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¿ESTÁ EL ESPÍRITU EN EL CUERPO O EL CUERPO EN EL ESPÍRITU?

La concepción ordinaria según la cual el espíritu se considera como alojado en cierto modo en el cuerpo no puede dejar de parecer harto extraña a quienquiera que posea solo los datos metafísicos más elementales, y eso, sobre todo, no solo porque el espíritu no podría ser verdaderamente «localizado», sino porque, incluso si no hay en eso más que una «manera de hablar» más o menos simbólica, la misma aparece a primera vista como implicando un ilogismo manifiesto y una inversión de las relaciones normales. En efecto, el espíritu no es otro que Atmâ, y él es el principio de todos los estados del ser, en todos los grados de su manifestación; ahora bien, todas las cosas están necesariamente contenidas en su principio, y no podrían salir de él de ningún modo en realidad, ni con mayor razón encerrarle en sus propios límites; así pues, son todos esos estados del ser, y por consiguiente también el cuerpo que no es más que una simple modalidad de uno de ellos, los que deben en definitiva estar contenidos en el espíritu, y no a la inversa. Lo «menos» no puede contener a lo «más», como tampoco puede producirlo; por lo demás, esto es aplicable a diferentes niveles, así como lo veremos a continuación; pero, por el momento, consideremos el caso más extremo, el que concierne a la relación entre el principio mismo del ser y la modalidad más restringida de su manifestación individual humana. Se podría estar tentado a concluir inmediatamente que la concepción corriente no se debe más que a la ignorancia de la gran mayoría de los hombres y que no corresponde más que a un simple error de lenguaje, que todos repiten por la fuerza del hábito y sin reflexionar en ello; sin embargo, la cuestión no es tan simple en el fondo, y este error, si es un error, tiene razones mucho más profundas de lo que se creería a primera vista. Ante todo, debe entenderse bien que, en estas consideraciones, la imagen espacial del «continente» y del «contenido» no deberá tomarse nunca literalmente, puesto que solo uno de los dos términos considerados, el cuerpo, posee efectivamente el carácter espacial, ya que el espacio mismo no es ni más ni menos que una de las condiciones propias a la existencia corporal. El uso de un tal simbolismo espacial, tanto como el de un simbolismo temporal, por eso no es menos, como lo hemos explicado en muchas ocasiones, no solo legítimo, sino incluso inevitable, desde que debemos servirnos forzosamente de un lenguaje que, al ser el del hombre corporal, está sometido él mismo a las condiciones que determinan la existencia de éste como tal; basta con no olvidar nunca que todo lo que no pertenece al mundo corporal, por eso mismo, no podría estar en realidad ni en el espacio ni en el tiempo. Por otra parte, nos importa poco que algunos filósofos hayan creído deber plantear y discutir una cuestión como la de una «sede del alma», que parecen entenderla en un sentido completamente literal, donde, por lo demás, lo que ellos llaman «alma» puede ser el espíritu, en la medida al menos en que ellos le conciben, según la confusión habitual del lenguaje occidental moderno a este respecto. En efecto, no hay que decir que, para nos, los filósofos profanos no se distinguen en nada del vulgo y que sus teorías no tienen más valor que la simple opinión corriente; así pues, no son ciertamente sus pretendidos «problemas» los que podrían darnos que pensar que una suerte de «localización» del espíritu en el cuerpo representa otra cosa que un error puro y simple; sino que son las doctrinas tradicionales mismas las que nos muestran que sería insuficiente quedarse ahí y que este punto requiere un examen más profundo. Se sabe en efecto que, según la doctrina hindú, jîvâtmâ, que es en realidad Atmâ mismo, pero considerado especialmente en su relación con la individualidad humana, reside en el centro de esta individualidad, al que se designa simbólicamente como el corazón; bien entendido, eso no quiere decir en modo alguno que esté como encerrado en el órgano corporal que lleva este nombre, y ni siquiera en un órgano sutil correspondiente; pero por eso no es menos cierto que eso implica que, de una cierta manera, se sitúa en la individualidad, e incluso más precisamente en una parte, la más central, de esta individualidad. Atmâ no puede ser verdaderamente ni manifestado ni individualizado; con mayor razón no puede ser incorporado; sin embargo, en tanto que jîvâtmâ, aparece como si