LAS CONDICIONES DE LA EXISTENCIA CORPORAL
Según el Sânkhya de Kapila, existen cinco tanmâtras o esencias elementales, perceptibles (o más bien “concebibles”) idealmente, pero incomprehensibles e inasibles bajo un modo cualquiera de la manifestación universal, ya que son no manifestados en sí mismos; por esta razón, no es posible atribuirles denominaciones particulares, pues no pueden ser definidos por ninguna representación formal (No se puede más que designarlos por analogía con los diferentes órdenes de cualidades sensibles, pues solamente así podemos conocerlos (indirectamente, por algunos de sus efectos particulares), en tanto que pertenecemos, como seres individuales y relativos, al mundo de la manifestación). Estos tanmâtras son los principios potenciales, o, por emplear una expresión platónica, las “ideas-arquetipos” de los cinco elementos del mundo físico material, así como, por supuesto, de una indefinidad de otras modalidades de la existencia manifestada, correspondientes analógicamente a estos elementos en los múltiples grados de esta existencia; y, según la misma correspondencia, estas ideas principiales implican también en potencia, respectivamente, las cinco condiciones cuyas combinaciones constituyen los límites de esa posibilidad particular de manifestación a la que denominamos existencia corporal. De este modo, los cinco tanmâtras o ideas principiales son los elementos “esenciales”, las causas primordiales de los cinco elementos “substanciales” de la manifestación física, que no son sino determinaciones particulares de sus modificaciones exteriores. En esta modalidad física, se expresan en las cinco condiciones según las cuales se formulan las leyes de la existencia corporal (Los cinco tanmâtras no pueden sin embargo ser considerados como manifestados por estas condiciones, al igual que tampoco por los elementos y las cualidades sensibles que corresponden a éstos; es, por el contrario, por los cinco tanmâtras (en tanto que principio, soporte y fin) que todas estas cosas son manifestadas, y posteriormente todo lo que resulta de sus indefinidas combinaciones); la ley, intermediaria entre el principio y la consecuencia, traduce la relación de la causa al efecto (relación en la cual se puede considerar a la causa como activa y al efecto como pasivo), o de la esencia a la substancia, consideradas como alef y tav, los dos puntos extremos de la modalidad de manifestación que se considere (y que, en la universalidad de su extensión, lo son igualmente para cada modalidad). Pero ni la esencia ni la substancia pertenecen en sí mismas al dominio de esta manifestación, como tampoco los dos extremos del Yin-yang están contenidos en el plano de la curva cíclica; están a una parte y a otra de este plano, y por ello, en realidad, la curva de la existencia jamás se cierra.
Los cinco elementos del mundo físico son (Cada uno de estos elementos primitivos es llamado bhûta, de bhû, “ser”, más particularmente en el sentido de “subsistir”; este término bhûta implica entonces una determinación substancial, lo que corresponde, en efecto, a la idea de elemento corporal), como se sabe, el Éter (Akâsha), el Aire (Vâyu), el Fuego (Tejas), el Agua (Apa) y la Tierra (Prithvî); el orden en el cual son enumerados es aquel de su desarrollo, conforme a la enseñanza del Vêda (El origen del Éter y del Aire, no mencionado en el texto del Vêda donde se describe la génesis de los otros tres elementos (Chândogya Upanishad) está indicado en otro pasaje (Taittiriyaka Upanishad)). A menudo se ha querido asimilar los elementos a los diferentes estados o grados de condensación de la materia física, produciéndose a partir del Éter primordial homogéneo, que ocupa toda la extensión, uniendo entre sí todas las partes del mundo corporal; desde este punto de vista, se hace corresponder, yendo de lo más denso a lo más sutil, es decir, en el orden inverso al de su diferenciación, la Tierra con el estado sólido, el Agua con el estado líquido, el Aire con el estado gaseoso, y el Fuego con un estado aún más rarificado, semejante al “estado radiante” recientemente descubierto por los físicos y estudiado actualmente por ellos, con ayuda de sus especiales métodos de observación y experimentación. Este punto de vista encierra sin duda una parte de verdad, pero es demasiado sistemático, es decir, está demasiado estrictamente particularizado, y el orden que establece entre los elementos difiere del anterior en un punto, pues sitúa al Fuego antes del Aire e inmediatamente después del Éter, como si fuera el primer elemento en diferenciarse en el seno del medio cósmico original. Por el contrario, según la enseñanza conforme a la doctrina ortodoxa, es el Aire el primer elemento, y este Aire, elemento neutro (que no contiene más que en potencia la dualidad activo-pasivo), produce en sí mismo, al diferenciarse por polarización (haciendo pasar esa dualidad de la potencia al acto), el Fuego, elemento activo, y el Agua, elemento pasivo (o podría decirse “reactivo”, es decir, que actúa de modo reflejo, correlativamente a la acción en modo espontáneo del elemento complementario), cuya acción y reacción recíproca da nacimiento (por una especie de cristalización o de precipitación residual) a la Tierra, “elemento final” de la manifestación corporal. Podríamos considerar más exactamente a los elementos como diferentes modalidades vibratorias de la materia física, modalidades en las cuales se hace sucesivamente perceptible (en una sucesión puramente lógica, evidentemente) (En efecto, no podemos pensar en modo alguno en realizar una concepción del género de la estatua ideal imaginada por Condillac en su Traité des sensations) a cada uno de los sentidos de nuestra individualidad corporal; por otra parte, todo esto será suficientemente explicado y justificado en las consideraciones que expondremos a continuación.
