SOBRE EL PRETENDIDO «ORGULLO INTELECTUAL»
En el capítulo precedente, a propósito de la nueva actitud que se ha tomado frente al esoterismo en algunos medios religiosos, decíamos que, en las exposiciones que se refieren a este orden de cosas, se introducen de tiempo en tiempo, y como incidentemente, algunas insinuaciones malévolas que, si no respondieran a alguna intención bien definida, concordarían bastante mal con la admisión misma del esoterismo, aunque esta admisión no sea más que «de principio» en cierto modo. Entre esas insinuaciones, hay una sobre la cual no creemos inútil volver de nuevo más particularmente: se trata del reproche de «orgullo intelectual», que no es ciertamente nuevo, bien lejos de eso, pero que reaparece todavía ahí una vez más, y que, cosa singular, apunta siempre de preferencia a los adherentes de las doctrinas esotéricas más auténticamente tradicionales; ¿es menester concluir de ello que a éstos se les estima más molestos que a los falsificadores de toda categoría? Eso es muy posible en efecto, y por lo demás, en parecido caso, los falsificadores en cuestión deben ser considerados sin duda como algo que más bien hay que cuidar, puesto que, como lo hemos señalado, sirven para crear las más penosas confusiones y son por eso mismo auxiliares, ciertamente involuntarios, pero no menos útiles por eso, de la «táctica» nueva que se ha creído deber adoptar para hacer frente a las circunstancias. La expresión de «orgullo intelectual» es manifiestamente contradictoria en sí misma, ya que, si las palabras tienen todavía una significación definida (aunque a veces estamos tentados a dudar que la tengan ya para la mayoría de nuestros contemporáneos), el orgullo no puede ser mas que de orden puramente sentimental. En un cierto sentido, quizás se podría hablar de orgullo en conexión con la razón, porque ésta pertenece al dominio individual tanto como el sentimiento, de suerte que, entre la una y el otro, siempre son posibles reacciones recíprocas; ¿pero cómo podría ser así en el orden de la intelectualidad pura, que es esencialmente supraindividual? Y, desde que es de esoterismo de lo que se trata por hipótesis, es evidente que no es de la razón de lo que se trata aquí, sino más bien del intelecto transcendente, ya sea directamente en el caso de una verdadera realización metafísica e iniciática, ya sea al menos indirectamente, pero no obstante muy realmente también, en el caso de un conocimiento que no es todavía más que simplemente teórico, puesto que, de todas las maneras, aquí se trata de un orden de cosas que la razón es incapaz de alcanzar. Por lo demás, es por eso por lo que los racionalistas se han empeñado siempre tanto en negar su existencia; el esoterismo les molesta tanto como a los exoteristas religiosos más exclusivos, aunque naturalmente por motivos completamente diferentes: pero, de hecho, y motivos aparte, hay ahí un «encuentro» que es bastante curioso. En el fondo, el reproche de que se trata puede parecer inspirado sobre todo por la manía igualitaria de los modernos, que no pueden sufrir aquello, sea lo que sea, que rebase el nivel «medio»; pero lo que es más llamativo, es ver a gentes que se certifican de una tradición, aunque sea solo bajo el punto de vista exotérico, compartir semejantes prejuicios, que son el indicio de una mentalidad declaradamente antitradicional. Eso prueba ciertamente que están gravemente afectados por el espíritu moderno, aunque probablemente ellos mismos no se dan cuenta de ello; y en eso hay todavía una de esas contradicciones tan frecuentes en nuestra época, que uno está obligado a constatar aunque se sorprenda de que pueda pasar generalmente desapercibida. Pero donde esta contradicción alcanza su grado más extremo, es cuando se encuentra, no ya en aquellos que están resueltos a no admitir nada más que el exoterismo y que lo declaran expresamente, sino, como es el caso aquí, en aquellos que parecen aceptar un cierto esoterismo, cualquiera que sea por lo demás su valor y su autenticidad, ya que, al fin y al cabo, deberían sentir al menos que el mismo reproche podría ser formulado también contra ellos por los exoteristas intransigentes. ¿Es menester concluir de eso que su pretensión al esoterismo no es en definitiva más que una máscara, y que tiene como cometido sobre todo hacer entrar en la medida común del «rebaño» a aquellos que podrían estar tentados a salir de él si no se pensara encontrar así un medio de apartarlos del verdadero esoterismo? Si ello fuera así, es menester convenir que todo se explicaría bastante bien, puesto que la acusación de «orgullo intelectual» se levanta ante ellos como una suerte de espantapájaros, mientras que, al mismo tiempo, la presentación de un pseudoesoterismo cualquiera daría a sus aspiraciones una satisfacción ilusoria y