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LA GNOSIS Y LAS ESCUELAS ESPIRITUALISTAS

La Gnosis, en su sentido más amplio y más elevado, es el conocimiento; el verdadero gnosticismo no puede pues ser una escuela o un sistema particular, sino que debe ser ante todo la búsqueda de la Verdad integral. Sin embargo, no habría que creer por ello que deba aceptar todas las doctrinas cualesquiera que sean, so pretexto de que todas contienen una parcela de verdad, pues la síntesis no se obtiene por una amalgama de elementos dispares, como lo creen demasiado fácilmente los espíritus habituados a los métodos analíticos de la ciencia occidental moderna.

Se habla mucho actualmente de unión entre las diversas escuelas llamadas espiritualistas; pero todos los esfuerzos realizados hasta aquí para realizar esa unión han resultado vanos. Pensamos que será siempre igual, pues es imposible asociar doctrinas tan disímiles como lo son todas las que se alinea bajo el nombre de espiritualismo; tales elementos jamás podrán constituir un edificio estable. El error de la mayor parte de esas doctrinas sedicentemente espiritualistas es no ser en realidad más que materialismo transpuesto a otro plano, y querer aplicar al dominio del Espíritu los métodos que la ciencia ordinaria emplea para estudiar el Mundo hílico. Esos métodos experimentales nunca harán conocer otra cosa que simples fenómenos, sobre los cuales sobre los cuales es imposible edificar una teoría metafísica cualquiera, pues un principio universal no puede inferirse de hechos particulares. Por lo demás, la pretensión de adquirir el conocimiento del mundo espiritual por medios materiales es evidentemente absurda; este conocimiento, solamente en nosotros mismos podremos encontrar sus principios, y no en los objetos exteriores.

Algunos estudios experimentales tienen sin duda su valor relativo, en el dominio que les es propio; pero, fuera de ese mismo dominio, no pueden ya tener ningún valor. Por ello el estudio de las fuerzas llamadas psíquicas, por ejemplo, no puede presentar para nosotros ni más ni menos interés que el estudio de no importa qué otras fuerzas naturales, y no tenemos ninguna razón para solidarizarnos con el sabio que prosigue este estudio, no más que con el físico o con el químico que estudian otras fuerzas. Entiéndase bien que hablamos solamente del estudio científico de esas fuerzas llamadas psíquicas y no de las prácticas de los que, partiendo de una idea preconcebida, quieren ve ahí la manifestación de los muertos; esas prácticas no tienen ya incluso el interés relativo de una ciencia experimental, y tienen el peligro que presenta siempre el manejo de una fuerza cualquiera por ignorantes.

Luego es imposible para los que buscan adquirir el conocimiento espiritual, unirse a experimentadores, psiquistas u otros, no por que tengan desprecio por estos últimos, sino simplemente porque no trabajan en el mismo plano. No menos imposible les es admitir doctrinas de pretensiones metafísicas que se apoyen sobre una base experimental, doctrinas a las cuales no se puede seriamente conceder un valor cualquiera, y que conducen siempre a consecuencias absurdas.

La Gnosis debe pues descartar todas esas doctrinas, y no apoyarse más que sobre la Tradición ortodoxa contenida en los Libros sagrados de todos los pueblos. Tradición que es por todas partes la misma, a pesar de las formas diversas que reviste para adaptarse a cada raza y a cada época. Pero, aquí aún, se precisa tener mucho cuidado en distinguir esta Tradición verdadera de todas las interpretaciones erróneas y de todos los comentarios de fantasía que se han dado en nuestros días por una multitud de escuelas más o menos ocultistas, que han desgraciadamente querido hablar demasiado frecuentemente de lo que ignoraban. Es fácil atribuir una doctrina a personajes imaginarios para darle más autoridad, y pretender estar en relación con centros iniciáticos perdidos en las regiones más alejadas del Tíbet o sobre las cumbres más inaccesibles del Himalaya; pero los que conocen los centros iniciáticos reales saben lo que hay que pensar de esas pretensiones.

Esto basta para mostrar que la unión de las escuelas llamadas espiritualistas es imposible, y que además, incluso si fuera posible, no produciría ningún resultado válido, y en consecuencia estaría bien lejos de ser tan deseable como lo creen gentes bienintencionadas, pero insuficientemente informadas sobre lo que son verdaderamente esas diversas escuelas. En realidad, la sola unión posible, es la de todos los centros iniciáticos ortodoxos que han conservado la verdadera Tradición en toda su pureza original; pero esta unión no solamente es posible sino que existe actualmente como ha existido en todo tiempo. Cuando el momento haya llegado, la Thébah misteriosa donde son contenidos todos los principios se abrirá, y mostrará a los que sean capaces de contemplar la Luz sin ser cegados por ella, el edificio inmutable de la universal síntesis.

Desde el principio de la publicación de la revista La Gnose, hemos repudiado muy claramente, pues nos importaba muy particularmente no dejar subsistir a este respecto ningún equívoco en el espíritu de nuestros lectores, hemos, decimos, repudiado toda solidaridad con las diferentes escuelas llamadas espiritualistas, ya se trate de las ocultistas, de las teosofistas, de las espiritistas o de todo otro grupo más o menos similar.

En efecto, todas esas opiniones, que se pueden reunir bajo la denominación común de “neo-espiritualistas” (Hay que tener cuidado en distinguir ese neo-espiritualismo del espiritualismo llamado clásico o ecléctico, muy poco interesante sin duda, y de nulo valor desde el punto de vista metafísico, pero que al menos no se presentaba más que como un sistema filosófico como los otros; totalmente superficial, debe precisamente su éxito a esa falta misma de profundidad, que lo hacía sobre todo muy cómodo para la enseñanza universitaria) no tienen más relación con la Metafísica, lo único que nos interesa, de la que puedan tener las diversas escuelas científicas o filosóficas del Occidente moderno; y presentan además, en virtud de sus pretensiones injustificadas y poco razonables, el grave inconveniente de poder crear, entre las gentes insuficientemente informadas, confusiones extremadamente lamentables, no logrando sino hacer recaer sobre otros, entre los cuales estamos, algo del descrédito que sólo debería alcanzarles a ellas solas, y muy legítimamente, entre todos los hombres serios.

Por ello estimamos no tener que guardar ningún miramiento con las teorías en cuestión, tanto más cuanto que, lo que hacemos, estamos seguros que sus representantes más o menos autorizados, lejos de actuar igualmente a nuestro respecto, no nos lo reconocerían ni nos testimoniarían por ello menos hostilidad; sería pues, por nuestra parte, una pura debilidad que no nos traería ningún provecho, bien al contrario, y que podrían siempre reprocharnos los que conocen por encima nuestros verdaderos sentimientos. No dudamos pues en declarar que consideramos todas esas teorías neo-espiritualistas, en su conjunto, como no menos falsas en su principio mismo y dañosas para la mentalidad pública de lo que lo es nuestros ojos, como ya hemos dicho anteriormente, la tendencia modernista, bajo cualquier forma y dominio que se manifieste (Véase también “L'0rthodoxie Maçonnique”, en Etudes sur la Franc-Maçonnerie, tomo II, p 262).

En efecto, si hay un punto al menos sobre el cual el Catolicismo, en su orientación actual, tiene todas nuestras simpatías, es en lo que concierne a su lucha contra el modernismo. Parece preocuparse mucho menos del neo-espiritualismo, que, es cierto, quizás ha tomado una menor y menos rápida extensión, y que además se mantiene sobre todo fuera de él y sobre otro terreno, de tal suerte que el Catolicismo no puede hacer apenas otra cosa que señalar sus peligros a aquellos de sus fieles que arriesgarían dejarse seducir por doctrinas de ese género. Pero, si alguno, colocándose fuera de toda preocupación confesional, y por consiguiente en un campo de acción mucho más extenso, encontrara un medio práctico de detener la difusión de tantas divagaciones e insanias más o menos hábilmente presentadas, según que lo sean por hombres de mala fe o por simples imbéciles, y que, en uno u otro caso, han ya contribuido a perturbar irremediable a tan gran número de individuos, estimamos que cumpliría, haciendo eso, una verdadera obra de salubridad mental, y rendiría un eminente servicio a una fracción considerable de la humanidad occidental actual (En esta época donde pululan las asociaciones de todo género y las ligas contra todas las calamidades reales o supuestas, se podría quizás sugerir, por ejemplo, la idea de una “Liga antiocultista”, que apelaría simplemente a todas las personas de buen sentido, sin ninguna distinción de partidos o de opiniones).

