A PROPÓSITO DEL VINCULAMIENTO INICIÁTICO
Hay cosas sobre las que uno está obligado a volver casi constantemente, hasta tal punto la mayoría de nuestros contemporáneos, al menos en occidente, parecen tener dificultad en comprenderlas; y muy frecuentemente, estas cosas son de aquellas que, al mismo tiempo que están en cierto modo en la base de todo lo que se refiere, ya sea al punto de vista tradicional en general, ya sea más especialmente al punto de vista esotérico e iniciático, son de un orden que normalmente debería considerarse como más bien elemental. Tal es, por ejemplo, la cuestión del papel y de la eficacia propia de los ritos; y, al menos en parte, se debe quizás a su conexión bastante estrecha con esto, por lo que la cuestión de la necesidad del vinculamiento iniciático parece estar igualmente en el mismo caso. En efecto, desde que se ha comprendido que la iniciación consiste esencialmente en la transmisión de una cierta influencia espiritual, y que esta transmisión no puede ser operada sino por medio de un rito, que es precisamente aquél por el cual se efectúa el vinculamiento a una organización que tiene por función ante todo conservar y comunicar la influencia de que se trata, parece que no debería haber ya ninguna dificultad a este respecto; transmisión y vinculamiento no son en suma más que los dos aspectos inversos de una única y misma cosa, según que se considere descendiendo o remontando la «cadena» iniciática. Sin embargo, recientemente hemos tenido la ocasión de constatar que la dificultad existe incluso para algunos de aquellos que, de hecho, poseen un tal vinculamiento; esto puede parecer más bien sorprendente, pero sin duda es menester ver en ello una consecuencia del empequeñecimiento «especulativo» que han sufrido las organizaciones a las que pertenecen, pues es evidente que, para quien se queda únicamente en ese punto de vista «especulativo», las cuestiones de este orden, y todas las que se pueden decir propiamente «técnicas», no pueden aparecer más que bajo una perspectiva muy indirecta y lejana, y que, por eso mismo, su importancia fundamental corre el riesgo de ser más o menos completamente desconocida. Se podría decir todavía que un ejemplo como ese permite medir toda la distancia que separa la iniciación virtual de la iniciación efectiva; no es ciertamente que la primera pueda considerarse como desdeñable, bien al contrario, puesto que es ella la que es la iniciación propiamente dicha, es decir, el «comienzo» (initium) indispensable, y porque aporta con ella la posibilidad de todos los desarrollos ulteriores; pero es menester reconocer que, en las condiciones presentes más que nunca, hay mucho trecho desde esta iniciación virtual al menor comienzo de realización. Sea como fuere, pensamos habernos explicado ya suficientemente sobre la necesidad del vinculamiento iniciático (NA: Ver Apercepciones sobre la Iniciación, concretamente los capítulos V y VIII); pero, en presencia de algunas preguntas que se nos han formulado todavía sobre este punto, creemos útil intentar agregar a aquello algunas precisiones complementarias. Primeramente, debemos descartar la objeción que algunos podrían verse tentados a sacar del hecho de que el neófito no siente en modo alguno la influencia espiritual en el momento mismo en el que la recibe; a decir verdad, este caso es por lo demás completamente comparable al de algunos ritos de orden exotérico, tales, por ejemplo, como los ritos religiosos de la ordenación, en los que se transmite igualmente una influencia espiritual y, de una manera general al menos, tampoco se siente, lo que no le impide estar realmente presente y conferir desde entonces a los que la han recibido algunas aptitudes que no podrían tener sin ella. Pero, en el orden iniciático, debemos ir más lejos: sería en cierto modo contradictorio que el neófito fuera capaz de sentir la influencia que le es transmitida, puesto que no está todavía, frente a ésta, y por definición misma, sino en un estado puramente potencial y «no-desarrollado», mientras que la capacidad de sentirla implicaría ya forzosamente, por el contrario, un cierto grado de desarrollo o de actualización; y es por eso por lo que decíamos hace un momento que es menester necesariamente comenzar por iniciación virtual. Únicamente en el dominio exotérico, no hay en suma ningún inconveniente para que la influencia recibida no sea percibida nunca conscientemente, ni siquiera indirectamente y en sus efectos, puesto que ahí no se trata de obtener, como consecuencia de la transmisión operada, un desarrollo espiritual efectivo; por el contrario, cuando se trata de la iniciación, la cosa debería ser completamente diferente, y, a consecuencia del trabajo interior cumplido por el iniciado, los efectos de esta influencia deberían