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Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Hemos dicho que la metafísica, que está profundamente separada de la ciencia, no lo está menos de todo lo que los occidentales, y sobre todo los modernos, designan por el nombre de filosofía, bajo el que, por lo demás, se encuentran reunidos elementos muy heterogéneos, e incluso enteramente disparatados. Aquí importa poco la intención primera que los griegos hayan podido querer encerrar en esta palabra «filosofía», que, para ellos, parece haber comprendido primeramente, de una manera bastante indistinta, todo conocimiento humano, en los límites en que eran aptos para concebirle; tampoco vamos a preocuparnos de lo que, actualmente, existe de hecho bajo esta denominación. No obstante, conviene hacer destacar en primer lugar que, cuando en Occidente hubo metafísica verdadera, siempre hubo un esfuerzo para unirla a consideraciones que dependen de puntos de vista especiales y contingentes, para hacerla entrar con ellas en un conjunto que llevaba el nombre de filosofía; esto muestra que en Occidente los caracteres esenciales de la metafísica, con las distinciones profundas que implican, no fueron nunca distinguidas con una claridad suficiente. Diremos aún más: el hecho de tratar la metafísica como una rama de la filosofía, ya sea colocándola así sobre el mismo plano de las relatividades, ya sea calificándola incluso de «filosofía primera» como lo hacía Aristóteles, denota esencialmente un desconocimiento de su alcance verdadero y de su carácter de universalidad: el todo absoluto no puede ser una parte de algo, y lo universal no podría ser encerrado o comprendido en nada. Este hecho es pues, por sí sólo, una marca evidente del carácter incompleto de la metafísica occidental, que se reduce, por lo demás, a la doctrina de Aristóteles y los escolásticos, ya que, a excepción de algunas consideraciones fragmentarias que pueden encontrarse dispersas aquí y allá, o bien de cosas que son conocidas de manera no suficientemente cierta, no se encuentra en Occidente, al menos a partir de la antigüedad clásica, ninguna otra doctrina que sea verdaderamente metafísica, ni siquiera con las restricciones que exige la mezcla de elementos contingentes, científicos, teológicos o de cualquier otra naturaleza; aquí no hablamos de los alejandrinos, sobre quienes se han ejercido directamente influencias orientales. Si consideramos la filosofía moderna en su conjunto, podemos decir, de una manera general, que su punto de vista no presenta ninguna diferencia verdaderamente esencial del punto de vista científico: es siempre un punto de vista racional, o al menos pretende serlo, y todo conocimiento que se queda en el dominio de la razón, se le califique o no de filosófico, es propiamente un conocimiento de orden científico; si apunta a ser otra cosa, pierde por eso todo valor, incluso relativo, al atribuirse un alcance que no podría tener legítimamente: es el caso de lo que llamaremos la pseudometafísica. Por otra parte, la distinción entre el dominio filosófico y el dominio científico está tanto menos justificada cuanto que el primero comprende, entre sus elementos múltiples, algunas ciencias que son tan especiales y restringidas como las otras, sin ningún carácter que pueda diferenciarlas de ellas de manera que les acuerde un rango privilegiado; tales ciencias, como la psicología o la sociología por ejemplo, no se llaman filosóficas más que por efecto de un uso que no se funda sobre ninguna razón lógica, y la filosofía no tiene en suma más que una unidad puramente ficticia, histórica si se quiere, sin que se pueda decir demasiado porque no se ha tomado o conservado el hábito de hacer entrar en ella del mismo modo muchas otras ciencias cualesquiera. Por lo demás, ciencias que han sido consideradas como filosóficas en una cierta época ya no lo son hoy, y les ha bastado tomar un mayor desarrollo para salir de ese ensamblaje mal definido, sin que su naturaleza intrínseca haya cambiado por ello en lo más mínimo; en el hecho de que algunas permanecen ahí todavía, es menester no ver más que un vestigio de la extensión que los griegos habían dado primitivamente a la filosofía, y que comprendía en efecto todas las ciencias. Dicho esto, es evidente que la metafísica verdadera no puede tener más