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TRABAJO INICIÁTICO COLECTIVO Y «PRESENCIA» ESPIRITUAL

Hay formas iniciáticas en las cuales, por su constitución misma, el trabajo colectivo tiene un lugar en cierto modo preponderante; con esto no queremos decir, entiéndase bien, que pueda substituir nunca al trabajo personal y puramente interior de cada uno o dispensar de él de una manera cualquiera, pero al menos, en parecido caso, constituiría un elemento completamente esencial, mientras que en otras partes puede ser muy reducido o incluso enteramente inexistente. El caso del que se trata es concretamente el de las iniciaciones que subsisten actualmente en occidente; y sin duda, generalmente, ello es del mismo modo, a un grado más o menos acentuado, en todas las iniciaciones de oficio, dondequiera que se encuentren, ya que en eso hay algo que parece ser inherente a su naturaleza misma. Como hemos hecho alusión en un reciente estudio en lo que concierne a la Masonería (NA: Ver Palabra perdida y términos sustituidos en Apercepciones sobre la francmasonería), a esto se refiere, por ejemplo, un hecho tal como el de una «comunicación» que no puede ser efectuada sino por el concurso de tres personas, de tal suerte que ninguna de ellas posee ella sola el poder necesario a este efecto; en el mismo orden de ideas, podemos citar igualmente la condición de la presencia de un cierto número mínimo de asistentes, siete por ejemplo, para que una iniciación pueda tener lugar válidamente, mientras que hay otras iniciaciones donde la transmisión, así como eso se encuentra frecuentemente en la India en particular, se opera simplemente de un maestro a un discípulo sin el concurso de nadie más. No hay que decir que una tal diferencia de modalidades debe entrañar consecuencias igualmente diferentes en todo el conjunto del Trabajo iniciático ulterior; y, entre esas consecuencias, nos parece sobre todo interesante examinar más de cerca la que se refiere al papel del Guru o de lo que ocupa su lugar. En el caso donde la transmisión iniciática es efectuada por una sola persona, ésta asegura por eso mismo la función del Guru, frente al iniciado; aquí importa poco que sus cualificaciones a este respecto sean más o menos completas y que, como ocurre frecuentemente de hecho, no sea capaz de conducir a su discípulo más que hasta tal o cual estadio determinado; el principio por eso no es menos siempre el mismo: el Guru está ahí desde el punto de partida, y no podría haber ninguna duda sobre su identidad. En el otro caso, por el contrario, las cosas se presentan de una manera mucho menos simple y menos evidente, y uno puede preguntarse legítimamente dónde está en realidad el Guru; sin duda, todo «maestro», cuando instruye a un «aprendiz», siempre puede ocupar su lugar en un cierto sentido y en una cierta medida, pero eso no es nunca más que de una manera muy relativa, y, si el que lleva a cabo la transmisión iniciática no es propiamente más que un upaguru, con mayor razón será lo mismo para todos los demás; por otra parte, ahí no se encuentra nada que recuerde la relación exclusiva del discípulo con un Guru único, que es una condición indispensable para que se pueda emplear este término en su verdadero sentido. De hecho, no parece que, en tales iniciaciones, haya habido nunca, hablando propiamente, Maestros espirituales ejerciendo su función de una manera continua; si los ha habido, lo que evidentemente no puede ser excluido (NA: Debió haberlo necesariamente al menos en el origen mismo de toda forma iniciática determinada, puesto que sólo ellos tienen la cualidad para realizar la «adaptación» requerida por su constitución), no es en suma sino más o menos excepcionalmente, de suerte que su presencia no aparece como un elemento constante y necesario en la constitución especial de las formas iniciáticas de que se trata. Sin embargo, es menester que, a pesar de todo, haya algo que ocupe su lugar; por eso es por lo que uno debe preguntarse quién o qué desempeña efectivamente esa función en parecido caso. A esa pregunta, se podría estar tentado de responder que aquí es la colectividad misma, constituida por el conjunto de la organización iniciática considerada, la que desempeña el papel del Guru; en efecto, esta respuesta sería sugerida de manera bastante natural por la precisión que hemos hecho primeramente sobre la importancia preponderante que se da entonces al trabajo colectivo; pero, sin embargo, sin que se pueda decir que sea enteramente falsa, al menos es completamente insuficiente. Por lo demás, es menester precisar bien que, cuando hablamos a este respecto de la colectividad, no la entenderemos simplemente como la reunión de los individuos considerados en su modalidad corporal únicamente, así como podría ser si se tratara de un agrupamiento profano cualquiera; lo que tenemos sobre todo en vista, es la «entidad psíquica» colectiva, a la cual algunos han dado muy impropiamente el nombre de «egregor». Recordaremos lo que hemos dicho ya a este propósito (NA: Ver capítulo VI: Influencias espirituales y «egregores»): lo «colectivo» como tal no podría rebasar de ninguna manera el dominio individual, puesto que no es en definitiva más que una resultante de las individualidades componentes, ni por consiguiente ir más allá del orden psíquico; ahora bien, todo lo que no es más que psíquico no puede tener ninguna relación efectiva y directa con la iniciación, puesto que ésta consiste esencialmente en la transmisión de una influencia espiritual, destinada a producir efectos de orden igualmente espiritual, y por tanto transcendente en relación a la individualidad, de donde, evidentemente, es menester concluir que todo lo que puede hacer efectiva la acción, primeramente virtual, de esta influencia, debe tener necesariamente