sentirse ulteriormente, lo que constituye precisamente el paso a la iniciación efectiva, a cualquier grado que se considere. Al menos, es lo que debería tener lugar normalmente y si la iniciación diera los resultados que se está en derecho a esperar de ella; es verdad que de hecho, en la mayor parte de los casos, la iniciación permanece siempre virtual, lo que equivale a decir que los efectos de que hablamos permanecen indefinidamente en el estado latente; pero, si la cosa es así, desde el punto de vista rigurosamente iniciático, no hay en eso menos una anomalía que no se debe más que a algunas circunstancias contingentes (NA: Por lo demás, se podría decir, de una manera general, que, en las condiciones de una época como la nuestra, es casi siempre el caso verdaderamente normal, bajo el punto de vista tradicional, el que no aparece ya sino como un caso de excepción), como, por una parte, la insuficiencia de las cualificaciones del iniciado, es decir, la limitación de las posibilidades que lleva en sí mismo y a las cuales nada exterior podría suplir, y también, por otra parte, el estado de imperfección o de degeneración al cual están reducidas actualmente algunas organizaciones iniciáticas y que no les permite ya proporcionar un apoyo suficiente para alcanzar la iniciación efectiva, y ni siquiera dejar sospechar la existencia de ésta a aquellos que podrían ser aptos para ello, aunque por ello esas organizaciones no permanecen menos capaces siempre de conferir la iniciación virtual, es decir, de asegurar, a aquellos que poseen el mínimo de cualificación indispensable, la transmisión inicial de la influencia espiritual. Agregamos todavía incidentalmente, antes de pasar a otro aspecto de la cuestión, que esta transmisión, como por lo demás lo hemos hecho observar ya expresamente, no tiene y no puede tener nada en absoluto de «mágico», por la razón misma de que es de una influencia espiritual de lo que se trata esencialmente, mientras que todo lo que es de orden mágico concierne únicamente al manejo de las influencias psíquicas. Incluso si ocurre que la influencia espiritual se acompaña secundariamente de algunas influencias psíquicas, eso no cambia nada, ya que no se trata en suma más que de una consecuencia puramente accidental, y que no se debe más que a la correspondencia que existe siempre forzosamente entre los diferentes órdenes de realidad; en todo caso, no es sobre esas influencias psíquicas ni por su medio como actúa el rito iniciático, que se revela únicamente en la influencia espiritual y que no podría, precisamente porque es iniciático, tener ninguna razón de ser fuera de ésta. Por lo demás, la misma cosa es verdad, también, en el dominio exotérico, en lo que concierne a los ritos religiosos (NA: No hay que decir que es también la misma cosa para los diferentes ritos exotéricos, en las demás tradiciones que no revisten la forma religiosa; si hablamos más particularmente aquí de ritos religiosos, es porque representan, en este dominio, el caso más generalmente conocido en occidente); cualesquiera que sean las diferencias que haya lugar a hacer entre las influencias espirituales, ya sea en sí mismas, ya sea en cuanto a los cometidos diversos en vista de los cuales pueden ser puestas en acción, es siempre de influencias espirituales de lo que se trata propiamente, tanto en este caso como en el de los ritos iniciáticos, y, en definitiva, eso basta para que no pueda haber ahí nada de común con la magia, que no es más que una ciencia tradicional secundaria, de orden enteramente contingente e incluso muy inferior, y a la cual, lo repetimos todavía una vez más, todo lo que depende del dominio espiritual es enteramente extraño. Podemos volver ahora a lo que nos parece que es el punto más importante, el que toca más de cerca el fondo mismo de la cuestión; bajo esta relación, la objeción que se presenta, podría formularse así: nada puede ser separado del Principio, puesto que aquello que lo fuera no tendría verdaderamente ninguna existencia ni ninguna realidad, aunque fuera del grado más inferior; ¿cómo se puede pues hablar de un vinculamiento que, sean cuales fueren los intermediarios por los cuales se efectúa, no puede concebirse finalmente sino como un vinculamiento al Principio mismo, lo que, tomando la palabra en su significación literal, parece implicar el restablecimiento de un lazo que habría sido roto? Se puede destacar que una pregunta de este género es bastante semejante a ésta, que algunos se han hecho igualmente: ¿por qué es menester hacer esfuerzos para llegar a la Liberación, puesto que el «Sí mismo» (NA: Atmâ) es inmutable y permanece siempre el mismo, y puesto que en modo alguno podría ser modificado o afectado por nada sea lo que sea? Aquellos que plantean tales preguntas muestran con