Debemos, ante todo, establecer que el Éter y el Aire son elementos distintos, contrariamente a lo que sostienen algunas escuelas heterodoxas (Especialmente los Jainistas, los Bauddhas y los Chârvâkas, con los cuales la mayoría de los filósofos atomistas griegos están, sobre este punto, de acuerdo; no obstante, es preciso hacer una distinción con Empédocles, que admitía los cinco elementos, aunque los suponía desarrollados en el siguiente orden: el Éter, el Fuego, la Tierra, el Agua y el Aire; no insistiremos aquí sobre ello, pues no nos proponemos examinar las opiniones de las diferentes escuelas griegas de “filosofía física”); pero, para hacer más comprensible lo que diremos acerca de esta cuestión, recordaremos que las cinco condiciones a las que está sometida en su conjunto la existencia corporal son el espacio, el tiempo, la materia, la forma y la vida. Además, podemos, para reunir en una sola definición el enunciado de las cinco condiciones, decir que un cuerpo es “una forma materializada viviendo en el tiempo y en el espacio”; por otra parte, cuando empleamos la expresión “mundo físico” es siempre como sinónimo de “dominio de la manifestación corporal (La carencia de expresiones adecuadas, en las lenguas occidentales, es a menudo una gran dificultad para la exposición de las ideas metafísicas, como ya hemos señalado en numerosas ocasiones)”. No es sino provisionalmente que hemos enumerado estas condiciones en el orden precedente, sin tomar en cuenta las relaciones que existen entre ellas, hasta que no hayamos determinado, en el curso de nuestra exposición, sus respectivas correspondencias con los cinco sentidos y con los cinco elementos, que, por otra parte, están igualmente sometidos al conjunto de estas cinco condiciones.
1, el Akâsha, el Éter, que es considerado como el elemento más sutil y del que proceden todos los demás (formando, con respecto a su unidad primordial, un cuaternario de manifestación), ocupa todo el espacio físico, tal como hemos indicado ( “El Éter, que está extendido por todas partes, penetra al mismo tiempo el exterior y el interior de las cosas” (cita de Shankarâchârya, en Le Démiurge, cap I, 1a parte del presente volumen)); no obstante, no es inmediatamente por él como este espacio es percibido, y su cualidad particular no es la extensión, sino el sonido; esto precisa de algunas aclaraciones. En efecto, el Éter, considerado en sí mismo, es primitivamente homogéneo; su diferenciación, que engendra a los restantes elementos (comenzando por el Aire) tiene por origen un movimiento elemental que se produce, a partir de un punto inicial cualquiera, en ese medio cósmico indefinido. Tal movimiento elemental es el prototipo del movimiento vibratorio de la materia física; desde el punto de vista espacial, se propaga alrededor de su punto de partida de modo isótropo, es decir, mediante ondas concéntricas, en un vórtice helicoidal que sigue todas las direcciones del espacio, lo que constituye la figura de una esfera indefinida que jamás se cierra. Para indicar las relaciones que ligan entre sí a las diferentes condiciones de la existencia corporal, tal como las hemos enumerado anteriormente, añadiremos que esta forma esférica es el prototipo de todas las formas: ella las contiene a todas en potencia, y su primera diferenciación en modo polarizado puede ser representada por la figura del Yin-yang, lo que es fácil de entender si nos referimos, por ejemplo, a la concepción simbólica del Andrógino de Platón (Esto podría también apoyarse en diversas consideraciones de orden embriológico, pero nos apartaría demasiado de nuestro tema, por lo que no podemos hacer más que indicar simplemente este punto de pasada).