relaciones, ni relaciones de una naturaleza diferente, con la psicología, por ejemplo, que las que tiene con la física o con la fisiología: son, exactamente al mismo título, ciencias de la naturaleza, es decir, ciencias físicas en el sentido primitivo y general de esta palabra. Con mayor razón la metafísica no podría ser, a ningún grado, dependiente de una tal ciencia especial: pretender darle una base psicológica, como lo querrían algunos filósofos que no tienen otra excusa que ignorar totalmente lo que ella es en realidad, es querer hacer depender lo universal de lo individual, el principio de sus consecuencias más o menos indirectas y lejanas, y es también, por otro lado, terminar fatalmente en una concepción antropomórfica, y por tanto propiamente antimetafísica. La metafísica debe necesariamente bastarse a sí misma, puesto que es el único conocimiento verdaderamente inmediato, y no puede fundarse sobre nada más, por eso mismo de que es el conocimiento de los principios universales de los que deriva todo el resto, comprendidos los objetos de las diferentes ciencias, que éstas aíslan, por lo demás, de estos principios para considerarlos según sus puntos de vista especiales; y eso es ciertamente legítimo por parte de estas ciencias, puesto que no podrían comportarse de otra manera y vincular sus objetos a principios universales sin salir de los límites de sus dominios propios. Esta última precisión muestra que es menester no pensar tampoco en fundar directamente las ciencias sobre la metafísica: es la relatividad misma de sus puntos de vista constitutivos la que les asegura a este respecto una cierta autonomía, cuyo desconocimiento no puede tender más que a provocar conflictos allí donde normalmente no podrían producirse; este error que gravita pesadamente sobre toda la filosofía moderna, fue inicialmente el de Descartes, que no hizo, por lo demás, más que pseudometafísica, y que ni siquiera se interesó en ella más que a título de prefacio a su física, a la que creía dar así fundamentos más sólidos. Si consideramos ahora la lógica, el caso es algo diferente del de las ciencias que hemos tenido en vista hasta aquí, y que pueden llamarse todas experimentales, puesto que tienen como base los datos de la observación. La lógica es también una ciencia especial, puesto que es esencialmente el estudio de las condiciones propias del entendimiento humano; pero tiene un lazo más directo con la metafísica, en el sentido de que lo que se llama los principios lógicos no es más que la aplicación y la especificación, en un dominio determinado, de los verdaderos principios, que son de orden universal; así pues, se puede operar a su respecto una transposición del mismo género que esa cuya posibilidad hemos indicado a propósito de la teología. Por lo demás, la misma precisión puede hacerse igualmente en lo que concierne a las matemáticas: éstas, aunque de un alcance restringido, puesto que están limitadas exclusivamente al dominio de la cantidad únicamente, aplican a su objeto especial principios relativos que pueden ser considerados como constituyendo una determinación inmediata en relación a algunos principios universales. Así, la lógica y las matemáticas son, en todo el dominio científico, lo que ofrece más relaciones reales con la metafísica; pero, bien entendido, por eso mismo de que entran en la definición general del conocimiento científico, es decir, en los límites de la razón y en el orden de las concepciones individuales, están todavía muy profundamente separadas de la metafísica pura. Esta separación no permite acordar un valor efectivo a puntos de vista que se plantean como más o menos mixtos entre la lógica y la metafísica, como el de unas «teorías del conocimiento», que han tomado una importancia tan grande en la filosofía moderna; reducidas a lo que pueden contener de legítimo, estas teorías no son más que lógica pura y simple, y, por donde pretenden rebasar la lógica, no son más que fantasías pseudometafísicas sin la menor consistencia. En una doctrina tradicional, la lógica no puede ocupar más que el lugar de una rama de conocimiento secundario y dependiente, y es lo que tiene lugar en efecto tanto en China como en la India; como la cosmología, que estudió también la edad media occidental, pero que la filosofía moderna ignora, y que no es en suma más que una aplicación