ello que se detienen en un punto de vista demasiado exclusivamente teórico de las cosas, lo que hace que no se aperciban más que de un solo lado de las mismas, o todavía, que confundan dos puntos de vista que son empero netamente distintos, aunque complementarios uno de otro en un cierto sentido, a saber, el punto de vista principial y el de los seres manifestados. Bajo el punto de vista puramente metafísico, ciertamente uno podría en rigor atenerse únicamente al aspecto principial y descuidar en cierto modo todo el resto; pero el punto de vista propiamente iniciático debe partir, al contrario, de las condiciones que son actualmente las de los seres manifestados, y más precisamente las de los individuos humanos como tales, condiciones de las cuales su cometido mismo se propone llevarles a su liberación; debe pues forzosamente, y es eso incluso lo que le caracteriza esencialmente en relación al punto de vista metafísico puro, tomar en consideración lo que se puede llamar un estado de hecho, y ligar este estado de alguna manera al orden principial. Para descartar todo equívoco sobre este punto, diremos esto: en el Principio, es evidente que nada podría estar sujeto jamás al cambio; así pues, no es el «Sí mismo» el que debe ser liberado, puesto que jamás está condicionado, ni sometido a ninguna limitación, sino que es el «yo», y éste no puede serlo más que disipando la ilusión que le hace aparecer separado del «Sí mismo»; del mismo modo, no es el lazo con el Principio lo que se trata de restablecer en realidad, puesto que existe siempre y no puede dejar de existir (NA: Este lazo, en el fondo, no es otra cosa que el sûtrâtmâ de la tradición hindú, del cual hemos tenido que hablar en otros estudios), sino que, para el ser manifestado, es la consciencia efectiva de este lazo lo que debe realizarse; y, en las condiciones presentes de nuestra humanidad, no hay para eso ningún otro medio posible que el que es proporcionado por la iniciación. Se puede comprender desde entonces que la necesidad del vinculamiento iniciático no es una necesidad de principio, sino solo una necesidad de hecho, necesidad que por ello no se impone menos rigurosamente en el estado que es el nuestro y que, por consiguiente, estamos obligados a tomarla como punto de partida. Por lo demás, para los hombres de los tiempos primordiales, la iniciación habría sido inútil e incluso inconcebible, puesto que el desarrollo espiritual, en todos sus grados, se cumplía en ellos de una manera completamente natural y espontánea, en razón de la proximidad en que estaban respecto del Principio; pero, a consecuencia del «descenso» que se ha efectuado desde entonces, conformemente al proceso inevitable de toda manifestación cósmica, las condiciones del periodo cíclico en el que nos encontramos actualmente son muy diferentes de aquellas, y por eso es por lo que la restauración de las posibilidades del estado primordial es la primera de las metas que se propone la iniciación (NA: En lo que concierne a los «misterios menores», sobre la iniciación, considerada como permitiendo cumplir la «reescalada» del ciclo por etapas sucesivas hasta el estado primordial, ver Apercepciones sobre la Iniciación, pp 257-258 (edición francesa)). Así pues, teniendo en cuenta estas condiciones, tales cuales son de hecho, debemos afirmar la necesidad del vinculamiento iniciático, y no, de una manera general y sin ninguna restricción, en relación a las condiciones de no importa cuál época o, con mayor razón todavía, de no importa cuál mundo. A este respecto, llamaremos más especialmente la atención sobre lo que hemos dicho ya en otra parte de la posibilidad de que nazcan seres vivos por sí mismos y sin padres (NA: Ver Apercepciones sobre la Iniciación, pág. 30 (edición francesa)); en efecto, esta «generación espontánea» es una posibilidad en principio, y se puede concebir un mundo donde fuera así efectivamente; pero, sin embargo, no es una posibilidad de hecho en nuestro mundo, o al menos, más precisamente, en el estado actual de éste; es lo mismo para la obtención de algunos estados espirituales, que, por lo demás, son también un «nacimiento» (NA: A este propósito, apenas hay necesidad de recordar todo lo que hemos dicho en otra parte sobre la iniciación considerada como «segundo nacimiento»; esta manera de considerarla es por lo demás común a todas las formas religiosas tradicionales sin excepción), y esta comparación nos parece que es a la vez la más exacta y la que mejor puede ayudar a hacer comprender de qué se trata. En el mismo orden de ideas, podemos decir todavía esto: en el estado presente de nuestro mundo, la tierra no puede producir una planta por sí misma y espontáneamente, y sin que se haya depositado una semilla de la misma que debe provenir necesariamente de alguna otra planta preexistente (NA: Sin poder insistir en ello, señalamos al presente que esto no carece de relación con el simbolismo del grano de trigo en los misterios de Eleusis, y así mismo, en la Masonería, con la palabra de paso al grado de Compañero; por lo demás, su aplicación iniciática está evidentemente en relación estrecha con la idea de «posteridad espiritual».