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CEREMONIALISMO Y ESTETICISMO

Ya hemos denunciado la extraña confusión que se comete frecuentemente, en nuestra época, entre los ritos y las ceremonias (NA: Ver Apercepciones sobre la Iniciación, cap XIX ), y, que da testimonio de un desconocimiento completo de la verdadera naturaleza y de los caracteres esenciales de los ritos, y podríamos decir incluso de la tradición en general. En efecto, mientras que los ritos, como todo lo que es de orden realmente tradicional, implican necesariamente un elemento «no-humano», las ceremonias, al contrario, son algo puramente humano y no pueden pretender a nada más que a efectos estrictamente limitados a este dominio, e incluso, se podría decir, a sus aspectos más exteriores, ya que esos efectos, en realidad, son exclusivamente «psicológicos» y sobre todo emotivos. Así, se podría ver en la confusión de que se trata un caso particular o una consecuencia del «humanismo», es decir, de la tendencia moderna a reducirlo todo al nivel humano, tendencia que se manifiesta también, por otra parte, por la pretensión de explicar «psicológicamente» los efectos de los ritos mismos, lo que suprime por lo demás efectivamente la diferencia esencial que existe entre ellos y las ceremonias. No se trata de contestar la utilidad relativa de las ceremonias, en tanto que, agregándose accidentalmente a los ritos, hacen que éstos, en un periodo de oscurecimiento espiritual, sean más accesibles a la generalidad de los hombres, a quienes preparan así en cierto modo para recibir sus efectos, porque estos efectos ya no pueden ser alcanzados inmediatamente sino por medios completamente exteriores como esos. Para que ese papel de «ayudantes» sea legítimo e incluso para que pueda ser realmente eficaz, es menester también que el desarrollo de las ceremonias se mantenga en ciertos límites, más allá de los cuales se corre el riesgo de que tengan más bien consecuencias completamente opuestas. Es lo que se ve con toda claridad en el estado actual de las formas religiosas occidentales donde los ritos acaban por ser verdaderamente asfixiados por las ceremonias; en parecido caso, no solo lo accidental se toma muy frecuentemente por lo esencial, lo que da nacimiento a un formalismo excesivo y vacío de sentido, sino que el «espesor» mismo del revestimiento ceremonial, si se permite expresarse así, opone a la acción de las influencias espirituales un obstáculo que está lejos de ser desdeñable; hay en eso un verdadero fenómeno de «solidificación», en el sentido en el que hemos tomado esta palabra en otra parte (NA: Ver El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos), que concuerda bien con el carácter general de la época moderna. A decir verdad, este abuso, al que se puede dar el nombre de «ceremonialismo», es una cosa propiamente occidental, y eso es fácil de comprender; en efecto, las ceremonias dan siempre la impresión de algo excepcional, y comunican esa apariencia de excepción a los ritos mismos a los cuales vienen a sobreagregarse; ahora bien, cuanto menos tradicional es una civilización en su conjunto, más se acentúa en ella la separación entre la tradición, empequeñecida en la medida en que subsiste todavía, y todo el resto, que se considera entonces como puramente profano y que constituye lo que se ha convenido llamar la «vida ordinaria», y sobre lo cual los elementos tradicionales ya no ejercen ninguna influencia efectiva. Es bien evidente que esta separación jamás se ha llevado tan lejos como en los occidentales modernos; y, en eso, queremos hablar naturalmente de aquellos que todavía han guardado algo de su tradición, pero que, al margen de la parte restringida que hacen en su vida a la «práctica» religiosa, no se distinguen de los demás de ninguna manera. En estas condiciones, todo lo que depende de la tradición reviste forzosamente, en relación al resto, un carácter de excepción, que subraya precisamente el despliegue de ceremonias que lo envuelve; así, incluso si se admite que hay algo ahí que se explica en parte por el temperamento occidental, y