estuviera individualizado e incorporado; esta apariencia no puede ser evidentemente más que ilusoria al respecto de Atmâ, pero ella no existe menos desde un cierto punto de vista, el mismo punto de vista donde jîvâtmâ parece distinguirse de Atmâ, y que es el de la manifestación individual humana. Así pues, es desde este punto de vista que se puede decir que el espíritu está situado en el individuo; e inclusive, desde el punto de vista más particular de la modalidad corporal de éste se podrá decir también, a condición de no ver en ello una «localización» literal, que está situado en el cuerpo; así pues, hablando propiamente, no hay ningún error en eso, sino solo la expresión de una ilusión que, aunque es tal en cuanto a la realidad absoluta, por eso no corresponde menos a un cierto grado de la realidad, ese mismo grado de los estados de manifestación a los cuales se refiere, y que no deviene un error más que si se pretende aplicarle a la concepción del ser total, como si el principio mismo de éste pudiera ser afectado o modificado por uno de sus estados contingentes. En lo que acabamos de decir, hemos hecho una distinción entre la individualidad integral y su modalidad corporal, donde la primera comprende además todas las modalidades sutiles; y, a propósito de esto, podemos agregar una precisión que, aunque accesoria, ayudará sin duda a comprender lo que tenemos principalmente en vista. Para el hombre ordinario, cuya consciencia no está en cierto modo «despertada» más que en la modalidad corporal únicamente, lo que se percibe más o menos oscuramente de las modalidades sutiles aparece como incluido en el cuerpo, porque esta percepción no corresponde efectivamente más que a sus relaciones con éste, más bien que a lo que ellas son en sí mismas; pero, en realidad, esas modalidades no pueden estar contenidas así en el cuerpo y como limitadas por sus límites, primero porque es en ellas donde está el principio inmediato de la modalidad corporal, y después porque ellas son susceptibles de una extensión incomparablemente más grande por la naturaleza misma de las posibilidades que implican. Así, cuando se desarrollan efectivamente esas modalidades, aparecen como «prolongamientos» que se extienden en todos los sentidos más allá de la modalidad corporal, que así se encuentra como enteramente envuelta por ellas; así pues, hay a este respecto, para el que ha realizado la individualidad integral, una suerte de «volvimiento», si puede expresarse así, en relación al punto de vista del hombre ordinario. En este caso, por lo demás, las limitaciones individuales no se han rebasado todavía, y es por eso por lo que hablábamos al comienzo de una aplicación posible a diferentes niveles; por analogía, se podrá comprender desde ahora que un «volvimiento» se opera igualmente, en otro orden, cuando el ser ha pasado a la realización supraindividual. Mientras el ser no había alcanzado Atmâ más que en sus relaciones con la individualidad, es decir, como jîvâtmâ, éste se le aparecía como incluido en esa individualidad, y ni siquiera podía parecerle de otro modo puesto que era incapaz de rebasar los límites de la condición individual; pero cuando alcanza Atmâ directamente y tal cual es en sí mismo, esa misma individualidad, y con ella todos los demás estados, individuales o supraindividuales, se le aparecen al contrario como comprendidos en Atmâ, como lo están en efecto desde el punto de vista de la realidad absoluta, puesto que no son nada más que las posibilidades de Atmâ, fuera del cual nada podría ser verdaderamente bajo cualquier modo que sea. En lo que precede, hemos precisado los límites en los cuales es verdad, desde un punto de vista relativo, decir que el espíritu está contenido, ya sea en la individualidad humana, ya sea incluso en el cuerpo; y, además, hemos indicado la razón por la que ello es así, la razón que es en suma inherente a la condición misma del ser para el que este punto de vista es legítimo y válido. Sin embargo, eso no es todo todavía, y es menester destacar que el espíritu se considera como situado, no solo en la individualidad en general, sino en su punto central, al cual corresponde el corazón en el orden corporal; esto hace llamada a otras explicaciones, que permitirán ligar entre ellos los dos puntos de vista aparentemente opuestos que se refieren respectivamente a la realidad relativa y contingente del individuo y a la realidad absoluta de Atmâ. Es fácil darse cuenta de que estas consideraciones deben reposar esencialmente sobre una aplicación del