- Quizás no carece de interés anotar también, a este propósito, que el término «neófito» significa literalmente «nueva planta»); sin embargo, ha sido menester que la cosa haya sido así en un cierto tiempo, sin lo cual jamás nada hubiera podido comenzar, pero esta posibilidad ya no es de las que son susceptibles de manifestarse actualmente. En las condiciones en las que estamos de hecho, nada puede recolectarse sin haber sido sembrado primero, y eso es verdad tanto espiritual como materialmente; ahora bien, el germen que debe ser depositado en el ser para hacer posible su desarrollo espiritual ulterior, es precisamente la influencia que, en un estado de virtualidad y de «envolvimiento» exactamente comparable al de la semilla (NA: No es que la influencia espiritual, en sí misma, pueda estar jamás en un estado de potencialidad, sino que el neófito la recibe en cierto modo de una manera proporcionada a su propio estado), le es comunicada por la iniciación (NA: Podríamos agregar incluso que, en razón de la correspondencia que existe entre el orden cósmico y el orden humano, puede haber entre los dos términos de la comparación que acabamos de indicar, no una simple similitud, sino una relación mucho más estrecha y más directa, cuya naturaleza la justifica todavía más completamente; y es posible entrever por esto que el texto bíblico en el que al hombre caído se le representa como condenado a no poder obtener ya nada de la tierra sin librarse a un penoso trabajo (NA: Génesis, III, 17-l9), puede responder muy bien a una verdad incluso en su sentido más literal). Aprovecharemos esta ocasión para señalar también una equivocación de la cual hemos observado algunos ejemplos en estos últimos tiempos: algunos creen que el vinculamiento a una organización iniciática no constituye en cierto modo más que un primer paso «hacia la iniciación». Eso no sería verdad sino a condición de especificar bien que es de la iniciación efectiva de lo que se trata entonces; pero aquellos a quienes hacemos alusión no hacen aquí ninguna distinción entre iniciación virtual e iniciación efectiva, y quizás ni siquiera tienen ninguna idea de una tal distinción, que, sin embargo, es de la mayor importancia y que incluso se podría decir que es enteramente esencial; además, es muy posible que hayan sido más o menos influenciados por algunas concepciones de proveniencia ocultista o teosofista sobre los «grandes iniciados» y otras cosas de este género, que, ciertamente, son muy propias para causar o para mantener muchas confusiones. En todo caso, esos olvidan manifiestamente que iniciación deriva de initium, y que este término significa propiamente «entrada» y «comienzo»: es la entrada en una vía que queda que recorrer a continuación, o también el comienzo de una nueva existencia en el curso de la cual serán desarrolladas posibilidades de un orden diferente del de aquellas a las cuales está estrechamente limitada la vida del hombre ordinario; y la iniciación, entendida así en su sentido más estricto y más preciso, no es en realidad nada más que la transmisión inicial de la influencia espiritual en el estado de germen, es decir, en otros términos, el vinculamiento iniciático mismo. Otra cuestión, que se refiere también al vinculamiento iniciático, ha sido planteada todavía en estos últimos tiempos; es menester decir primero, para que se comprenda exactamente el alcance de la misma, que concierne más particularmente a los casos en los que la iniciación es obtenida fuera de los medios ordinarios y normales (NA: Es a estos casos a los cuales se refiere la nota explicativa agregada a un pasaje de las «Páginas dedicadas a Mercurio» de Abdul-Hâdi, 11 de agosto de 1946, de los Estudios Tradicionales, págs. 318-319 de la edición francesa, y reproducido aquí al final de este capítulo). Ante todo, debe entenderse bien, que tales casos jamás son sino excepcionales, y que no se producen más que cuando algunas circunstancias hacen imposible la transmisión normal, puesto que su razón de ser es precisamente suplir en una cierta medida a esta transmisión. Decimos solamente en una cierta medida, porque, por una parte, una tal cosa no puede producirse más que para individualidades que poseen cualificaciones que rebasan en mucho lo ordinario y que tienen aspiraciones suficientemente fuertes como para atraer en cierto modo hacia ellos la influencia espiritual que no pueden buscar por sus propios