LA MÁSCARA «POPULAR»
Hacíamos destacar hace un momento que a los «Inmortales» del taoísmo se les describe bajo apariencias donde se combinan la extravagancia y la vulgaridad; la unión de estos dos aspectos puede encontrarse también en otras partes, y, concretamente, en el majdhûb y en el juglar; por consiguiente, así como lo hemos explicado, aquellos que toman sus apariencias, al mismo tiempo que aparecen como «locos», presentan también evidentemente un cierto carácter «popular». Sin embargo, estos dos aspectos no están forzosamente ligados en todos los casos, y ocurre también que lo que podemos llamar indiferentemente «vulgar» o «popular» (ya que estas dos palabras son casi sinónimas en el fondo) sirva por sí solo de «mascara» iniciática; con eso queremos decir que los iniciados, y especialmente los de las órdenes más elevadas, se disimulan de buena gana entre el pueblo, haciendo de manera de no distinguirse de él en nada exteriormente. Se puede destacar que hay en eso, en suma, la aplicación más estricta y más completa del precepto rosicruciano que ordena adoptar siempre la lengua y la indumentaria de las gentes entre las cuales se vive y conformarse en todo a sus maneras de actuar; se puede ver en ello ciertamente, primero, un medio de pasar desapercibido entre los profanos, lo que no carece de importancia a diversos respectos, pero hay todavía en ello otras razones más profundas. Es menester en efecto atender bien a esto: es del pueblo de quien se trata siempre en parecido caso, y no de lo que se ha convenido llamar en occidente la «clase media», o de lo que se corresponde con ella más o menos exactamente en otras partes; y ello es así hasta tal punto que, en los países de la tradición islámica, se dice que, cuando un Qutb debe manifestarse entre los hombres ordinarios, reviste frecuentemente la apariencia de un mendigo o de un tratante ambulante. Por lo demás, es a ese mismo pueblo (y la aproximación no es ciertamente fortuita) a quien se confía siempre la conservación de las verdades de orden esotérico que de otro modo correrían el riesgo de perderse, verdades que el pueblo es incapaz de comprender, ciertamente, pero que por eso no transmite menos fielmente, incluso si para eso deben ser recubiertas, ellas también, de una máscara más o menos grosera; y es ese en suma el origen real y la verdadera razón de ser de todo «folklore», y concretamente de los pretendidos cuentos populares. ¿Pero, se podrá preguntar, cómo es posible que sea en ese medio, que algunos designan de buena gana y peyorativamente como el «bajo pueblo», donde la élite, e incluso la parte más alta de la élite, de la cual es en cierto modo todo lo contrario, pueda encontrar su mejor refugio, ya sea para sí misma, ya sea para las verdades de las que ella es la detentora normal? Parece haber ahí algo de paradójico, cuando no incluso de contradictorio; pero vamos a ver que en realidad no hay nada de eso. El pueblo, al menos en tanto que no ha sufrido una «desviación» de la cual no es en modo alguno responsable, ya que por sí mismo no es en suma más que una masa eminentemente «plástica», que corresponde al lado propiamente «substancial» de lo que se puede llamar la entidad social, el pueblo, decimos, lleva en él, y por el hecho de esa «plasticidad» misma, posibilidades que no tiene la «clase media»; ciertamente, no son más que posibilidades indistintas y latentes, virtualidades si se quiere, pero que por eso no existen menos y que son siempre susceptible de desarrollarse si encuentran condiciones favorables. Contrariamente a lo que se gusta afirmar en nuestros días, el pueblo no actúa espontáneamente y no produce nada por sí mismo; sino que es como un «reservorio» de donde todo puede ser sacado, tanto lo mejor como lo peor, según la naturaleza de las influencias que se ejerzan sobre él. En cuanto a la «clase media», es muy fácil darse cuenta de lo que se puede esperar de ella si se reflexiona que se caracteriza esencialmente por ese supuesto «sentido común» estrechamente limitado que encuentra su expresión más acabada en la concepción de la «vida ordinaria», y que las producciones más típicas de su mentalidad propia son el racionalismo y el materialismo de la época moderna; eso es lo que da la medida más exacta de sus posibilidades, puesto que es lo que resulta de ella cuando se le permite desarrollarlas libremente. Por lo demás, no queremos decir en modo alguno que no haya sufrido en eso algunas sugestiones, pues ella también es «pasiva», al menos relativamente; pero por eso no es menos verdad que es en ella donde las concepciones en cuestión han tomado forma, y por tanto donde esas sugestiones han encontrado un terreno