Tal no puede ser nuestra función, pues, por principio, nos prohibimos formalmente toda polémica, y nos mantenemos apartados de toda acción exterior y de toda lucha de partidos. Sin embargo, sin salir del dominio estrictamente intelectual, podemos, cuando la ocasión se nos presente, mostrar lo absurdo de ciertas doctrinas o de ciertas creencias, y a veces señalar ciertas declaraciones de los espiritualistas mismos, para mostrar el partido que se puede sacar contra sus propias afirmaciones doctrinales, pues la lógica no siempre es su fuerte, y la incoherencia es entre ellos un defecto bastante extendido, visible para todos los que no se dejan arrastrar por palabras más o menos pomposas, por las frases más o menos declamatorias, que muy frecuentemente sólo cubren el vacío del pensamiento. Con la finalidad que acabamos de indicar escribimos hoy el presente capítulo, reservándonos el retomar la cuestión todas las veces que lo juzguemos a propósito, y deseando que nuestras observaciones, hechas al azar de las lecturas y de las investigaciones que atrajeron incidentalmente nuestra atención sobre las teorías incriminadas, pudiesen, si todavía es tiempo, abrir los ojos de personas de buena fe que se han extraviado entre los neo-espiritualistas, y de los cuales algunos al menos serían quizá dignos de mejor suerte.

Ya, en varias ocasiones, hemos declarado que rechazamos absolutamente las hipótesis fundamentales del espiritismo, a saber la reencarnación (Véase especialmente «Le Démiurge», y también Le Symbolisme de la Croix y L'Erreur Spirite), la posibilidad de comunicar con los muertos por medios materiales, y la pretendida demostración experimental de la inmortalidad humana (Véase Etudes sur la Franc-Maçonnerie, t. II, p 273). Por otra parte, esas teorías no son propias solamente de los espiritistas y, en particular, la creencia en la reencarnación es compartida por la mayoría de entre ellos (Se sabe que, no obstante, la mayor parte de los espiritistas americanos son la excepción y no son reencarnacionistas) con los teosofistas y un gran número de ocultistas de diferentes categorías. No podemos admitir nada de esas doctrinas, pues son formalmente contrarias a los principios más elementales de la Metafísica; además, y por esta razón misma, son claramente antitradicionales; por añadidura, no han sido inventadas más que en el curso del siglo XIX, bien que sus partidarios se esfuerzan por todos los medios posibles, torturando y desnaturalizando los textos, en hacer creer que remontan a la más alta antigüedad, empleando para ello los argumentos más extraordinarios y más inesperados; es así como hemos visto muy recientemente, en una revista que tendremos la caridad de no nombrar, el dogma católico de la “resurrección de la carne” interpretado en un sentido reencarnacionista; y aún es un sacerdote, sin duda fuertemente sospechoso de heterodoxia, ¡quien osa sostener semejantes afirmaciones! Es cierto que la reencarnación jamás ha sido condenada explícitamente por la Iglesia Católica, y ciertos ocultistas lo destacan en todo momento con evidente satisfacción; pero no parecen darse cuenta de que, si es así, es muy simplemente porque no era incluso posible suponer que vendría un día en que se imaginaría tal locura. En cuanto a la “resurrección de la carne”, no es en realidad más que una manera defectuosa de designar la “resurrección de los muertos”, que, esotéricamente (Entiéndase bien que esta interpretación esotérica nada tiene en común con la doctrina católica actual, puramente exotérica; a este respecto véase Le Symbolisme de la Croix), puede corresponder a que el ser que realiza en sí el Hombre Universal reencuentra, en su totalidad, los estados que eran considerados como pasados con relación a su estado actual, pero que son eternamente presentes en la “permanente actualidad del ser extra-temporal” (Véase «Pages dédiées á Mercure», La Gnose, 2 año, n 1, p 35 y n 2, p 66).

En otro artículo de la misma revista, hemos puesto de relieve una confesión involuntaria, incluso totalmente inconsciente quizás, que es lo bastante divertida como para merecer ser señalada de paso. Un espiritualista declara que. “la verdad está en la relación exacta de lo contingente a lo absoluto”; ahora bien, esa relación, siendo la de lo finito a lo infinito, no puede ser más que rigurosamente igual a cero; sacad vos mismos la conclusión y ved si tras eso subsiste todavía algo de esta pretendida “verdad espiritualista” que se nos presenta ¡como una futura “evidencia experimental”! Pobre “niño humano” (sic) (El autor tiene el cuidado de advertirnos que “no es un pleonasmo”; entonces, nos preguntamos lo que puede ser), “psico-intelectual”, al que se quiere “alimentar” con semejante verdad (¿?), y a quien se quiere hacer creer que está “hecho para conocerla, amarla y servirla”, fiel imitación de ¡lo que el catecismo católico enseña con respecto a su Dios antropomorfo! Como esta “enseñanza espiritualista” parece, en la intención de sus promotores, proponerse una finalidad sentimental y moral, nos preguntamos si vale la pena querer sustituir las viejas religiones que, a pesar de todos sus defectos, tenían al menos un valor incontestable desde ese punto de vista relativo, por bizarras concepciones que no las reemplazarán ventajosamente en ningún aspecto, y que, sobre todo, serán perfectamente incapaces de cumplir la función social que pretenden.

Volvamos a la cuestión de la reencarnación: éste no es lugar para demostrar su imposibilidad metafísica, es decir, su absurdidad; hemos ya dado todos los elementos de esta demostración (Véase Le Symbolisme de la Croix, y L'Erreur spirite) y la completaremos en otros estudios. Por el momento, debemos limitarnos a ver lo que de ella dicen sus partidarios mismos, a fin de descubrir la base que esta creencia puede tener en su entendimiento. Los espiritistas quieren sobre todo demostrar la reencarnación “experimentalmente” (¿?), por hechos, y ciertos ocultistas les siguen en estas investigaciones, que, naturalmente, no han desembocado en nada probatorio, como tampoco en lo que concierne a la «demostración científica de la inmortalidad». Por otro lado, la mayor parte de los teosofistas no ven, parece, en la teoría reencarnacionista más que una especie de dogma, de artículo de fe, que se debe admitir por motivos de orden sentimental, pero del cual sería imposible dar ninguna prueba racional o sensible.

Rogamos a nuestros lectores excusarnos si, en la continuación, no podamos dar todas las referencias de manera precisa, pues hay gentes a la que quizá ofendería la verdad. Pero, para hacer comprender el razonamiento por el cual algunos ocultistas intentan probar la reencarnación. Es necesario que prevengamos primero que aquellos a los cuales hacemos alusión son partidarios del sistema geocéntrico: ellos consideran a la Tierra como el centro del Universo, sea materialmente, desde el punto de vista de la astronomía física misma, como Auguste Strindberg y diversos otros (Los hay que llegan a negar la existencia real de los astros y a considerarlos como simples reflejos, imágenes visuales o exhalaciones emanadas de la Tierra, según la opinión atribuida, sin duda falsamente, a algunos filósofos antiguos, tales como Anaximandro y Anaxímenes (véase la traducción de los Philosophumena, pp 12 y 13); volveremos un poco más tarde sobre las concepciones astronómicas especiales de ciertos ocultistas), sea al menos, si no llegan hasta eso, por un determinado privilegio en lo que concierne a la naturaleza de sus habitantes. Para ellos, en efecto, la Tierra es el único mundo donde hay seres humanos, porque las condiciones de la vida en los otros planetas o en los otros sistemas son demasiado diferentes de las de la Tierra para que un hombre pudiese adaptarse a ellas; resulta de ahí que, por “hombre”, entienden exclusivamente un individuo corporal, dotado de los cinco sentidos físicos, de las facultades correspondientes (sin olvidar el lenguaje hablado… e incluso escrito), y de todos los órganos necesarios a las diversas funciones de la vida humana terrestre. No conciben que el hombre exista bajo otras formas de vida que ésa (Por otro lado, podemos anotar de pasada que todos los escritores, astrónomos u otros, que han emitido hipótesis sobre los habitantes de los otros planetas, siempre los han concebido. Quizás inconscientemente, a imagen más o menos modificada, de los seres humanos terrestres (véase C Flammarion. La Pluralité des Mondes habités, y Les Mondes imaginaires et les Mondes réels)), ni, con mayor razón, que pudiese existir en modo inmaterial, extra-temporal, extra-espacial, y, sobre todo, fuera y más allá de la vida (La existencia de los seres individuales en el mundo físico está en efecto sometida a un conjunto de cinco condiciones: espacio, tiempo, materia, forma y vida, que se pueden hacer corresponder a los cinco sentidos corporales, así como a los cinco elementos; esta cuestión, muy importante, será tratada por nosotros, con todos los desarrollos que comporta, en el curso de otros estudios). Por tanto, los hombres no pueden reencarnarse más que sobre la Tierra, puesto que no hay ningún otro lugar en el universo donde sea posible vivir; destaquemos por otra parte que esto es contrario a varias otras concepciones, según las cuales el hombre «se encarnaría» en diferentes planetas, como lo admite Louis Figuier (Le Lendemain de la Mort ou la Vie future selon la Science: véase “A propos du Grand Architecte de l'Univers”, en Etudes sur la Franc-Maçonnerie, t. II, p 273), o en diversos mundos, sea simultáneamente, como lo imagina Blanqui (L'Eternité par les 'Astres), sea sucesivamente, como tendería a implicarlo la teoría del «eterno retorno» de Nietzsche (Véase Le Symbolisme de la Croix); algunos han llegado hasta a pretender que el individuo humano podía tener varios «cuerpos materiales» (sic) (He aquí una nueva ocasión para preguntarse si “eso no es un pleonasmo”) viviendo al mismo tiempo en diferentes planetas del mundo físico (Hemos incluso oído emitir la afirmación siguiente: “Si os ocurre soñar haber sido matado, es, en muchos casos, que, en ese mismo instante, ¡lo habéis sido efectivamente en otro planeta!”).

