EL TRIPLE TIEMPO
Después de todo lo que acaba de ser dicho, todavía puede plantearse esta cuestión: ¿hay en el orden de las determinaciones espaciales y temporales, algo que corresponda a los tres términos de la Gran Tríada y a ternarios equivalentes? En lo que concierne al espacio, no hay ninguna dificultad para encontrar una tal correspondencia, ya que se da inmediatamente por la consideración del «arriba» y del «abajo», considerados, según la representación geométrica habitual, en relación a un plano horizontal tomado como «nivel de referencia», y que, para nosotros, es naturalmente el que corresponde al dominio del estado humano. Este plano puede ser considerado como mediano, en primer lugar porque se nos aparece como tal por el hecho de nuestra «perspectiva» propia, en tanto que es el del estado en el que nos encontramos actualmente, y también porque podemos situar en él, al menos virtualmente, el centro del conjunto de los estados de manifestación; por estas razones, corresponde evidentemente al Hombre como término medio de la Tríada, tanto como al hombre entendido en el sentido ordinario e individual. Relativamente a este plano, lo que está por encima representa los aspectos «celestes» del Cosmos, y lo que está por debajo representa sus aspectos «terrestres», y los extremos límites respectivos de las dos regiones en las que se divide así el espacio (límites que se sitúan en lo indefinido en los dos sentidos) son los dos polos de la manifestación, es decir, el Cielo y la Tierra mismos, que, desde el plano considerado, son vistos a través de estos aspectos relativamente «celestes» y «terrestres». Las influencias correspondientes se expresan por dos tendencias contrarias, que pueden ser referidas a las dos mitades del eje vertical, donde la mitad superior se toma en la dirección ascendente y la mitad inferior en la dirección descendente a partir del plano mediano; como éste corresponde naturalmente a la expansión en el sentido horizontal, intermediaria entre estas dos tendencias opuestas, se ve que tenemos aquí, además, la correspondencia de los tres gunas de la tradición hindú (NA: Cf El Simbolismo de la Cruz, cap V) con los tres términos de la Tríada: sattwa corresponde así al Cielo, rajas al Hombre y tamas a la Tierra (NA: Se recordará aquí lo que hemos indicado más atrás al respecto del carácter «sáttwico» o «tamásico» que toma la Voluntad humana, neutra o «rajásica» en sí misma, según se alíe a la Providencia o al Destino). Si el plano mediano es considerado como un plano diametral de una esfera (que, por otra parte, debe ser considerada como de radio indefinido, puesto que comprende la totalidad del espacio), los dos hemisferios superior e inferior son, según otro simbolismo del que ya hemos hablado, las dos mitades del «Huevo del Mundo», que, después de su separación, realizada por la determinación efectiva del plano mediano, devienen respectivamente el Cielo y la Tierra, entendidos aquí en su acepción más general (NA: Esto deber ser relacionado con lo que hemos dicho de los dos hemisferios a propósito de la doble espiral, y también con la división del símbolo yin-yang en sus dos mitades); en el centro del plano mediano mismo se sitúa Hiranyagarbha, que aparece así en el Cosmos como el «Avatâra eterno», y que es por eso mismo idéntico al «Hombre Universal» (NA: Cf Apercepciones sobre la Iniciación, cap XLVIII). En lo que concierne al tiempo, la cuestión puede parecer más difícil de resolver y no obstante también hay ahí un ternario, puesto que se habla del «triple tiempo» (en sánscrito trikâla), es decir, que el tiempo es considerado bajo tres modalidades, que son el pasado, el presente y el porvenir; pero, ¿pueden estas tres modalidades ser puestas en relación con los tres términos de los ternarios tales como los que examinamos aquí? Primeramente, es menester precisar que el presente puede ser representado como un punto que divide en dos partes la línea según la cual se desarrolla el tiempo, y que determina así, en cada instante, la separación (pero también la unión) entre el pasado y el porvenir de los que es el límite común, del mismo modo que el plano mediano de que hablábamos hace un momento es el límite de las dos mitades superior e inferior del espacio. Como lo hemos explicado en otra parte (NA: El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap V), la representación «rectilínea» del tiempo es insuficiente e inexacta, puesto que el tiempo es en realidad «cíclico», y puesto que este carácter se encuentra también hasta en sus menores subdivisiones; pero aquí no vamos a especificar la forma de la línea representativa, ya que, cualquiera que sea, para el ser que está situado en un punto de esta línea, las dos partes en las que está dividida aparecen siempre como situadas respectivamente «antes» y «después» de este punto, del mismo modo que las dos mitades del espacio aparecían como situadas «arriba» y «abajo», es decir, por