un carácter supraindividual, y por eso mismo también, si puede decirse, supracolectivo. Por lo demás, entiéndase bien que, igualmente, no es en tanto que individuo humano como el Guru propiamente dicho ejerce su función, sino en tanto que representa algo supraindividual de lo cual, en esa función, su individualidad no es en realidad más que el soporte; así pues, para que los dos casos sean comparables, es menester que lo que aquí es asimilable al Guru no sea la colectividad misma, sino el principio transcendente al cual sirve de soporte y que es el único que confiere un carácter iniciático verdadero. Por consiguiente, lo que se trata es lo que se puede llamar, en el sentido más estricto de la palabra, una «presencia» espiritual, que actúa en y por el trabajo colectivo mismo; y, sin pretender tratar en modo alguno la cuestión bajo todos sus aspectos, es la naturaleza de esta «presencia» lo que nos queda que explicar un poco más completamente. En la Qabbalah hebraica se dice que, cuando los sabios conversan de los misterios divinos, la Shekinah está entre ellos; así, incluso en una forma iniciática donde el trabajo colectivo no parece ser, de una manera general, un elemento esencial, por eso no está menos afirmada claramente una «presencia» espiritual en el caso donde un tal trabajo tiene lugar, y se podría decir que esa «presencia» se manifiesta en cierto modo en la intersección de las «líneas de fuerza» que van de uno a otro de aquellos que participan en él, como si su «descenso» fuera llamado directamente por la resultante colectiva que se produce en ese punto determinado y que le proporciona un soporte apropiado. No insistiremos más sobre este lado quizás demasiado «técnico» de la cuestión, y solo agregaremos que en eso se trata más especialmente del trabajo de iniciados que han llegado ya a un grado avanzado de desarrollo espiritual, contrariamente a lo que tiene lugar en las organizaciones donde el trabajo colectivo constituye la modalidad habitual y normal desde el comienzo; pero, bien entendido, esta diferencia no cambia en nada el principio mismo de la «presencia» espiritual. Por otra parte, lo que acabamos de decir debe ser aproximado a estas palabras de Cristo: «Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos»; y esta aproximación es particularmente llamativa cuando se sabe la relación estrecha que existe entre el Mesías y la Shekinah (NA: Se pretende a veces que existiría una variante de este texto, llevando solamente «tres» en lugar de «dos o tres», y algunos quieren interpretar estos tres como el cuerpo, el alma y el espíritu; se trataría pues de la concentración y de la unificación de todos los elementos del ser en el trabajo interior, necesaria para que se opere el «descenso» de la influencia espiritual al centro de ese ser. Esta interpretación es ciertamente plausible, e, independientemente de la cuestión de saber exactamente cuál es el texto más correcto, expresa en sí misma una verdad incontestable, pero, en todo caso, en modo alguno excluye la que se refiere al trabajo colectivo; solamente, si el número de tres estuviera realmente especificado, sería menester admitir que representa entonces un mínimo requerido para la eficacia de éste, así como es de hecho en algunas formas iniciáticas). Es verdad que según la interpretación corriente, esto concerniría simplemente a la plegaria; pero, por legítima que sea esta aplicación en el orden exotérico, no hay ninguna razón para limitarse a ella exclusivamente y para no considerar también otra significación más profunda, que por eso mismo será verdadera a fortiori; o al menos no podría haber en eso otra razón que la limitación del punto de vista exotérico mismo, para aquellos que no pueden o que no quieren rebasarlo. Debemos llamar también especialmente la atención sobre la expresión «en mi nombre» que se encuentra por lo demás tan frecuentemente en el Evangelio, ya que actualmente parece que ya no se entiende sino es en un sentido muy disminuido, si es que no pasa incluso casi del todo desapercibida; en efecto, casi nadie comprende ya todo lo que implica tradicionalmente en realidad, bajo la doble relación doctrinal y ritual. Hemos hablado algo de esta última cuestión en diversas ocasiones, y quizás tendremos todavía que volver de nuevo sobre ello; por el momento, aquí solo queremos indicar una consecuencia suya muy importante bajo el punto de vista donde estamos colocados: es que, en todo rigor, el trabajo de una organización iniciática debe cumplirse siempre «en el nombre» del principio espiritual del cual procede y que ella está destinada a manifestar en cierto modo en nuestro mundo (NA: Toda fórmula ritual diferente de la que responde a lo que decimos aquí no puede pues, cuando la ha substituido, considerarse de otro modo que como representando una disminución, debida a un desconocimiento o a una ignorancia más o menos completa de lo que el «nombre» es verdaderamente, y que implica por consecuencia una cierta degeneración de la organización iniciática, puesto que esta substitución muestra que ésta no es ya plenamente consciente de la naturaleza real de la relación que la une a su principio espiritual). Este principio puede estar más o menos «especializado», conformemente a las modalidades que son propias a cada organización iniciática; pero, siendo de naturaleza puramente espiritual, como lo exige evidentemente la meta misma de toda iniciación, es siempre, en definitiva, la expresión de un aspecto divino, y es una emanación directa de aquel que constituye propiamente la «presencia» que inspira y guía el trabajo iniciático colectivo, a fin de que éste pueda producir resultados efectivos según la medida de las capacidades de cada uno de los que toman parte en él.

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