medios, y también porque, por otra parte, incluso para tales individualidades, es todavía más raro, faltándoles la ayuda proporcionada por el contacto constante con una organización tradicional, que los resultados obtenidos como consecuencia de esta iniciación no tengan un carácter más o menos fragmentario e incompleto. Nunca se podrá insistir suficientemente sobre esto, y también que, a pesar de eso, no carece enteramente de peligro hablar de esta posibilidad, porque muchas gentes pueden tener tendencia a ilusionarse a este respecto; bastará que sobrevenga en su existencia un acontecimiento algo extraordinario, o que aparezca tal a sus propios ojos, pero por lo demás de un género cualquiera, para que lo interpreten como un signo de que han recibido esta iniciación excepcional; y los occidentales actuales, en particular, son muy fácilmente tentables a agarrarse al menor pretexto de esta suerte para dispensarse de un vinculamiento regular; por ello es por lo que conviene insistir muy especialmente sobre el hecho de que, mientras el vinculamiento regular no sea imposible de obtener de hecho, no hay que contar con que se pueda recibir, fuera de él, una iniciación cualquiera. Otro punto muy importante es éste: incluso en parecido caso, se trata siempre del vinculamiento a una «cadena» iniciática y de la transmisión de una influencia espiritual, sean cuales fueren por lo demás los medios y las modalidades para ello, que pueden diferir sin duda enormemente de lo que son en los casos normales, e implicar, por ejemplo, una acción que se ejerza fuera de las condiciones ordinarias de tiempo y de lugar; pero, de todas maneras, hay necesariamente un contacto real ahí, lo que, ciertamente, no tiene nada de común con «visiones» o ensoñaciones que no dependen apenas más que de la imaginación (NA: Recordaremos todavía que, desde que se trata de cuestiones de orden iniciático, no se podría desconfiar demasiado de la imaginación; todo lo que no es más que ilusiones «psicológicas» o «subjetivas» carece de valor absolutamente a este respecto y no debe intervenir aquí de ninguna manera ni a ningún grado). En algunos ejemplos conocidos, como el de Jacob Boehme al cual ya hemos hecho alusión en otra parte (NA: Apercepciones sobre la Iniciación, pág. 70 de la edic. francesa), este contacto fue establecido por el encuentro con un personaje misterioso que ya no reapareció más después; quienquiera que éste haya podido ser (NA: Puede tratarse, aunque la cosa no sea ciertamente siempre así forzosamente, de la apariencia tomada por un «adepto» que actúa, como lo hemos dicho hace un momento, fuera de las condiciones ordinarias de tiempo y de lugar, como podrán ayudar a comprenderlo así las pocas consideraciones que hemos expuesto sobre algunas posibilidades de este orden, en las Apercepciones sobre la Iniciación, cap XLII), se trata pues de un hecho perfectamente «positivo», y no de un «signo» más o menos vago y equívoco, que cada uno puede interpretar al gusto de sus deseos. Únicamente, entiéndase bien que el individuo que ha sido iniciado por un tal medio puede no tener claramente consciencia de la verdadera naturaleza de lo que ha recibido y de aquello a lo cual ha sido así vinculado, y con mayor razón puede ser enteramente incapaz de explicarse sobre este punto, a falta de una «instrucción» que le permita tener sobre todo eso unas nociones, por poco precisas que fueran; puede ocurrir incluso que jamás haya oído hablar de iniciación, al ser la cosa y el término mismo enteramente desconocidos en el medio en el que vive; pero eso importa poco en el fondo y no afecta en nada evidentemente a la realidad misma de esta iniciación, aunque, no obstante, uno puede darse cuenta por ello que esta iniciación no deja de presentar algunas desventajas inevitables en relación a la iniciación normal (NA: Entre otras consecuencias, esas desventajas tienen la de dar frecuentemente al iniciado, y sobre todo en lo que concierne a la manera en que se expresa, una cierta semejanza exterior con los místicos, semejanza que puede incluso hacerle tomar por tal por aquellos que no van al fondo de las cosas, así como eso ha ocurrido precisamente con Jacob Boehme). Dicho esto, podemos volver a la cuestión a la que hemos hecho alusión, pues estas pocas precisiones nos permitirán darle respuesta más fácilmente; esa cuestión es ésta: ¿pueden ciertos libros cuyo contenido es de orden iniciático, para individualidades particularmente cualificadas y que los estudian con las disposiciones requeridas, servir por sí mismos de vehículo a la transmisión de una influencia espiritual, de tal suerte que, en parecido caso, su lectura bastaría, sin que haya necesidad de ningún contacto directo con una «cadena» tradicional, para conferir una iniciación del género de las que