perfectamente inofensiva; todavía una vez más, sería menester conocer muy mal la mentalidad de algunos medios para negarse a creer en la verosimilitud de una tal hipótesis. Ahora, en lo que concierne al pretendido «orgullo intelectual», podemos ir más al fondo de las cosas: sería verdaderamente un orgullo singular el que desemboca en la negación a la individualidad de todo valor propio, haciéndola aparecer como rigurosamente nula en relación al Principio. En suma, este reproche procede exactamente de la misma incomprensión que el de egoísmo que a veces se dirige también al ser que busca alcanzar la Liberación final: ¿cómo se podría hablar de «egoísmo» allí donde, por definición misma, ya no hay ningún ego? Si no más justo, sería al menos más lógico ver algo de egoísta en la preocupación por la «salvación» (lo que, bien entendido, en modo alguno querría decir que sea ilegítimo), o encontrar la marca de un cierto orgullo en el deseo de «inmortalizar» la propia individualidad de uno en lugar de tender a rebasarla; los exoteristas deberían reflexionar bien en ello, ya que eso podría ayudar a hacerles un poco más circunspectos en las acusaciones que lanzan tan desconsideradamente. A propósito del ser que alcanza la Liberación, agregaremos todavía que una realización de orden universal como esa tiene consecuencias mucho más extensas y efectivas que el vulgar «altruismo», que no es más que la preocupación por los intereses de una simple colectividad, y que, por consiguiente, no sale de ninguna manera del orden individual; en el orden supraindividual, donde ya no hay más «yo», tampoco hay «otro», porque se trata de un dominio donde todos los seres son uno, «fundidos sin estar confundidos», según la expresión del Maestro Eckhart, y que así realizan verdaderamente la palabra de Cristo: «Qué sean uno como el Padre y yo somos uno». Lo que es verdad del orgullo lo es igualmente de la humildad que, siendo su contrario, se sitúa exactamente al mismo nivel, y cuyo carácter no es menos exclusivamente sentimental e individual; pero, en un orden completamente diferente, hay algo que, espiritualmente, es mucho más válido que esa humildad: es la «pobreza espiritual» entendida en su verdadero sentido, es decir, el reconocimiento de la dependencia total del ser frente al Principio; ¿y quién puede tener de ello una consciencia más real y más completa que los verdaderos esoteristas? De buena iríamos aún más lejos: en nuestra época, ¿quién, fuera de los esoteristas, tiene todavía verdaderamente consciencia de ello en algún grado? E, incluso para los adherentes de un exoterismo tradicional, salvo quizás algunas excepciones cada vez más raras, ¿puede haber ahí algo más que una afirmación completamente verbal y exterior? Dudamos mucho que la haya, y la razón profunda de ello es ésta: para emplear los términos de la tradición extremo-oriental, que son aquí los que permiten expresar más fácilmente lo que queremos decir, el hombre plenamente «normal» debe ser yin en relación al Principio, pero únicamente al Principio, y, en razón de su situación «central», debe ser yang en relación a toda la manifestación; por el contrario, el hombre caído toma una actitud por la cual tiende cada vez más a hacerse yang en relación al Principio (o más bien a darse la ilusión de ello, pues no hay que decir que eso es una imposibilidad) y yin en relación a la manifestación; y es de ahí de donde han nacido a la vez el orgullo y la humildad. ¡Cuando la decadencia llega a su última fase, el orgullo desemboca finalmente en la negación del Principio, y la humildad en la de toda jerarquía; de estas dos negaciones los exoteristas religiosos rechazan evidentemente la primera, la rechazan incluso con verdadero horror cuando toma el nombre de «ateísmo», pero, por el contrario, tenemos muy frecuentemente la impresión de que no están tan alejados de la segunda! (NA: Aprovecharemos esta ocasión para señalar también accesoriamente un reproche particularmente grotesco que se nos ha hecho, y que en suma se relaciona también con el mismo orden de ideas, queremos decir con la intrusión de la sentimentalidad en un dominio donde legítimamente no podría tener acceso: ¡parece que nuestros escritos tienen el grave defecto de «carecer de alegría»! Qué algunas cosas nos causen alegría o no, eso no puede depender en todo caso más que de nuestras propias disposiciones individuales, y, en sí mismas, esas cosas no intervienen para nada en nuestros escritos, que son totalmente independientes de semejantes contingencias; eso no puede ni debe pues interesar a nadie, y sería perfectamente ridículo y fuera de lugar introducir algo de eso en la exposición de doctrinas tradicionales al respecto de las cuales las individualidades, y la nuestra tanto como toda otra, no cuentan absolutamente para nada)