El movimiento, incluso elemental, supone necesariamente el espacio, así como el tiempo, y se puede decir que es en cierto modo la resultante de estas dos condiciones, puesto que necesariamente depende de ellas, al igual que el efecto depende de la causa (en la cual está implícito en potencia) (Sin embargo, es evidente que el movimiento no puede comenzar, en las condiciones espacial y temporal que hacen posible su producción, más que bajo la acción (actividad exteriorizada en modo reflejo) de una causa principial que es independiente de estas condiciones (ver más adelante)); pero no es el movimiento elemental, por sí mismo, lo que nos da inmediatamente la percepción del espacio (o más exactamente de la extensión). En efecto, es importante considerar que, cuando hablamos del movimiento que se produce en el Éter en el origen de toda diferenciación, no se trata exclusivamente sino del movimiento elemental, al que podemos llamar movimiento ondulatorio o vibratorio simple (de longitud de onda y de período infinitesimales) para indicar su modo de propagación (que es uniforme en el espacio y en el tiempo), o más bien la representación geométrica de éste; es solamente considerando los restantes elementos como podemos entender las complejas modificaciones de este movimiento vibratorio, modificaciones que corresponden para nosotros a diversos órdenes de sensaciones. Esto es muy importante, puesto que precisamente sobre este punto se apoya toda la distinción fundamental entre las cualidades propias del Éter y las del Aire.
Debemos preguntarnos ahora cuál es, entre las sensaciones corporales, la que nos presenta el tipo sensible del movimiento vibratorio, la que nos lo hace percibir en modo directo, sin pasar por una u otra de las diversas modificaciones de las que es susceptible. Ahora bien, la física elemental nos enseña que estas condiciones son cumplidas por la vibración sonora, cuya longitud de onda está comprendida, al igual que su velocidad de propagación (La velocidad, en un movimiento cualquiera, es la relación, en cada instante, entre el espacio recorrido y el tiempo empleado en recorrerlo; y, en su fórmula general, esta relación (constante o variable según el movimiento sea o no uniforme) expresa la ley determinante del movimiento considerado (ver más adelante)), en los límites apreciables por nuestra percepción sensible; se puede decir entonces, por consiguiente, que es el sentido del oído lo que percibe directamente el movimiento vibratorio. Aquí se objetará sin duda que no es la vibración etérica lo que es percibido en modo sonoro, sino la vibración de un medio gaseoso, líquido o sólido; no es menos cierto que es el Éter lo que constituye el medio original de propagación del movimiento vibratorio, el cual, para entrar en los límites de perceptibilidad que corresponden a la extensión de nuestra facultad auditiva, solamente debe ser amplificado por su propagación a través de un medio más denso (materia ponderable), sin por ello perder su carácter de movimiento vibratorio simple (aunque su longitud de onda y su período no sean ya entonces infinitesimales). Para manifestar así la cualidad sonora, es preciso que este movimiento la posea ya en potencia (directamente) (También posee en potencia las demás cualidades sensibles, aunque indirectamente, puesto que no puede manifestarlas, es decir, producirlas en acto, más que mediante complejas modificaciones diferentes (la amplificación no constituye, por el contrario, sino una modificación simple, la primera de todas)) en su medio original, el Éter, luego, consecuentemente, esta cualidad, en estado potencial (de indiferenciación primordial) constituye su naturaleza característica con respecto a nuestra sensibilidad corporal (Por otra parte, esta misma cualidad sonora pertenece igualmente a los otros cuatro elementos, no ya como cualidad propia o característica, sino en tanto que todos proceden del Éter; cada elemento, derivando inmediatamente del que le precede en la serie que indica el orden de su desarrollo sucesivo, es perceptible a los mismos sentidos que éste, y, además, a otro sentido que corresponde a su propia naturaleza particular).
