El teosofismo
Si, aunque se deplore la ceguera de los orientalistas oficiales, se debe respetar al menos su buena fe, ya no es lo mismo cuando se trata de los autores y propagadores de algunas teorías de las que debemos hablar ahora, y que no pueden tener como efecto más que arrojar descrédito sobre los estudios orientales y alejar de ellos a los espíritus serios, pero mal informados, al presentarles, como expresión auténtica de las doctrinas de la India, un tejido de divagaciones y absurdidades, ciertamente indignas de retener la atención. Por lo demás, la difusión de esos delirios no tiene únicamente el inconveniente negativo, aunque ya grave, que acabamos de decir; como la de muchas otras cosas análogas, es, además, eminentemente propia para desequilibrar a los espíritus más débiles y a las inteligencias menos sólidas que los toman en serio, y, a este respecto, constituye un verdadero peligro para la mentalidad general, peligro cuya realidad está atestiguada ya por ejemplos muy lamentables. Estas empresas son tanto menos inofensivas cuanto que los occidentales actuales tienen una tendencia marcada a dejarse atrapar por todo lo que presenta apariencias extraordinarias y maravillosas; el desarrollo de su civilización en un sentido exclusivamente práctico, al arrebatarles toda dirección intelectual efectiva, abre la vía de todas las extravagancias pseudocientíficas y pseudometafísicas, por poco que parezcan aptas para satisfacer ese sentimentalismo que juega en ellos un papel tan considerable, en razón de la ausencia misma de la intelectualidad verdadera. Además, el hábito de dar la preponderancia a la experimentación en el dominio científico, de dedicarse casi exclusivamente a los hechos y de atribuirles más valor que a las ideas, viene a reforzar aún la posición de todos aquellos que, para edificar las teorías más inverosímiles, pretenden apoyarse sobre fenómenos cualesquiera, verdaderos o supuestos, frecuentemente mal controlados, y en todo caso mal interpretados, y que, por eso mismo, tienen muchas más posibilidades de éxito entre el gran publico que aquellos que, no queriendo enseñar más que doctrinas serias y ciertas, se dirigen únicamente a la pura inteligencia. Esa es la explicación completamente natural de la concordancia, desconcertante a primera vista, que existe, como se puede constatar en Inglaterra y sobre todo en América, entre el desarrollo exagerado del espíritu práctico y un despliegue casi indefinido de toda suerte de locuras pseudorreligiosas, en las que el experimentalismo y el pseudomisticismo de los pueblos anglosajones encuentran a la vez su satisfacción; eso prueba que, a pesar de las apariencias, la mentalidad más práctica no es la mejor equilibrada. En Francia mismo, el peligro que señalamos, con ser menos visible, no es desdeñable; lo es incluso tanto menos cuanto que el espíritu de imitación de lo extranjero, la influencia de la moda y la necedad mundana se unen para favorecer la expansión de semejantes teorías en algunos medios y para hacerlas encontrar los elementos materiales de una difusión más amplia todavía, por una propaganda que reviste hábilmente formas múltiples para alcanzar a los públicos más diversos. La naturaleza de este peligro y su gravedad no permite tener ningún miramiento hacia aquellos que son su causa; estamos aquí en el dominio del charlatanismo y de la fantasmagoría, y, si es menester compadecer muy sinceramente a los ingenuos que forman la gran mayoría de aquellos que se complacen en eso, las gentes que conducen conscientemente a esta clientela de engañados y les hacen servir a sus intereses, en cualquier orden que sea, no deben inspirar más que el desprecio. Por lo demás, en esta suerte de cosas, hay varias maneras de ser engañado, y la adhesión a las teorías en cuestión está lejos de ser la única; entre aquellos mismos que las combaten por razones diversas, la mayor parte están muy insuficientemente armados y cometen la falta involuntaria, pero no obstante capital, de tomar por ideas verdaderamente orientales lo que no es más que el producto de una aberración puramente occidental; sus ataques, dirigidos frecuentemente con las intenciones más loables, pierden por eso casi todo alcance real. Por otra parte, algunos orientalistas