Debemos añadir aún que los ocultistas de los que hemos hablado añaden a la doctrina geocéntrica su acompañamiento habitual, la creencia en la interpretación literal y vulgar de las Escrituras; no pierden ninguna ocasión de mofarse públicamente de los triples y séptuples sentidos de los esoteristas y de los kabalistas (Eso no les impide querer hacer algunas veces Qabbalah a su manera: es así como hemos visto que contaban hasta 72 Sephiroth; ¡y son esos los que osan acusar a otros de fantasear!). Luego, según su teoría, conforme a la traducción exotérica de la Biblia, en el origen, el hombre, “saliendo de las manos del Creador” (pensamos que no podrá negársenos que eso sea antropomorfismo) fue “situado sobre la Tierra para “cultivar su jardín”, es decir, según ellos, para “evolucionar la materia física”, supuestamente más sutil por entonces que ahora. Por el “hombre”, hay que entender aquí la colectividad humana entera, la totalidad del género humano, de tal suerte que “todos los hombres”, sin ninguna excepción, y en número desconocido, pero sin duda muy grande, fueron primero encarnados al mismo tiempo sobre la Tierra (Esa no es la opinión de algunas otras escuelas de ocultismo, que hablan de las “diferencias de edad de los espíritus humanos” con relación a la existencia terrestre, e incluso de los medios para determinarlas, hay también quienes buscan fijar el número de las encarnaciones sucesivas). En esas condiciones, no podía evidentemente producirse ningún nacimiento, puesto que no había ningún hombre no encarnado, y fue así en tanto que el hombre no murió, es decir, hasta la “caída”, entendida en su sentido exotérico, como un hecho histórico (Sobre la interpretación esotérica y metafísica de la “caída original” del hombre, véase “Le Démiurge”), pero que se considera sin embargo como “pudiendo representar toda una serie de acontecimientos que han debido desarrollarse en el curso de un período de varios siglos”. Se consiente pues con todo en ampliar un poco la cronología bíblica ordinaria, en la que resulta difícil situar toda la historia, no solamente de la Tierra, sino del mundo, desde la Creación hasta nuestros días, en una duración total de un poco menos de seis mil años (algunos llegan sin embargo hasta cerca de diez mil) (No contradiríamos sin embargo la opinión que asignaría al Mundo una duración de diez mil años, si se quisiera tomar ese número “diez mil”, no en sentido literal, sino como designando la indefinidad numérica. (Véase «Remarques sur la Notation mathématique»)).

A partir de la “caída”, la materia física devino más grosera, sus propiedades fueron modificadas, fue sometida a la corrupción, y los hombres, aprisionados en esta materia, comenzaron a morir, a “desencarnarse”; seguidamente, comenzaron igualmente a nacer, pues esos hombres “desencarnados”, que quedaban “en el espacio” (¿?) en la “atmósfera invisible” de la Tierra, tendían a “reencarnarse”, a retomar la vida física terrestre en nuevos cuerpos humanos. Así, son siempre los mismos seres humanos (en el sentido de la individualidad corporal restringida, no se olvide) que deben renacer periódicamente del comienzo al final de la humanidad terrestre (Admitiendo que la humanidad terrestre tenga un fin, pues hay también escuelas según las cuales el fin que ella debe alcanzar es entrar en posesión de la “inmortalidad física” o “corporal”, y cada individuo humano se reencarnará sobre la Tierra hasta que finalmente haya llegado a ese resultado. Por otra parte, según los teosofistas, la serie de las encarnaciones de un mismo individuo en este mundo está limitada a la duración de una sola “raza” humana terrestre, según lo cual todos los hombres que constituyan esta “raza” pasan a la “esfera” siguiente de la “ronda” a la cual pertenecen; los mismos teosofistas afirman que, como regla general (pero con excepciones), dos encarnaciones consecutivas están separadas por un intervalo fijo de tiempo, cuya duración sería de mil quinientos años, mientras que, según los espiritistas, se podría a veces “reencarnar” casi inmediatamente tras la muerte, si no incluso en vida (!), en ciertos casos que se declara, felizmente, ser totalmente excepcionales. Otra cuestión que da lugar a numerosas e interminables controversias es la de saber si un mismo individuo debe siempre necesariamente “reencarnarse” en el mismo sexo, o si la hipótesis contraria es posible; tendremos quizá alguna ocasión de volver sobre este punto).

Como se ve, este razonamiento es muy simple y perfectamente lógico, pero a condición de admitir primero su punto de partida, a saber la imposibilidad para el ser humano de existir en modalidades distintas a la forma corporal terrestre, lo que, repetimos, no es de ninguna manera conciliable con las nociones incluso elementales de la Metafísica; y ¡parece que ése es el argumento más sólido que se pueda proporcionar en apoyo de la hipótesis de la reencarnación!

No podemos, en efecto, tomar por un instante en serio los argumentos de orden moral y sentimental, basados sobre la comprobación de una pretendida injusticia en la desigualdad de las condiciones humanas. Esta comprobación proviene de que se consideran siempre hechos particulares, aislándolos del conjunto del que forman parte, mientras que, si se los recoloca en este conjunto, no podría haber evidentemente ninguna injusticia, o, por emplear un término a la vez más sensato y más extenso, ningún desequilibrio (Véase L'Archéométre, año 2, n 1, p 15, nota 3. — En el dominio social, lo que se llama la justicia no puede consistir, según una fórmula extremo-oriental, más que en compensar injusticias con otras injusticias, (concepción que no soporta la introducción de ideas “místico-morales” tales como las de mérito y demérito, de recompensa y de castigo, etc., como tampoco de la noción occidental del progreso moral y social); la suma de todas esas injusticias, que armonizándose y equilibrándose, es, en su conjunto, la mayor justicia desde el punto de vista humano individual), puesto que esos hechos son, como todo el resto, elementos de la armonía total. Nos hemos además explicado suficientemente sobre esta cuestión, y hemos mostrado que el mal no tienen ninguna realidad, lo que así se llama no es más que una relatividad considerada analíticamente, y que, más allá de ese punto de vista especial de la mentalidad humana, la imperfección es necesariamente ilusoria, pues no puede existir más que como elemento de lo Perfecto, lo cual no podría evidentemente contener nada imperfecto (Véase “Le Demiurge”).

Es fácil comprender que la diversidad de las condiciones humanas no proviene de otra cosa que de las diferencias de naturaleza que existen entre los individuos mismos, que ella es inherente a la naturaleza individual de los seres humanos terrestres, y que no es más injusta ni menos necesaria (siendo del mismo orden, aunque en otro grado) que la variedad de las especies animales y vegetales, contra la cual nadie ha soñado todavía en protestar en nombre de la justicia, lo que sería demás perfectamente ridículo (Sobre esta cuestión de la diversidad de las condiciones humanas, considerada como el fundamento de la institución de las castas, véase L'Archéométre, año 2, n x). Las condiciones especiales de cada individuo concurren a la perfección del ser total del cual ese individuo es una modalidad o un estado particular, y, en la totalidad del ser, todo está ligado y equilibrado por el encadenamiento armónico de las causas y de los efectos (Esto supone la coexistencia de todos los elementos considerados fuera del tiempo, tanto como fuera de no importa que otra condición contingente de una cualquiera de las modalidades especializadas de la existencia; señalamos una vez más que esta coexistencia no deja evidentemente ningún lugar a la idea de progreso); pero, cuando se habla de causalidad, cualquiera que posea la menor noción metafísica no puede entender por tal nada que se asemeje de cerca o de lejos a la concepción místico-religiosa de las recompensas y de los castigos (A esta concepción de las sanciones religiosas se vincula la teoría muy occidental del sacrificio y de la expiación, de la cual habremos de demostrar la inanidad), que, tras haber sido aplicada a una “vida futura” más allá de lo terrestre, lo ha sido por los neo-espiritualistas a pretendidas “vidas sucesivas” sobre la Tierra, o al menos en el mundo físico (Lo que los teosofistas denominan muy impropiamente Karma no es otra cosa que la ley de causalidad, por lo demás muy mal comprendida, y todavía peor aplicada; decimos que la comprenden mal, es decir, incompletamente, pues la restringen al dominio individual, en lugar de extenderla al conjunto indefinido de los estados del ser. En realidad, la palabra sánscrita Karma, derivando de la raíz verbal kri, “hacer” (idéntica al latín creare), significa simplemente «acción», y nada más; los Occidentales que han querido emplearla la han pues desviado de su acepción verdadera, que ellos ignoran, y han hecho lo mismo con gran número de otros términos orientales).

