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DOCTRINA Y MÉTODO

Ya hemos insistido frecuentemente sobre el hecho de que, si la meta última de toda iniciación es esencialmente una, sin embargo es necesario que las vías que permiten alcanzarla sean múltiples, a fin de adaptarse a la diversidad de las condiciones individuales; en eso, en efecto, es menester no considerar solo el punto de llegada, que es siempre el mismo, sino también el punto de partida, que es diferente según los individuos. Por lo demás, no hay que decir que estas vías múltiples tienden a unificarse a medida que se acercan a la meta, y que, incluso antes de llegar a ella, hay un punto a partir del cual las diferencias individuales ya no pueden intervenir de ninguna manera; y no es menos evidente que su multiplicidad, que no afecta en nada a la unidad de la meta, tampoco podría afectar a la unidad fundamental de la doctrina, que, en realidad, no es otra cosa que la de la verdad misma. Estas nociones son enteramente corrientes en todas las civilizaciones orientales: así, en los países de lengua árabe, pasa por expresión proverbial decir que «cada Sheikh tiene su tarîqah», para decir que hay numerosas maneras de hacer una misma cosa y de obtener un mismo resultado. A la multiplicidad de los turuq en la iniciación islámica corresponde exactamente, en la tradición hindú, la de las vías del Yoga, de las cuales se habla a veces como de otros tantos Yogas distintos, aunque este empleo del plural sería completamente impropio si se tomara la palabra en su sentido estricto, sentido que designa la meta en sí misma; este empleo del plural no se justifica más que por la extensión usual de la misma denominación a los métodos o a los procedimientos que se ponen en obra para alcanzar esta meta; y, en todo rigor, sería más correcto decir que no hay más que un Yoga, pero que hay múltiples mârgas o vías que conducen a su realización. A este respecto, hemos constatado, en algunos occidentales una equivocación verdaderamente singular: de la constatación de esta multiplicidad de vías, pretenden concluir la inexistencia de una doctrina única e invariable, e incluso la inexistencia de toda doctrina en el Yoga; confunden así, por inverosímil que eso pueda parecer, la cuestión de la doctrina y la cuestión del método, que son cosas de orden totalmente diferente. Por lo demás, nadie debería hablar, si uno se atiene a la exactitud de la expresión, de «una doctrina del Yoga», sino de la doctrina tradicional hindú, uno de cuyos aspectos lo representa el Yoga; y, en lo que concierne a los métodos de realización del Yoga, éstos no dependen más que de las aplicaciones «técnicas» a las cuales la doctrina misma da lugar, y que son tradicionales, ellos también, precisamente porque están fundados sobre la doctrina y ordenados en vista de ésta, puesto que aquello a lo que tienden, en definitiva, es siempre a la obtención del puro Conocimiento. Está bien claro que la doctrina, para ser verdaderamente todo lo que debe ser, debe conllevar, en su unidad misma, aspectos o puntos de vista (darshanas) diversos, y que, bajo cada uno de esos puntos de vista, debe ser susceptible de aplicaciones indefinidamente variadas; para imaginarse que puede haber ahí algo contrario a su unidad y a su invariabilidad esenciales, es menester, digámoslo claramente, no tener la menor idea de lo que es realmente una doctrina tradicional. Por lo demás, de una manera análoga, ¿no está comprendida, ella también, la multiplicidad de las cosas contingentes toda entera en la unidad de su Principio, y sin que la inmutabilidad de éste sea afectada por ello de ninguna manera? No basta constatar pura y simplemente un error o una equivocación como ésta que estamos tratando, y es más instructivo buscar su explicación; así pues, debemos preguntarnos a qué puede corresponder, en la mentalidad occidental, la negación de la existencia de una cosa tal como la doctrina tradicional hindú. En efecto, aquí vale más tomar este error bajo su forma más general y más extrema, ya que solo así es posible descubrir su raíz; cuando revista formas más particularizadas o más atenuadas, éstas se encontrarán desde entonces explicadas