oficiales toman también estas teorías en serio; no queremos decir que las consideren como verdaderas en sí mismas, ya que, dado el punto de vista especial en el que se colocan, no se plantean siquiera la cuestión de su verdad o de su falsedad; pero las consideran erróneamente como representativas de una cierta parte o de un cierto aspecto de la mentalidad oriental, y es en eso en lo que están engañados, puesto que no conocen esta mentalidad, y eso tanto más fácilmente cuanto que no les parece encontrar en ella una competencia muy molesta. A veces, hay incluso extrañas alianzas, concretamente sobre el terreno de la «ciencia de las religiones», donde Burnouf dio el ejemplo de ello; quizás este hecho se explica muy simplemente por la tendencia antirreligiosa y antitradicional de esta pretendida ciencia, tendencia que la pone naturalmente en relaciones de simpatía e inclusive de afinidad con todos los elementos disolventes que, por otros medios, persiguen un trabajo paralelo y concordante. Para quien no quiere quedarse en las apariencias, habría que hacer observaciones muy curiosas y muy instructivas, ahí como en otros dominios, sobre el partido que es posible sacar a veces del desorden y de la incoherencia, o de lo que parece tal, en vista de la realización de un plan bien definido, y sin que lo sepan todos aquellos que no son más que sus instrumentos más o menos inconscientes; son, en cierto modo, medios políticos, pero de una política un poco especial, y por lo demás, contrariamente a lo que algunos podrían creer, la política, incluso en el sentido más estrecho en que se entiende habitualmente, no es completamente ajena a las cosas que consideramos en este momento. Entre las pseudodoctrinas que ejercen una influencia más o menos nefasta sobre porciones más o menos extensas de la mentalidad occidental, y que, siendo de origen muy reciente, pueden colocarse en su mayor parte bajo la denominación común de «neoespiritualismo», las hay, como el ocultismo y el espiritismo por ejemplo, de las que no diremos nada aquí, ya que no tienen ningún punto de contacto con los estudios orientales; de la que se trata más precisamente, y que, por lo demás, no tiene de oriental más que la forma exterior bajo la que se presenta, es de lo que llamaremos el «teosofismo». El empleo de esta palabra, a pesar de lo que tiene de inusitado, se justifica suficientemente por la preocupación de evitar las confusiones; en efecto, no es posible servirse en este caso de la palabra «teosofía», que existe desde hace mucho tiempo para designar, entre las especulaciones occidentales, algo muy diferente y mucho más respetable, cuyo origen debe referirse a la edad media; aquí, se trata únicamente de las concepciones que pertenecen en propiedad a la organización contemporánea que se intitula «Sociedad Teosófica», cuyos miembros son «teosofistas», expresión que, por lo demás, es de un uso corriente en inglés, y no «teósofos». No podemos ni queremos hacer aquí, siquiera sumariamente, la historia, no obstante interesante a algunos respectos, de esta «Sociedad Teosófica», cuya fundadora supo poner en obra, gracias a la influencia singular que ejercía sobre su entorno, los conocimientos bastante variados que poseía, y que les faltan totalmente a sus sucesores; su pretendida doctrina, formada de elementos tomados a las fuentes más diversas, frecuentemente de valor dudoso, y ensamblados en un sincretismo confuso y poco coherente, se presentó primero bajo la forma de un «budismo esotérico» que, como ya lo hemos indicado, es puramente imaginario; y ha venido a terminar en un supuesto «cristianismo esotérico» que no es menos fantasioso. Nacida en América, esta organización, aunque se presenta como internacional, ha devenido puramente inglesa por su dirección, a excepción de algunas ramas disidentes de una importancia bastante débil; a pesar de todos sus esfuerzos, apoyados por algunas protecciones que le aseguran consideraciones políticas que no precisaremos, no han podido reclutar nunca más que un pequeño número de hindúes desviados, profundamente despreciados por sus compatriotas, pero cuyos nombres pueden imponerse a la ignorancia europea; por lo demás, en la India se cree bastante generalmente que no se trata más que de