acabamos de considerar? La imposibilidad de una iniciación por los libros es también, no obstante, un punto sobre el que pensábamos que nos habíamos explicado suficientemente en diversas ocasiones, y debemos confesar que no habíamos previsto que la lectura de libros cualesquiera que sean podría ser considerada como constituyendo uno de esos medios excepcionales que reemplazan a veces a los medios ordinarios de la iniciación. Por lo demás, incluso fuera del caso particular y más preciso donde se trata propiamente de la transmisión de una influencia iniciática, hay algo ahí que sería claramente contrario al hecho de que una transmisión oral se considera por todas partes y siempre como una condición necesaria de la verdadera enseñanza tradicional, de suerte que la puesta por escrito de esta enseñanza jamás puede dispensar de ella (NA: El contenido mismo de un libro, en tanto que conjunto de palabras y de frases que expresan algunas ideas, no es pues la única cosa que importa realmente bajo el punto de vista tradicional), y eso porque su transmisión, para ser realmente válida, implica la comunicación de un elemento en cierto modo «vital» al cual los libros no podrían servir de vehículo (NA: Se podría objetar que, según algunos relatos que se refieren sobre todo a la tradición rosicruciana, algunos libros habrían sido cargados de influencias por sus autores mismos, lo que es en efecto posible tanto para un libro como para todo otro objeto cualquiera; pero, incluso admitiendo la realidad de este hecho, en todo caso no podría tratarse más que de ejemplares determinados y que habrían sido preparados especialmente para este efecto, y, además, cada uno de esos ejemplares debía estar destinado exclusivamente a tal discípulo a quien le era remitido directamente, no para ocupar o para tener el lugar de una iniciación que el discípulo ya había recibido, sino únicamente para proporcionarle una ayuda más eficaz cuando, en el curso de su trabajo personal, se sirviera del contenido del libro como de un soporte de meditación). Pero lo que es quizás más sorprendente, es que la cuestión ha sido planteada en conexión con un pasaje en el cual, a propósito del estudio «libresco», habíamos creído explicarnos justamente con bastante claridad como para poder evitar toda equivocación, señalando precisamente, como susceptible de dar lugar a ellas, el caso donde se trata de «libros cuyo contenido es de orden iniciático» (NA: Apercepciones sobre la Iniciación, págs. 224-225 de la edición francesa); así pues, parece que no será inútil volver de nuevo a ello y desarrollar un poco más completamente lo que habíamos querido decir. Es evidente que hay muchas maneras diferentes de leer un mismo libro, y que los resultados de ello son igualmente diferentes: por ejemplo, si se supone que se trata de las Escrituras sagradas de una tradición, el profano en el sentido más completo de este término, tal como el «crítico» moderno, no verá en ellas más que «literatura», y todo lo que podrá sacar de ahí no será más que esa suerte de conocimiento completamente verbal que constituye la erudición pura y simple, sin que eso le aporte la menor comprensión real de las mismas, aunque sea del sentido más exterior, puesto que no sabe y no se pregunta siquiera si lo que lee es la expresión de una verdad; y ese es el género de saber que se puede calificar de «libresco» en la acepción más rigurosa de esta palabra. Aquel que está vinculado a la tradición considerada, incluso si no conoce de ella más que el lado exotérico, verá ya algo muy diferente en esas Escrituras, aunque su comprensión esté limitada también al sentido literal únicamente, y lo que encontrará ahí tendrá para él un valor incomparablemente mayor que el de la erudición; la cosa sería así incluso en el grado más bajo, queremos decir, en el caso de aquel que, por incapacidad de comprender las verdades doctrinales, buscará en ellas simplemente una regla de conducta, lo que le permitirá al menos participar en la tradición en la medida de sus posibilidades. El caso de aquel que apunta a asimilar tan completamente como es posible el exoterismo de la doctrina, como lo hace por ejemplo el teólogo, se sitúa a un nivel ciertamente muy superior a ese; y, sin embargo, todavía es del sentido literal que se trata entonces, y la existencia de otros sentidos más profundos, es decir, en suma los del esoterismo, puede que no sea ni siquiera sospechada. Por el contrario, aquel que tiene algún conocimiento teórico del esoterismo podrá, con la ayuda de algunos comentarios o de otro modo, comenzar a percibir la pluralidad de los sentidos contenidos en los textos sagrados, y por consecuencia, a discernir el «espíritu» oculto bajo la «letra»; su comprensión es pues de un orden mucho más profundo y más elevado que