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La ciencia de las religiones

Es apropiado decir aquí algunas palabras en lo concerniente a lo que se llama la «ciencia de las religiones», ya que aquello de lo que se trata debe precisamente su origen a los estudios indianistas; esto hace ver inmediatamente que la palabra «religión» no se toma ahí en el sentido exacto que le hemos reconocido. En efecto, Burnouf, que parece ser el primero en haber dado su denominación a esta ciencia, o supuesta tal, descuida hacer figurar la moral entre los elementos constitutivos de la religión, que reduce así a dos: la doctrina y el rito; es lo que le permite hacer entrar en ella cosas que no se relacionan de ninguna manera con el punto de vista religioso, ya que reconoce al menos, con razón, que no hay moral en el Vêda. Tal es la confusión fundamental que se encuentra en el punto de partida de la «ciencia de las religiones», que pretende reunir bajo este mismo nombre todas las doctrinas tradicionales, de cualquier naturaleza que sean en realidad; pero hay muchas otras confusiones que han venido a sumarse a esa, sobre todo desde que la erudición más reciente ha introducido en este dominio su temible aparato de exégesis, de «crítica de los textos» y de «hipercrítica», más propio para impresionar a los ingenuos que para conducir a conclusiones serias. La pretendida «ciencia de las religiones» reposa toda entera sobre algunos postulados que son otras tantas ideas preconcebidas: así, se admite que toda doctrina ha debido comenzar por el «naturalismo», en el que, al contrario, no vemos más que una desviación que, por todas partes donde se produjo, estuvo en oposición con las tradiciones primordiales y regulares; y, a fuerza de torturar textos que no se comprenden, se acaba siempre por hacer salir de ellos alguna interpretación conforme a ese espíritu «naturalista». Es así como se elaboró toda la teoría de los «mitos», y concretamente la del «mito solar», el más famoso de todos, uno de cuyos principales propagadores fue Max Muller, que ya hemos tenido la ocasión de citar en varias ocasiones porque es muy representativo de la mentalidad de los orientalistas. Esta teoría del «mito solar» no es otra cosa que la teoría astromitológica emitida y sostenida en Francia, hacia finales del siglo XVIII, por Dupuis y Volney (NA: Dupuis, Origine de tous les cultes; Volney, Les Ruines). Se sabe la aplicación que se hizo de esta concepción tanto al cristianismo como a todas las demás doctrinas, y ya hemos señalado la confusión que implica esencialmente: desde que se observa en el simbolismo una correspondencia con algunos fenómenos astronómicos, se apresuran a concluir de ello que no se trata más que de una representación de esos fenómenos, mientras que los fenómenos mismos, en realidad, son símbolos de algo que es de un orden completamente diferente, y que la correspondencia constatada no es más que una aplicación de la analogía que liga armónicamente todos los grados del ser. En estas condiciones, no es muy difícil encontrar «naturalismo» por todas partes, y sería sorprendente incluso que no se encontrara, desde que el símbolo, que pertenece forzosamente al orden natural, es tomado por lo que representa; el error es, en el fondo, el mismo que el de los «nominalistas» que confunden la idea con la palabra que sirve para expresarla; y es así como los eruditos modernos, animados, por lo demás, por el prejuicio que les lleva a imaginarse todas las civilizaciones como edificadas sobre el tipo grecorromano, fabrican ellos mismos los «mitos» por incomprehensión de los símbolos, lo que es la única manera en que pueden tomar nacimiento. Se debe comprender por qué calificamos a un estudio de este género de «pretendida ciencia», y por qué nos es completamente imposible tomarla en serio; y es menester agregar también que, aunque afecte darse un aire de imparcialidad desinteresada, y aunque proclame incluso la necia pretensión de «dominar todas las doctrinas» (NA: E Burnouf, La Science des Religions, p 6), lo que rebasa la justa medida en este sentido, esta «ciencia de las religiones» es simplemente, la mayor parte del tiempo, un vulgar instrumento de polémica entre las manos de gentes cuya intención verdadera es servirse de él contra la religión, entendida esta vez en su sentido propio y habitual. Este empleo de la erudición en un espíritu negador y disolvente es natural a los fanáticos del «método histórico»; es el espíritu mismo de este método, esencialmente antitradicional, al menos desde que se le hace salir de su dominio legítimo; y es por eso por lo que todos aquellos que dan algún valor real al punto de vista religioso son recusados aquí como incompetentes. No obstante, entre los especialistas de la «ciencia de las religiones», hay algunos que, en apariencia al menos, no van tan lejos: son aquellos que, pertenecen a la tendencia del «protestantismo liberal»; pero esos, aunque conservan nominalmente el punto de vista religioso, quieren reducirle a un simple «moralismo», lo que equivale de hecho a destruirle por la doble supresión del dogma y del culto, en