Los espiritistas sobre todo han abusado más particularmente de esta concepción totalmente antropomorfista, y han sacado de ella unas concepciones que van frecuentemente hasta la absurdidad más extrema. Tal es el ejemplo bien conocido de la víctima que persigue hasta otra existencia su venganza contra quien la mató: el asesino se convertirá entonces en asesino a su vez, y el muerto, convertido en víctima, deberá vengarse aún en una nueva existencia… y así indefinidamente. Otro ejemplo del mismo género es el del cochero que aplasta a un peatón; como castigo, el cochero, convertido en peatón en su vida siguiente, será aplastado por el peatón convertido en cochero; pero, lógicamente, éste deberá a continuación sufrir el mismo castigo, de modo que esos dos desgraciados individuos estarán obligados a aplastarse así alternativamente el uno al otro hasta el fin de los siglos, pues no hay evidentemente ninguna razón para que eso se detenga.

Debemos por lo demás, para ser imparcial, añadir que, en este punto, los ocultistas no quedan detrás de los espiritistas, pues hemos oído a uno de ellos contar la historia siguiente, como ejemplo de las consecuencias espantosas que pueden entrañar actos considerados generalmente como bastante indiferentes (Ni que decir tiene que las consecuencias puramente individuales (e imaginarias) de las que aquí se trata no tienen ninguna relación con la teoría metafísica, de la que hablaremos en otra parte, según la cual el gesto más elemental puede tener en lo Universal consecuencias ilimitadas, repercutiendo y amplificándose a través de la serie indefinida de los estados del ser, según la doble escala horizontal y vertical (véase Le Symbolisme de la Croix)): un escolar se divierte en romper una pluma, después la arroja; las moléculas del metal guardarán, a través de todas las transformaciones que hayan de sufrir, el recuerdo de la maldad de la cual ese niño ha dado prueba a su respecto; finalmente, tras algunos siglos, esas moléculas pasarán a los órganos de una máquina cualquiera, y, un día, un accidente se producirá, y un obrero morirá triturado por esta máquina; ahora bien, resultará que este obrero será el escolar del que se ha tratado, que se habrá reencarnado para sufrir el castigo de su acto anterior (Hay ocultistas que llegan hasta pretender que las enfermedades congénitas son el resultado de accidentes ocurridos en “existencias anteriores”). Sería sin duda difícil imaginar algo más extravagante que semejantes cuentos fantásticos, que bastan para dar una idea justa de la mentalidad de quienes los inventan, y sobre todo de quienes los creen.

Una concepción que se vincula bastante estrechamente con la de la reencarnación, y que cuenta también con numerosos partidarios entre los reencarnacionistas, es aquella según la cual cada ser debería, en el curso de su evolución, pasar sucesivamente por todas las formas de vida, terrestres u otras (Hablamos solamente de “formas de vida”, porque hay que entender bien que quienes sostienen tal opinión no podrían concebir nada fuera de la vida (y de la vida en la forma), de suerte que, para ellos, esta expresión encierra todas las posibilidades, mientras que, para nosotros, no representa al contrario más que una posibilidad de manifestación muy especial). A eso, sólo hay una palabra que responder: tal teoría es una imposibilidad, por la simple razón de que existe una indefinidad de formas vivientes por las cuales un ser cualquiera no podrá jamás pasar, siendo esas formas todas aquellas que están ocupadas por todos los otros seres. Luego es absurdo el pretender que un ser, para llegar al término de su evolución, debe recorrer todas las posibilidades consideradas individualmente, puesto que este enunciado encierra una imposibilidad; y podemos ver aquí un caso enteramente particular de esta concepción enteramente falsa, tan extendida en Occidente, según la cual no se podría llegar a la síntesis por el análisis, mientras que, al contrario, es imposible llegar de esta manera (Véase “Le Démiurge”). Incluso cuando un ser hubiera recorrido así una indefinidad de posibilidades, toda esta evolución no podría nunca ser más que rigurosamente igual a cero con relación a la Perfección, pues lo indefinido, procediendo de lo finito y estando producido por él (como lo muestra claramente la generación de los números), luego estando ahí contenido en potencia, no es en suma más que el desarrollo de las potencialidades de lo finito, y, por consiguiente, no puede evidentemente tener ninguna relación con lo Infinito, lo que viene a ser como decir que, considerado desde lo Infinito o desde la Perfección, que es idéntica al Infinito), no puede ser más que cero. La concepción analítica de la evolución viene pues a añadir indefinidamente cero a sí mismo, por una indefinidad de adiciones distintas y sucesivas, cuyo resultado final será siempre cero (Lo que es cierto, de manera general, de lo indefinido considerado con relación (o más bien con ausencia de relación) al Infinito, permanece verdadero para cada aspecto particular de lo indefinido, o, si se quiere, para la indefinidad particular que corresponde al desarrollo de cada posibilidad considerada aisladamente; luego esto es cierto, especialmente, para la inmortalidad (extensión indefinida de la posibilidad vida), que, en consecuencia, no puede ser más que cero con relación a la Eternidad; tendremos por lo demás ocasión para explicarnos más ampliamente sobre este punto (véase también “A propos du Grand Architecte de l'Univers”, en Etudes sur la Franc-Maçonnerie, t. II, p 273); no se puede salir de esta serie estéril de operaciones analíticas más que por la integración, y ésta se efectúa de un solo golpe, por una síntesis inmediata y trascendente, que no está lógicamente precedida por ningún análisis (Para más detalles sobre la representación matemática del ser por una doble integración realizando el volumen universal, véase nuestro estudio sobre Le Symbolisme de la Croix).

Por otra parte, puesto que, como hemos explicado en diversas ocasiones, el mundo físico entero, en el despliegue integral de todas las posibilidades que contiene, no es más que el dominio de manifestación de un solo estado de ser individual, ese mismo estado ser contiene en él, a fortiori, las potencialidades correspondientes a todas las modalidades de la vida terrestre, que no es sino una porción muy restringida del mundo físico. Luego, si el desarrollo completo de la individualidad actual, que se extiende indefinidamente más allá de la individualidad corporal, abraza todas las potencialidades cuyas manifestaciones constituyen el conjunto del mundo físico, abraza en particular todas aquellas que corresponden a las diversas modalidades de la vida terrestre. Esto vuelve pues inútil la suposición de una multiplicidad de existencias a través de las cuales el ser se elevaría progresivamente desde la modalidad de vida más inferior, la del mineral, hasta la modalidad humana, considerada como la más elevada, pasando sucesivamente por el vegetal y el animal, con toda la multiplicidad de grados que comporta cada uno de esos reinos. El individuo, en su extensión integral, contiene simultáneamente las posibilidades que corresponden a todos esos grados; esta simultaneidad no se traduce en sucesión temporal más que en el desarrollo de su única modalidad corporal, en el curso del cual, como lo muestra la embriología, pasa en efecto por todos los estadios correspondientes, desde la forma unicelular de los seres organizados más elementales e incluso, remontando aún más alto, desde el cristal (que presenta por otro lado más de una analogía con los seres rudimentarios) (Especialmente en lo que concierne al modo de crecimiento; lo mismo para la reproducción por bipartición o gemiparidad. Sobre esta cuestión de la vida de los cristales, véase en particular los notables trabajos del profesor J C Bose de Calcuta, que han inspirado (por no decir más), los de los diversos sabios europeos), hasta la forma humana terrestre. Pero, para nosotros, esas consideraciones no son en absoluto una prueba de la teoría “transformista”, pues no podemos considerar más que como una pura hipótesis la pretendida ley según la cual “la ontogenia será paralela a la filogenia”; en efecto, si el desarrollo del individuo, u ontogénico, es comprobable por la observación directa, nadie osaría pretender que pudiese ocurrir lo mismo para el desarrollo de la especie, o “filogénico” (Hemos ya expuesto la razón por la cual la cuestión puramente científica del “transformismo” no presenta ningún interés para la Metafísica (véase “Conceptions scientifiques et Idéal maçonnique”, en Etudes sur la Franc-Maçonnerie, t. II, p 288). Por otra parte, incluso en el sentido restringido que acabamos de indicar, el punto de vista de la sucesión pierde casi todo su interés por la simple observación de que el germen, antes de todo desarrollo, contiene ya en potencia el ser completo; y este punto de vista debe siempre permanecer subordinado al de la simultaneidad, al cual nos conduce necesariamente la teoría metafísica de los estados múltiples del ser.