aquella a la cual puede pretender el más sabio y más perfecto de los exoteristas. El estudio de esos textos podrá constituir entonces una parte importante de la preparación doctrinal que debe preceder normalmente a toda realización; pero no obstante, si el que se libra a ella no recibe por otra parte ninguna iniciación, permanecerá siempre, sean cuales fueren las disposiciones que aporte, en un conocimiento exclusivamente teórico, conocimiento que un tal estudio, por sí mismo, no permite rebasar de ninguna manera. Si, en lugar de las Escrituras sagradas, consideramos algunos escritos de un carácter propiamente iniciático, como por ejemplo los de Shankarâchârya o los de Mohyiddin ibn Arabi, podríamos decir, salvo sobre un punto, casi exactamente la misma cosa: así, todo el provecho que un orientalista podrá sacar de su lectura será saber que tal autor (y que para él no es en efecto más que un «autor» y nada más) ha dicho tal o cual cosa; y todavía, si quiere traducir esta cosa en lugar de contentarse con repetirla textualmente y por un simple esfuerzo de memoria, habrá las mayores posibilidades de que la deforme, puesto que él mismo no ha asimilado el sentido real a ningún grado. La única diferencia con lo que hemos dicho precedentemente, es que aquí no hay ya lugar a considerar el caso del exoterista, puesto que esos escritos se refieren únicamente al dominio esotérico y, como tales, están enteramente fuera de su competencia; si pudiera comprenderlos verdaderamente, habría rebasado ya por eso mismo el límite que separa el exoterismo del esoterismo, y entonces, de hecho, nos encontraríamos en presencia del caso del esoterista «teórico», para el cual no podríamos sino repetir, sin cambiar nada en ello, todo lo que al respecto hemos dicho ya. Ahora ya no nos queda más que considerar una última diferencia, pero que no es la menos importante bajo el punto de vista en el que nos colocamos al presente: queremos hablar de la diferencia que existe según que un mismo libro sea leído por este esoterista «teórico» del que acabamos de hablar, y que suponemos que no ha recibido todavía ninguna iniciación, o por aquel que, por el contrario, posee ya un vinculamiento iniciático. Éste verá en él, naturalmente, cosas del mismo orden que aquél, pero quizás más completamente, y sobre todo se le aparecerán en cierto modo bajo una luz diferente; por lo demás, no hay que decir que, mientras que no esté más que en la iniciación virtual, no puede hacer más que proseguir simplemente, a un grado más profundo, una preparación doctrinal que se había quedado incompleta hasta ahí; pero la cosa es muy diferente desde que entra en la vía de la realización. Para él, el contenido del libro ya no es entonces propiamente más que un soporte de meditación, en el sentido que se podría decir ritual, y exactamente al mismo título que los símbolos de diversos órdenes que emplea para ayudar y sostener su trabajo interior; y sería ciertamente incomprensible que escritos tradicionales, que son necesariamente, por su naturaleza misma, simbólicos en la acepción más estricta de este término, no pudieran jugar también un tal papel. Más allá de la «letra» que entonces ha desaparecido en cierto modo para él, ese ya no verá verdaderamente más que el «espíritu», y así podrán abrirse a él, del mismo modo que cuando medita concentrándose sobre un mantra o un yantra ritual, posibilidades completamente diferentes que las de una simple comprensión teórica; pero, si ello es así, es únicamente, repitámoslo todavía, en virtud de la iniciación que ha recibido, y que constituye la condición necesaria sin la cual, sean cuales fueren las cualificaciones de una individualidad, no podría haber el menor comienzo de realización, lo que en suma equivale a decir simplemente que toda iniciación efectiva presupone forzosamente la iniciación virtual. Agregaremos también que, si ocurre que aquel que medita sobre un escrito de orden iniciático entra realmente en contacto por ahí con una influencia emanada de su autor, lo que es en efecto posible si ese escrito procede de la forma tradicional y sobre todo de la «cadena» particular a las cuales pertenece el mismo, eso todavía, bien lejos de poder tener el lugar de un vinculamiento iniciático, jamás puede ser, al contrario, más que una consecuencia del vinculamiento que ya posee. Así, de cualquier manera que se encare la cuestión, no podría tratarse absolutamente en ningún caso de una iniciación por los libros, sino solamente, en ciertas condiciones, de un uso iniciático de éstos, lo que es evidentemente algo completamente diferente; esperamos haber insistido suficientemente esta vez como para que no subsista el menor equívoco a este respecto, y para que nadie pueda pensar ya que haya algo que sea susceptible, aunque sea excepcionalmente, de dispensar de la necesidad del vinculamiento iniciático.