apropiado, lo que implica forzosamente que respondían de alguna manera a sus propias tendencias; y en el fondo, si es justo calificarla de «media», ¿no es sobre todo a condición de dar a esta palabra un sentido de «mediocridad»? Pero hay todavía otra cosa, que, por lo demás, acaba de explicar lo que acabamos de decir y de darle toda su significación: es que la élite, por eso mismo de que el pueblo es su extremo opuesto encuentra verdaderamente en él su reflejo más directo, puesto que, como en todas las cosas, el punto más alto se refleja directamente en el punto más bajo y no en uno u otro de los puntos intermediarios. Es, ciertamente, un reflejo oscuro e inverso, como el cuerpo lo es en relación al espíritu, pero que por eso no ofrece menos la posibilidad de un «enderezamiento», comparable al que se produce al fin de un ciclo: no es sino cuando el movimiento descendente ha alcanzado su término, y por tanto el punto más bajo de todos, cuando todas las cosas pueden ser devueltas inmediatamente al punto más alto para comenzar un nuevo ciclo; y es en eso en lo que es exacto decir que «los extremos se tocan» o más bien que vuelven a juntarse. La similitud entre el pueblo y el cuerpo, a la cual acabamos de hacer alusión, se justifica también por el carácter de elemento «substancial» que presentan igualmente uno y otro, en el orden social y en el orden individual respectivamente, mientras que la mente, sobre todo si se considera especialmente bajo su aspecto de «racionalidad», corresponde más bien a la «clase media». De eso resulta también que la élite, al descender en cierto modo hasta el pueblo, encuentra en él todas las ventajas de la «incorporación», en tanto que ésta es necesaria para la constitución de un ser realmente completo en nuestro estado de existencia; y el pueblo es para ella un «soporte» y una «base», al mismo título que el cuerpo lo es para el espíritu manifestado en la individualidad humana (NA: Esto puede aproximarse igualmente, en tanto que se trata de un «descenso del espíritu», a las consideraciones que exponemos más adelante al final del capítulo XXXI: Las dos noches). La identificación aparente de la élite con el pueblo corresponde propiamente, en el esoterismo islámico, al principio de los Malâmatiyah, que hacen una regla de tomar una apariencia tanto más ordinaria y común, incluso grosera, cuanto más perfecto y de una espiritualidad más elevada es su estado interior, y de no dejar aparecer nunca nada de esa espiritualidad en sus relaciones con los demás hombres (NA: Ver Abdul-Hâdi, El-Malâmatiyah, en el n de octubre de 1933 del Voile d'Isis reproducido aquí en el apéndice al final del capítulo). Se podría decir que, por esa extrema diferencia de lo interior y de lo exterior, ponen entre esos dos lados de su ser el máximo de «intervalo», si es permisible expresarse así, lo que les permite comprender en sí mismos, la mayor suma de posibilidades de todo orden, y lo que, al término de su realización, debe desembocar lógicamente en la verdadera «totalización» del ser (NA: No queremos decir con eso que la totalidad no pueda ser realizada más que de esa manera, sino solo que puede serlo efectivamente así según el modo que es propio a la vía de los Malâmatiyah). Por lo demás, entiéndase bien que esa diferencia no se refiere en definitiva más que al mundo de las apariencias y que, en la realidad absoluta, y por consiguiente en ese término de la realización del que acabamos de hablar, ya no hay ni interior ni exterior, ya que, ahí también, los extremos se juntan finalmente en el Principio. Por otra parte, es particularmente importante destacar que la apariencia «popular» revestida por los iniciados constituye a todos los grados, como una imagen de la «realización descendente» (NA: Ver el último capítulo de esta obra: Realización ascendente y descendente); por eso es por lo que se dice que el estado de los Malâmatiyah «se parece al estado del Profeta, que fue elevado a los grados más altos de la Proximidad divina», pero que, «cuando volvió hacia las criaturas, no habló con ellas más que de las cosas exteriores», de tal suerte que, «de su conversación íntima con Dios, no apareció nada sobre su persona». Si se dice además que «ese estado es superior al de Moisés, a quien nadie pudo mirar al rostro después de que hubo hablado con Dios», esto se refiere también a la idea de la totalidad, en virtud misma de lo que explicábamos hace un momento: en el fondo, es una aplicación del axioma según el cual «el todo es más que la parte» (NA: No decimos «más grande» como se hace habitualmente, lo que restringe el alcance del axioma únicamente a su aplicación matemática; aquí, debe