encima y por debajo del plano que se toma como «nivel de referencia». Para completar a este respecto el paralelismo entre las determinaciones espaciales y temporales, el punto representativo del presente siempre puede ser tomado en un cierto sentido como el «medio del tiempo», puesto que, a partir de este punto, el tiempo no puede aparecer sino como igualmente indefinido en las dos direcciones opuestas que corresponden al pasado y al porvenir. Por lo demás, hay algo más: el «hombre verdadero» ocupa el centro del estado humano, es decir, un punto que debe ser verdaderamente «central» en relación a todas las condiciones de este estado, comprendida la condición temporal (NA: Aquí no puede hablarse del «hombre transcendente», puesto que éste está enteramente más allá de la condición temporal, así como de todas las demás; pero, si ocurre que se sitúa en el estado humano según lo que hemos explicado precedentemente, ocupa en él a fortiori, la posición central a todos los respectos); así pues, se puede decir que se sitúa efectivamente en el «medio del tiempo», que él mismo determina por el hecho de que domina en cierto modo las condiciones individuales (NA: Cf Apercepciones sobre la Iniciación, cap XLII, y también El Esoterismo de Dante, cap VIII), del mismo modo que, en la tradición china, el Emperador, al colocarse en el punto central del Ming-tang, determina el medio del ciclo anual; así pues, el «medio del tiempo» es propiamente, si se puede expresar así, el «lugar» temporal del «hombre verdadero», y, para él, este punto es verdaderamente siempre el presente. Por consiguiente, si el presente puede ser puesto en correspondencia con el Hombre (y, por lo demás, incluso en lo que concierne simplemente al ser humano ordinario, es evidente que solo en el presente puede ejercer su acción, al menos de una manera directa e inmediata) (NA: Si el «hombre verdadero» puede ejercer una influencia en un momento cualquiera del tiempo, es porque, desde el punto central donde está situado, puede, a voluntad, hacer ese momento presente para él), nos queda ver si no habría también una cierta correspondencia del pasado y del porvenir con los otros dos términos de la Tríada; y es también una comparación entre las determinaciones espaciales y temporales la que nos va a proporcionar la indicación de ello. En efecto, los estados de manifestación inferiores y superiores en relación al estado humano, que son representados, según el simbolismo espacial, como situados respectivamente por debajo y por encima de él, son descritos por otra parte, según el simbolismo temporal, como constituyendo ciclos respectivamente anteriores y posteriores al ciclo actual. El conjunto de estos estados forma así dos dominios cuya acción, en tanto que se hace sentir en el estado humano, se expresa en él por influencias que se pueden llamar «terrestres» por una parte y «celestes» por la otra, en el sentido que hemos dado constantemente aquí a estos términos, acción que aparece como la manifestación respectiva del Destino y de la Providencia; es lo que la tradición hindú indica muy claramente al atribuir uno de estos dominios a los Asuras y el otro a los Devas. En efecto, al considerar los dos términos de la Tríada bajo el aspecto del Destino y de la Providencia es quizás cuando la correspondencia es más claramente visible; y es precisamente por eso por lo que el pasado aparece como «necesitado» y el porvenir como «libre», lo que es muy exactamente el carácter propio de estas dos potencias. Es cierto que ahí todavía no se trata en realidad más que una cuestión de «perspectiva», y que, para un ser que está fuera de la condición temporal, ya no hay ni pasado, ni porvenir, ni por consiguiente ninguna diferencia entre ellos, puesto que todo se le aparece en perfecta simultaneidad (NA: Con mayor razón es así al respecto del Principio; haremos observar a este propósito que el Tetragrama hebraico es considerado como constituido gramaticalmente por la contracción de los tres tiempos del verbo «ser»; por eso mismo, designa al Principio, es decir, al Ser puro, que envuelve en sí mismo los tres términos del «ternario universal», según la expresión de Fabre d'Olivet, como la Eternidad que le es inherente envuelve en sí misma el «triple tiempo»); pero, bien entendido, aquí hablamos desde el punto de vista de un ser que, al estar en el tiempo, se encuentra colocado necesariamente por eso mismo entre el pasado y el porvenir. «El Destino, dice sobre este punto Fabre d'Olivet, no da el principio de nada, sino que se apodera de él desde que es dado, para dominar sus consecuencias. Es solo por la necesidad de esas consecuencias como influye sobre el porvenir y se hace sentir en el presente, ya que todo lo que posee en propiedad está en el pasado. Así pues, se puede entender por Destino esa potencia según la cual concebimos que las cosas hechas están hechas, que son así y no de otro modo, y que, una vez