Por otra parte, si recordamos cuál de los cinco sentidos es aquel en el que el tiempo nos es más particularmente manifiesto, es fácil darse cuenta de que se trata del sentido del oído; éste es por lo demás un hecho que puede ser verificado experimentalmente por todos aquellos que están habituados a controlar el origen respectivo de sus diversas percepciones. La razón por la cual esto es así consiste en lo siguiente: para que el tiempo pueda ser percibido materialmente (es decir, entrar en relación con la materia, en lo que concierne especialmente a nuestro organismo corporal), es preciso que se haga susceptible de ser medido, pues éste es, en el mundo físico, un carácter general de toda cualidad sensible (cuando se la considera en tanto que tal) (Este carácter es tal por la presencia de la materia entre las condiciones de la existencia física; pero, para realizar la medida, debemos referir todas las demás condiciones al espacio, como vemos aquí en lo referente al tiempo; medimos a la propia materia por división, y no es divisible sino en tanto que es extensa, es decir, en tanto que está situada en el espacio (ver más adelante la demostración del absurdo de la teoría atomista)); ahora bien, el tiempo no puede ser directamente percibido por nosotros, ya que no es divisible en sí mismo, y no podemos concebir la medida sino por la división, al menos de una forma normal y sensible (pues, no obstante, se pueden concebir otros modos de medida, como la integración, por ejemplo). El tiempo no será entonces mensurable en tanto no se exprese en función de una variable divisible, y, como más adelante veremos, esta variable no puede ser más que el espacio, siendo la divisibilidad una cualidad esencialmente inherente a éste. Por lo tanto, para medir el tiempo nos es necesario considerarlo en tanto que entra en relación con el espacio, con el que se combina en cierto modo, y el resultado de esta combinación es el movimiento, en el cual el espacio recorrido, siendo la suma de una serie de desplazamientos elementales considerados en modo sucesivo (es decir, precisamente en la condición temporal) está en función (En el sentido matemático de una cantidad variable que depende de otra) del tiempo empleado en recorrerlo; la relación existente entre este espacio y este tiempo expresa la ley del movimiento considerado (Ésta es la fórmula de la velocidad, de la que ya hemos hablado y que, considerada en cada instante (es decir, en las variaciones infinitesimales del tiempo y el espacio), representa la derivada del espacio con respecto al tiempo). A la inversa, el tiempo podrá entonces expresarse en función del espacio, invirtiendo la relación considerada anteriormente existente entre ambas condiciones en un movimiento determinado; esto implica considerar a este movimiento como una representación espacial del tiempo. La representación más natural será aquella que se traduzca numéricamente por la función más simple; será entonces un movimiento oscilatorio (rectilíneo o circular) uniforme (es decir, de velocidad o de período oscilatorio constante), que puede ser entendido como una especie de amplificación (implicando, por otra parte, una diferenciación con respecto a las direcciones del espacio) del movimiento vibratorio elemental; puesto que tal es también el carácter de la vibración sonora, se comprende inmediatamente con ello que sea el oído lo que, entre los sentidos, nos ofrezca especialmente la percepción del tiempo.
Es preciso ahora que señalemos que, si el espacio y el tiempo son condiciones necesarias del movimiento, no son en absoluto sus causas primeras; en sí mismos son efectos, por medio de los cuales se manifiesta el movimiento, otro efecto más (secundario con respecto a los anteriores, que en este sentido pueden ser considerados como causas inmediatas, ya que es condicionado por ellos) de las causas esenciales, que contienen potencialmente la integralidad de todos sus efectos, y que se sintetizan en la Causa total y suprema, concebida como la Potencia Universal, ilimitada e incondicionada (Esto está muy claramente expresado en el simbolismo bíblico: en lo que concierne a la aplicación cosmogónica especial del mundo físico, Qaïn (“el fuerte y potente transformador, aquel que centraliza y asimila”) corresponde al tiempo, Habel (“el dulce y pacífico liberador, quien libra y sosiega, quien evapora, quien fue el centro”), al espacio, y Seth (“la base y el fondo de las cosas”) al movimiento (ver los trabajos de Fabre d'Olivet). El nacimiento de Qaïn precede al de Habel, es decir, la manifestación perceptible del tiempo precede (lógicamente) a la del espacio, al igual que el sonido es la primera de las cualidades sensibles; la muerte de Habel en manos de Qaïn representa entonces la destrucción aparente, en la exterioridad de las cosas, de la simultaneidad por parte de la sucesión; el nacimiento de Seth es consecutivo a esta muerte, está como condicionado por aquello que representa, y no obstante Seth, o el movimiento, no procede de Qaïn y Habel, o del tiempo y el espacio, aunque su manifestación sea una consecuencia de la acción del uno sobre el otro (considerando entonces al espacio como pasivo respecto al tiempo); como ellos, nace del propio Adam, es decir, procede tan directamente como ellos de la exteriorización de las potencias del Hombre Universal, quien, como dice Fabre d'Olivet, lo ha “generado