Luego, dejando de lado la consideración esencialmente relativa del desarrollo embriogénico de la modalidad corporal (consideración que no puede ser para nosotros más que la indicación de una analogía con relación a la individualidad integral), no puede ser cuestión, en razón de la existencia simultánea, en el individuo, de la indefinidad de las modalidades vitales, o, lo que viene a ser lo mismo, de las posibilidades correspondientes, no puede, decimos, ser cuestión más que de una sucesión puramente lógica (y no temporal), es decir, una jerarquización de esas modalidades o de esas posibilidades en la extensión del estado de ser individual, en el cual no se realizan corporalmente. A este respecto, y para mostrar que esas concepciones no nos son particulares, hemos pensado que sería interesante reproducir algunos extractos del capítulo dedicado a esta cuestión en los cuadernos de enseñanza de una de las raras Fraternidades iniciáticas serias que existen todavía actualmente en Occidente (No nos demoraremos en señalar las calumnias absurdas y las historietas más o menos ineptas que gentes mal informadas o mal intencionadas han extendido a placer sobre esta Fraternidad, que es designada por las siglas H B of L; pero creemos sin embargo necesario advertir que es extraña a todo movimiento ocultista, bien que algunos hayan juzgado bueno apropiarse de algunas de sus enseñanzas, desnaturalizándolas por lo demás completamente para adaptarlas a sus propias concepciones):

«En el descenso de la vida a las condiciones exteriores, la mónada ha debido atravesar cada uno de los estados del mundo espiritual, después los reinos del imperio astral (Es decir, los diversos estados de la manifestación sutil, repartidos según su correspondencia con los elementos), para aparecer en fin sobre el plano externo, aquel más bajo posible, es decir, el mineral. A partir de ahí, vemos penetrar sucesivamente las olas de la vida mineral, vegetal y animal del planeta. En virtud de las leyes superiores y más interiores de su ciclo especial, sus atributos divinos buscan siempre desarrollarse en sus potencialidades aprisionadas. En cuanto una forma está provista, y sus capacidades agotadas (Es decir, que ha desarrollado completamente toda la serie de las modificaciones de las que es susceptible), otra forma nueva y de grado más elevado es requerida; así, cada una deviene cada vez de estructura más compleja, cada vez más diversificada en sus funciones. Es así como vemos a la mónada viviente comenzar en el mineral, en el mundo exterior, después a la gran espiral de su existencia evolucionaría avanzar lentamente, imperceptiblemente, pero sin embargo progresar siempre (Esto desde el punto de vista exterior, entiéndase bien). No hay forma demasiado simple ni organismo demasiado complejo para la facultad de adaptación de una potencia maravillosa, inconcebible, que posee el alma humana. Y, a través del ciclo entero de la Necesidad, el carácter de su genio, el grado de su emanación espiritual, y los estados a los cuales pertenece en el origen, son conservados estrictamente, con una exactitud matemática (Lo que implica la coexistencia de todas las modalidades vitales)»

«Durante el curso de su involución, la mónada no está realmente encarnada en ninguna forma, cualquiera que sea. El curso de su descenso a través de los diversos reinos se cumple por una polarización gradual de sus poderes divinos, debida a su contacto con las condiciones de externización gradual del arco descendente y subjetivo del ciclo espiral.»

«Es una verdad absoluta que expresa el adepto autor de Ghost-Land, cuando dice que, en tanto que ser impersonal, el hombre vive en una indefinidad de mundos antes de llegar a éste. En todos esos mundos, el alma desarrolla sus estados rudimentarios, hasta que su progreso cíclico la torna capaz de alcanzar (Por la extensión gradual de ese desarrollo hasta que hay alcanzado una zona determinada, correspondiente al estado especial que se considera aquí) el estado especial cuya función gloriosa es conferir a esta alma la consciencia. Sólo en ese momento ella deviene verdaderamente un hombre; en todo otro instante de su viaje cósmico, no es más que un ser embrionario, una forma pasajera, una criatura impersonal, en la cual brilla una parte, pero una parte solamente del alma humana no individualizada.»

«Cuando el gran escalón de consciencia, cumbre de la serie de las manifestaciones materiales, es alcanzada, jamás el alma retornará a la matriz de la materia, no sufrirá la encarnación material, en adelante, sus renacimientos son en el reino del espíritu. Los que sostienen la doctrina extrañamente ilógica de la multiplicidad de los nacimientos humanos, no han sin duda desarrollado en ellos mismos el estado lúcido de Consciencia espiritual; si no, la teoría de la reencarnación, afirmada y sostenida hoy por un gran número de hombres y de mujeres versados en la “sabiduría mundana”, no tendría el menor crédito. Una educación exterior carece relativamente de valor como medio de obtener el Conocimiento verdadero.»

No se encuentra en la naturaleza ninguna analogía a favor de la reencarnación, mientras que se encuentran numerosas en sentido contrario. «La bellota se convierte en encina, la nuez de coco deviene cocotero; pero la encina puede dar miríadas de otras bellotas, nunca convertirse ella misma en bellota; ni el cocotero deviene nuez. Lo mismo para el hombre: desde que el alma se ha manifestado sobre el plano humano y ha alcanzado así la consciencia de la vida exterior, no pasa ya nunca de nuevo por ninguno de sus estados rudimentarios.»

«Una publicación reciente afirma que ” los que han llevado la vida noble y digna de un rey, (aunque fuese en el cuerpo de un mendigo), en su última existencia terrestre, revivirán como nobles, reyes, u otros personajes de alto rango“. Pero sabemos que los reyes y los nobles han sido en el pasado y son en el presente, frecuentemente los peores especímenes de la humanidad que sea posible concebir, desde el punto de vista espiritual. Tales aserciones no son buenas más que para probar que sus autores no hablan más que bajo la inspiración de la sentimentalidad, y que les falta el Conocimiento.»

«Todos los pretendidos “despertares de recuerdos” latentes por los cuales ciertas personas aseguran recordar sus existencias pasadas, pueden explicarse, e incluso sólo pueden explicarse, por las simples leyes de la afinidad y de la forma. Cada raza de seres humanos, considerado en sí-misma, es inmortal; lo mismo pasa con cada ciclo: jamás el primer ciclo deviene el segundo, pero los seres del primer ciclo son (espiritualmente) los padres, o los generadores, de los del segundo ciclo (Es por lo que la tradición hindú da el nombre de Pitris (padres o ancestros) a los seres del ciclo que precede al nuestro, y que está representado, con relación a este, como correspondiendo a la Esfera de la Luna; los Pitris forman la humanidad terrestre a su imagen, y esta humanidad actual juega a su vez el mismo papel con relación a la del ciclo siguiente. Esta relación causal de un ciclo al otro presupone necesariamente la coexistencia de todos los ciclos, que no son sucesivos más que desde el punto de vista de su encadenamiento lógico; si fuera de otra forma, tal relación no podría existir (véase L'Homme et son devenir selon le Vêdânta )). Así, cada ciclo comprende una gran familia constituida por la reunión de diversos grupos de almas humanas, cada condición estando determinada por las leyes de su actividad, las de su forma y las de su afinidad: una trinidad de leyes.»

«Es así como el hombre puede ser comparado a la bellota y a la encina: el alma embrionaria, no individualizada, deviene un hombre así como la bellota se convierte en una encina, y, del mismo modo que la encina da nacimiento a una cantidad innumerable de bellotas, el hombre proporciona a su vez a una indefinidad de almas los medios para tomar nacimiento en el mundo espiritual. Hay correspondencia completa entre los dos, y por esta razón los antiguos Druidas rendían tan grandes honores a este árbol, que era honrado más allá de todos los demás por los poderosos Hierofantes.» Se ve así cuán lejos estaban los Druidas de admitir la “transmigración” en el sentido ordinario y material de la palabra, y cuán poco pensaban en la teoría, que, repetimos, es totalmente moderna, de la reencarnación.

Hemos visto recientemente, en una revista espiritista extranjera un artículo cuyo autor criticaba, con razón, la idea ridícula de los que, anunciando para un tiempo próximo la “segunda venida” de Cristo, la presentan como debiendo ser una reencarnación (Esta extravagante opinión, que ha encontrado en particular, desde hace algunos años, mucho crédito entre los teosofistas, apenas es más absurda, después de todo, que la de la gente que sostiene que san Juan Bautista fue una reencarnación del profeta Elías; por otro lado, diremos algunas palabras a continuación, con respecto a los diversos textos de los Evangelios que algunos se han esforzado por interpretar a favor de la teoría reencarnacionista). Pero la cosa se pone más divertida cuando ese mismo autor declara que, si no puede admitir esta tesis, es muy simplemente porque, según él, el retorno de Cristo es ahora un hecho cumplido… ¡por el espiritismo! «Ha venido ya, dice él, puesto que, en ciertos centros, se registran sus comunicaciones.» Verdaderamente, ¡hay que tener una fe bien robusta para poder creer así que el Cristo y sus Apóstoles se manifiestan en sesiones espiritistas y hablan por el órgano de los médiums! Si hay gentes para las que una creencia es necesaria (y parece que sea el caso de la inmensa mayoría de los Occidentales), no dudamos en afirmar cuán preferimos incluso la del católico menos iluminado, o incluso la fe del materialista sincero, pues ésta también lo es (Véase a este respecto “A propos du Grand Architecte de l'Univers”, en Etudes sur la Franc-Maçonnerie, t. II).