el nombre de un «racionalismo» que no es más que un sentimentalismo disfrazado. Así, el resultado final es el mismo que para los no creyentes puros y simples, amantes de la «moral independiente», aunque la intención esté quizás mejor disimulada; y eso no es, en suma, más que la conclusión lógica de las tendencias que el espíritu protestante llevaba en él desde el comienzo. Se ha visto recientemente una tentativa, felizmente desmantelada, de hacer penetrar ese mismo espíritu, bajo el nombre de «modernismo», en el catolicismo mismo. Este movimiento se proponía reemplazar la religión por una vaga «religiosidad», es decir, por una aspiración sentimental que la «vida moral» bastaba para satisfacer, y que, para llegar a ella, debía esforzarse en destruir los dogmas aplicándoles la «crítica» y constituyendo una teoría de su «evolución», es decir, sirviéndose también de esa misma máquina de guerra que es la «ciencia de las religiones», que quizás no ha tenido nunca otra razón de ser. Ya hemos dicho que ese espíritu «evolucionista» es inherente al «método histórico», y se puede ver una aplicación de ello, entre muchas otras, en esa singular teoría según la cual las concepciones religiosas, o supuestas religiosas, habrían debido pasar necesariamente por una serie de fases sucesivas, de las que las principales llevan comúnmente los nombres de fetichismo, de politeísmo, y de monoteísmo. Esta hipótesis es comparable a la que se ha emitido en el dominio de la lingüística, y según la cual las lenguas, en el curso de su desarrollo, pasarían sucesivamente por las formas monosilábicas, aglutinante y flexional: se trata de una suposición completamente gratuita, que no está confirmada por ningún hecho, y a la que los hechos son incluso claramente contrarios, dado que nadie ha podido descubrir nunca el menor indicio del paso real de una a otra de tales formas; lo que se ha tomado por tres fases sucesivas, en virtud de una idea preconcebida, son simplemente tres tipos diferentes a los que se vinculan respectivamente los diversos grupos lingüísticos, y cada uno de ellos permanece siempre en el tipo al que pertenece. Se puede decir otro tanto de otra hipótesis de orden más general, la que Augusto Comte ha formulado bajo el nombre de «ley de los tres estados», y en la que trasforma en estados sucesivos dominios diferentes del pensamiento, que siempre pueden existir simultáneamente, pero entre los cuales quiere ver una incompatibilidad, porque se ha imaginado que todo conocimiento posible tenía exclusivamente como objeto la explicación de los fenómenos naturales, lo que no se aplica en realidad más que al conocimiento científico. Se ve que esta concepción fantasiosa de Comte, que, sin ser propiamente «evolucionista», tenía algo del mismo espíritu, está emparentada a la hipótesis del «naturalismo» primitivo, puesto que las religiones no pueden ser en ella más que ensayos prematuros y provisorios al mismo tiempo que una preparación indispensable, de lo que será más tarde la explicación científica; y, en el desarrollo mismo de la fase religiosa, Comte cree poder establecer precisamente, como otras tantas subdivisiones, los tres grados fetichista, politeísta y monoteísta. No insistiremos más sobre la exposición de esta concepción, por lo demás bastante generalmente conocida, pero hemos creído bueno destacar la correlación, muy frecuentemente desapercibida, de puntos de vista diversos, que proceden todos de las mismas tendencias generales del espíritu occidental moderno. Para acabar de mostrar lo que es menester pensar de estas tres fases pretendidas de las concepciones religiosas, recordaremos primero lo que hemos dicho ya precedentemente, a saber, que no ha habido nunca ninguna doctrina esencialmente politeísta, y que el politeísmo no es, como los «mitos» que se relacionan con él bastante estrechamente, más que una grosera deformación que resulta de una incomprehensión profunda; por lo demás, el politeísmo y el antropomorfismo no se han generalizado verdaderamente más que en los griegos y los romanos, y, por toda otra parte, han permanecido en el dominio de los errores individuales. Así pues, toda doctrina verdaderamente tradicional es en realidad monoteísta, o, más exactamente, es una «doctrina de la unidad», o incluso de la «no dualidad», que deviene monoteísta cuando se la quiere traducir en modo religioso; en cuanto a las religiones propiamente dichas, a saber, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, es muy evidente que son puramente monoteístas. Ahora bien, en lo que concierne al fetichismo, esta palabra, de origen portugués, significa literalmente «brujería»; por consiguiente, lo que designa no es religión o algo más o menos análogo, sino más bien magia, e incluso magia del tipo más inferior. La magia no es de ninguna manera una forma de religión, aunque se la suponga primitiva o desviada, y no es tampoco, como otros lo han sostenido, algo que se opone profundamente a la religión, una suerte de «contrarreligión», si se puede emplear una tal expresión; en fin, no es tampoco aquello de donde habrían salido a la vez la