Últimas observaciones
Al hablar de las interpretaciones occidentales, nos hemos quedado voluntariamente en las generalidades, tanto como hemos podido, a fin de evitar plantear cuestiones de personas, frecuentemente irritantes, y por lo demás inútiles cuando se trata únicamente de un punto de vista doctrinal, como es el caso aquí. Es muy curioso ver cuanto trabajo les cuesta a los occidentales, en su mayor parte, comprender que las consideraciones de este orden no prueban absolutamente nada en pro o en contra del valor de una concepción cualquiera; eso muestra bien hasta qué punto llevan el individualismo intelectual, así como el sentimentalismo que le es inseparable. En efecto, se sabe cuanto sitio ocupan los detalles biográficos más insignificantes en lo que debería ser la historia de las ideas, y cuan común es la ilusión que consiste en creer que, cuando se conoce un nombre propio o una fecha, se posee por eso mismo un conocimiento real; ¿y cómo podría ser de otro modo, cuando se aprecian más los hechos que las ideas? En cuanto a las ideas mismas, cuando se ha llegado a considerarlas simplemente como la invención y la propiedad de tal o cual individuo, y cuando, además, se está influenciando e incluso dominando por toda suerte de preocupaciones morales y sentimentales, es completamente natural que la apreciación de esas ideas, que ya no se consideran en sí mismas y por sí mismas, sea afectada por lo que se sabe del carácter y de las acciones del hombre al que se atribuyen; en otros términos, se transportará a las ideas la simpatía o la antipatía que se siente por aquel que las ha concebido, como si su verdad o su falsedad pudiera depender de semejantes contingencias. En estas condiciones, quizás se admita aún, aunque con algún pesar, que un individuo perfectamente honorable haya podido formular o sostener ideas más o menos absurdas; pero lo que no se querrá consentir nunca, es en que algún otro individuo que se juzga despreciable haya tenido no obstante un valor intelectual o incluso artístico, genio o únicamente talento desde un punto de vista cualquiera; y, sin embargo, los casos donde ello es así están lejos de ser raros. Si hay un prejuicio sin fundamento, es en efecto éste, querido por los partidarios de la «instrucción obligatoria», según el cual el saber real sería inseparable de lo que se ha convenido llamar la moralidad. No se ve en absoluto, lógicamente, por qué un criminal debería ser necesariamente un necio o un ignorante, o por qué le sería imposible a un hombre servirse de su inteligencia y de su ciencia para hacer daño a sus semejantes, lo que, al contrario, ocurre bastante frecuentemente; no se ve tampoco cómo la verdad de una concepción tendría que depender de que haya sido emitida por tal o cual individuo; pero nada es menos lógico que el sentimiento, aunque algunos psicólogos hayan creído poder hablar de una «lógica de los sentimientos». Así pues, los pretendidos argumentos donde se hacen intervenir las cuestiones personales son enteramente insignificantes; que se sirvan de ellos en política, dominio donde el sentimiento juega un papel tan grande, se comprende hasta un cierto punto, aunque se abuse de ello frecuentemente, y aunque sea hacer poco honor a las gentes dirigirse así exclusivamente a su sentimentalidad; pero que se introduzcan los mismos procedimientos de discusión en el dominio intelectual, eso es verdaderamente inadmisible. Hemos creído bueno insistir un poco en ello, porque esta tendencia es muy habitual en Occidente, y porque, si no explicamos nuestras intenciones, algunos podrían sentirse tentados incluso de reprocharnos, como una falta de precisión y de «referencias», una actitud que, por nuestra parte, es perfectamente determinada y reflexionada. Por lo demás, pensamos haber respondido suficientemente por anticipado a la mayor parte de las objeciones y de las críticas que se nos podrán dirigir; eso no impedirá sin duda que nos las hagan a pesar de todo, pero aquellos que las hagan probaran con ello, sobre todo, su propia incomprehensión. Así, se nos reprochará quizás no someternos a algunos métodos reputados «científicos», lo que sería, no obstante, de la más extrema inconsecuencia, puesto que esos métodos, que no son en verdad más que «literarios», son esos mismos cuya insuficiencia hemos querido hacer ver, y ya que, por razones de principio que hemos expuesto, estimamos imposible e ilegítima su aplicación a las cosas de las que se trata aquí. Únicamente, la manía de los textos, de las «fuentes», y de la bibliografía está tan extendida en nuestros días, toma hasta tal punto los matices de un sistema, que muchos, sobre todo entre los «especialistas», sentirán un verdadero malestar al no encontrar nada de tal, así como les ocurre siempre, en casos análogos, a aquellos que sufren la tiranía de un hábito; y, al mismo tiempo, no comprenderán sino muy difícilmente, si llegan siquiera a comprenderla, y si consienten en tomarse la molestia de ello, la posibilidad de colocarse, como lo hacemos nosotros, en un punto de vista completamente diferente que el de