Como ya lo hemos dicho, consideramos al neo-espiritualismo, en la forma que sea, como absolutamente incapaz de reemplazar las antiguas religiones en su papel social y moral, y sin embargo tal es el fin que se propone, de una manera más o menos confesada. Hemos hecho alusión precedentemente, en particular, a las pretensiones de sus promotores, en lo que concierne a la enseñanza; acabamos de leer un discurso pronunciado sobre el asunto por uno de ellos. Como quiera que se diga, encontramos muy poco «equilibrado» el «espiritualismo liberal» de esos «aviadores del espíritu»(?!), que viendo en la atmósfera «dos colosales nimbos cargados hasta la cola (sic) de electricidades contrarias», se preguntan «cómo evitar series de relámpagos, gamas de truenos (sic), caídas de rayos», y que, a pesar de tales presagios amenazantes quieren «afrontar la libertad de enseñanza» como otros han «afrontado las libertades del espacio». Ellos admiten sin embargo que «la enseñanza de la escuela debe permanecer neutra», pero a condición que esta «neutralidad» desemboque en conclusiones «espiritualistas»; nos parece que esa no sería más que una neutralidad aparente, no real, y cualquiera con el menor sentido de la lógica no puede apenas pensar de otro modo al respecto; pero para ellos, al contrario, ¡eso es la «neutralidad profunda»! el espíritu de sistema y las ideas preconcebidas conducen a veces a extrañas contradicciones, y esto es un ejemplo que tenemos que señalar (Podríamos recordar a este propósito, en otro orden de ideas, la actitud de ciertos doctos, que rechazan admitir hechos debidamente comprobados, simplemente porque sus teorías no permiten dar de ellos una explicación satisfactoria). En cuanto a nosotros, que estamos lejos de pretender una acción social cualquiera, es evidente que esta cuestión de la enseñanza, así planteada, no puede interesarnos de ningún modo. El único método que tendría un valor real sería el de la «instrucción integral (Véase la obra publicada con el título L'instruction intégrale, por nuestro eminente colaborador F-Ch. Barlet)»; y desgraciadamente, dada la mentalidad actual, se está lejos, sin duda para mucho tiempo aún, de poder intentar la menor aplicación en Occidente, y particularmente en Francia, donde el espíritu protestante, caro a ciertos «espiritualistas liberales», reina como dueño absoluto en todos los grados y todas las ramas de la enseñanza.

El autor del discurso en cuestión (no queremos nombrarlo aquí, para no herir su… modestia) ha creído bueno recientemente, en una circunstancia que importa poco especificar, reprocharnos no haber dicho que no tenemos «absolutamente nada en común con él (como tampoco por lo demás con los restantes neo-espiritualistas de toda secta y de toda escuela), y él objetaba que ello debía conducirnos a «rechazar la fraternidad, la virtud, a negar a Dios, la inmortalidad del alma y al Cristo», ¡muchas cosas pasaderamente disparatadas! Aunque nos prohibimos formalmente toda polémica en esta Revista, pensamos que no es inútil reproducir aquí nuestra respuesta a esas objeciones para una más completa edificación de nuestros lectores, y para marcar mejor y más precisamente (a riesgo de repetirnos un poco) ciertas diferencias profundas sobre las cuales nunca insistiremos demasiado.

Primero, como quiera que pueda decir M X, su Dios no es ciertamente el nuestro, pues él cree evidentemente, como además todos los Occidentales modernos, en un Dios “personal” (por no decir individual) y un poco antropomorfo, el cual, en efecto, “nada tiene en común” con el Infinito metafísico (Por lo demás, la misma palabra Dios está tan ligada a la concepción antropomórfica, ha devenido tan incapaz de corresponder a otra cosa, que preferimos evitar su empleo lo más posible, aunque no fuera más que para marcar mejor el abismo que separa la Metafísica de las religiones).

Diremos otro tanto de su concepción de Cristo, es decir, de un Mesías único, que sería una “encarnación” de la Divinidad; reconocemos, al contrario, una pluralidad (e incluso una indefinidad) de manifestaciones divinas, pero que no son de ninguna manera “encarnaciones”, pues importa ante todo mantener la pureza del Monoteísmo, que no podría concordar con semejante teoría.

«En cuanto a la concepción individualista de la inmortalidad el alma, es mucho más simple todavía, y M X… se ha singularmente equivocado si ha creído que dudaríamos en declarar que la rechazamos completamente, tanto bajo la forma de una futura vida extra-terrestre como bajo aquella, sin duda mucho más ridícula, de la demasiado famosa teoría de la “reencarnación”

Las cuestiones de “preexistencia” y de “post-existencia” no se plantean evidentemente para cualquiera que considere todas las cosas fuera del tiempo; por otra parte, la “inmortalidad” no puede ser más que una extensión indefinida de la vida, y nunca será sino rigurosamente igual a cero frente a la Eternidad (Véase nota anterior), lo único que nos interesa, y que está más allá de la vida, tanto como del tiempo y todas las otras condiciones limitativas de la existencia individual. Sabemos muy bien que los Occidentales se atienen por encima de todo a su “yo”; pero ¿qué valor puede tener una tendencia puramente sentimental como ésa? ¡Tanto peor para los que prefieren ilusorias consolaciones a la Verdad!

«En fin, la ” fraternidad“ y la “virtud” no son manifiestamente otra cosa que simples nociones morales; y la moral, que es totalmente relativa, y que no concierne más que al dominio muy especial y restringido de la “acción social” (Sobre esta cuestión de la moral, véase “Conceptions scientifiques et Idéal maçonnique”, obra citada), no tiene absolutamente nada que ver con la Gnosis, que es exclusivamente metafísica. Y no pensamos que sea demasiado “arriesgarnos”, como dice M X…, afirmando que éste ignora todo de la Metafísica; dicho sea, por lo demás, sin hacerle el menor reproche por ello, pues está incontestablemente permitido el ignorar lo que no ha tenido jamás ocasión de estudiar: ¡nadie está obligado a lo imposible!»

Hemos dicho precedentemente, pero sin insistir en ello, que existen gentes, espiritistas, u otros, que se esfuerzan en probar «experimentalmente» la tesis reencarnacionista (Véase L'Erreur spirite, capítulo sobre la Reencarnación); semejante pretensión debe parecer tan inverosímil a toda persona dotada simplemente del más vulgar buen sentido, que se estaría tentado, a priori, de suponer que ello no puede tratarse más que de alguna broma pesada; pero parece no obstante que no es nada de eso. He aquí, en efecto, que un experimentador reputado como serio, que ha adquirido cierta consideración científica por sus trabajos sobre el “psiquismo” (A falta de un término menos imperfecto, conservamos el de “psiquismo”, por vago e impreciso que sea, para designar un conjunto de estudios cuyo objeto mismo, por lo demás, apenas está mejor definido; alguno (el Dr. Richet, creemos) ha tenido la idea desgraciada de sustituir esta palabra por la de “metapsíquica”, que tiene el inmenso inconveniente de hacer pensar en algo más o menos análogo o paralelo a la Metafísica (y, en ese caso, no vemos demasiado lo que podría ser, si no es la Metafísica misma con otro nombre), mientras que, muy al contrario, se trata de una ciencia experimental, con métodos calcados tan exactamente como es posible, sobre las de las ciencias físicas), pero que, desgraciadamente para él, parece haberse poco a poco convertido casi enteramente a las teorías espiritistas (ocurre bastante frecuentemente que los eruditos no están exentos de cierta… ingenuidad) (El caso al cual hacemos alusión no es aislado, y hay otros muy semejantes, de los que varios son incluso muy conocidos; hemos citado en otra parte los de Crookes, de Lombroso, del Dr. Richet y de M Camille Flammarion (“A propos du Grand Architecte de l'Univers”) y habríamos podido añadir el de Williams James y varios otros aún; todo ello prueba simplemente que un docto analista, cualquiera que sea su valor como tal, y cualquiera que sea también su dominio especial, no por ello es forzosamente, fuera de ese mismo dominio, notablemente superior a la gran masa del público ignorante y crédulo que proporciona la mayor parte de la clientela espirito-ocultista), ha publicado muy recientemente una obra conteniendo la exposición de sus investigaciones sobre las pretendidas “vidas sucesivas” por medio de los fenómenos de “regresión de la memoria” que ha creído comprobar en ciertos sujetos hipnóticos o magnéticos (No buscaremos aquí hasta qué punto es posible diferenciar claramente el hipnotismo y el magnetismo; podría ser que esta distinción fuese más verbal que real y, en todo caso, no tiene ninguna importancia en cuanto a la cuestión que nos ocupa presentemente).

Decimos: lo que él ha creído comprobar, pues, si no podemos de ninguna manera poner en duda su buena fe, pensamos al menos que los hechos que así interpreta, en virtud de una hipótesis preconcebida, se explican en realidad de una manera muy distinta y mucho más simple. En suma, esos hechos se resumen en esto: el sujeto, estando en un determinado estado, puede ser resituado mentalmente en las condiciones en que se encontraba en una época pasada, y ser “situado” así en una edad cualquiera, de la que habla entonces como del presente, de donde se concluye que, en ese caso, no hay “recuerdo” sino “regresión de la memoria”. Esto es además una contradicción en los términos, pues no puede evidentemente ser cuestión de memoria, allá donde no hay recuerdo; pero, aparte esta observación, hay que preguntarse ante todo si la posibilidad del recuerdo puro y simple está verdaderamente excluida por la sola razón de que el sujeto hable del pasado como si se le hubiera vuelto presente.

