LA JUNCIÓN DE LOS EXTREMOS
Lo que hemos dicho precedentemente sobre el tema de las relaciones de la élite iniciática y del pueblo nos parece hacer llamada todavía a algunas precisiones complementarias para no dejar lugar a ningún equívoco; y primeramente, sería menester no equivocarse sobre el sentido de la «vulgaridad» de la que hemos hablado a este propósito. En efecto, si la palabra «vulgar», tomada en su acepción original como lo hemos hecho, es en suma sinónima de «popular», hay también otro tipo de vulgaridad completamente diferente, que corresponde más realmente al sentido peyorativo que le da con mayor frecuencia el lenguaje ordinario, y la verdad es que esta última pertenece más bien a la «clase media». Para dar un ejemplo que hará comprender inmediatamente de qué se trata, hay en eso toda la diferencia que A K Coomaraswamy ha marcado muy bien entre el arte «popular» y el arte «burgués» (NA: Ver concretamente De la «mentalité primitive », en el n de agosto-septiembre-octubre de 1939 de los Études Traditionnelles.-Por otra parte, recordemos también el empleo que hace Dante de la palabra «vulgar» en su tratado De vulgari eloquentia, y concretamente su expresión de vulgari illustri (ver Nuevas apercepciones sobre el lenguaje secreto de Dante, en el n de julio de 1932 del Voile d'Isis)), o también, si se quiere, toda la diferencia que existe, para los objetos destinados al uso corriente, entre las producciones de los artesanos de antaño y las de la industria moderna (NA: En efecto, la industria moderna es la obra propia de la «clase media», que la ha creado y que la dirige, y es por eso mismo que sus productos no pueden satisfacer más que necesidades de las cuales está excluida toda espiritualidad, conformemente a la concepción de la «vida ordinaria»; eso nos parece muy evidente como para que haya lugar a insistir más en ello). Esta precisión nos lleva de nuevo a los Malâmatiyah, cuya designación se deriva de la palabra malâmah que significa «culpa» (NA: Se les llama también ahlul-malâmah, literalmente las «gentes de la culpa», es decir, los que se exponen a ser culpados); ¿qué es menester entender justamente por eso? No se trata de que sus acciones sean efectivamente culpables en sí mismas y desde el punto de vista tradicional, lo que sería tanto más inconcebible cuanto que, bien lejos de descuidar las prescripciones de la ley sharaita, se aplican por el contrario muy especialmente a enseñarlas a su alrededor, tanto por su ejemplo como por sus palabras. Únicamente, su manera de actuar, porque no se distingue en nada de la del pueblo (NA: La ley exotérica misma puede llamarse «vulgar» si se toma esta palabra en el sentido de «común», puesto que se aplica a todos indistintamente; por lo demás, ¿no hay en nuestros días, y un poco por todas partes, muchas gentes que creen hacer prueba de «distinción» absteniéndose de cumplir los ritos tradicionales?), parece culpable a los ojos de una cierta «opinión», que precisamente es sobre todo la de la «clase media», o la de las gentes que se consideran como «cultivadas», según la expresión que está tan de moda hoy día; la concepción de la «cultura» profana, sobre la cual ya nos hemos explicado en otras ocasiones (NA: Ver Apercepciones sobre la Iniciación, cap XXXIII), es en efecto muy característica de la mentalidad de esa «clase media», a la que, por su «brillo» completamente superficial e ilusorio, da el medio de disimular su verdadera nulidad intelectual. Esas mismas gentes son también las que se complacen invocando la «costumbre» en toda circunstancia; y no hay que decir que los Malâmatiyah, o aquellos que en otras tradiciones se comportan como ellos, no podrían estar dispuestos de ninguna manera a tener en cuenta esa «costumbre» desprovista de toda significación y de todo valor espiritual, ni por consiguiente a preocuparse de una «opinión» que no estima más que apariencias detrás de las cuales no hay nada (NA: Ver el capítulo IV: La costumbre contra la tradición). No es ciertamente ahí donde el «espíritu», o la élite que lo representa, puede