la erudición, que es el único que hayan considerado nunca. Así pues, no es a esos «especialistas» a quienes entendemos dirigirnos particularmente, sino más bien a los espíritus menos estrechos, más despojados de todo partidismo, y que no llevan la huella de esa deformación mental que entraña inevitablemente el uso exclusivo de algunos métodos, deformación que es una verdadera enfermedad, y que hemos llamado «miopía intelectual». Sería comprendernos mal tomar esto por una llamada al «gran público», en cuya competencia no tenemos la menor confianza, y, por lo demás, tenemos horror de todo lo que recuerda a la «vulgarización», por motivos que ya hemos indicado; pero no cometemos la falta de confundir la verdadera elite intelectual con los eruditos de profesión, y la facultad de comprehensión extensa vale incomparablemente más, a nuestros ojos, que la erudición, que no podría serle más que un obstáculo desde que deviene una «especialidad», en lugar de ser, así como sería lo normal, un simple instrumento al servicio de esta comprehensión, es decir, del conocimiento puro y de la verdadera intelectualidad. Ya que estamos en explicarnos sobre las críticas posibles, debemos señalar también, a pesar de su poco interés, un punto de detalle que podría prestarse a ellas: hemos creído necesario abstenernos de seguir, para los términos sánscritos que teníamos que citar, la transcripción extravagante y complicada que está ordinariamente en uso entre los orientalistas. Puesto que el alfabeto sánscrito tiene muchos más caracteres que los alfabetos europeos, se está naturalmente forzado a representar varias letras distintas por una sola y misma letra, cuyo sonido es vecino a la vez de unas y de otras, aunque con diferencias muy apreciables, pero que escapan a los recursos de pronunciación demasiado restringidos de que disponen las lenguas occidentales. Así pues, ninguna transcripción puede ser verdaderamente exacta, y lo mejor sería ciertamente abstenerse de ellas; pero, además de que es casi imposible tener, para una obra impresa en Europa, caracteres sánscritos de forma correcta, la lectura de estos caracteres sería una dificultad completamente inútil para aquellos que no los conocen, y que por eso no son menos aptos que otros para comprender las doctrinas hindúes; por lo demás, hay incluso «especialistas» que, por inverosímil que eso parezca, no saben apenas servirse más que de transcripciones para leer los textos sánscritos, y existen ediciones hechas a su intención bajo esta forma. Sin duda, es posible remediar en una cierta medida, por medio de algunos artificios, la ambigüedad ortográfica que resulta del reducido número de letras de las que se compone el alfabeto latino; es precisamente lo que han querido hacer los orientalistas, pero el modo de transcripción que han adoptado está lejos de ser el mejor posible, ya que implica convenciones demasiado arbitrarias, y, si la cosa hubiera sido aquí de alguna importancia, no habría sido muy difícil encontrar algún otro que fuera preferible, desfigurando menos las palabras y acercándose más a su pronunciación real. No obstante, como aquellos que tienen algún conocimiento del sánscrito no deben tener ninguna dificultad para restablecer la ortografía exacta, y como los demás no tienen ninguna necesidad de ella para la comprehensión de las ideas, que es lo único que importa verdaderamente en el fondo, hemos pensado que no había serios inconvenientes para dispensarnos de todo artificio de escritura y de toda complicación tipográfica, y que podíamos limitarnos a adoptar la transcripción que nos pareciera a la vez la más simple y la más conforme a la pronunciación, y a remitir a las obras especiales a aquellos a quienes los detalles relativos a estas cosas interesan particularmente. Sea como sea, debíamos al menos esta explicación a los espíritus analíticos, siempre dispuestos a la disputa, como una de las raras concesiones que nos ha sido posible hacer a sus hábitos mentales, concesión requerida por la cortesía de la que se debe usar siempre al respecto de las gentes de buena fe, no menos que por nuestro deseo de despejar todos los malentendidos que no recaerían más que sobre puntos secundarios y sobre cuestiones accesorias, y que no provendrían estrictamente de la diferencia irreductible de los puntos de vista de nuestros contradictores eventuales y de los nuestros; para aquellos que se adhieran a esta última causa, no podemos hacer nada, puesto que, desafortunadamente, no tenemos ningún medio de proporcionar a otros las posibilidades de comprehensión que les faltan. Dicho esto, podemos sacar ahora de nuestro estudio las pocas conclusiones que se imponen para precisar su alcance aún mejor de lo que lo hemos hecho hasta aquí, conclusiones en las que las cuestiones de erudición no tendrán la menor parte, como es fácil preverlo, sino donde indicaremos, sin salirnos por lo demás de una cierta reserva que es indispensable bajo más de un aspecto, el beneficio efectivo que debe resultar esencialmente de un conocimiento verdadero y profundo de las doctrinas orientales.