A ello, se puede responder inmediatamente que los recuerdos, en tanto que tales, están siempre mentalmente presentes (Que esos recuerdos se encuentren además actualmente en el campo de la consciencia clara y distinta o en el de la “subconsciencia” (admitiendo ese término en su sentido totalmente general), poco importa puesto que, normalmente, siempre han tenido la posibilidad de pasar de una a otra, lo que muestra que no se trata más que de una diferencia de grado, y nada más); lo que para nuestra consciencia actual, los caracteriza efectivamente como recuerdos de eventos pasados, es su comparación con nuestras percepciones presentes (entendemos presentes en tanto que percepciones), única comparación que permite distinguir los unos de las otras estableciendo una relación (temporal, es decir, de sucesión) entre los eventos exteriores (Exteriores con relación al punto e vista de nuestra consciencia individual, bien entendido; por otra parte, esta distinción del recuerdo y de la percepción no viene más que de la psicología más elemental, y, por otra parte, es independiente de la cuestión del modo de percepción de los objetos enfocados como exteriores, o sobre todo de sus cualidades sensibles) de los cuales son para nosotros las traducciones mentales respectivas. Si esta comparación se hiciera imposible por una razón cualquiera (sea por la supresión momentánea de toda impresión exterior, sea de otra manera), el recuerdo, no estando ya localizado en el tiempo con relación a otros elementos psicológicos actualmente diferentes, pierde su carácter representativo del pasado, para no conservar más que su cualidad actual de presente. Ahora bien, es precisamente eso lo que se produce en los casos de los que hablamos: el estado en el cual está emplazado el sujeto corresponde a una modificación de su consciencia actual, implicando una extensión, en cierto sentido, de sus facultades individuales en detrimento momentáneo del desarrollo en otro sentido al que sus facultades poseen en el estado normal. Luego, si, en tal estado, se impide al sujeto estar afectado por las percepciones del presente, y si, además, se descartan al mismo tiempo de su consciencia todos los acontecimientos posteriores a un momento determinado (condiciones que son perfectamente realizables con ayuda de la sugestión), cuando los recuerdos relacionados con ese mismo momento se presentan distintamente a esta consciencia así modificada en cuanto a su extensión (que es entonces para el sujeto la consciencia actual), ellos no pueden de ningún modo estar situados en el pasado o considerados bajo este aspecto, puesto que no hay en acto en el campo de la consciencia ningún elemento con el cual pudiesen ser puestos en una relación de anterioridad temporal.

En todo ello, no se trata sino de un estado mental implicando una modificación de la concepción del tiempo (o mejor de su aprehensión) con relación al estado normal; y, por otra parte, esos dos estados no son ambos más que dos modalidades diferentes de una misma individualidad (Es lo mismo de los estados (espontáneos o provocados) que corresponden a todas las alteraciones de la consciencia individual, de las cuales las más importantes están ordinariamente colocadas bajo la denominación impropia y defectuosa de “desdoblamiento de la personalidad”). En efecto, no puede ser cuestión aquí de estados superiores y extra-individuales, en los cuales el ser estaría liberado de la condición temporal, ni incluso de una extensión de la individualidad que implique esa misma liberación parcial, puesto que se emplaza al contrario al sujeto en un instante determinado, lo que supone esencialmente que su estado actual está condicionado por el tiempo. Además, por una parte, estados como aquellos a los cuales acabamos de aludir no pueden evidentemente ser alcanzados por medios que son enteramente del dominio de la individualidad actual y restringida, como lo es necesariamente todo procedimiento experimental; y, por otra parte, incluso si fueran alcanzados de la manera que fuere, no podrían de ningún modo hacerse sensibles para esta individualidad, cuyas condiciones particulares de existencia no tienen ningún punto de contacto con las de los estados superiores del ser, y que, en tanto que individualidad especial, es forzosamente incapaz de sentir, y con mayor razón de expresar, todo lo que está más allá de los límites de sus propias posibilidades (Por lo demás, en todos los casos de los que hablamos, no se trata más que de eventos físicos, e incluso lo más frecuentemente terrestres (aunque tal otro experimentador conocido haya publicado antaño un relato detallado de las pretendidas “encarnaciones anteriores” de su sujeto sobre el planeta Marte, sin quedar sorprendido de que todo lo que pasa sobre éste ¡sea tan fácilmente traducible al lenguaje terrestre! Nada hay allá que exija en absoluto la intervención de estados superiores del ser, que además, entiéndase bien, los “psíquicos” ni sospechan incluso).

En cuanto a retornar efectivamente al pasado, es una cosa que, como decimos en otra parte, es manifiestamente tan imposible al individuo humano como transponerse al porvenir (Véase para esto, así como para lo que sigue, nuestro estudio sobre “Les conditions de l'existence corporelle”); y no habríamos nunca pensado que la «máquina del tiempo» de Wells pudiese ser considerada de otra forma que como una concepción de pura fantasía, ni que se llegase hasta a hablar seriamente de la «reversibilidad del tiempo». El espacio es reversible, es decir, que una cualquiera de sus partes, habiendo sido recorrida en cierto sentido, puede serlo a continuación en sentido inverso, y ello porque es una coordinación de elementos considerados en modo simultáneo y permanente; pero el tiempo, siendo al contrario una coordinación de elementos considerados en modo sucesivo y transitorio, no puede ser reversible, pues tal suposición sería la negación misma del punto de vista de la sucesión, o, en otros términos, vendría precisamente a suprimir la condición temporal (Esta supresión de la concepción temporal es por lo demás posible, pero no en los casos que consideramos aquí, puesto que esos casos suponen siempre el tiempo; y, hablando además de la concepción del “eterno presente”, hemos tenido buen cuidado en señalar que no puede tener nada en común con un retorno al pasado o un transporte al porvenir, puesto que suprime precisamente le pasado y el porvenir, liberándonos del punto de vista de la sucesión, es decir, de lo que consuma para nuestro ser actual toda la realidad de la condición temporal. “Sobre esas masas” habría sido más comprensible. Una velocidad contraria a otra, o bien de dirección diferente, no puede serle igual en el sentido riguroso de la palabra; puede solamente serle equivalente en cantidad; y, por otro lado, ¿es posible considerar esta “reversión” como no cambiando en nada las leyes del movimiento considerado, dado que, si esas leyes se hubiesen seguido continuando normalmente, no se habría producido? Véase L'Homme et son devenir selon le Vêdânta. — Por consiguiente, si el recuerdo de una impresión cualquiera puede ser causa de otros fenómenos mentales, cualesquiera que sean, es en tanto que recuerdo presente, pero la impresión pasada no puede actualmente ser causa de nada. El autor del razonamiento ha tenido la prudencia de añadir aquí entre paréntesis: “no en la realidad, sino en el pensamiento puro”; así, él sale enteramente del dominio de la mecánica, y eso de lo que habla no tiene ya ninguna relación con “un sistema de cuerpos”; pero, hay que retener que considera él mismo la pretendida reversión como irrealizable, contrariamente a la hipótesis de los que han querido aplicar ese razonamiento a la “regresión de la memoria”. Evidentemente, puesto que, en uno y otro caso, se trata de estudiar un movimiento del cual todos los elementos son dados; pero, para que este estudio corresponda a alguna cosa real o incluso posible, ¡no habría que engañarse por un simple juego de notación! Sobre esta notación y sus inconvenientes, particularmente desde el punto de vista de la mecánica, véase “Remarques sur la Notation mathématique”. He ahí ciertamente una singular fantasmagoría, y hay que reconocer que una operación tan vulgar como un simple cambio de signo algebraico está dotada de una potencia muy extraña y verdaderamente maravillosa… ¡a los ojos de los matemáticos! Esta “localización” se hace posible sobre todo por la observación de los diferentes casos de “paramnesia” (alteraciones parciales de la memoria); y podemos añadir que el tipo de fraccionamiento de la memoria que se comprueba en esos casos permite explicar una buena parte de los sedicentes “desdoblamientos de la personalidad”, a los cuales hemos aludido anteriormente. Se podría igualmente hablar, por singular que ello pueda parecer a primera vista, de una correspondencia, tanto fisiológica como psicológica, de los acontecimientos aún no realizados, pero de los cuales el individuo porta en sí las virtualidades; esas virtualidades se traducen por predisposiciones y tendencias de órdenes diversos, que son como el germen presente de los eventos futuros concernientes al individuo. Toda diátesis es en suma una disposición orgánica de ese género: un individuo porta en él, desde su origen (“ab ovo”, se podría decir), tal o cual enfermedad en estado latente, pero esta enfermedad no podrá manifestarse más que en circunstancias favorables a su desarrollo, por ejemplo, bajo la acción de un traumatismo cualquiera o de cualquier otra causa de debilitamiento del organismo, lo mismo que una tendencia psicológica que no se manifiesta por ningún acto exterior no por ello es menos real. Véase L'Homme et son devenir selon le Vêdânta. Pero esta comparación nunca es posible en el caso del sueño provocado por sugestión, puesto que el sujeto, al despertar, no conserva ningún recuerdo de su consciencia normal. El sujeto podría por lo demás considerarlos igualmente como recuerdos, pues un sueño puede comprender recuerdos tanto como impresiones actuales, sin que esos dos tipos de elementos sean otra cosa que puras creaciones mentales. No hablamos, entiéndase bien, de los recuerdos de la vigilia que vienen frecuentemente a mezclarse al sueño porque la separación de los dos estados de consciencia es raramente completa, al menos en cuanto al sueño ordinario; parece serlo mucho más cuando se trata del sueño provocado, y eso explica el olvido total que sigue al despertar del sujeto. Algunos llegan hasta a reclamar “experiencias metafísicas”, sin darse cuenta que la unión de esas dos palabras constituye un sin sentido puro y simple. «Conociendo la serie compleja de todos los estados sucesivos de un sistema de cuerpos, y esos estados siguiéndose y engendrándose en un orden determinado, al pasado que desempeña función de causa, al porvenir que tiene el rango de efecto (sic), consideremos uno de esos estados sucesivos, y, sin cambiar nada en las masas componentes, ni en las fuerzas que actúan entre esas masas, ni en las leyes de esas fuerzas, como tampoco en las situaciones actuales de las masas en el espacio, reemplacemos cada velocidad por una velocidad igual y contraria. Llamaremos a eso “revertir” todas las velocidades; ese cambio mismo tomará el nombre de reversión, y llamaremos a su posibilidad, reversibilidad del movimiento del sistema.»