religión y la ciencia, según una tercera opinión que no está mejor fundada que las dos precedentes; todas estas confusiones muestran que aquellos que hablan de la magia no saben demasiado de qué se trata. En realidad, la magia pertenece al dominio de la ciencia, y, más precisamente, de la ciencia experimental; concierne al manejo de algunas fuerzas, que, en el Extremo Oriente, se llaman «influencias errantes», y cuyos efectos, por extraños que puedan parecer, por eso no son menos fenómenos naturales que tienen sus leyes como todos los demás. Esta ciencia es ciertamente susceptible de una base tradicional, pero, incluso entonces, no tiene nunca más valor que el de una aplicación contingente y secundaria; es menester agregar también, para aclararse sobre su importancia, que generalmente es desdeñada por los verdaderos detentadores de la tradición, que, salvo en algunos casos especiales y determinados, la abandonan a los juglares errantes que sacan provecho de ella divirtiendo a la multitud. Estos magos, como se encuentran frecuentemente en la India, donde se les da comúnmente la denominación árabe de faquires, es decir, «pobres» o «mendigos», son hombres cuya incapacidad intelectual los ha detenido en la vía de una realización metafísica, así como ya lo hemos dicho; interesan sobre todo a los extranjeros, y no merecen más consideración que la que les acuerdan sus compatriotas. No entendemos contestar de ninguna manera la realidad de los fenómenos así producidos, aunque a veces sean sólo imitados o simulados, en condiciones que suponen, por lo demás, un poder de sugestión poco ordinario, al lado del cual los resultados obtenidos por los occidentales que intentan librarse al mismo género de experimentación aparecen como completamente desdeñables e insignificantes; lo que contestamos es el interés de estos fenómenos, de los que la doctrina pura y la realización que implica son absolutamente independientes. Este es el lugar de recordar que todo lo que depende del dominio experimental no prueba nunca nada, a menos que no sea negativamente, y puede servir como mucho para la ilustración de una teoría; un ejemplo no es ni un argumento ni una explicación, y nada es más ilógico que hacer depender un principio, incluso relativo, de una de sus aplicaciones particulares. Si hemos tenido que precisar aquí la verdadera naturaleza de la magia, es porque se hace que ésta juegue un papel considerable en una cierta concepción de la «ciencia de las religiones», que es la de lo que se llama la «escuela sociológica»; después de haber buscado mucho tiempo dar sobre todo una explicación psicológica de los «fenómenos religiosos», ahora se busca más bien, en efecto, dar de ellos una explicación sociológica, y ya hemos hablado de ello a propósito de la definición de la religión; a nuestro juicio, estos dos puntos de vista son tan falsos el uno como el otro, e igualmente incapaces de dar cuenta de lo que es verdaderamente la religión, y con mayor razón la tradición en general. Augusto Comte quería comparar la mentalidad de los antiguos a la de los niños, lo que era bastante ridículo; pero lo que no lo es menos, es que los sociólogos actuales pretenden asimilarla a la de los salvajes, que llaman «primitivos», mientras que nosotros los consideramos al contrario como unos degenerados. Si los salvajes hubieran estado siempre en el estado inferior donde los vemos, no se podría explicar que exista en ellos una multitud de usos que ellos mismos ya no comprenden, y que, al ser muy diferentes de lo que se encuentra en cualquier otra parte, lo que excluye la hipótesis de una importación extranjera, no pueden considerarse más que como vestigios de civilizaciones desaparecidas, civilizaciones que han debido ser, en una antigüedad muy remota, prehistórica incluso, la de pueblos de los que esos salvajes actuales son los descendientes y los últimos restos; señalamos esto para permanecer sobre el terreno de los hechos, y sin prejuicio de otras razones más profundas, que son también más decisivas a nuestros ojos, pero que serían muy poco accesibles a los sociólogos y demás «observadores» analistas. Agregaremos simplemente que la unidad esencial y fundamental de las tradiciones permite frecuentemente interpretar, por un empleo juicioso de la analogía, y teniendo siempre en cuenta la diversidad de las adaptaciones, condicionada por la de las mentalidades humanas, las concepciones a las que se vinculaban primitivamente los usos de los que acabamos de hablar, antes de que fuesen reducidos al estado de «supersticiones»; de la misma manera, la misma unidad permite comprender también, en una amplia medida, las civilizaciones que no nos han dejado mas que monumentos escritos o figurados: es lo que indicábamos desde el comienzo, al hablar de los servicios que el verdadero conocimiento del Oriente podría hacer a todos aquellos que quieren estudiar seriamente la antigüedad, y que buscan sacar de ello enseñanzas válidas, no contentándose con el punto de vista completamente exterior y superficial de la simple erudición.

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