sentido inverso de la analogía, aplicación que muestra al mismo tiempo, de una manera particularmente clara, las precauciones que exige la transposición del simbolismo espacial, puesto que, contrariamente a lo que tiene lugar en el orden corporal, es decir, en el espacio entendido en el sentido propio y literal, se puede decir que, en el orden espiritual, es lo interior lo que envuelve a lo exterior, y es el centro el que contiene todas las cosas. Una de las mejores «ilustraciones» de la aplicación del sentido inverso se da en la representación de los diferentes cielos, que corresponden a los estados superiores del ser, por otros tantos círculos o esferas concéntricas, tal y como se encuentra por ejemplo en Dante. En esta representación, aparece primero que los cielos, si son más vastos, es decir menos limitados, a medida que son más elevados, son también más «exteriores» en el sentido de que están más alejados del centro, puesto que éste está constituido entonces por el mundo terrestre; es ese el punto de vista de la individualidad humana, que es precisamente representado por la tierra, y este punto de vista es verdadero con una verdad relativa, en tanto que esta individualidad es real en su orden y en tanto que es de ella de donde es menester partir necesariamente para elevarse a los estados superiores. Pero, cuando se rebasa la individualidad, se opera la «inversión» o el «volvimiento» de que hemos hablado (que es realmente un «enderezamiento» del ser), y todo el conjunto de la representación simbólica se encuentra en cierto modo vuelto sobre sí mismo: es entonces el cielo más elevado de todos el que es al mismo tiempo el más central, puesto que es en él donde reside el centro universal mismo; y, por el contrario, el mundo terrestre está situado ahora en la periferia más exterior. Es menester destacar además que, en esta «inversión» en cuanto a la situación, el círculo que corresponde al cielo más elevado debe permanecer no obstante el más grande de todos y envolver a todos los demás (como, según la tradición islámica, el «Trono» divino envuelve a todos los mundos); es menester en efecto que ello sea así, puesto que, en la realidad absoluta, es el centro el que contiene todo. La imposibilidad de figurar materialmente este punto de vista, según el cual lo que es lo más grande es al mismo tiempo lo más central, no expresa en suma nada más que las limitaciones mismas a las que el simbolismo geométrico está inevitablemente sometido, por el hecho de que no es más que un lenguaje tomado a la condición espacial, es decir, a una de las condiciones que son propias a nuestro mundo corporal, y que, por consiguiente, están ligadas exclusivamente al otro punto de vista, el de la individualidad humana. En lo que concierne al centro, se ve claramente aquí, por la relación inversa que existe entre el centro verdadero, que es el del ser total o del Universo, según se consideren las cosas bajo el punto de vista «microcósmico» o «macrocósmico», y el centro de la individualidad o de su dominio particular de existencia, se ve, decimos, así como lo hemos expuesto ya en otras ocasiones, como lo que es lo primero y lo más grande en el orden de la realidad principal deviene de una cierta manera (sin ser no obstante alterado o modificado de ninguna manera en sí mismo) lo último y lo más pequeño en el orden de las apariencias manifestadas (NA: Ver los textos de los Upanishads que hemos citado en diversas ocasiones sobre este tema, así como la parábola evangélica del «grano de mostaza»). Para continuar sirviéndonos del simbolismo espacial, se trata en suma de la relación del punto geométrico con lo que se puede llamar analógicamente el punto metafísico: éste es el verdadero centro primordial, que contiene en sí todas las posibilidades, y que, por consiguiente, es lo que hay de más grande; este punto metafísico no está «situado» en modo alguno, ya que nada puede contenerle o limitarle, y son al contrario todas las cosas las que se sitúan en relación a él (no hay que decir que esto debe entenderse todavía simbólicamente, puesto que en eso no se trata únicamente de las posibilidades espaciales solo). En cuanto al punto geométrico, que está situado en el espacio, es evidentemente, e inclusive en el sentido literal, lo que hay de más pequeño, puesto que es sin dimensiones, es decir, que no ocupa rigurosamente ninguna extensión; pero esta «nada» espacial corresponde directamente al «todo» metafísico, y son, se podría decir, los dos aspectos extremos de la indivisibilidad, considerada