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A PROPÓSITO DE «CONVERSIONES»

La palabra «conversión» puede tomarse en dos sentidos totalmente diferentes: su sentido original es el que le hace corresponder al término griego metanoia, que expresa propiamente un cambio de nous, o, como lo ha dicho A K Coomaraswamy, una «metamorfosis intelectual». Esta transformación interior, como lo indica por otra parte la etimología misma de la palabra latina (de cum-vertere), implica a la vez una «reunión» o una concentración de las potencias del ser, y una suerte de «volvimiento» por el que este ser pasa «del pensamiento humano a la comprensión divina». La metanoia o la «conversión» es pues el paso consciente de la mente entendida en su sentido ordinario e individual, y considerada como vuelta hacia las cosas sensibles, a lo que es su transposición en un sentido superior, donde se identifica al hêgemôn de Platón o al antaryâmî de la tradición hindú. Es evidente que eso es una fase necesaria en todo proceso de desarrollo espiritual; es pues, insistimos en ello, un hecho de orden puramente interior, que no tiene absolutamente nada en común con un cambio exterior y contingente cualquiera, que depende simplemente del dominio «moral», como se tiene muy frecuentemente tendencia a creerlo hoy día ( y, en este sentido, se llega incluso a traducir metanoia por «arrepentimiento»), o incluso del dominio religioso y más generalmente exotérico (NA: Sobre este tema, ver A K Coomaraswamy, On Being in One,s Right Mind (NA: Review of Religion, n de noviembre de 1942)). Al contrario, el sentido vulgar de la palabra «conversión», el que ha llegado a tener constantemente en el lenguaje corriente, y que es también el sentido en el que vamos a tomarla ahora, después de esta explicación indispensable para evitar toda confusión, este segundo sentido, decimos, designa únicamente el paso exterior de una forma tradicional a otra, cualesquiera que sean las razones por las cuales ha podido estar determinado, razones todas contingentes lo más frecuentemente, a veces incluso desprovistas de toda importancia real, y que en todo caso no tienen nada que ver con la pura espiritualidad. Aunque pueda haber sin duda alguna vez conversiones más o menos espontáneas, al menos en apariencia, lo más habitualmente son una consecuencia del «proselitismo» religioso, y no hay que decir que todas las objeciones que pueden formularse contra el valor de ésta se aplican igualmente a sus resultados; en suma, el «convertidor» y el «convertido» hacen prueba de una misma incomprensión del sentido profundo de sus tradiciones, y sus actitudes respectivas muestran muy manifiestamente que su horizonte intelectual está parecidamente limitado al punto de vista del exoterismo más exclusivo (NA: En el fondo, no hay otra conversión realmente legítima en principio que la que consiste en la adhesión a una tradición cualquiera, que sea por lo demás, por parte de alguien que estaba precedentemente desprovisto de todo vínculo tradicional). Incluso al margen de esta razón de principio, debemos decir que, por otros motivos también, apreciamos bastante poco a los «convertidos» en general, en punto alguno, bien entendido, porque se deba poner a priori en duda su sinceridad (y no queremos considerar aquí el caso, no obstante muy frecuente de hecho, de aquellos que no han cambiado sino por algún bajo interés material o sentimental, y que uno podría llamar más bien «pseudo-convertidos»), sino primeramente porque hacen prueba como mínimo de una inestabilidad mental más bien penosa, y después porque tienen casi siempre una tendencia a hacer muestra del «sectarismo» más estrecho y más exagerado, ya sea por un efecto de su temperamento mismo, que lleva a algunos de entre ellos a pasar de un extremo a otro con una desconcertante facilidad, ya sea simplemente para desviar las sospechas de que temen ser objeto en su nuevo medio. En el fondo, puede decirse que los «convertidos» son poco interesantes, al menos para aquellos que consideran las cosas al margen de todo motivo de exclusivismo exotérico, y que, por lo demás, no tienen ningún gusto por el estudio de algunas «curiosidades» psicológicas; y, por nuestra parte, queremos más, ciertamente, no verlos demasiado cerca. Dicho esto claramente, nos es menester señalar (y es a eso sobre todo a lo que queríamos llegar) que a veces se habla de «conversiones», ciertamente muy mal, y en casos a los que esta palabra, entendida en el sentido que acabamos de decir como lo es siempre de hecho, no podría aplicarse de ninguna manera. Queremos hablar de aquellos que, por razones de orden iniciático o esotérico, son llevados a adoptar una forma tradicional diferente que aquella a la cual podían estar vinculados por su origen, ya