encontrar un punto de apoyo, ya que todas esas cosas no reflejan absolutamente nada de espiritual, y serían más bien la negación de toda espiritualidad; por el contrario, allí donde tiene su reflejo, aunque éste es inverso como lo es necesariamente todo reflejo, tiene también por eso mismo su «soporte» normal, ya sea que se trate del cuerpo en el orden individual o del pueblo en el orden social. Como ya lo hemos dicho, es precisamente porque el punto más alto se refleja en el punto más bajo por lo que se puede decir que los extremos se juntan; a propósito de esto hemos recordado la comparación que puede hacerse con lo que se produce al fin de un ciclo, y en eso hay todavía una cuestión que requiere un poco más de explicación. En efecto, es menester destacar que el «enderezamiento» por el que se opera el retorno del punto más bajo al punto más alto es propiamente «instantáneo», es decir, que, en realidad, es intemporal, o mejor, para no restringirnos a la consideración de las condiciones especiales de nuestro mundo, está al margen de toda duración, lo que implica un paso por lo no manifestado: es lo que constituye el «intervalo» (sandhyâ), que, según la tradición hindú, existe siempre entre dos ciclos o dos estados de manifestación. Si ello fuera de otro modo, el origen y el fin no podrían coincidir en el Principio, si se trata de la totalidad de la manifestación, ni corresponderse si se consideran solo ciclos particulares; por lo demás, en razón de la «instantaneidad» de este paso, por eso no se produce en realidad ninguna solución de continuidad, y es lo que permite hablar verdaderamente de una junción de los extremos, aunque el punto de junción escapa forzosamente a todo medio de investigación más o menos exterior, porque se sitúa fuera de la serie de las modificaciones sucesivas que constituyen la manifestación (NA: Nos proponemos volver de nuevo sobre este punto cuando tratemos del simbolismo de la «cadena de los mundos»). Es por esta razón por lo que se dice que todo cambio de estado no puede cumplirse más que en la oscuridad (NA: Ver Apercepciones sobre la Iniciación, XXVI), puesto que el color negro, en su significación superior, es el símbolo de lo no manifestado; pero, en su significación inferior, este mismo color negro simboliza también la indistinción de la pura potencialidad o de la materia prima (NA: Ver más adelante Las dos noches); y, aquí también, estos dos aspectos, aunque no deben confundirse en modo alguno, no obstante se corresponden analógicamente y se asocian de una cierta manera, según el punto de vista bajo el cual se consideren las cosas. Toda «transformación» aparece como una «destrucción» cuando se considera desde el punto de vista de la manifestación; y lo que es en realidad un retorno al estado principial, si se ve exteriormente y desde el lado substancial, parece no ser más que un «retorno al caos», del mismo modo que el origen, aunque procede inmediatamente del Principio, toma, bajo la misma relación, la apariencia de una «salida del caos» (NA: En el simbolismo alquímico, toda «transmutación» presupone el paso por un estado de indiferenciación que se representa por el color negro, y que puede considerarse igualmente bajo estos dos aspectos). Por lo demás, como todo reflejo es necesariamente una imagen de lo que se refleja, el aspecto inferior puede considerarse como representando, en su orden relativo, el aspecto superior, con la condición, bien entendido, de no olvidar observar en eso la aplicación del «sentido inverso»; y esto, que es verdad en las relaciones del espíritu con el cuerpo, no lo es menos en las de la élite con el pueblo. La existencia del pueblo, o de aquellos que se confunden en apariencia con él, es, según el lenguaje corriente mismo, una existencia «oscura»; y, en lo que concierne al pueblo, esta expresión, sin que los que la emplean tengan sin duda consciencia de ello, no hace en suma más que traducir el carácter inherente al papel substancial que es el suyo en el orden social: desde este punto de vista es, no diremos la indistinción total