de los principios metafísicos a un punto de vista especial y en un dominio determinado; por lo demás, volveremos de nuevo sobre ella a propósito de las doctrinas hindúes. Lo que acabamos de decir de las relaciones de la metafísica y de la lógica podrá sorprender un poco a quienes están habituados a considerar la lógica como dominando en cierto sentido todo conocimiento posible, porque una especulación de un orden cualquiera no puede ser válida sino a condición de conformarse rigurosamente a sus leyes; no obstante, es muy evidente que la metafísica, siempre en razón de su universalidad, no puede ser más dependiente de la lógica que de cualquier otra ciencia, y se podría decir que en eso hay un error que proviene de que no se concibe el conocimiento más que en el dominio de la razón. Únicamente, es menester hacer aquí una distinción entre la metafísica misma, en tanto que concepción intelectual pura, y su exposición formulada: mientras que la primera escapa totalmente a las limitaciones individuales, y por consiguiente a la razón, la segunda, en la medida en que es posible, no puede consistir más que en una suerte de traducción de las verdades metafísicas en modo discursivo y racional, porque la constitución misma de todo lenguaje humano no permite que sea de otro modo. La lógica, como las matemáticas, es exclusivamente una ciencia de razonamiento; la exposición metafísica puede revestir un carácter análogo en su forma, pero en su forma únicamente, y, si entonces debe de ser conforme a las leyes de la lógica, es porque esas leyes mismas tienen un fundamento metafísico esencial, a falta del cual no tendrían ningún valor; pero, al mismo tiempo, es menester que esta exposición, para tener un alcance metafísico verdadero, sea formulada siempre de tal manera que, como ya lo hemos indicado, deje abiertas posibilidades de concepción ilimitadas como el dominio mismo de la metafísica. En cuanto a la moral, al hablar del punto de vista religioso, hemos dicho en parte lo que es, pero nos hemos reservado entonces lo que se refiere a su concepción propiamente filosófica, en tanto que es claramente diferente de su concepción religiosa. No hay nada, en todo el dominio de la filosofía, que sea más relativo y más contingente que la moral; a decir verdad, no es ni siquiera un conocimiento de un orden más o menos restringido, sino simplemente un conjunto de consideraciones más o menos coherentes cuya meta y cuyo alcance no podrían ser sino puramente prácticos, aunque algunos se hagan muy frecuentemente ilusiones a este respecto. En efecto, se trata exclusivamente de formular reglas que sean aplicables a la acción humana, y cuya razón de ser está toda entera en el orden social, ya que estas reglas no tendrían ningún sentido fuera del hecho de que los individuos humanos viven en sociedad, constituyendo colectividades más o menos organizadas; y aún se las formula colocándose bajo un punto de vista especial, que, en lugar de no ser más que social como en los orientales, es el punto de vista específicamente moral, que es extraño a la mayor parte de la humanidad. Hemos visto como este punto de vista podía introducirse en las concepciones religiosas, por el vinculamiento del orden social a una doctrina que ha sufrido la influencia de elementos sentimentales; pero, puesto aparte este caso, no se ve demasiado lo que puede servirle de justificación. Fuera del punto de vista religioso que da un sentido a la moral, todo lo que se refiere a este orden debería reducirse lógicamente a un conjunto de convenciones puras y simples, establecidas y observadas únicamente en vista a hacer la vida en sociedad posible y soportable; pero, si se reconociera francamente este carácter convencional y se adoptara como tal, ya no habría moral filosófica. Es también la sentimentalidad la que interviene aquí, y la que, para encontrar materia con que satisfacer sus necesidades especiales, se esfuerza en tomar y en hacer tomar estas convenciones por lo que no son: de ahí un despliegue de consideraciones diversas, de las que unas siguen siendo claramente sentimentales en su forma tanto como en su fondo, mientras que otras se disfrazan bajo apariencias más o menos racionales. Por lo demás, si la moral como todo lo que pertenece a las contingencias sociales, varía enormemente según los tiempos y los países, las teorías