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Esoterismo y exoterismo

En el curso de nuestras consideraciones preliminares, hemos señalado ocasionalmente la distinción, por lo demás bastante generalmente conocida, que existía, en algunas escuelas filosóficas de la Grecia antigua, si no en todas, entre lo que se llama el esoterismo y el exoterismo, es decir, entre dos aspectos de una misma doctrina, uno más interior y el otro más exterior: esa es toda la significación literal de estos dos términos. El exoterismo, que comprende lo que era más elemental, más fácilmente comprehensible, y por consiguiente susceptible de ser puesto más ampliamente al alcance de todos, se expresa sólo en la enseñanza escrita, tal como nos ha llegado más o menos completamente; el esoterismo, más profundo y de un orden más elevado, y que se dirige como tal únicamente a los discípulos regulares de la escuela, preparados muy especialmente para comprenderle, era el objeto de una enseñanza puramente oral, sobre cuya naturaleza no han podido conservarse evidentemente datos muy precisos. Por lo demás, debe entenderse bien que, puesto que se trataba de la misma doctrina bajo dos aspectos diferentes, y como en dos grados de enseñanza, estos aspectos no podían ser en modo alguno opuestos o contradictorios, sino que debían ser más bien complementarios: el esoterismo desarrollaba y completaba, dándole un sentido más profundo que no estaba contenido en él sino virtualmente, lo que el exoterismo exponía de una manera muy vaga, muy simplificada, y a veces más o menos simbólica, aunque en los griegos, el símbolo tuvo muy frecuentemente ese matiz completamente literario y poético que le hace degenerar en simple alegoría. Por otra parte, no hay que decir que el esoterismo podía, en la misma escuela, subdividirse a su vez en varios grados de enseñanza más o menos profundos, y que los discípulos pasaban sucesivamente de uno a otro según su estado de preparación, y que, por lo demás, podrían ir más o menos lejos según la extensión de sus aptitudes intelectuales; pero es eso casi todo lo que se puede decir con seguridad al respecto. Esta distinción entre el esoterismo y el exoterismo no se ha mantenido de ninguna manera en la filosofía moderna, que, en el fondo, no es verdaderamente nada más que lo que es exteriormente, y que, para lo que tiene que enseñar, ciertamente no tiene necesidad de un esoterismo cualquiera, puesto que todo lo que es verdaderamente profundo escapa totalmente a su punto de vista limitado. Ahora, se plantea la cuestión de saber si esta concepción de dos aspectos complementarios de una doctrina fue particular a Grecia; a decir verdad, habría algo bastante sorprendente en que una división que puede parecer bastante natural en su principio hubiera permanecido tan excepcional, y de hecho, no hay nada de tal. Primero, se podrían encontrar en Occidente, desde la antigüedad, algunas escuelas generalmente muy cerradas, mejor o peor conocidas por este mismo motivo, y que no eran escuelas filosóficas, cuyas doctrinas no se expresaban al exterior más que bajo el velo de algunos símbolos que debían parecer muy obscuros a aquellos que no tenían la llave de ellos; y esta llave sólo se daba a los adherentes que habían admitido algunos compromisos, y cuya discreción había sido suficientemente probada, al mismo tiempo que se estaba seguro de su capacidad intelectual. Este caso, que implica manifiestamente que debe tratarse de doctrinas lo bastante profundas para ser completamente extrañas a la mentalidad común, parece haber sido sobre todo frecuente en la edad media, y es una de las razones por las que, cuando se habla de la intelectualidad de aquella época, es menester hacer siempre reservas sobre lo que pudo existir allí fuera de lo que nos es conocido de una cierta manera; en efecto, es evidente que, allí como para el esoterismo griego, han debido perderse muchas de las cosas por no haber sido enseñadas nunca más que oralmente, lo que es también, como ya lo hemos indicado, la explicación de la pérdida casi total de la doctrina druídica. Entre esas escuelas a las que acabamos de hacer alusión, podemos mencionar como ejemplo los alquimistas, cuya doctrina era sobre todo de orden cosmológico; pero, por lo demás, la cosmología debe tener siempre como fundamento un cierto conjunto más o menos extenso de concepciones metafísicas. Se podría decir que los símbolos contenidos en los escritos alquimistas constituyen aquí el exoterismo, mientras que su interpretación reservada constituía el esoterismo; pero la parte del exoterismo está entonces muy reducida, e incluso, como no tiene en suma razón de ser verdadera más que en relación al esoterismo y en vista de éste, podemos preguntarnos si conviene todavía aplicar estos dos términos. En efecto, esoterismo y exoterismo son esencialmente correlativos, puesto que estas palabras son de forma comparativa, de suerte que, allí donde no hay exoterismo, ya no hay lugar tampoco a hablar de esoterismo; así pues, si nos atenemos a guardarle su sentido propio, esta última denominación no puede servir para designar indistintamente toda doctrina cerrada, para el uso exclusivo de una elite intelectual. Se podría considerar sin duda, pero en una acepción mucho más amplia, un esoterismo y un exoterismo en una doctrina cualquiera, en tanto se distingan en ella la concepción y la