por medio de su facultad asimiladora y su sombra reflejada”. El tiempo, en sus tres aspectos de pasado, presente y futuro, une entre sí todas las modificaciones, consideradas en tanto que sucesivas, de cada uno de los seres a quienes conduce, a través de la Corriente de las Formas, hacia la Transformación final; así, Shiva, bajo el aspecto de Mahâdêva, con sus tres ojos y esgrimiendo el trishûla (tridente), se mantiene en el centro de la Rueda de las Cosas. El espacio, producido por la expansión de las potencialidades de un punto principial y central, hace coexistir en su unidad la multiplicidad de las cosas, que, consideradas (exterior y analíticamente) como simultáneas, están todas contenidas en él y penetradas por el Éter, que todo lo abarca; del mismo modo, Vishnú, en su aspecto de Vâsudêva, manifiesta las cosas, las penetra en su esencia íntima a través de múltiples modificaciones, repartidas en la circunferencia de la Rueda de las Cosas, sin que la unidad de su Esencia suprema sea alterada (cf Bhagavad-Gita, X). En fin, el movimiento, o de toda modificación o diversificación en lo manifestado, ley cíclica y evolutiva, que manifiesta Prajâpati, o Brahmâ considerado en tanto que “Señor de las Criaturas”, al mismo tiempo que es “el Substanciador y el Sustentador orgánico”). Por otra parte, para que el movimiento pueda realizarse en acto, es preciso que algo sea movido, o, dicho de otro modo, una substancia (en el sentido etimológico de la palabra) (Y no en el sentido en el que lo entiende Spinoza) sobre la cual se ejerza; lo que es así movido es la materia, que no interviene en la producción del movimiento más que como una condición puramente pasiva. Las reacciones de la materia sometida al movimiento (puesto que la pasividad implica siempre una reacción) desarrollan en ella las diferentes cualidades sensibles, que, como ya hemos dicho, corresponden a los elementos cuyas combinaciones constituyen esa modalidad de la materia que conocemos (en tanto que objeto, no de percepción, sino de pura concepción) (Cf el dogma de la “Inmaculada Concepción” (ver “Páginas dedicadas a Sahaïf Ataridiyah”, por Abdul-Hâdi, en La Gnose, enero de 1911, p 35) como el “substrato” de la manifestación física. En este dominio, la actividad no es entonces inherente a la materia y espontánea en ella, sino que le pertenece, de una forma refleja, en tanto que esta materia coexiste con el espacio y con el tiempo, y es esta actividad de la materia en movimiento la que constituye, no la vida en sí misma, sino la manifestación de la vida en el dominio que consideramos. El primer efecto de esta actividad es el de dar forma a esta materia, ya que es necesariamente informe en tanto que está en el estado homogéneo e indiferenciado, que es el del Éter primordial; es solamente susceptible de tomar todas las formas que están potencialmente contenidas en la extensión integral de su posibilidad particular (Ver Le Démiurge, aquí mismo, cap I, 1a parte (cita del Vêda)). Se puede decir entonces que es también el movimiento lo que determina la manifestación de la forma en modo físico o corporal; y, al igual que toda forma procede por diferenciación de la forma esférica primordial, todo movimiento puede reducirse a un conjunto de elementos de los cuales cada uno es un movimiento vibratorio helicoidal, que no se diferenciará del vórtice esférico elemental en tanto el espacio no sea considerado como isótropo.
Hemos debido considerar el conjunto de las cinco condiciones de la existencia corporal, y deberemos volver sobre ello, desde puntos de vista diferentes, a propósito de cada uno de los cuatro elementos de los que nos queda por estudiar sus respectivos caracteres.
2, Vâyu es el Aire, y más particularmente el Aire en movimiento (o considerado como principio del movimiento diferenciado (Esta diferenciación implica ante todo la idea de una o más direcciones especializadas en el espacio, como ahora veremos), pues esta palabra, en su primitivo significado, designa propiamente el soplo o el viento) (La palabra Vâyu deriva de la raíz verbal vâ, ir, moverse (que incluso se ha conservado en francés: il va, mientras que las raíces i y gâ, que se refieren a la misma idea, se encuentran respectivamente en el latín ire y en el inglés to go). Análogamente, el aire atmosférico, en tanto que medio que rodea a nuestro cuerpo y que se impresiona en nuestro organismo, se nos hace sensible por su desplazamiento (estado cinético y heterogéneo) antes de que percibamos su presión (estado estático y homogéneo). Recordemos que Aer (de la raíz hebrea Ar, formada por las partículas alef y resh, que se refiere particularmente al movimiento rectilíneo) significa, según Fabre d'Olivet, “lo que da a todo el principio del movimiento”); la movilidad es entonces considerada como la naturaleza característica de este elemento, que es el primero diferenciado a partir del Eter primordial (y que todavía es neutro como éste, al no aparecer la polarización exterior más que en la dualidad en modo complementario del Fuego y el Agua). En efecto, esta primera diferenciación necesita un movimiento complejo, constituido por un conjunto (combinación o coordinación) de movimientos vibratorios elementales, y que determina una ruptura de la homogeneidad del medio cósmico, propagándose según ciertas direcciones particulares y determinadas a partir de su punto de origen.