morales que aparecen en un medio dado, por opuestas que puedan parecer, tienden todas a la justificación de las mismas reglas prácticas, que son siempre las que se observan comúnmente en ese mismo medio; eso debería bastar para mostrar que esas teorías están desprovistas de todo valor real, y que no son construidas por cada filósofo más que para poner después su conducta y la de sus semejantes, o al menos de aquellos que están más cerca de él, en acuerdo con sus propias ideas y sobre todo con sus propios sentimientos. Hay que destacar que la eclosión de estas teorías morales se produjo sobre todo en las épocas de decadencia intelectual, sin duda porque esta decadencia es correlativa o consecutiva a la expansión del sentimentalismo, y también porque, al entregarse así a especulaciones ilusorias, se conserva al menos la apariencia del pensamiento ausente; este fenómeno tuvo lugar concretamente en los griegos, cuando su intelectualidad hubo dado, con Aristóteles, todo aquello de lo cual era susceptible: para las escuelas filosóficas posteriores, tales como los epicúreos o los estoicos, todo se subordinó al punto de vista moral, y es lo que constituyó su éxito entre los romanos, a quienes toda especulación más elevada hubiera sido muy difícilmente accesible. El mismo carácter se encuentra en la época actual, donde el «moralismo» deviene extrañamente invasor, pero sobre todo, esta vez, por una degeneración del pensamiento religioso, como lo muestra bien el caso del protestantismo; es natural, por lo demás, que pueblos de mentalidad puramente práctica, cuya civilización es completamente material, busquen satisfacer sus aspiraciones sentimentales por este falso misticismo que encuentra una de sus expresiones en la moral filosófica. Hemos pasado revista a todas las ramas de la filosofía que presentan un carácter bien definido; pero hay además, en el pensamiento filosófico, toda suerte de elementos bastante mal determinados, que no se pueden hacer entrar propiamente en ninguna de estas ramas, y cuyo lazo no está constituido por ningún rasgo de su naturaleza propia, sino sólo por el hecho de su agrupación en el interior de una misma concepción sistemática. Por eso es por lo que, después de haber separado completamente la metafísica de las diversas ciencias llamadas filosóficas, es menester distinguirla también, no menos profundamente, de los sistemas filosóficos, una de cuyas causas más comunes es, ya lo hemos dicho, la pretensión a la originalidad intelectual; el individualismo que se afirma en esta pretensión es manifiestamente contrario a todo espíritu tradicional, y también incompatible con toda concepción que tenga un alcance metafísico verdadero. La metafísica pura es esencialmente excluyente de todo sistema, porque un sistema cualquiera se presenta como una concepción cerrada y limitada, como un conjunto más o menos estrechamente definido y limitado, lo que no es conciliable en modo alguno con la universalidad de la metafísica; y, por lo demás, un sistema filosófico es siempre el sistema de alguien, es decir, una construcción cuyo valor no podría ser sino completamente individual. Además, todo sistema está establecido necesariamente sobre un punto de partida especial y relativo, y se puede decir, en suma, que no es más que el desarrollo de una hipótesis, mientras que la metafísica, que tiene un carácter de absoluta certeza, no podría admitir nada hipotético. No queremos decir que todos los sistemas no puedan encerrar una cierta parte de verdad, en lo que concierne a tal o cual punto particular; pero es en tanto que sistemas como son ilegítimos, y es a la forma sistemática misma a la que es inherente la falsedad radical de una tal concepción tomada en su conjunto. Leibnitz decía con razón que «todo sistema es verdadero en lo que afirma y falso en lo que niega», es decir, en el fondo, que es tanto más falso cuanto más estrechamente limitado está, o, lo que equivale a lo mismo, cuanto más sistemático es, ya que una semejante concepción desemboca inevitablemente en la negación de todo lo que no puede contener; y, por lo demás, en toda justicia, eso debería aplicarse a Leibnitz mismo así como a muchos otros filósofos, en la medida en que su propia concepción se presenta también como un sistema; todo lo que se encuentra en ella de metafísica verdadera está tomado de la