El pasaje de las Páginas dedicadas a Mercurio de Abdul-Hâdi es el siguiente: «Las dos cadenas iniciáticas.- Una es histórica, la otra es espontánea. La primera se comunica en Santuarios establecidos y conocidos, bajo la dirección de un Sheikh (NA: Guru) vivo, autorizado, que posee las llaves de los misterios. Tal es Et-Talîmur-rijâl, o la instrucción de los hombres. La otra es Et-Talîmur-rabbâni, o la instrucción dominical o señorial, que yo me permito llamar la «iniciación mariana», ya que la misma es la que recibió la Santa Virgen, la madre de Jesús, hijo de María. Hay siempre un maestro, pero puede estar ausente, ser desconocido, o incluso haber muerto varios siglos atrás. En esta iniciación, usted saca del presente la misma substancia espiritual que los demás sacaron de la antigüedad. Actualmente, ella es bastante frecuente en Europa, al menos en sus grados inferiores, pero es casi desconocida en oriente». Este texto había sido publicado en la revista La Gnosis, enero de 1911. Cuando decidimos reimprimirle en los Estudios Tradicionales, pedimos a René Guénon si tenía a bien redactar una nota para prevenir los posibles errores de interpretación. Él nos envió la nota siguiente: «Como este párrafo podría dar lugar a algunas equivocaciones, nos parece necesario precisar un poco su sentido; y, en primer lugar, debe entenderse bien que aquí no se trata en modo alguno de algo que pueda ser asimilado a una vía «mística», lo que sería manifiestamente contradictorio con la afirmación de la existencia de una «cadena iniciática» real, tanto en este caso como en el que se puede considerar como «normal». Podemos citar, a este respecto, una pasaje de Jelâleddin Er-Rûmi que se refiere exactamente a la misma cosa: «Si alguno, por una rara excepción, ha recorrido esta vía (iniciática) solo (es decir, sin un Pîr, término persa equivalente al árabe Sheikh), ha llegado por la ayuda de los corazones de los Pîrs. La mano del Pîr no se niega en su ausencia: esta mano no es otra cosa que el abrazo mismo de Dios» (NA: Mathnawi, I, 2974-5). Se podría ver en las últimas palabras una alusión al papel del verdadero Guru interior, en un sentido perfectamente conforme a la enseñanza de la tradición hindú; pero esto nos alejaría un poco de la cuestión que nos ocupa más directamente aquí. Bajo el punto de vista del taçawwuf islámico, diremos que aquello de lo que se trata depende de la vía de los Afrâd, cuyo Maestro es Seyidna El Khidr (NA: El Khidr es la designación dada por el esoterismo islámico al personaje anónimo mencionado en el Qorân, Sûrat XVIII (Sûrat de la Caverna) y con el que Moisés, considerado por el islam como enviado legislador y «Polo» de su época, aparece en una relación de subordinación. Esta subordinación aparece a la vez respecto del orden jerárquico y del orden del Conocimiento, puesto que el personaje misterioso es presentado como detentador de la ciencia más transcendente (literalmente: «la ciencia de Nuestra Casa», es decir, de Allah) y puesto que Moisés pide solamente a dicho personaje que le enseñe una «porción» de la enseñanza que detenta. — (NA: Nota de Jean Reyor)), y que está fuera de lo que se podría llamar la jurisdicción del «Polo» (NA: El-Qutb), que comprende solamente las vías regulares habituales de la iniciación. No se podría insistir demasiado, por lo demás, sobre el hecho de que aquí no se tratan sino casos muy excepcionales, así como está declarado expresamente en el texto que acabamos de citar, y que los mismos no se producen más que en circunstancias que hacen imposible la transmisión normal, por ejemplo en la ausencia de toda organización iniciática regularmente constituida. Sobre este punto, ver también René Guénon, Oriente y Occidente, páginas 230-231 (de la edición francesa)». Sobre el mismo punto extraemos algunas líneas de una carta que nos dirigía René Guénon el 14 de marzo de 1937: «El-Khidr es propiamente el Maestro de los Afrâd, que son independiente del Qutb y que pueden inclusive no ser conocidos por él; se trata en efecto, como usted dice, de algo más «directo», y que está en cierto modo fuera de las funciones definidas y delimitadas, por elevadas que las mismas sean; y es por ello por lo que el número de los Afrâd es indeterminado. A veces se emplea esta comparación: un príncipe, incluso si no ejerce función alguna, por eso no es menos, por sí mismo, superior a un ministro (a menos que éste no sea también príncipe él mismo, lo que puede ocurrir, aunque no tiene nada de necesario); en el orden espiritual los Afrâd son análogos a los príncipes, y los Aqtâb a los ministros; no es más que una comparación, bien entendido, pero que ayuda sin embargo un poco a comprender la relación de los unos y de los otros».