Detengámonos un instante aquí, pues es justamente esta posibilidad la que no podríamos admitir, desde el punto de vista mismo del movimiento, que se efectúa necesariamente en el tiempo: el sistema considerado retomará en sentido inverso, en una nueva serie de estados sucesivos, las situaciones que había precedentemente ocupado en el espacio, pero el mismo tiempo no retornará por ello jamás, y basta evidentemente que está sola condición sea cambiada para que los nuevos estados del sistema no pueden de ningún modo identificarse a los precedentes. Por otra parte, en el razonamiento que citamos, se supone explícitamente (aunque en un francés contestable) que la relación del pasado al porvenir es una relación de causa a efecto, mientras que la relación causal, al contrario, implica esencialmente la simultaneidad, de donde resulta que estados considerados como continuándose no pueden, desde este punto de vista, engendrarse unos a otros; pero seguimos.

«Ahora bien, cuando se haya operado la reversión de las velocidades de un sistema de cuerpos, se tratará de encontrar, para ese sistema así revertido, la serie completa de sus estados futuros y pasados: esta búsqueda ¿será más o menos difícil que el problema correspondiente para los estados sucesivos del mismo sistema no revertido? Ni más ni menos, y la solución de uno de esos problemas dará la del otro por un cambio muy simple, consistente, en términos técnicos, en cambiar el signo algebraico del tiempo, escribiendo — t en lugar de + t' y recíprocamente.

En efecto, es muy simple en teoría, pero, a falta de percatarse de que la notación de los «números negativos» no es más que un procedimiento totalmente artificial de simplificación de los cálculos y no corresponde a ningún tipo de realidad, el autor de ese razonamiento cae en un grave error, que es además común a casi todos los matemáticos, y, para interpretar el cambio de signo que acaba de indicar, añade también: «Es decir, que las dos series completas de estados sucesivos del mismo sistema de cuerpos diferirán solamente en que el porvenir se convertirá en pasado, y el pasado en futuro. Será la misma serie de estados sucesivos recorrida en sentido inverso. La reversión de las velocidades revierte simplemente el tiempo; la serie primitiva de los estados sucesivos y la serie revertida tienen, en todos los instantes correspondientes, las mismas figuras del sistema con las mismas velocidades iguales y contrarias (sic). »

Desgraciadamente, en realidad, la reversión de las velocidades revierte simplemente las situaciones espaciales, y no el tiempo; en lugar de ser «la misma serie de estados sucesivos recorrida en sentido inverso», será una segunda serie inversamente homóloga de la primera, en cuanto al espacio solamente; el pasado no por ello se convertirá en futuro, y el porvenir no devendrá pasado más que en virtud de la ley natural y normal de la sucesión, así como se produce a cada instante. Es verdaderamente demasiado fácil mostrar los sofismas inconscientes y múltiples que se ocultan en semejantes argumentos; y he aquí sin embargo todo lo que se nos presenta para justificar, «ante la ciencia y la filosofía», ¡una teoría como la de las pretendidas regresiones de la memoria» !

Dicho esto, debemos aún, para completar la explicación psicológica que hemos indicado al principio, hacer observar que el pretendido «retorno al pasado», es decir, en realidad, muy simplemente, la llamada a la consciencia clara y distinta de recuerdos conservados en estado latente en la memoria subconsciente del sujeto, es fácil, por otra parte, desde el punto de vista fisiológico, por el hecho de que toda impresión deja necesariamente una huella sobre el organismo que la ha experimentado. No tenemos que buscar aquí de qué manera esta impresión puede ser registrada por ciertos centros nerviosos, ese es un estudio que corresponde a la ciencia experimental pura y simple, y, por lo demás, ésta ha ya llegado a «localizar» casi exactamente, los centros correspondientes a las diferentes modalidades de la memoria. La acción ejercida sobre esos centros, ayudada además por un factor psicológico que es la sugestión, permite emplazar al sujeto en las condiciones requeridas para realizar las experiencias de las que hemos hablado, al menos en cuanto a su primera parte, la que se relaciona con los eventos en los cuales ha tomado parte realmente o asistido en una época más o menos alejada.

Pero, entiéndase bien, la correspondencia fisiológica que acabamos de señalar no es posible más que para las impresiones que han realmente afectado al organismo del sujeto; e igualmente, desde el punto de vista psicológico, la consciencia individual de un ser cualquiera no puede evidentemente contener más que elementos que tengan alguna relación con la individualidad actual de este ser. Esto debería bastar para mostrar que es inútil proseguir las búsquedas experimentales más allá de ciertos límites, es decir, en el caso actual, anteriormente al nacimiento del sujeto, o al menos al principio de su vida embrionaria; es sin embargo lo que se pretende hacer, apoyándose, como hemos dicho, sobre la hipótesis preconcebida de la reencarnación, y se ha creído poder «hacer revivir» así a ese sujeto «sus vidas anteriores» incluso estudiando igualmente, en el intervalo, ¡«lo que pasa para el espíritu no encarnado» !

Aquí, estamos en plena fantasía: ¿cómo se puede hablar de las «anterioridades del ser viviente», cuando se trata del tiempo donde ese ser viviente no existía todavía en estado individualizado, y querer llevarlo más allá de su origen, es decir, en condiciones en las cuales jamás se ha encontrado, luego que no corresponden para él a ninguna realidad?

Eso viene a ser el crear con todas sus piezas una realidad artificial, si así puede decirse, es decir, una realidad mental actual que no es la representación de ningún tipo de realidad sensible; la sugestión dada por el experimentador proporciona el punto de partida, y la imaginación del sujeto hace el resto. Es lo mismo, menos la sugestión inicial, en el estado de sueño ordinario, donde «el alma individual crea un mundo que procede enteramente de sí misma, y cuyos objetos consisten exclusivamente en concepciones mentales», sin que por lo demás sea posible distinguir esas concepciones de las percepciones de origen exterior, a menos que se establezca una comparación entre esos dos tipos de elementos de psicológicos, lo que no puede hacerse más que por el paso más o menos claramente consciente del estado de sueño al estado de vigilia. Así, un sueño provocado, estado en todo semejante a aquellos que se ha hecho nacer en un sujeto por sugestiones apropiadas, percepciones parcialmente o totalmente imaginarias, pero con la sola diferencia que, aquí, el experimentador es él mismo engañado con su propia sugestión y toma las creaciones mentales del sujeto por «despertares de recuerdos», he ahí a lo que se reduce la pretendida «exploración de las vidas sucesivas», la única «prueba experimental» que los reencarnacionistas hayan podido aportar a favor de su teoría.

Que se intente aplicar la sugestión a la «psicoterapia», servirse de ella para curar borrachines o maníacos, o para desarrollar la mentalidad de algunos idiotas, ésa es una tentativa que no deja de ser muy loable, y, cualesquiera que sean los resultados obtenidos, no encontraremos sin duda nada que decir a ello; pero que se mantenga ahí, y que se cese de emplearla para fantasmagorías como las que acabamos de relatar. Se encontrarán no obstante aún, tras eso, gentes que querrán alabarnos «la claridad y la evidencia del espiritismo», y oponerse a «la oscuridad de la metafísica», que ellos confunden además con la más vulgar filosofía; singular evidencia, ¡a menos que sea la de la absurdidad! Pero todo ello no nos sorprende en modo alguno, pues sabemos muy bien que los espiritistas y otros «psíquicos» de diferentes categorías son todos como cierto personaje del cual hemos tenido que ocuparnos recientemente; ignoran profundamente lo que es la Metafísica, y no intentaremos ciertamente explicársela: «sarebbe lavar la testa all' asino», como se dice irreverentemente en italiano.

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