Desde que tiene lugar esta diferenciación, el espacio no debe ser ya considerado como isótropo; por el contrario, puede ser referido entonces a un conjunto de numerosas direcciones definidas, tomadas como ejes de coordenadas, y que, sirviendo para medirlo en una proporción cualquiera de su extensión, e incluso, teóricamente, en la totalidad de ésta, son lo que se designa como las direcciones del espacio. Estos ejes de coordenadas serán (al menos en la noción ordinaria del espacio llamado “euclidiano”, que corresponde directamente a la percepción sensible de la extensión corporal) tres diámetros ortogonales del esferoide indefinido que comprende toda la extensión de su despliegue, y su centro podrá ser un punto cualquiera de esta extensión, que será entonces considerada como el producto del desarrollo de todas las virtualidades espaciales contenidas en ese punto (principialmente indeterminado). Es importante notar que el punto, en sí mismo, no está en absoluto contenido en el espacio y no puede en modo alguno estar condicionado por éste, ya que, por el contrario, es el punto lo que crea al espacio desde su “ipseidad” desdoblada o polarizada en esencia y substancia (En el campo de la manifestación considerada, la esencia es representada como el centro (punto inicial), y la substancia como la circunferencia (superficie indefinida de la expansión terminal del punto); cf el significado jeroglífico de la partícula hebraica et, formada por las dos letras extremas del alfabeto (alef y tav)), lo que significa que lo contiene en potencia; es el espacio lo que procede del punto, y no el punto lo que es determinado por el espacio; pero, secundariamente (no siendo toda manifestación o modificación exterior sino contingente y accidental con respecto a su “naturaleza íntima”), el punto se determina a sí mismo en el espacio para realizar la extensión actual de sus potencialidades de indefinida multiplicación (de él mismo por él mismo). Puede aún decirse que este punto primordial y principial ocupa todo el espacio por el despliegue de sus posibilidades (consideradas en modo activo en el propio punto al “efectuar” dinámicamente la extensión, y en modo pasivo en esta misma extensión realizada estáticamente); solamente se sitúa en el espacio cuando es considerado en cada una de las posiciones particulares que es susceptible de ocupar, es decir, en aquellas de sus modificaciones que precisamente corresponden a cada una de sus posibilidades especiales. Así, la extensión existe ya en estado potencial en el propio punto; comienza a existir en el estado actual sólo cuando ese punto, en su manifestación primera, es en cierto modo desdoblado para situarse frente a sí mismo, pues es entonces cuando puede hablarse de la distancia elemental entre dos puntos (aunque éstos no sean en principio y en esencia sino uno y el mismo punto), mientras que, cuando no se considera más que un punto único (o más bien cuando no se considera el punto más que bajo el aspecto de la unidad principial), es evidente que no puede ser cuestión de distancia. No obstante, es preciso observar que la distancia elemental no es sino lo que corresponde a ese desdoblamiento en el dominio de la representación espacial o geométrica (que para nosotros tiene el carácter de un símbolo); metafísicamente, si se considera al punto como representando al Ser en su unidad y su identidad principiales, es decir, Atmâ aparte de toda condición especial (o determinación) y de toda diferenciación, este punto mismo, su exteriorización (que puede ser entendida como su imagen, en la cual se refleja), y la distancia que los une (al mismo tiempo que los separa), y que indica la relación existente entre ambos (relación que implica una relación de causalidad, indicada geométricamente por el sentido de la distancia, considerada como un segmento “dirigido” y que va del punto-causa al punto-efecto), corresponden respectivamente a los términos del ternario que debemos distinguir en el Ser considerado como conociéndose a sí mismo(es decir, en Buddhi), términos que, fuera de este punto de vista, son perfectamente idénticos entre sí, y que son designados como Sat, Chit y Ananda.
Decimos que el punto es el símbolo del Ser en su Unidad; en efecto, esto puede concebirse de la manera siguiente: si la extensión posee una dimensión, la línea, es medida cuantitativamente por un número a; la medida cuantitativa de la extensión de dos dimensiones, la superficie, será de forma a2, y la de la extensión de tres dimensiones, el volumen, será a3.