que corresponde a un género de emotividad que le hace más particularmente sensible a las ceremonias, por eso no es menos verdad que hay también en eso razones de un orden más profundo, en relación estrecha con el extremo debilitamiento del espíritu tradicional. En el mismo orden de ideas, hay que destacar también que los occidentales, cuando hablan de cosas espirituales o que consideran como tales con razón o sin ella (NA: Hacemos esta restricción a causa de las múltiples contrahechuras de la espiritualidad que tienen curso entre nuestros contemporáneos; pero basta que estén persuadidos de que se trata de espiritualidad o que quieran persuadir de ello a los demás para que la misma precisión sea aplicable en todos los casos), se creen obligados siempre a tomar un tono solemne y aburrido, como para marcar mejor que esas cosas no tienen nada en común con las que constituyen el tema habitual de sus conversaciones; piensen lo que piensen de ello, esa afectación «ceremoniosa» no tiene ciertamente ninguna relación con la seriedad y la dignidad que conviene observar en todo lo que es de orden tradicional, y que no excluyen en modo alguno el más perfecto natural y la mayor simplicidad de actitud, como se puede ver todavía en oriente (NA: Eso es particularmente manifiesto en el caso del islam, que implica naturalmente muchos ritos, pero donde no se podría encontrar ni una sola ceremonia. Por otra parte, en occidente mismo, se puede constatar, por lo que se ha conservado de los sermones de la Edad Media, que los predicadores, en aquella época verdaderamente religiosa, no desdeñaban en modo alguno emplear un tono familiar y a veces incluso humorístico.- Un hecho bastante significativo es la desviación que el uso corriente ha hecho sufrir al sentido de la palabra «pontífice» y de sus derivados, que, para el occidental ordinario que ignora su valor simbólico y tradicional, han llegado a no representar ya otra idea que la del «ceremonialismo» más excesivo, como si la función esencial del pontificado fuera, no el cumplimiento de algunos ritos, sino el pretexto de ceremonias particularmente pomposas). Hay otro lado de la cuestión, del cual no hemos dicho nada precedentemente, y sobre el cual nos parece necesario insistir también un poco: queremos hablar de la conexión que existe, en los occidentales, entre el «ceremonialismo» y lo que se puede llamar el «esteticismo». Por esta última palabra, entendemos naturalmente la mentalidad especial que procede del punto de vista «estético»; éste se aplica primero y más propiamente al arte, pero se extiende poco a poco a otros dominios y acaba por afectar con un «tinte» particular a la manera que tienen los hombres de considerar todas las cosas. Se sabe que la concepción «estética» es, como su nombre lo indica por lo demás, la que pretende reducirlo todo a una simple cuestión de «sensibilidad»; es la concepción moderna y profana del arte, que, como A K Coomaraswamy lo ha mostrado en numerosos escritos, se opone a su concepción normal y tradicional; esta concepción elimina de aquello a lo que se aplica toda intelectualidad, se podría decir incluso que elimina toda inteligibilidad, y lo bello, muy lejos de ser el «esplendor de la verdad» como se lo definía antaño, se reduce en ella a no ser más que lo que produce un cierto sentimiento de placer, y por consiguiente algo puramente «psicológico» y «subjetivo». Desde entonces es fácil comprender cómo el gusto de las ceremonias se relaciona con esta manera de ver, puesto que, precisamente, las ceremonias no tienen efectos sino de este orden «estético» y no podrían tener otros; como el arte moderno, son algo en lo que no hay que buscar comprender nada y donde no hay ningún sentido más o menos profundo que penetrar, sino por lo que basta dejarse «impresionar» de una manera completamente sentimental. Así pues, todo eso no alcanza, en el ser psíquico, más que la parte más superficial y más ilusoria de todas, la que varía no solo de un individuo a otro, sino también en el mismo individuo según sus disposiciones del momento; bajo todos los aspectos, este