escolástica, y muy a menudo desnaturalizado, por insuficientemente comprendido. En cuanto a la verdad de lo que afirma un sistema, sería menester no ver en ello la expresión de un «eclecticismo» cualquiera; eso sólo equivale a decir que un sistema es verdadero en la medida en que permanece abierto sobre posibilidades menos limitadas, lo que, por lo demás, es evidente, pero eso implica precisamente la condena del sistema como tal. La metafísica, puesto que está fuera y más allá de las relatividades, escapa por eso mismo a toda sistematización, del mismo modo, y por la misma razón, que no se deja encerrar en ninguna fórmula. Se puede comprender ahora lo que entendemos exactamente por pseudometafísica: es todo lo que, en los sistemas filosóficos, se presenta con pretensiones metafísicas, totalmente injustificadas por el hecho de la forma sistemática misma, que basta para quitar a las consideraciones de este género todo alcance real. Algunos de los problemas que se plantea habitualmente el pensamiento filosófico aparecen incluso como desprovistos, no sólo de toda importancia, sino de toda significación; hay ahí un montón de cuestiones que no reposan más que sobre un equívoco, sobre una confusión de puntos de vista, que no existen en el fondo sino porque están mal planteadas, y que no habría lugar a plantearlas verdaderamente; así pues, en muchos casos, bastaría poner su enunciado a punto para hacerlas desaparecer pura y simplemente, si la filosofía no tuviera, al contrario, el mayor interés en conservarlas, porque vive sobre todo de equívocos. Hay también otras cuestiones, que pertenecen por lo demás a órdenes de ideas muy diversos, que puede ser pertinente plantearlas, pero para las cuales un enunciado preciso y exacto implicaría una solución casi inmediata, dado que la dificultad que se encuentra en ellas es mucho más verbal que real; pero, si entre estas cuestiones hay algunas cuya naturaleza sería susceptible de darles un cierto alcance metafísico, le pierden enteramente por su inclusión en un sistema, ya que no basta que una cuestión sea de naturaleza metafísica, es menester también que, siendo reconocida tal, sea considerada y tratada metafísicamente. En efecto, es muy evidente que una misma cuestión puede ser tratada, ya sea bajo el punto de vista metafísico, o ya sea desde otro punto de vista cualquiera; así, las consideraciones a las que la mayor parte de los filósofos han juzgado bueno librarse sobre toda suerte de cosas pueden ser más o menos interesantes en sí mismas, pero no tienen, en todo caso, nada de metafísico. Es al menos deplorable que la falta de claridad que es tan característica del pensamiento occidental moderno, y que aparece tanto en las concepciones mismas como en su expresión, lo que permite discutir indefinidamente sin resolver nunca nada, deja el campo libre a una multitud de hipótesis que, ciertamente, se tiene el derecho de llamar filosóficas, pero que no tienen absolutamente nada en común con la metafísica verdadera. A este propósito, podemos hacer destacar también, de una manera general, que las cuestiones que no se plantean en cierto modo sino accidentalmente, y que no tienen más que un interés particular y momentáneo, como se encontrarían muchas en la historia de la filosofía moderna, están por eso mismo manifiestamente desprovistas de todo carácter metafísico, puesto que este carácter no es otra cosa que la universalidad; por lo demás, las cuestiones de este género pertenecen ordinariamente a la categoría de los problemas cuya existencia es completamente artificial. No puede ser verdaderamente metafísica, lo repetimos aún, sino lo que es absolutamente estable, permanente, independiente de todas las contingencias, y en particular de las contingencias históricas; lo que es metafísica, es lo que no cambia, y es también la universalidad de la metafísica la que constituye su unidad esencial, excluyente de la multiplicidad de los sistemas filosóficos así como de los dogmas religiosos, y, por consiguiente, su profunda inmutabilidad. De lo que precede, resulta también que la metafísica carece de relación con todas las concepciones tales como el idealismo, el panteísmo, el espiritualismo, el materialismo, que llevan precisamente el carácter sistemático del pensamiento filosófico occidental; y eso es tanto más importante observarlo aquí cuanto