Un ejemplo característico de estas acciones rituales es la circumambulación del Emperador en el Ming-tang; como tendremos que volver más adelante sobre ello con algunos desarrollos, nos contentaremos, por el momento, con decir que este Ming-tang era como una imagen del Universo (NA: De igual modo que la tortuga, al simbolismo de la cual estaba vinculado, así como lo veremos, por la figuración del Lo-chou que proporcionaba su plano) concentrada en cierto modo en un lugar que representaba el «Invariable Medio» (y el hecho mismo de que el Emperador residiera en ese lugar hacía de él la representación del «hombre verdadero»); y lo era a la vez bajo el doble aspecto del espacio y del tiempo, ya que el simbolismo espacial de los puntos cardinales estaba puesto allí en relación directa con el simbolismo temporal de las estaciones en el recorrido del ciclo anual. Ahora bien, el techo de este edificio tenía un forma redondeada, mientras que su base tenía una forma cuadrada o rectangular; así pues, entre ese techo y esa base, que recuerdan las dos partes superior e inferior de la concha de la tortuga, el Emperador representaba bien al Hombre entre el Cielo y la Tierra. Esta disposición constituye por lo demás un tipo arquitectónico que se encuentra de una manera muy general, con el mismo valor simbólico, en un enorme número de formas tradicionales diferentes; uno puede darse cuenta de ello por ejemplos tales como el del stûpa búdico, el de la qubbah islámica, y muchos otros todavía, así como tendremos quizás la ocasión de mostrarlo más completamente en algún otro estudio, ya que este tema es de los que tienen una gran importancia en lo que concierne al sentido propiamente iniciático del simbolismo constructivo. Citaremos también otro símbolo equivalente a éste bajo la relación que estamos considerando al presente: es el símbolo del jefe en su carro; éste, en efecto, era construido conforme al mismo «modelo cósmico» que los edificios tradicionales tales como el Ming-tang, con un dosel circular que representaba el Cielo y un suelo cuadrado que representaba la Tierra. Es menester agregar que este dosel y este suelo estaban ligados por un mástil, símbolo axial (NA: Este eje no siempre está representado visiblemente en los edificios tradicionales que acabamos de indicar, pero, que lo esté o no, por ello no desempeña menos un papel capital en su construcción, que se ordena en cierto modo toda entera en relación a él), del que una pequeña parte rebasaba incluso el dosel (NA: Este detalle que se encuentra en otros casos y concretamente en el del stûpa, tiene mucha más importancia de la que se podría creer a primera vista, ya que, desde el punto de vista iniciático, se refiere a la representación simbólica de la «salida del Cosmos»), como para marcar que el «techo del Cielo» está en realidad más allá del Cielo mismo; y se consideraba que este mástil medía simbólicamente la altura del hombre tipo al que se asimilaba el jefe, altura dada por proporciones numéricas que variaban por lo demás según las condiciones cíclicas de la época. Así, el hombre se identificaba él mismo al «Eje del Mundo», a fin de poder ligar efectivamente el Cielo y la Tierra; por lo demás, es menester decir que esta identificación con el eje, si se considera como plenamente efectiva, pertenece más propiamente al «hombre transcendente», mientras que el «hombre verdadero» no se identifica efectivamente más que a un punto del eje, que es el centro de su estado, y, por ahí, virtualmente al eje mismo; pero esta cuestión de las relaciones del «hombre transcendente» y del «hombre verdadero» requiere otros desarrollos que encontrarán lugar en la continuación de este estudio.

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