La enseñanza tradicional
Hemos dicho que la casta superior, la de los brâhmanas, tiene como función esencial conservar y trasmitir la doctrina tradicional; esa es su verdadera razón de ser, puesto que es sobre esta doctrina donde reposa el orden social, que no podría encontrar en otra parte los principios sin los que no hay nada estable ni duradero. Allí donde la tradición es todo, aquellos que son sus depositarios deben lógicamente ser todo; o al menos, como la diversidad de las funciones necesarias al organismo social entraña una incompatibilidad entre ellas y exige su cumplimiento por individuos diferentes, estos individuos dependen todos esencialmente de los detentadores de la tradición, puesto que, si no participan efectivamente en ésta, tampoco podrían participar efectivamente en la vida colectiva: ese es el sentido verdadero y completo de la autoridad espiritual e intelectual que pertenece a los brâhmanas. Esa es también, al mismo tiempo, la explicación del vinculamiento profundo e indefectible que une al discípulo con el maestro, no sólo en la India, sino en todo el Oriente, y cuyo análogo se buscaría vanamente en el Occidente moderno; en efecto, la función del instructor es verdaderamente una «paternidad espiritual», y es por eso por lo que el acto ritual y simbólico por el que comienza es un «segundo nacimiento» para el que es admitido a recibir la enseñanza por una transmisión regular. Es esta idea de «paternidad espiritual» la que expresa muy exactamente la palabra gurú, que designa al instructor en los hindúes, y que tiene también el sentido de «antepasado»; es a esta misma idea a la que hace alusión, en los árabes, la palabra Sheikh, que con el sentido propio de «anciano», tiene un empleo idéntico. En China, la concepción dominante de la «solidaridad de la raza» da al pensamiento correspondiente un matiz diferente, y hace asimilar el papel del instructor al de un «hermano mayor», guía y sostén natural de aquellos que le siguen en la vía tradicional, y que no devendrá un «antepasado» sino después de su muerte; pero, la expresión de «nacer al conocimiento», no es por eso menos, allí como en cualquier otra parte, de un uso corriente. La enseñanza tradicional se transmite en condiciones que están estrictamente determinadas por su naturaleza; para producir su pleno efecto, debe adaptarse siempre a las posibilidades intelectuales de cada uno de aquellos a los que se dirige, y graduarse en proporción a los resultados ya obtenidos, lo que exige, por parte de aquel que la recibe y que quiere llegar más lejos, un constante esfuerzo de asimilación personal y efectiva. Son consecuencias inmediatas de la manera en que se considera la doctrina toda entera, y es lo que indica la necesidad de la enseñanza oral y directa, a la que nada podría suplir, y sin la que, por lo demás, el vinculamiento a una «filiación espiritual» regular y continua faltaría inevitablemente, aparte de algunos casos muy excepcionales donde la continuidad puede ser asegurada de otro modo, y de una manera demasiado difícilmente explicable en lenguaje occidental como para que nos detengamos en ello aquí. Sea como sea, el oriental está al abrigo de esa ilusión, muy común en Occidente, que consiste en creer que todo puede aprenderse en los libros, y que desemboca en poner la memoria en el lugar de la inteligencia; para él, los textos no tienen nunca más que el valor de un «soporte», en el sentido en que frecuentemente hemos empleado ya esta palabra, y su estudio no puede ser nada más que la base de un desarrollo intelectual, sin confundirse nunca con ese desarrollo mismo: esto reduce la erudición a su justo valor, al colocarla en el rango inferior, el único que le conviene normalmente, de medio subordinado y accesorio del conocimiento verdadero. Hay aún otro aspecto bajo el que la vía oriental está en antítesis absoluta con los métodos occidentales: los modos de la enseñanza tradicional, que la hacen, no precisamente «esotérica», sino más bien «iniciática», se oponen evidentemente a toda difusión desconsiderada, difusión más perjudicial que útil a los ojos de cualquiera que no está engañado por ciertas apariencias. Primeramente, está permitido dudar del valor y del alcance de una enseñanza distribuida indistintamente, y bajo una forma idéntica, a los individuos más desigualmente dotados, más diferentes en cuanto a aptitudes y temperamento, así como se practica actualmente en todos los pueblos europeos: este sistema de instrucción, ciertamente el más imperfecto de todos, es exigido por la manía igualitaria que ha destruido, no sólo la noción verdadera, sino hasta el sentimiento más o menos vago de la jerarquía; y sin embargo, para gentes en quienes los «hechos» deben ocupar el lugar de todo criterio, según el espíritu de la ciencia experimental moderna, ¿habría, si no estuvieran completamente cegados por sus prejuicios sentimentales, un hecho más visible que el de las desigualdades naturales, tanto en el orden intelectual como en el orden físico? Después, hay otra razón por la que el oriental, que no tiene el menor espíritu de propaganda, al no encontrar ningún interés en querer extender a toda costa sus concepciones, se opone resueltamente a toda «vulgarización»: es que ésta deforma y desnaturaliza inevitablemente la doctrina, al pretender ponerla al nivel de la mentalidad común, bajo pretexto de hacérsela accesible; no pertenece a la doctrina rebajarse y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; pertenece a los individuos elevarse, si pueden, a la comprehensión de la doctrina en su pureza integral. Esas son las únicas condiciones posibles de formación de una élite intelectual, por una selección apropiada, puesto que cada uno se detiene necesariamente en el grado que corresponde a la extensión de su propio «horizonte intelectual»; y es también el obstáculo a todos los desórdenes que suscita, cuando se generaliza, una semiciencia mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; así pues, los orientales estarán siempre mucho más persuadidos de los inconvenientes muy reales de la «instrucción obligatoria» que de sus beneficios supuestos, y, a nuestro juicio, tienen mucha razón. Habría que decir muchas otras cosas sobre la naturaleza de la enseñanza tradicional, que es posible considerar bajo aspectos más profundos todavía; pero, como no tenemos la pretensión de agotar las cuestiones, nos quedaremos en estas precisiones, que se refieren más inmediatamente al punto de vista donde nos colocamos aquí; estas últimas consideraciones, lo repetimos, no valen sólo para la India, sino para el Oriente todo entero; así pues, parece que hubieran debido encontrar sitio más naturalmente en la segunda parte de este estudio, pero hemos preferido reservarlas hasta aquí, pensando que podrían comprenderse mejor después de lo que teníamos que decir en particular de las doctrinas hindúes, que constituyen un ejemplo muy representativo de las doctrinas tradicionales en general. Antes de concluir, ya no nos queda más que precisar, tan brevemente como sea posible, lo que es menester pensar de las interpretaciones occidentales de esas mismas doctrinas hindúes; y, por lo demás, para algunas de entre ellas, ya lo hemos hecho casi suficientemente, según se presentaba la ocasión para ello, en todo el curso de nuestra exposición.