que una de las manías comunes de los orientalistas es querer hacer entrar a toda costa el pensamiento oriental en esos cuadros estrechos que no están hechos para él; tendremos que señalar especialmente más adelante el abuso que se hace así de esas vanas etiquetas, o al menos de algunas de entre ellas. Por el momento no queremos insistir más que sobre un punto: es que la querella del espiritualismo y del materialismo, alrededor de la cual gira casi todo el pensamiento filosófico desde Descartes, no interesa en nada a la metafísica pura; por lo demás, ese es un ejemplo de esas cuestiones que no tienen más que un tiempo, a las que hacíamos alusión hace un momento. En efecto, la dualidad «espíritu-materia» no se había planteado nunca como absoluta e irreductible anteriormente a la concepción cartesiana; los antiguos, los griegos concretamente, no tenían siquiera la noción de «materia» en el sentido moderno de esta palabra, como tampoco la tienen actualmente la mayor parte de los orientales: en sánscrito, no existe ninguna palabra que responda a esta noción, ni siquiera de lejos. La concepción de una dualidad de este género tiene como único mérito representar bastante bien la apariencia exterior de las cosas; pero, precisamente porque se queda en las apariencias, es completamente superficial, y, al colocarse en un punto de vista especial, puramente individual, deviene negadora de toda metafísica, desde que se le quiere atribuir un valor absoluto al afirmar la irreductibilidad de sus dos términos, afirmación en la que reside el dualismo propiamente dicho. Por lo demás, es menester no ver en esta oposición del espíritu y de la materia más que un caso muy particular del dualismo, ya que los dos términos de la oposición podrían ser otros que estos dos principios relativos, y sería igualmente posible considerar de la misma manera, según otras determinaciones más o menos especiales, una indefinidad de parejas de términos correlativos diferentes de esa. De una manera completamente general, el dualismo tiene como carácter distintivo detenerse en una oposición entre dos términos más o menos particulares, oposición que, sin duda, existe realmente desde un cierto punto de vista, y esa es la parte de verdad que encierra el dualismo; pero, al declarar esta oposición irreductible y absoluta, en lugar de ser completamente contingente y relativa, se impide ir más allá de los dos términos que ha colocado uno frente al otro, y es así como se encuentra limitado por lo que constituye su carácter de sistema. Si no se acepta esta limitación, y si se quiere resolver la oposición a la que el dualismo se aferra obstinadamente, podrán presentarse diferentes soluciones; y, primeramente, encontramos en efecto dos en los sistemas filosóficos que se pueden colocar bajo la común denominación de monismo. Se puede decir que el monismo se caracteriza esencialmente por esto, que, no admitiendo que haya una irreductibilidad absoluta, y queriendo sobrepasar la oposición aparente, cree llegar a ello reduciendo uno de sus dos términos al otro; si se trata, en particular, de la oposición del espíritu y de la materia, se tendrá así, por una parte, el monismo espiritualista, que pretende reducir la materia al espíritu, y, por otra parte, el monismo materialista, que pretende al contrario reducir el espíritu a la materia. El monismo, cualquiera que sea, tiene razón al admitir que no hay oposición absoluta, ya que, en eso, es menos estrictamente limitado que el dualismo, y constituye al menos un esfuerzo para penetrar más en el fondo de las cosas; pero, casi fatalmente, le ocurre que cae en otro defecto, y que desdeña completamente, cuando no niega, la oposición que, incluso si no es más que una apariencia, por eso no merece menos ser considerada como tal: es pues, aquí también, la exclusividad del sistema la que constituye su primer defecto. Por otra parte, al querer reducir directamente uno de los dos términos al otro, no se sale nunca completamente de la alternativa que ha sido planteada por el dualismo, puesto que no se considerará nada que esté fuera de estos dos mismos términos de los que el dualismo había hecho sus principios fundamentales; y habría incluso lugar a preguntarse si, al ser estos dos términos correlativos, uno tiene todavía su razón de ser sin el otro, es decir, si es lógico conservar uno