Así, añadir una dimensión a la extensión equivale a aumentar una unidad al exponente de la cantidad correspondiente (que es la medida de tal extensión), y, a la inversa, quitar una dimensión a la extensión equivale a disminuir este mismo exponente en una unidad; si se suprime la última dimensión, la de la línea (y, en consecuencia, la última unidad del exponente), geométricamente queda el punto, y numéricamente a0, es decir, desde el punto de vista algebraico, la unidad, lo que la identifica cuantitativamente al punto. Es entonces un error creer, como hacen algunos, que el punto no puede corresponder numéricamente más que al cero, pues él es ya una afirmación, la del Ser puro y simple (en toda su universalidad); sin duda, no tiene ninguna dimensión, porque, en sí mismo, no está situado en el espacio, que, como hemos dicho, contiene solamente la indefinidad de sus manifestaciones (o de sus determinaciones particulares); no poseyendo ninguna dimensión, evidentemente no tiene forma; pero decir que es informal no equivale en absoluto a decir que no es nada (pues así es como es considerado el cero por quienes lo asimilan al punto), y, por otra parte, aunque sin forma, contiene en potencia al espacio, que, realizado en acto, será a su vez el continente de todas las formas (en el mundo físico al menos) (Se puede explicar de una manera muy elemental el desarrollo de las potencialidades espaciales contenidas en el punto indicando que el desplazamiento del punto engendra la línea, el de la línea engendra la superficie, y el de la superficie el volumen. Pero este punto de vista presupone la realización de la extensión, e incluso de la extensión de tres dimensiones, pues cada uno de los elementos considerados sucesivamente no puede evidentemente producir al siguiente más que desplazándose en una dimensión que le es actualmente exterior (y con respecto a la cual estaba ya situado); por el contrario, todos estos elementos son realizados simultáneamente (no interviniendo entonces el tiempo) en y por el despliegue original del esferoide indefinido y no cerrado que hemos considerado, despliegue que se efectúa, por otra parte, no en un espacio actual (sea cual sea), sino en un puro vacío desprovisto de toda atribución positiva, que en absoluto es productivo por sí mismo, pero que, en potencia pasiva, está lleno de todo lo que el punto contiene en potencia activa (siendo así, en cierto modo, el aspecto negativo de aquello de lo cual es punto es el aspecto positivo). Este vacío, lleno de una manera originalmente homogénea e isótropa de las virtualidades del punto principial, será el medio (o, si se prefiere, el “lugar geométrico”) de todas las modificaciones y diferenciaciones posteriores de éste, siendo así, con relación a la manifestación universal, lo que el Eter es especialmente para nuestro mundo físico. Considerado así, y en esa plenitud que integralmente posee de la expansión (en modo de exterioridad) de las potencias activas del punto (que son ellas mismas todos los elementos de esta plenitud), el vacío es (sin lo cual no sería, ya que el vacío no puede ser concebido más que como “no entidad”), y, por ello, se diferencia enteramente del “vacío universal” (“sarwa-shûnya”) del que hablan los Budistas, que, pretendiendo por lo demás identificarlo al Eter, consideran a éste como “no substancial”, y, por consiguiente, no lo cuentan como un elemento corporal. Por otra parte, el verdadero “vacío universal” no sería este vacío que hemos considerado, que es susceptible de contener todas las posibilidades del Ser (espacialmente simbolizado por las virtualidades del punto), sino, por el contrario, todo lo que está fuera de éste, donde ya no puede, en modo alguno, tratarse de “esencia” ni de “substancia”. Sería entonces el No-Ser (o el cero metafísico), o más exactamente un aspecto de ello, que, por otra parte, está lleno de todo lo que, en la Posibilidad total, no es susceptible de desarrollo alguno en modo exterior o manifestado, y que por ello mismo es absolutamente inexpresable).