considerársele evidentemente más allá del dominio cuantitativo), cualquiera que sea por lo demás esa parte, y aunque sea la más eminente de todas (NA: Es igualmente así como debe entenderse la superioridad de naturaleza del hombre en relación a los ángeles, tal como es considerada la tradición islámica). En efecto, en el caso representado aquí por el estado de Moisés, el «redescenso» no se efectúa completamente, podríase decir, y no engloba integralmente todos los niveles inferiores, hasta el que simboliza la apariencia exterior de los hombres vulgares, para hacerles participar en la verdad transcendente en la medida de sus posibilidades respectivas; y ese es, en cierto modo, el aspecto inverso del que considerábamos precedentemente al hablar del pueblo como «soporte» de la élite, y naturalmente también su aspecto complementario, ya que ese papel mismo de «soporte», para ser eficaz, requiere necesariamente una cierta participación, de suerte que los dos puntos de vista se implican recíprocamente (NA: La participación de que se trata aquí no se limita siempre por lo demás exclusivamente al exoterismo tradicional; uno puede darse cuenta de ello por un ejemplo como el de la mayor parte de los turuq islámicos, que, en su lado más exterior, pero no obstante todavía esotérico por definición misma, se asocian elementos propiamente «populares» y que, manifiestamente, no son susceptibles de nada más que de una iniciación simplemente virtual; y bien parece que haya sido la misma cosa en las «thyasis» de la antigüedad griega). No hay que decir que el precepto de no distinguirse en modo alguno del vulgo en cuanto a las apariencias, cuando más profundamente se difiere de él en realidad, se encuentra también expresamente en el taoísmo, y Lao-Tseu mismo lo ha formulado en varias ocasiones (NA: Tao-Te-King, concretamente cap XX, XLI, y LXVII ); por lo demás, aquí está ligado bastante estrechamente a un cierto aspecto del simbolismo del agua, que se coloca siempre en los lugares más bajos (NA: Tao-Te-King, cap VIII, cf cap LXI y LXVI ), y que, aunque es lo que hay de más débil, viene a acabar, no obstante, con las cosas más fuertes y más poderosas (NA: Ibid, cap XLIII y LXXVIII). El agua, en tanto que es una imagen del principio «substancial» de las cosas, puede tomarse también, en el orden social, como un símbolo del pueblo, lo que corresponde bien a su posición inferior; y el Sabio, al imitar a la naturaleza o a la manera de ser del agua, se confunde aparentemente con el pueblo; pero eso mismo le permite, mejor que toda otra situación, no solo influenciar al pueblo todo entero por su «acción de presencia», sino también guardar intacto al abrigo de todo alcance aquello por lo cual él es interiormente superior a los demás hombres, y que constituye por lo demás la única superioridad verdadera. No hemos podido indicar más que los principales aspectos de esta cuestión harto compleja, y terminaremos por una última precisión que se refiere más particularmente a las tradicionales esotéricas occidentales: se dice que los templarios que escaparon a la destrucción de su orden se disimularon entre los obreros constructores; si algunos no quieren ver ahí más que una «leyenda», la cosa no es menos significativa por su simbolismo; y por lo demás, de hecho, es incontestable que por lo menos algunos hermetistas actuaron así, concretamente entre aquellos que se vinculaban a la corriente rosicruciana (NA: Entiéndase bien aquí que no estamos haciendo alusión en modo alguno a los pretendidos orígenes de la transformación «especulativa» de la Masonería, que no fue en realidad más que una degeneración, así como lo hemos explicado suficientemente en otras ocasiones, ya que lo que tenemos en vista se remonta a épocas muy anteriores al comienzo del siglo XVIII ). A propósito de esto, recordaremos todavía que, entre las organizaciones iniciáticas cuya forma se basa sobre el ejercicio de un oficio, aquellas que permanecieron siempre puramente «artesanales» sufrieron una degeneración menor que las que fueron afectadas por la intrusión de elementos pertenecientes en su mayor parte a la «burguesía»; Aparte de las demás razones de este hecho que ya hemos expuesto en otras partes, ¿no puede verse ahí también un ejemplo de esa facultad de conservación «popular» del esoterismo de la que el «folklore» es igualmente una manifestación?