desde que se suprime el otro. Además, nos encontramos entonces en presencia de dos soluciones que, en el fondo, son mucho más equivalentes de lo que parece superficialmente: que el monismo espiritualista afirme que todo es espíritu, y que el monismo materialista afirme que todo es materia, eso no tiene en suma sino muy poca importancia, tanto más cuanto que cada uno se encuentra obligado a atribuir al principio que conserva las propiedades más esenciales del que suprime. Se concibe que, sobre este terreno, la discusión entre espiritualistas y materialistas debe degenerar bien pronto en una simple querella de palabras; las dos soluciones monistas opuestas no constituyen en realidad más que las dos caras de una solución doble, por lo demás completamente insuficiente. Es aquí donde debe intervenir otra solución; pero, mientras que, con el dualismo y el monismo, no teníamos que tratar más que con dos tipos de concepciones sistemáticas y de orden puramente filosófico, ahora va a tratarse de una doctrina que se coloca, al contrario, en el punto de vista metafísico, y que, por consiguiente, no ha recibido ninguna denominación en la filosofía occidental, que no puede más que ignorarla. Designaremos esta doctrina como el «no dualismo», o mejor todavía como la «doctrina de la no dualidad», si se quiere traducir tan exactamente como es posible el término sánscrito adwaita-vâda, que no tiene equivalente usual en ninguna lengua europea; la primera de estas dos expresiones tiene la ventaja de ser más breve que la segunda, y es por lo que la adoptaremos gustosamente, pero, no obstante, tiene un inconveniente en razón de la presencia de la terminación «ismo», que en el lenguaje filosófico, va unida ordinariamente a la designación de los sistemas; se podría decir, es cierto, que es menester hacer recaer la negación sobre la palabra «dualismo» todo entera, comprendida su terminación, entendiendo con esto que esta negación debe aplicarse precisamente al dualismo en tanto que concepción sistemática. Sin admitir mas irreductibilidad absoluta que el monismo, el «no dualismo» difiere profundamente de éste, en que no pretende en modo alguno por eso que uno de los dos términos sea pura y simplemente reductible al otro; los considera a uno y a otro simultáneamente en la unidad de un principio común, de orden más universal, y en el que están contenidos igualmente, no ya como opuestos, hablando propiamente, sino como complementarios, por una suerte de polarización que no afecta en nada a la unidad esencial de este principio común. Así, la intervención del punto de vista metafísico tiene como efecto resolver inmediatamente la oposición aparente, y, por lo demás, únicamente él permite hacerlo verdaderamente, allí donde el punto de vista filosófico mostraba su impotencia; y lo que es verdadero para la distinción del espíritu y de la materia, lo es igualmente para cualquier otra entre todas las que se podrían establecer del mismo modo entre aspectos más o menos especiales del ser, y que son en multitud indefinida. Por lo demás, si se puede considerar simultáneamente toda esta indefinidad de las distinciones que son así posibles, y que son todas igualmente verdaderas y legítimas desde sus puntos de vista respectivos, es porque ya no nos encontramos encerrados en una sistematización limitada a una de esas distinciones con exclusión de todas las otras; y así, el «no dualismo» es el único tipo de doctrina que responde a la universalidad de la metafísica. Los diversos sistemas filosóficos pueden, en general, bajo un aspecto o bajo otro, vincularse, ya sea al dualismo, o ya sea al monismo; pero sólo el «no dualismo», tal como acabamos de indicar, su principio, es susceptible de rebasar inmensamente el alcance de toda filosofía, porque sólo él es propia y puramente metafísico en su esencia, o, en otros términos, constituye una expresión del carácter más esencial y más fundamental de la metafísica misma. Si hemos creído necesario extendernos sobre estas consideraciones tan largamente como lo hemos hecho, es en razón de la ignorancia que se tiene habitualmente en Occidente para todo lo que concierne a la metafísica verdadera, y también porque tienen con nuestro tema una relación completamente directa, aunque a algunos no se lo parezca, puesto que es la metafísica la que es el centro único de todas las