también a fortiori, y por lo demás, a decir verdad, apenas hacen más que disimular, aunque de una manera sin duda inconsciente en muchos casos, la negación radical que acabamos de enunciar. En efecto, negar la unidad y la invariabilidad de una doctrina, es en suma negar sus caracteres más esenciales y más fundamentales, esos mismos sin los cuales ya no merece ese nombre; así pues, incluso si uno no se da cuenta de ello, es negar verdaderamente la existencia misma de la doctrina como tal. Primeramente, en tanto que pretende apoyarse sobre la consideración de una diversidad de métodos, así como acabamos de decirlo, esa negación procede manifiestamente de la incapacidad de ir más allá de las apariencias exteriores y de percibir la unidad bajo su multiplicidad; bajo esta relación, es del mismo género que la negación de la unidad de fondo y de principio de toda tradición, a causa de la existencia de formas tradicionales diferentes, que, sin embargo, no son en realidad sino otras tantas expresiones de las cuales se reviste la tradición única para adaptarse a condiciones diversas de tiempo y de lugar, así como los diferentes métodos de realización, en cada forma tradicional, no son sino otros tantos medios que ella emplea para hacerse accesible a la diversidad de los casos individuales. Sin embargo, ese no es todavía sino el lado más superficial de la cuestión; para ir más al fondo de las cosas, es menester destacar que esta misma negación muestra también que, cuando se habla de doctrina como lo hacemos aquí, se encuentra, en algunos, una incomprensión completa de aquello de lo que se trata realmente; en efecto, si no desviaran esta palabra de su sentido normal, no podrían negar que se aplica a un caso como el de la tradición hindú, y que es solo en un tal caso, queremos decir cuando se trata de una doctrina tradicional, cuando tiene toda la plenitud de su significación. Ahora bien, si esta incomprensión se produce, es porque la mayor parte de los occidentales actuales son incapaces de concebir una doctrina de un modo diferente que bajo una u otra de dos formas especiales, de cualidad extremadamente desigual por lo demás, puesto que una es de orden exclusivamente profano, mientras que la otra posee un carácter verdaderamente tradicional, aunque las dos son específicamente occidentales: estas dos formas son, por una parte, la de un sistema filosófico, y, por la otra, la de un dogma religioso. Qué la verdad tradicional no pueda expresarse en modo alguno bajo una forma sistemática, ese es un punto que ya hemos explicado bastante frecuentemente como para no tener que insistir de nuevo en él; por lo demás, la unidad aparente de un sistema, que no resulta más que de sus limitaciones más o menos estrechas, no es propiamente más que una parodia de la verdadera unidad doctrinal. Además, toda filosofía no es nada más que una construcción individual, que, como tal, no se vincula a ningún principio trascendente, y que, por consiguiente, está desprovista de toda autoridad; así pues, una filosofía no es una doctrina en el verdadero sentido de esta palabra, y diríamos más bien que es una pseudodoctrina, entendiendo con eso que tiene la pretensión de ser una doctrina, pero que esa pretensión no se justifica de ninguna manera. Naturalmente, los occidentales modernos piensan de manera muy diferente a este respecto, y allí donde no encuentran los cuadros pseudodoctrinales a los que están habituados, se hallan inevitablemente desamparados; pero, como no quieren o no pueden confesarlo, se esfuerzan a pesar de todo en hacer entrar todas las cosas, desnaturalizándolas, en esos cuadros, o bien, si no pueden lograrlo, declaran simplemente que lo que tienen entre manos no es una doctrina, por una de esas inversiones del orden normal a las cuales están acostumbrados. Además, como confunden lo intelectual con lo racional, confunden también una doctrina con una simple «especulación», y, como una doctrina tradicional es algo muy diferente de eso, no pueden comprender lo que es; ciertamente, no es la filosofía lo que les enseñará que el conocimiento teórico, puesto que es indirecto e imperfecto, no tiene en sí mismo más que un valor «preparatorio», en el sentido de que proporciona una dirección que impide errar en la realización, que es lo único por lo cual puede ser obtenido el conocimiento efectivo, cuya existencia y cuya posibilidad misma son algo que ni siquiera sospechan; así pues, cuando decimos, como lo hemos dicho más atrás, que la meta a alcanzar es el puro Conocimiento, ¿cómo podrían saber lo que entendemos por eso? Por otra parte, en el curso de nuestras obras hemos tenido buen cuidado de precisar que la ortodoxia de la doctrina tradicional hindú no debía concebirse de ninguna manera como religiosa; eso implica forzosamente que ella no podría expresarse bajo una forma dogmática, puesto que ésta es inaplicable fuera del punto de vista de la religión propiamente dicha. Pero, de hecho, los occidentales no conocen generalmente otra forma de expresión de las verdades tradicionales que esa; y es por eso por lo que, cuando se habla de ortodoxia doctrinal, piensan inevitablemente en fórmulas dogmáticas; en efecto, al menos saben lo que es un dogma, lo que, por lo demás, no quiere decir ciertamente que lo comprendan; saben bajo qué apariencia exterior se presenta, y es a eso a lo que se limita toda la idea que todavía tienen de la tradición. El espíritu antitradicional, que es el del occidente moderno, se enfurece únicamente ante esta idea del dogma, porque es así como la tradición se le aparece, en la ignorancia en que se encuentra de todas las demás formas que la tradición puede revestir; y occidente jamás habría llegado a su estado actual de decadencia y de confusión si hubiera permanecido fiel a su dogma, puesto que, para adaptarse a sus condiciones mentales particulares, la tradición debía necesariamente tomar para él ese aspecto especial, al menos en cuanto a su parte exotérica. Esta última restricción es indispensable, ya que debe entenderse bien que, en el orden esotérico e iniciático, jamás se ha podido tratar de dogma, ni siquiera en occidente; pero éstas son cosas cuyo recuerdo mismo está tan completamente perdido para los occidentales modernos que ya no pueden encontrar en sí términos de comparación que les ayuden a comprender lo que pueden ser las otras formas tradicionales. Por otro lado, si el dogma no existe por todas partes, es porque, incluso en el orden exotérico, no tendría la misma razón de ser que en occidente; hay gentes que para no «divagar» en el sentido etimológico de esta palabra, tienen necesidad de que se las tenga estrictamente en tutela, mientras que hay otras que no tienen ninguna necesidad de eso; el dogma no es necesario más que para los primeros y no para los segundos, del mismo modo que, para tomar otro ejemplo de un carácter algo diferente, la prohibición de las imágenes no es necesaria más que para los pueblos que, por sus tendencias naturales, son llevados a un cierto antropomorfismo; y sin duda se podría mostrar bastante fácilmente que el dogma es solidario de la forma especial de organización tradicional que representa la constitución de una «Iglesia», y que, ella también, es algo específicamente occidental. Éste no es el lugar para insistir más sobre estos últimos puntos; pero, sea como fuere, podemos decir esto para concluir: la doctrina tradicional, cuando es completa, tiene, por su esencia misma, posibilidades realmente ilimitadas; así pues, es suficientemente vasta como para comprender en su ortodoxia todos los aspectos de la verdad, pero, sin embargo, no podría admitir nada más que éstos, y es eso precisamente lo que significa la palabra ortodoxia, que no excluye más que el error, pero que lo excluye de una manera absoluta. Los orientales, y más generalmente todos los pueblos que tienen una civilización tradicional, han ignorado siempre lo que los occidentales modernos decoran con el nombre de «tolerancia», y que no es realmente más que la indiferencia a la verdad, es decir, algo que no puede concebirse más que allí donde la intelectualidad está totalmente ausente; que los occidentales se jacten de esta «tolerancia», como de una virtud, ¿no es eso un indicio contundente del grado de bajeza a donde les ha llevado renegar de la tradición?

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