dominio sentimental es el tipo más completo y más extremo de lo que se podría llamar la «subjetividad» en estado puro (NA: No vamos a hablar aquí de algunas formas del arte moderno, que pueden producir efectos de desequilibrio e incluso de «desagregación» cuyas repercusiones son susceptibles de extenderse mucho más lejos; entonces ya no se trata solo de la insignificancia, en el sentido propio del término, que se vincula a todo lo que es puramente profano, sino más bien de una verdadera obra de «subversión»). Bien entendido, lo que decimos del gusto de las ceremonias propiamente dichas se aplica también a la importancia excesiva y en cierto modo desproporcionada que algunos atribuyen a todo lo que es «decoro» exterior, importancia que llega a veces, y eso incluso en cosas de orden auténticamente tradicional, hasta querer hacer de ese accesorio contingente un elemento completamente indispensable y esencial, así como otros se imaginan que los ritos perderían todo valor si no fueran acompañados de ceremonias más o menos «imponentes». Aquí todavía es más evidente que de lo que se trata en el fondo es efectivamente de «esteticismo», e, incluso cuando los que se aferran así al «decoro» aseguran hacerlo a causa de la significación que reconocen en él, no estamos muy seguros de que no se ilusionen muy frecuentemente con eso, y de que no sean atraídos sobre todo por algo mucho más exterior y «subjetivo», es decir, por alguna impresión «artística» en el sentido moderno de este término; lo menos que se puede decir, es que la confusión de lo accidental con lo esencial, que subsiste de todas maneras, es siempre el signo de una comprensión muy imperfecta. Así, por ejemplo, entre aquellos que admiran el arte de la Edad Media, incluso cuando se persuaden sinceramente de que su admiración no es simplemente «estética» como lo era la de los «románticos», y de que su motivo principal es la espiritualidad que se expresa en ese arte, dudamos que haya ahí muchos que lo comprendan verdaderamente y que sean capaces de hacer el esfuerzo necesario para verlo de otra manera que con los ojos modernos, queremos decir, para colocarse realmente en el estado de espíritu de aquellos que han realizado ese arte y de aquellos a quienes estaba destinado. En aquellos que se complacen en rodearse de un «decoro» de aquella época, se encuentra casi siempre, a un grado más o menos acentuado, si no la mentalidad hablando propiamente, al menos sí la «óptica» de los arquitectos que hacen «neogótico», o de los pintores modernos que intentan imitar las obras de los «primitivos». Hay siempre en esas reconstituciones algo de artificial y de «ceremonioso», algo que «suena a falso», se podría decir, y que recuerda la «exposición» o el «museo» mucho más de lo que evoca el uso real y normal de las obras de arte en una civilización tradicional; para decirlo todo en una palabra, se tiene claramente la impresión de que el «espíritu» está ausente de ellas (NA: En el mismo orden de ideas, señalaremos incidentemente el caso de las fiestas «folklóricas», que están tan de moda hoy día: esos ensayos de reconstitución de antiguas fiestas «populares», incluso cuando se apoyan sobre la documentación más exacta y la erudición más escrupulosa, tienen inevitablemente un matiz irrisorio de «mascarada» y de contrahechura grosera, que puede hacer creer en una intención «paródica» que sin embargo no existe ciertamente en sus organizadores). Lo que acabamos de decir sobre la Edad Media, a fin de dar un ejemplo tomado en el interior del mundo occidental mismo, se podría decir también, y con mayor razón, en los casos donde se trata de un «decoro» oriental; es muy raro, en efecto, que éste, incluso si está compuesto de elementos auténticos, no represente sobre todo, en tanto que «conjunto», la idea que los occidentales se hacen del oriente; y que no tiene sino relaciones muy lejanas con lo que es realmente el oriente mismo (NA: Para tomar un ejemplo extremo y por eso mismo más «tangible», las obras de la mayoría de los pintores dichos «orientalistas» muestran muy bien lo que puede dar de sí