doctrinas de Oriente, de suerte que nadie puede comprender nada de éstas mientras no se ha adquirido, de lo que es la metafísica, una noción al menos suficiente para evitar toda confusión posible. Al destacar toda la diferencia que separa un pensamiento metafísico de un pensamiento filosófico, hemos hecho ver cómo los problemas clásicos de la filosofía, incluso aquellos que considera como los más generales, no ocupan rigurosamente ningún lugar en relación con la metafísica pura: la transposición, que, por lo demás, tiene como efecto hacer aparecer el sentido profundo de algunas verdades, hace desvanecerse aquí esos pretendidos problemas, lo que muestra precisamente que no tienen ningún sentido profundo. Por otra parte, esta exposición nos ha proporcionado la ocasión de indicar la significación de la concepción de la «no dualidad», cuya comprehensión, esencial para toda metafísica, no lo es menos para la interpretación más particular de las doctrinas hindúes; eso, por lo demás, no hay que decirlo, puesto que esas doctrinas son de esencia puramente metafísica. Agregaremos todavía una precisión cuya importancia es capital: la metafísica no sólo no puede ser limitada por la consideración de una dualidad cualquiera de aspectos complementarios del ser, ya se trate por lo demás de aspectos muy especiales como el espíritu y la materia, o al contrario de aspectos tan universales como sea posible, como los que se pueden designar por los términos de «esencia» y de «substancia», sino que no podría ser limitada siquiera por la concepción del ser puro en toda su universalidad, ya que no debe de ser limitada absolutamente por nada. La metafísica no puede definirse como «conocimiento del ser» de una manera exclusiva, así como lo hacía Aristóteles: eso no es propiamente más que la ontología, que depende sin duda de la metafísica, pero que no constituye por eso toda la metafísica; y es en eso donde lo que hubo de metafísica en Occidente ha permanecido siempre incompleto e insuficiente, así como bajo otro aspecto que indicaremos más adelante. El ser no es verdaderamente el más universal de todos los principios, lo que sería necesario para que la metafísica se redujera a la ontología, y eso porque, incluso si es la más primordial de todas las determinaciones posibles, por eso no es menos ya una determinación, y toda determinación es una limitación, en la que el punto de vista metafísico no podría detenerse. Por lo demás, un principio es evidentemente tanto menos universal cuanto más determinado, y, por eso mismo, cuanto más relativo es; podemos decir que, de una manera en cierto modo matemática, un «más» determinativo equivale a un «menos» metafísico. Esta indeterminación absoluta de los principios más universales, y por tanto de aquellos que deben ser considerados antes que todos los demás, es causa de dificultades bastante grandes, no en la concepción, salvo quizás para aquellos que no están habituados a ella, pero si al menos en la exposición de las doctrinas metafísicas, y obliga frecuentemente a no servirse más que de expresiones que, en su forma exterior, son puramente negativas. Es así como, por ejemplo, la idea del Infinito, que es en realidad la más positiva de todas, puesto que el Infinito no puede ser más que el todo absoluto, es decir, lo que, al no estar limitado por nada, no deja nada fuera de sí mismo, esta idea, decimos, no puede expresarse más que por un término de forma negativa, porque, en el lenguaje, toda afirmación directa es forzosamente la afirmación de algo, es decir, una afirmación particular y determinada; pero la negación de una determinación o de una limitación es propiamente la negación de una negación, y, por consiguiente, una afirmación real, de suerte que la negación de toda determinación equivale en el fondo a la afirmación absoluta y total. Lo que decimos para la idea del Infinito podría aplicarse igualmente a muchas otras nociones metafísicas extremadamente importantes, pero este ejemplo basta para lo que pretendemos hacer comprender aquí; y, por lo demás, es menester no perder nunca de vista que la metafísica pura es, en sí misma, absolutamente independiente de todas las terminologías más o menos imperfectas de las que intentamos revestirla para hacerla más accesible a nuestra comprehensión.

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