de la materia prima, pero sí al menos la indistinción relativa de lo que desempeña la función de materia a un cierto nivel. La cosa es completamente diferente para el iniciado que vive entre el pueblo sin distinguirse de él exteriormente: así como el que disimula su sabiduría bajo las apariencias no menos «tenebrosas» de la locura, el iniciado puede, además de las ventajas de diversos géneros que encuentra ahí, ver en esa oscuridad misma de su existencia como una imagen de las «tinieblas de arriba» (NA: Esto puede ser aproximado también a lo que hemos dicho en otra parte del sentido superior del anonimato (NA: El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, IX): éste es igualmente «oscuridad» para el individuo, pero, al mismo tiempo, representa la liberación de la condición individual y es incluso una consecuencia necesaria suya, puesto que el nombre y la forma (nâma-rûpa) son estrictamente constitutivos de la individualidad como tal). Todavía se puede sacar de ahí otra consecuencia: si los iniciados que ocupan los rangos más elevados en la jerarquía espiritual no toman ninguna parte visible en los acontecimientos que se desarrollan en este mundo, es ante todo porque una tal acción «periférica» sería incompatible con la posición «central» que es la suya; si se quedan enteramente al margen de toda distinción «mundana», es evidentemente porque conocen su inanidad; pero, además, se puede decir que, si consintieran en salir así de la oscuridad, su exterior, por eso mismo, no correspondería ya verdaderamente a su interior, de suerte que resultaría de ello, si eso fuera posible, una especie de desarmonía en su ser mismo; pero el grado espiritual que han alcanzado, dado que excluye forzosamente una tal suposición, excluye desde entonces también la posibilidad de que consientan en ello efectivamente (NA: A propósito de esto, uno todavía podría acordarse de lo que hemos expuesto en otra parte sobre el «rechazo de los poderes» (NA: Apercepciones sobre la Iniciación, XXII): En efecto, esos «poderes», aunque de un orden diferente, no son menos contrarios a la «oscuridad» que aquellos de los que acabamos de hablar). Por lo demás, no hay que decir que aquello de lo que se trata aquí no tiene nada de común en el fondo con la «humildad», y que los seres de que hablamos están mucho más allá del dominio sentimental al cual ésta pertenece esencialmente; una vez más, aquí se trata de un caso donde cosas exteriormente parecidas pueden proceder de razones totalmente diferente en realidad (NA: No se trata de contestar que la humildad pueda considerarse como una virtud desde el punto de vista exotérico y más especialmente religioso (el cual comprende, bien entendido, el de los místicos); pero, desde el punto de vista iniciático, ni la humildad ni el orgullo que es su correlativo pueden tener sentido para aquel que ha rebasado el dominio de las oposiciones). Para volver al punto que nos concierne sobre todo al presente, diremos todavía esto: El «negro más negro que el negro» (nigrum nigro nigrius), según la expresión de los hermetistas, es ciertamente, cuando se toma en su sentido más inmediato y en cierto modo el más literal, la oscuridad del caos o las «tinieblas inferiores»; pero es también y por eso mismo, según lo que acabamos de explicar, un símbolo natural de las «tinieblas superiores» (NA: Expresiones como las de «cabezas negras» o de «caras negras», que se encuentran en diversas tradiciones, presentan también un doble sentido comparable a ese en algunos aspectos; quizás tengamos algún día la ocasión de volver de nuevo sobre esta cuestión). Del mismo modo que el «no-actuar» es verdaderamente la plenitud de la actividad, o como el «silencio» contiene en sí mismo todos los sonidos en su modalidad parâ o no manifestada, así también esas «tinieblas superiores» son en realidad la Luz que sobrepasa toda luz, es decir, más allá de toda manifestación y de toda contingencia, son el aspecto principial de la luz misma; y es ahí, y solo ahí, donde se opera en definitiva la verdadera junción de los extremos.