Damos aquí unos extractos del estudio de Abdul-Hâdi titulado El-Malâmatiyah a los cuales remite René Guénon en la nota n 2 de la página 144: «He aquí, sobre este punto, un extracto del Tratado sobre las Categorías de la Iniciación, por Mohyiddin ibn Arabi». «El quinto grado está ocupado por “los que se inclinan”, los que se humillan ante la Grandeza dominical, que se imponen el hieratismo del culto, que están exentos de toda pretensión a una recompensa cualquiera en este mundo o en el otro. Esos son los Malâmatiyah. Son los «hombres de confianza de Dios», y constituyen el grupo más elevado. Su número no está limitado, pero están colocados bajo la dirección del Qutb o del «Apogeo espiritual» (NA: El número de los Afrâd o «solitarios» tampoco está limitado, pero éstos no están colocados bajo la supervisión del Qutb de la época. Forman la tercera categoría en la jerarquía esotérica del islamismo). Su regla les obliga a no hacer ver sus méritos y a no ocultar sus defectos… Dicen que el Sufismo es la humildad, la pobreza, la «Gran Paz» y la contrición. Dicen que el «rostro del Sufí está abatido (literalmente = negro) en este mundo y en el otro», indicando así que la ostentación cae con las pretensiones, y que la sinceridad de la adoración se manifiesta por la contrición, ya que se dice: «Yo estoy junto a aquellos cuyos corazones están quebrados a causa de Mí»… Lo que poseen de hecho en Gracias proviene de la fuente misma de los favores divinos. Así pues, ya no tienen ni nombre ni rasgos propios, sino que están desaparecidos en la «verdadera prosternación». Abdul-Hâdi cita seguidamente unos fragmentos del tratado titulado: PRINCIPIOS DE LOS MALÂMATIYAH por el docto Imâm, el sabio iniciado, el Seyid Abu Abdur Rahmân (nieto de Ismael ibn Najib). «Como han realizado (la «Verdad divina») en los grados superiores (del Microcosmos); como se han afirmado entre «las gentes de la concentración» (NA: Ahlul-Jam'i), de El-Qurbah, de El-Uns y El-Waçl (NA: La Unión espiritual), Dios está (por así decir) muy celoso de ellos por permitirles revelarse al mundo tales cuales son en realidad. Por consiguiente, les da un exterior que corresponde al estado de «separación con el Cielo» (NA: El-iftirâq), un exterior hecho de conocimientos ordinarios, de preocupaciones sharaitas, rituales o hieráticas- así como la obligación de obrar, de practicar y de actuar entre los hombres. Sin embargo, sus interiores permanecen en relaciones constantes con la «Verdad divina», tanto en la concentración (NA: El-jam') como en la dispersión (NA: El-jarq), es decir, en todos los estados de la existencia. Esa mentalidad es una de las más altas que el hombre pueda alcanzar, a pesar de que nada de ella aparece en el exterior. Ella recuerda al estado del Profeta ¡Qué Allah ruegue sobre él y le salude!- el cual fue elevado a los más altos grados de la «Proximidad divina», indicados por la fórmula coránica: «Y fue a la distancia de dos longitudes de arco, o incluso todavía más cerca» (NA: Ver Qorân, cap 53, v. 9. Los dos arcos son El-Ilm y El-wujûd, es decir, el Saber y el Ser. Ver F Warrain sobre Wronski, La Síntesis concreta, pág. 169). Cuando volvió hacia las criaturas, no habló con ellas más que de las cosas exteriores. De su conversación íntima con Dios, no apareció nada sobre su persona. Ese estado es superior al de Moisés, a quien nadie pudo mirar el rostro después de que hubo hablado con Dios… El Sheikh del grupo Abu Hafç En-Nisabûrî, decía: «Los discípulos malâmitas evolucionan prodigándose. No se preocupan de sí mismos. El mundo no tiene ninguna presa sobre ellos, y no puede alcanzarles, pues su vida exterior está toda al descubierto, mientras que las sutilezas de su vida interior están rigurosamente ocultas… Abu Hafç fue interrogado un día acerca de por qué el nombre de Malâmatiyah. El respondió: «Los Malâmatiyah están constantemente con Dios por el hecho de que se dominan siempre y no cesan de tener consciencia de su secreto dominical. Se culpan a sí mismos de todo lo que no pueden dispensarse de hacer aparecer en cuanto a hechos de “Proximidad divina”, en el oficio de la plegaria o de otro modo. Disimulan sus méritos y exponen aquello que tienen de culpable. Mientras que las gentes hacen un motivo de acusación de su exterior, ellos se culpan a sí mismos en su interior, ya que conocen la naturaleza humana. Pero Dios los favorece por el descubrimiento de los misterios, por la contemplación del mundo hipersensible, por el arte de conocer la realidad íntima de las cosas según los signos exteriores (NA: El-ferâsah), así como por milagros. El mundo acaba por dejarlos en paz con Dios, alejado de ellos por su ostentación de lo que es culpable o contrario a la respetabilidad. Tal es la disciplina de la Tarîqah de las gentes de la culpa» (NA: Estas palabras de Abu Hafç han sido recogidas por Abdul-Hassan El-Warrâq, quien se las contó a Ahmad ibn Aïssa, el cual, a su vez, fue el informador de Abu Abdur-Rahmân, el autor del presente tratado).