una secta protestante de un género un poco particular, asimilación que parece justificar a la vez su personal, sus procedimientos de propaganda y sus tendencias «moralistas», sin hablar de su hostilidad, ora disimulada ora violenta, contra todas las instituciones tradicionales. Bajo el aspecto de las producciones intelectuales, se ha visto aparecer sobre todo, después de las indigestas compilaciones del comienzo, una muchedumbre de relatos fantásticos, debidos a la «clarividencia» especial que se obtiene, parece, por el «desarrollo de los poderes latentes del organismo humano»; ha habido también algunas traducciones bastante ridículas de textos sánscritos, acompañadas de comentarios y de interpretaciones más ridículas todavía, y que nadie se atreve a exhibir demasiado públicamente en la India, donde se difunden preferentemente las obras que desnaturalizan la doctrina cristiana bajo pretexto de exponer su pretendido sentido oculto: un secreto como ese, si existiera verdaderamente en el cristianismo, no se explicaría apenas y no tendría ninguna razón de ser válida, ya que es evidente que sería un trabajo perdido buscar profundos misterios en todas esas elucubraciones «teosofistas». Lo que caracteriza a primera vista al «teosofismo», es el empleo de una terminología sánscrita bastante complicada, cuyas palabras se toman frecuentemente en un sentido muy diferente del que tienen en realidad, lo que no tiene nada de sorprendente, desde que no sirven más que para recubrir unas concepciones esencialmente occidentales, y tan alejadas como es posible de las ideas hindúes. Así para dar un ejemplo, la palabra karma, que significa «acción» como ya la hemos dicho, se emplea constantemente en el sentido de «causalidad», lo que es más que una inexactitud; pero lo que es más grave, es que esta causalidad se concibe de una manera completamente especial, y que, por una falsa interpretación de la teoría del apûrva, que hemos expuesto a propósito de la Mîmânsâ, se la llega a convertir en una sanción moral. Ya nos hemos explicado suficientemente sobre este tema como para darse cuenta de toda la confusión de puntos de vista que supone esta deformación, y todavía, al reducirla a lo esencial, dejamos de lado todas las absurdidades accesorias de las que está rodeada; sea como sea, muestra cuan penetrado está el «teosofismo» de esa sentimentalidad que es especial de los occidentales, y, por lo demás, para ver hasta dónde lleva el «moralismo» y el pseudomisticismo, no hay más que abrir una cualquiera de las obras donde se expresan sus concepciones; e incluso, cuando se examinan obras cada vez más recientes, uno se apercibe de que esas tendencias van acentuándose también, quizás porque los jefes de la organización tienen una mentalidad cada vez más mediocre, pero quizás también porque esta orientación es verdaderamente la que responde mejor a la meta que se proponen. La única razón de ser de la terminología sánscrita, en el «teosofismo», es dar a lo que hace las veces de una doctrina, ya que no podemos consentir llamar a eso una doctrina, una apariencia propia para ilusionar a los occidentales y para seducir a algunos de entre ellos, a quienes les gusta el exotismo en la forma, pero que, en cuanto al fondo, se sienten muy felices de encontrar ahí unas concepciones y unas aspiraciones conformes a las suyas, y que serían completamente incapaces de comprender nada de las doctrinas auténticamente orientales; este estado de espíritu, frecuente en lo que se llama las «gentes del mundo», es bastante comparable al de los filósofos que sienten la necesidad de emplear palabras extraordinarias y pretenciosas para expresar ideas que, en suma, no difieren muy profundamente de las del vulgo. El «teosofismo» da una importancia considerable a la idea de la «evolución», lo que es muy occidental y muy moderno; y, como la mayoría de las ramas del espiritismo, al que está un poco ligado por sus orígenes, asocia esta idea a la de la «reencarnación». Esta última concepción parece haber tomado nacimiento en algunos pensadores socialistas de la primera mitad del siglo XIX, para quienes estaba destinada a explicar la desigualdad de las condiciones sociales, particularmente chocante a sus ojos, aunque sea completamente natural en el