sea porque ésta no les daba ninguna posibilidad de este orden, ya sea solo porque la otra les proporciona, incluso en su exoterismo, una base más apropiada a su naturaleza, y por consiguiente más favorable para su trabajo espiritual. Para quienquiera que se coloca en el punto de vista esotérico, ese es un derecho absoluto contra el cual todos los argumentos de los exoteristas nada pueden, puesto que se trata de un caso que, por definición misma, está enteramente fuera de su competencia. Contrariamente a lo que tiene lugar para una «conversión», ahí no hay nada que implique la atribución de una superioridad en sí misma a una forma tradicional sobre otra, sino únicamente lo que se podría llamar una razón de conveniencia espiritual, que es algo completamente diferente de una simple «preferencia» individual, y al respecto de la cual todas las consideraciones exteriores son perfectamente insignificantes. Por lo demás, entiéndase bien que el que puede actuar legítimamente así, desde que es realmente capaz de colocarse bajo el punto de vista esotérico como lo hemos supuesto, debe tener consciencia, al menos en virtud de un conocimiento teórico, cuando no todavía efectivamente realizado, de la unidad esencial de todas las tradiciones; y eso solo basta evidentemente, en lo que le concierne, para que una «conversión» sea una cosa enteramente desprovista de sentido y verdaderamente inconcebible. Si ahora uno se preguntara por qué existen tales casos, responderíamos que eso se debe sobre todo a las condiciones de la época actual, en la cual, por una parte, algunas tradiciones, de hecho, han devenido incompletas «por arriba», es decir, en cuanto a su lado esotérico, lado que sus representantes «oficiales» llegan a veces incluso a negar más o menos formalmente, y, por otra parte, ocurre muy frecuentemente que un ser nace en un medio que no es el que le conviene realmente y el que puede permitir a sus posibilidades desarrollarse de una manera normal, sobre todo en el orden intelectual y espiritual; es ciertamente deplorable bajo más de un aspecto que la cosa sea así, pero son inconvenientes inevitables en la presente fase del Kali-Yuga. Además de este caso de aquellos que «se establecen» en una forma tradicional porque es la que pone a su disposición los medios más adecuados para el trabajo interior que tienen que efectuar todavía, hay otro caso del que debemos decir también algunas palabras: es el de hombres que, llegados a un alto grado de desarrollo espiritual, pueden adoptar exteriormente tal o cual forma tradicional según las circunstancias y por razones cuyos únicos jueces son ellos, tanto más cuanto que esas razones son generalmente de las que escapan forzosamente a la comprensión de los hombres ordinarios. Por el estado espiritual que han alcanzado, esos están más allá de todas las formas, de suerte que no se trata en eso para ellos más que de apariencias exteriores, que no podrían afectar o modificar de ninguna manera su realidad íntima; no sólo han comprendido como aquellos de los que hablábamos hace un momento, sino que han realizado plenamente, en su principio mismo, la unidad fundamental de todas las tradiciones. Por consiguiente, todavía sería más absurdo hablar aquí de «conversiones», y sin embargo eso no impide que hayamos visto a algunos escribir seriamente que Srî Râmakrishna, por ejemplo, se había «convertido» al islam en tal periodo de su vida y al cristianismo en tal otro; nada podría ser más ridículo que semejantes aserciones, que dan una idea bastante triste de la mentalidad de sus autores. De hecho, para Srî Râmakrishna, se trataba sólo de «verificar» en cierto modo, por una experiencia directa, la validez de las diferentes «vías» representadas por esas tradiciones a las que se asimiló temporalmente; ¿qué hay ahí que pueda recordar de cerca o de lejos a una «conversión» cualquiera? De una manera completamente general, podemos decir que quienquiera que tiene una consciencia de la unidad de las tradiciones, ya sea por una comprensión simplemente teórica o con mayor razón por una realización efectiva, es necesariamente, por eso mismo, «inconvertible»; por otra parte, él es el único que lo sea verdaderamente, puesto que los demás, a este respecto, siempre pueden estar más o menos a merced de las circunstancias contingentes. No se podría denunciar con la suficiente energía el equívoco que lleva a algunos a hablar de «conversiones» allí donde no hay el menor rastro de ellas, ya que importa cortar de raíz las numerosas inepcias de este género que se han extendido en el mundo profano, y bajo las cuales, muy frecuentemente, no es difícil adivinar intenciones claramente hostiles a todo lo que depende del esoterismo.

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