expresión, donde la primera es completamente interior, mientras que la segunda no es más que su exteriorización; así pues, en rigor, pero apartándose de su sentido habitual, se puede decir que la concepción representa el esoterismo, y la expresión el exoterismo, y eso de una manera necesaria, que resulta de la naturaleza misma de las cosas. Entendiéndolo de esta manera, hay particularmente, en toda doctrina metafísica, algo que será siempre esotérico, y es la parte inexpresable que conlleva esencialmente, como lo hemos explicado, toda concepción verdaderamente metafísica; eso es algo que cada uno sólo puede concebir por sí mismo, con la ayuda de las palabras y de los símbolos que sirven simplemente de punto de apoyo a su concepción, y su comprehensión de la doctrina será más o menos completa y profunda según la medida en que la conciba efectivamente. Incluso en doctrinas de un orden diferente, cuyo alcance no se extiende hasta lo que es verdadera y absolutamente inexpresable, y que es el «misterio» en el sentido etimológico de la palabra, por eso no es menos cierto que la expresión no es nunca completamente adecuada a la concepción, de suerte que, en una proporción mucho menor, ahí también se produce algo análogo: el que comprende verdaderamente es el que sabe ver más allá de las palabras, y se podría decir que el «espíritu» de una doctrina cualquiera es de naturaleza esotérica, mientras que su «letra» es de naturaleza exotérica. Esto sería aplicable concretamente a todos los textos tradicionales, que, por lo demás, muy frecuentemente, ofrecen una pluralidad de sentidos más o menos profundos, que corresponden a otros tantos puntos de vista diferentes; pero, en lugar de buscar penetrar esos sentidos, comúnmente se prefiere librarse a fútiles investigaciones de exégesis y de «crítica de los textos», según los métodos laboriosamente instituidos por la erudición más moderna; y este trabajo, por fastidioso que sea y por paciencia que exija, es mucho más fácil que el otro, ya que, al menos, está al alcance de todas las inteligencias. Un ejemplo destacable de la pluralidad de los sentidos nos lo proporciona la interpretación de los caracteres ideográficos que constituyen la escritura china: todas las significaciones de las que son susceptibles esos caracteres pueden agruparse alrededor de tres principales, que corresponden a los tres grados fundamentales del conocimiento, y de los que el primero es de orden sensible, el segundo de orden racional, y el tercero de orden intelectual puro o metafísico; así, para limitarnos a un caso muy simple, un mismo carácter podrá ser empleado analógicamente para designar a la vez el sol, la luz y la verdad, donde únicamente la naturaleza del contexto permitirá reconocer, para cada aplicación, cuál de estas acepciones es la que conviene adoptar, y de ahí los múltiples errores de los traductores occidentales. Con esto se debe comprender cómo el estudio de los ideogramas, cuyo alcance escapa completamente a los europeos, puede servir de base a una verdadera enseñanza integral, al permitir desarrollar y coordinar todas las concepciones posibles en todos los órdenes; así pues, desde puntos de vista diferentes, este estudio podrá retomarse en todos los grados de enseñanza, desde el más elemental al más elevado, dando lugar cada vez a nuevas posibilidades de concepción, y ese es un instrumento maravillosamente apropiado para la exposición de una doctrina tradicional. Volvamos de nuevo ahora a la cuestión de saber si la distinción del esoterismo y del exoterismo, entendida esta vez en su sentido preciso, puede aplicarse a las doctrinas orientales. Primeramente, en el islamismo, la tradición es de esencia doble, religiosa y metafísica, como ya lo hemos dicho; aquí se puede calificar muy exactamente de exoterismo el lado religioso de la doctrina, que es en efecto el más exterior y el que está al alcance de todos, y de esoterismo su lado metafísico, que constituye su sentido profundo, y que, por lo demás, se considera como la doctrina de la elite; y esta distinción conserva bien su sentido propio, puesto que son las dos caras de una sola y misma doctrina. Es menester notar, en esta ocasión, que hay algo análogo en el judaísmo, donde el esoterismo está representado por lo que se llama Qabbalah, palabra cuyo sentido primitivo no es otro que el de «tradición», y que se aplica al estudio de las significaciones más profundas de los textos sagrados, mientras que la doctrina exotérica o vulgar se queda en su significación mas exterior y más literal; únicamente, esta Qabbalah es, de una manera general, menos puramente metafísica que el esoterismo musulmán, y sufre también, en una cierta medida, la influencia del punto de vista propiamente religioso, en lo que es comparable a la parte metafísica de la doctrina escolástica, insuficientemente desprendida de las consideraciones teológicas. En el islamismo, al contrario, la distinción de los dos puntos de vista es siempre muy clara; esta distinción permite ver ahí mejor que en cualquier otra parte, mediante las relaciones del exoterismo y del esoterismo, cómo, por la transposición metafísica, las concepciones teológicas reciben un sentido profundo. Si pasamos a las doctrinas más orientales, la distinción del esoterismo y del exoterismo ya no puede aplicarse ahí de la misma manera, e incluso hay algunas a las que ya no es