fondo, y que, para quien comprende el principio de la institución de las castas, fundado sobre la diferencia de las naturalezas individuales, la cuestión no se plantea; por lo demás, las teorías de este género, como las del «evolucionismo», no explican nada verdaderamente, y, al posponer la dificultad, si es que hay dificultad, incluso indefinidamente si se quiere, finalmente la dejan subsistir toda entera; y, si no hay dificultad, son perfectamente inútiles. En lo que concierne a la pretensión de hacer remontar la concepción «reencarnacionista» a la antigüedad, no reposa sobre nada, si no es sobre la incomprehensión de algunas expresiones simbólicas, de donde ha nacido una grosera interpretación de la «metempsicosis» pitagórica en el sentido de una suerte de «transformismo» psíquico; es de la misma manera como se ha podido tomar por vidas terrestres sucesivas lo que, no sólo en las doctrinas hindúes, sino en el budismo mismo, es una serie indefinida de cambios de estado de un ser, en los que cada ser tiene sus condiciones características propias, diferentes de las de otros, y que constituyen para el ser un ciclo de existencia que no puede recorrer más que una sola vez, y donde la existencia terrestre, o incluso, más generalmente, corporal, no representa más que un estado particular entre una indefinidad de otros. La verdadera teoría de los estados múltiples del ser es de la más alta importancia desde el punto de vista metafísico; no podemos desarrollarla aquí, pero nos ha ocurrido forzosamente hacer algunas alusiones a ella, concretamente a propósito del apûrva y de las «acciones y reacciones concordantes». En cuanto al «reencarnacionismo», que no es más que una inepta caricatura de esta teoría, todos los orientales, salvo quizás algunos ignorantes más o menos occidentalizados cuya opinión no tiene ningún valor, son unánimemente opuestos a ella; por lo demás, su absurdidad metafísica es fácilmente demostrable, ya que admitir que un ser puede pasar varias veces por el mismo estado equivale a suponer una limitación de la Posibilidad universal, es decir, a negar el Infinito, y esta negación, en sí misma, es contradictoria en grado sumo. Conviene dedicarse a combatir muy especialmente la idea de la «reencarnación», primero porque es absolutamente contraria a la verdad, como acabamos de hacerlo ver en pocas palabras, y después por otra razón de orden más contingente, que es que esta idea, popularizada sobre todo por el espiritismo, la más ininteligente de todas las escuelas «neoespiritualistas», y al mismo tiempo la más extendida, es una de aquellas que contribuyen más eficazmente a ese trastorno mental que señalábamos al comienzo del presente capítulo, y cuyas víctimas son desafortunadamente mucho más numerosas de lo que pueden pensar aquellos que no están al corriente de estas cosas. Naturalmente, no podemos insistir aquí sobre este punto de vista; pero, por otro lado, es menester agregar también que, mientras los espiritistas se esfuerzan en demostrar la pretendida «reencarnación», del mismo modo que la inmortalidad del alma, «científicamente», es decir, por la vía experimental, que es absolutamente incapaz de dar el menor resultado a este respecto, la mayor parte de los «teosofistas» parecen ver en ella una suerte de dogma o artículo de fe, que es menester admitir por motivos de orden sentimental, pero sin que haya lugar a buscar dar de ella ninguna prueba racional o sensible. Eso muestra muy claramente que se trata de constituir una pseudorreligión, en competencia con las religiones verdaderas de Occidente, y sobre todo con el catolicismo, ya que, en lo que concierne al protestantismo, se acomoda muy bien en la multiplicidad de las sectas, que engendra incluso espontáneamente por efecto de su ausencia de principios doctrinales; esta pseudorreligión «teosofista» ha intentado darse una forma definida tomando como punto central el anuncio de la venida inminente de un «gran instructor», presentado por sus profetas como el Mesías futuro y como una «reencarnación» de Cristo: entre las transformaciones diversas del «teosofismo», esa, que aclara singularmente su concepción del «cristianismo esotérico», es la última en fecha, al menos hasta este día, pero no es la menos significativa.