respectivamente en el principio y en la manifestación. En lo que concierne a la consideración del «primero» y del «último», basta, a este respecto, recordar lo que hemos explicado precedentemente, de que el punto más alto tiene su reflejo directo en el punto más bajo; y, a este simbolismo espacial, se puede agregar también un simbolismo temporal, según el cual lo que es primero en el dominio principial, y por consiguiente en el «no-tiempo», aparece en último lugar en el desarrollo de la manifestación (NA: En la tradición islámica, el Profeta es a la vez «el primero de la creación de Dios» (awwal Khalqi'Llah) en cuanto a su realidad principial (en-nûr el-mohammedî), y «el sello (es decir, el último) de los enviados de Dios» (NA: Khâtam rusuli'Llah) en cuanto a su manifestación terrestre; él es así «el primero y el último» (el-awwal wa el-akher) en relación a la creación (bin-nisbati lil-khalq), del mismo modo que Allah es «el Primero y el Último» en el sentido absoluto (mutlaqan).- En la tradición cristiana igualmente, el Verbo es «el alfa y el Omega, el comienzo y el fin» de todas las cosas). Es fácil hacer la aplicación de todo esto a lo que hemos considerado en primer lugar: en efecto, es el espíritu (NA: Atmâ) el que es verdaderamente el centro universal que contiene todas las cosas (NA: A propósito de esto, recordaremos que, en la tradición islámica, la Luz primordial (en-nûr el-mohammedî), según lo que ha sido dicho en la nota precedente, es también el Espíritu (NA: Er-Rûh), en el sentido total y universal de este término; se sabe, por otra parte, que la tradición cristiana identifica la Luz al Verbo mismo); pero, al reflejarse en la manifestación humana, aparece por eso mismo como «localizado» en el centro de la individualidad, e incluso, más precisamente, en el centro de su modalidad corporal, puesto que ésta, en tanto que es el término de la manifestación humana, es también su modalidad «central», de suerte que es su centro el que es propiamente, en relación a la individualidad, el reflejo directo y la representación del centro universal. Este reflejo no es, ciertamente, más que una apariencia, al mismo título que la manifestación individual misma; pero, mientras el ser está limitado por las condiciones individuales, esta apariencia es para él la realidad, y no puede ser de otro modo, puesto que es exactamente del mismo orden que su consciencia actual. Solo cuando el ser ha rebasado esos límites, el otro punto de vista deviene real para él, como él es (y siempre lo ha sido), de una manera absoluta; su centro está entonces en lo universal y la individualidad (y con mayor razón el cuerpo) ya no es más que una de las posibilidades que están contenidas en ese centro; y, por el «volvimiento» que se efectúa así, las relaciones verdaderas de todas las cosas se encuentran restablecidas, tal como jamás han dejado de ser para el ser principial. Agregaremos que este «volvimiento» está en estrecha relación con lo que el simbolismo kabbalístico designa como el «desplazamiento de las luces», y también con esta palabra que la tradición islámica pone en boca de los awliyâ, «Nuestros cuerpos son nuestros espíritus, nuestros espíritus son nuestros cuerpos» (ajsâmnâ arwâhnâ, wa arwâhnâ ajsâmnâ), indicando con eso no solo que todos los elementos del ser están completamente unificados en la «Identidad Suprema», sino también que lo «oculto» ha devenido entonces lo «visible» e inversamente. Según la tradición islámica igualmente, el ser que ha pasado al otro lado de barzakh es en cierto modo lo opuesto de los seres ordinarios (y esto es también una aplicación estricta del sentido inverso de la analogía del «Hombre Universal» y del hombre individual): «Si camina sobre la arena, no deja ningún rastro; si camina sobre la roca, sus pies marcan su huella (NA: Esto tiene una relación evidente con el simbolismo de las «huellas de pies» sobre las rocas, que se remonta a las épocas «prehistóricas» y que se encuentra en casi todas las tradiciones; sin entrar al presente sobre este tema en consideraciones demasiado complejas, podemos decir que, de una manera general, esas huellas representan el «rastro» de los estados superiores en nuestro mundo). Si está al sol, no proyecta sombra; en la oscuridad, una luz emana de él» (NA: Recordaremos todavía que el espíritu corresponde a la luz, y el cuerpo a la sombra o a la noche; así pues, es el espíritu mismo el que envuelve entonces todas las cosas en su propia radiación).

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