la «óptica» occidental aplicada a las cosas del oriente; no es dudoso que hayan tomado para modelos personajes, objetos o paisajes orientales, pero, porque no los han visto sino de una manera completamente exterior, la manera en que los han «expresado» vale poco más o menos como las realizaciones de los «folkloristas» de que hablábamos hace un momento). Esto nos lleva a precisar todavía otro punto importante: es que, entre las múltiples manifestaciones del «esteticismo» moderno, conviene hacer un lugar aparte al gusto del «exotismo», que se constata tan frecuentemente en nuestros contemporáneos, y que, cualesquiera que sean los diversos factores que han podido contribuir a extenderlo, y que sería muy largo examinar aquí en detalle, se reduce también, en definitiva, a una cuestión de «sensibilidad» más o menos «artística», extraña a toda comprensión verdadera, e incluso, desafortunadamente, en aquellos que no hacen sino «seguir» e imitar a los demás, a un simple asunto de «moda», como también es así, por lo demás, en el caso de la admiración afectada por tal o cual forma de arte, y que varía de un momento a otro al gusto de las circunstancias. El caso del «exotismo» nos toca en cierto modo más directamente que todo otro, porque es muy de temer que el interés mismo que algunos manifiestan por las doctrinas orientales no se deba demasiado frecuentemente sino a esa tendencia; cuando ello es así, es evidente que no se trata más que de una «actitud» puramente exterior y que no hay lugar a tomarla en serio. Lo que complica las cosas, es que esta misma tendencia puede mezclarse también a veces, en una proporción más o menos grande, a un interés mucho más real y más sincero; este caso no es ciertamente desesperado como el otro, pero de lo que hay que darse cuenta entonces, es de que jamás se podrá llegar a la verdadera comprensión de una doctrina cualquiera hasta que la impresión de «exotismo» que ha podido dar al comienzo haya desaparecido enteramente. Eso puede requerir un esfuerzo preliminar bastante considerable e incluso penoso para algunos, pero que es estrictamente indispensable si es que quieren obtener algún resultado válido de los estudios que han emprendido; si la cosa es imposible, lo que ocurre naturalmente algunas veces, ello se debe a que se trata de occidentales que, por el hecho de su constitución psíquica especial, jamás podrán dejar de serlo, y que, por consiguiente, harían mucho mejor permaneciéndolo entera y francamente, y renunciando a ocuparse de cosas de las que no pueden sacar ningún provecho real, ya que, hagan lo que hagan, las mismas se situarán siempre para ellos en «otro mundo» sin relación con el mundo al que pertenecen de hecho y del que son incapaces de salir. Agregaremos que estas precisiones toman una importancia muy particular en los casos de los occidentales de origen que, por una razón o por otra, y sobre todo por razones de orden esotérico o iniciático, las únicas en suma que podamos considerar como verdaderamente dignas de interés (NA: Ver sobre este tema el capítulo precedente, A propósito de «conversiones»), han tomado la decisión de adherirse a una tradición oriental; en efecto, hay en eso una verdadera cuestión de «cualificación» que se plantea para ellos, y que, en todo rigor, debería constituir el objeto de una suerte de «prueba» previa antes de llegar a una adhesión a ella real y efectiva. En todo caso, e incluso en las condiciones más favorables, es menester que esos estén bien persuadidos de que, mientras encuentren el menor carácter «exótico» en la forma tradicional que hayan adoptado, eso será la prueba más incontestable de que no se han asimilado verdaderamente a esa forma y de que, cualesquiera que puedan ser las apariencias, esa forma sigue siendo todavía para ellos como algo exterior a su ser real y que no les modifica sino superficialmente; en cierto modo, ese es uno de los primeros obstáculos que encuentran sobre su vía, y la experiencia obliga a reconocer que, para muchos, no es quizás el menos difícil de superar.

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