aplicable. Sin duda, en lo que concierne a China, se podría decir que la tradición social, que es común a todos, aparece como exotérica, mientras que la tradición metafísica, doctrina de la elite, es esotérica como tal. No obstante, eso no sería rigurosamente exacto sino a condición de considerar estas dos doctrinas en relación a la tradición primordial de la que se derivan una y otra; pero, a decir verdad, están tan claramente separadas, a pesar de esta fuente común, como para que se puedan considerar como no siendo más que las dos caras de una misma doctrina, lo que es necesario para que se pueda hablar propiamente de esoterismo y exoterismo. Una de las razones de esta separación está en la ausencia de esa suerte de dominio mixto al que da lugar el punto de vista religioso, donde se unen, en la medida en que son susceptibles de ello, el punto de vista intelectual y el punto de vista social, por lo demás en detrimento de la pureza del primero; pero esta ausencia no tiene siempre consecuencias tan marcadas a este respecto, como lo muestra el ejemplo de la India, donde tampoco hay nada propiamente religioso, y donde todas las ramas de la tradición forman no obstante un conjunto único e indivisible. Precisamente nos queda que hablar aquí de la India, y es ahí donde es menos posible considerar una distinción como la del esoterismo y del exoterismo, porque la tradición tiene allí, en efecto, demasiada unidad para presentarse, no sólo en dos cuerpos de doctrina separados, sino inclusive bajo dos aspectos complementarios de este género. Todo lo que se puede distinguir allí realmente es la doctrina esencial, que es completamente metafísica, y sus aplicaciones de diversos órdenes, que constituyen como otras tantas ramas secundarias en relación a ella; pero es bien evidente que eso no equivale en modo alguno a la distinción de que se trata. La doctrina metafísica misma no ofrece otro esoterismo que el que se puede encontrar en ella en el sentido más amplio que hemos mencionado, y que es natural e inevitable en toda doctrina de este orden: todos pueden ser admitidos a recibir la enseñanza en todos sus grados, bajo la única reserva de estar intelectualmente cualificados para sacar de ella un beneficio efectivo; aquí hablamos únicamente, bien entendido, de la admisión a todos los grados de la enseñanza, pero no a todas las funciones, para las que pueden requerirse además otras cualificaciones; pero, necesariamente, entre aquellos que reciben esta misma enseñanza doctrinal, lo mismo que ocurre entre aquellos que leen un mismo texto, cada uno le comprende y se le asimila más o menos completamente, más o menos profundamente, según la extensión de sus propias posibilidades intelectuales. Por eso es por lo que es completamente impropio hablar de «brâhmanismo esotérico», como han querido hacerlo algunos, que han aplicado sobre todo esta denominación a la enseñanza contenida en las Upanishads; es cierto que otros, al hablar por su parte de «budismo esotérico», lo hacen peor todavía, ya que no han presentado bajo esta etiqueta más que concepciones eminentemente fantasiosas, que no dependen ni del budismo auténtico ni de ningún esoterismo verdadero. En un manual de historia de las religiones al que ya hemos hecho alusión, y donde, aunque se distingue por el espíritu en el que está redactado, se encuentran, por lo demás, muchas de las confusiones comunes en este género de obras, sobre todo la que consiste en tratar como religiones cosas que no lo son en modo alguno en realidad, hemos detectado a este propósito la observación siguiente: «Un pensamiento indio encuentra raramente su equivalente exacto fuera de la India; o, para hablar menos ambiciosamente, maneras de considerar las cosas que son en otras partes esotéricas, individuales, extraordinarias, son, en el brâhmanismo y en la India, vulgares, generales, normales» (NA: Christus, cap VII, p 359, nota). Eso es justo en el fondo, pero hace llamada no obstante a algunas reservas, ya que no se podrían calificar de individuales, ni en la India ni en ninguna otra parte, unas concepciones que, al ser de orden metafísico, son al contrario esencialmente supraindividuales; por otra parte, esas concepciones encuentran su equivalente, aunque bajo formas diferentes, por todas partes donde existe una doctrina verdaderamente metafísica, es decir, en todo el Oriente, y no es más que en Occidente donde no hay en efecto nada que se les corresponda, ni siquiera de lejos. Lo que es verdad, es que las concepciones de este orden no están en ninguna parte tan generalmente extendidas como en la India, porque no se encuentra en ninguna otra parte un pueblo que tenga tan generalmente y en el mismo grado las aptitudes requeridas, aunque éstas sean no obstante frecuentes en todos los orientales, y concretamente en los chinos, entre los cuales la tradición metafísica ha guardado a pesar de eso un carácter mucho más cerrado. Lo que, en la India, ha debido contribuir sobre todo al desarrollo de una tal mentalidad, es el carácter puramente tradicional de la unidad hindú: no se puede participar realmente en esta unidad sino en tanto que uno se asimila la tradición, y, como esta tradición es de esencia metafísica, se podría decir que, si todo hindú es naturalmente metafísico, es que debe de serlo en cierto modo por definición.

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