colocadas según su naturaleza, tienen resultados forzosos que se desarrollan sucesiva y necesariamente». Es menester decir que el autor se expresa mucho menos claramente en lo que concierne a la correspondencia temporal de las otras dos potencias, y que incluso, en un escrito anterior al que citamos aquí, le ha ocurrido invertirlas de una manera que parece bastante difícilmente explicable (NA: En los Examens des Vers dorés de Pythagore (12 Examen), dice en efecto que «la potencia de la voluntad se ejerce sobre las cosas por hacer o sobre el porvenir; la necesidad del destino, se ejerce sobre las cosas hechas o sobre el pasado… La libertad reina en el porvenir, la necesidad en el pasado, y la providencia sobre el presente». Esto equivale a hacer de la Providencia el término mediano, y, al atribuir la «libertad» como carácter propio a la Voluntad, a presentar a ésta como lo opuesto del Destino, lo que no podría concordar de ninguna manera con las relaciones reales de los tres términos, tal como las ha expuesto él mismo un poco más adelante). «La Voluntad del hombre, al desplegar su actividad, modifica las cosas coexistentes (y por consiguiente presentes), crea otras nuevas, que devienen al instante la propiedad del Destino, y prepara para el porvenir mutaciones en lo que estaba hecho, y consecuencias necesarias en lo que acaba de serlo (NA: Se puede decir en efecto que la Voluntad trabaja con vistas al porvenir, en tanto que éste es una consecución del presente, pero, bien entendido, esto no es en modo alguno la misma cosa que decir que ella opera directamente sobre el porvenir mismo como tal)… El fin de la Providencia es la perfección de todos los seres, y esta perfección, recibe de Dios mismo su tipo irrefragable. El medio que ella tiene para llegar a este fin, es lo que llamamos el tiempo. Pero el tiempo no existe para ella según la idea que tenemos nosotros de él (NA: Esto es evidente, puesto que ella corresponde a lo que es superior al estado humano, estado del que el tiempo no es más que una de las condiciones especiales; pero convendría agregar, para mayor precisión, que la Providencia se sirve del tiempo en tanto que éste está, para nosotros, dirigido «hacia adelante», es decir, en el sentido del porvenir, lo que implica por otra parte el hecho de que el pasado pertenece al Destino); ella lo concibe como un movimiento de eternidad» (NA: Parece que esto sea una alusión a lo que los escolásticos llamaban aevum o aeviternitas, términos que designaban modos de duración diferentes del tiempo y que condicionan los estados «angélicos», es decir, supraindividuales, que aparecen en efecto como «celestes» en relación al estado humano). Todo esto no está perfectamente claro, pero podemos suplir fácilmente esta laguna; ya lo hemos hecho hace un momento, por lo demás, en lo que concierne al Hombre, y por consiguiente a la Voluntad. En cuanto a la Providencia, desde el punto de vista tradicional, es una noción corriente que, según la expresión coránica, «Dios tiene las llaves de las cosas ocultas» (NA: Qorân, VI, 59), y por consiguiente, concretamente, de las cosas que, en nuestro mundo, todavía no se han manifestado (NA: Decimos concretamente, ya que no hay que decir que aquí no se trata en realidad más que una parte infinitesimal de las «cosas ocultas» (el-ghaybu), que comprenden todo lo no manifestado); el porvenir está en efecto oculto para los hombres, al menos en las condiciones habituales; ahora bien, es evidente que un ser, cualquiera que sea, no puede tener ninguna influencia sobre lo que no conoce, y que, por consiguiente, el hombre no podría actuar directamente sobre el porvenir, que, por lo demás, en su «perspectiva» temporal, no es para él más que lo que todavía no existe. Por otra parte, esta idea ha permanecido incluso en la mentalidad común, que, quizás sin tener consciencia muy clara de ello, lo expresa con afirmaciones proverbiales tales como, por ejemplo, «el hombre propone y Dios dispone», es decir, que, aunque el hombre se esfuerce, en la medida de sus medios, en preparar el porvenir, no obstante, éste no será en definitiva más que lo que Dios quiera que sea, o lo que le haga ser por la acción de su Providencia (de donde resulta, por lo demás, que la Voluntad actuará tanto más eficazmente en vistas del porvenir cuanto más estrechamente unida esté a la Providencia); y se dice también, más explícitamente aún, que «el presente pertenece a los hombres, pero el porvenir pertenece a Dios». Así pues, no podría haber ninguna duda a este respecto, y es efectivamente el porvenir el que, entre las modalidades del «triple tiempo», constituye el dominio propio de la Providencia, como lo exige por lo demás la simetría de ésta con el Destino que tiene como dominio propio el pasado, ya que esta simetría debe resultar necesariamente del hecho de que estas dos potencias representan respectivamente los dos términos extremos del «ternario universal».