Hemos dicho que la extensión existe en acto desde el momento en que el punto se manifiesta exteriorizándose, puesto que la ha realizado así; pero no debería creerse que se asigna de este modo a la extensión un comienzo temporal, pues no se trata más que de un punto de partida puramente lógico, de un principio ideal de la extensión comprendida en la integralidad de su extensión (y no limitada a la sola extensión corporal) (Esta extensión corporal es la única que conocen los astrónomos, y aún incluso no pueden, con sus métodos de observación, estudiar sino cierta porción de ésta; esto es por lo demás lo que produce en ellos la ilusión de la pretendida “infinitud del espacio”, pues son llevados, por efecto de una verdadera miopía intelectual que parece inherente a toda la ciencia analítica, a considerar como “al infinito” (sic) todo lo que supera el alcance de su experiencia sensible, y que en realidad no es, con respecto a ellos y al dominio que estudian, sino simplemente indefinido). El tiempo solamente interviene cuando se consideran las dos posiciones del punto como sucesivas, mientras que, por lo demás, la relación de causalidad que existe entre ellas implica su simultaneidad; de modo que en tanto que se considere esta primera diferenciación bajo el aspecto de la sucesión, es decir, en modo temporal, la distancia que resulta (como mediadora entre el punto principial y su reflexión exterior, en el supuesto de estar el primero situado inmediatamente con respecto al segundo) (Esta localización implica ya, por otra parte, una primera reflexión (que precede a aquella que hemos considerado), pero con la cual el punto principial se identifica (determinándose) para ser el centro efectivo de la extensión en vías de realización, y por la cual se refleja, consecuentemente, en todos los restantes puntos (puramente virtuales con respecto a él) de esta extensión, que es su campo de manifestación) puede ser considerada como midiendo la amplitud del movimiento vibratorio elemental del que hablábamos anteriormente.
Sin embargo, sin la coexistencia de la simultaneidad con la sucesión, el propio movimiento no sería posible, ya que, entonces, o el punto móvil (o al menos lo considerado como tal en el curso de su proceso de modificación) estaría allí donde no es, lo que es absurdo, o no estaría en ninguna parte, lo que significa que no habría actualmente ningún espacio donde el movimiento pudiera producirse de hecho (Efectivamente, el punto está en “alguna parte” desde el instante en que está situado o determinado en el espacio (su potencialidad en modo pasivo) para realizarlo, es decir, para hacerlo pasar de la potencia al acto, y es esta misma realización lo que todo movimiento, incluso elemental, presupone necesariamente). A esto se reducen en suma todos los argumentos que han sido emitidos contra la posibilidad del movimiento, especialmente por ciertos filósofos griegos; esta cuestión es, por otra parte, de aquellas que más molestan a los sabios y los filósofos modernos.
Su solución es no obstante muy simple, y reside precisamente, como en otro lugar hemos indicado, en la coexistencia de la sucesión y la simultaneidad: sucesión en las modalidades de la manifestación, en el estado actual, pero simultaneidad en principio, en el estado potencial, lo que hace posible en encadenamiento lógico de las causas y los efectos (estando implícito y contenido en potencia todo efecto en su causa, que no es afectada o modificada en absoluto por la actualización de este efecto) (Leibniz parece haber entrevisto al menos esta solución cuando formuló su teoría de la “armonía preestablecida”, que generalmente ha sido muy mal comprendida por quienes han querido interpretarla). Desde el punto de vista físico, la idea de sucesión está vinculada a la condición temporal, y la de la simultaneidad a la condición espacial (Es también por medio de estas dos nociones (ideales cuando se las considera fuera de este punto de vista especializado por el cual se nos hacen sensibles) que Leibniz definió respectivamente al tiempo y al espacio); es el movimiento resultante, en cuanto a su paso de la potencia al acto, de la unión o la combinación de estas dos condiciones, lo que concilia (o equilibra) las dos ideas correspondientes, haciendo coexistir, en modo simultáneo desde el punto de vista puramente espacial (que es esencialmente estático) a un cuerpo consigo mismo(siendo conservada esta identidad a través de todas sus modificaciones, contrariamente a la teoría budista de la “disolubilidad total”) en una serie indefinida de posiciones (que son otras tantas modificaciones de este mismo cuerpo, accidentales y contingentes con respecto a lo que constituye su realidad íntima, tanto en substancia como en esencia), posiciones que por otra parte son sucesivas desde el punto de vista temporal (cinético en su relación con el punto de vista espacial (En efecto, es evidente que todas estas posiciones coexisten simultáneamente en tanto que lugares situados en una misma extensión, de la cual no son más que porciones diferentes (y, por otra parte, cuantitativamente equivalentes), todas igualmente susceptibles de ser ocupadas por un mismo cuerpo, que debe ser considerado estáticamente en cada una de estas posiciones cuando se la considera aisladamente en relación con las demás, por un lado, y también, por otro, cuando se las consideran todas, en su conjunto, fuera del punto de vista temporal).
Por otra parte, ya que el movimiento actual supone al tiempo y su coexistencia con el espacio, nos vemos obligados a formular la indicación siguiente: un cuerpo puede moverse siguiendo una u otra de las tres dimensiones del espacio físico, o siguiendo una dirección que combine estas tres dimensiones, pues, sea cual sea en efecto la dirección (fija o variable) de su movimiento, siempre puede reducirse a un conjunto más o menos complejo de componentes dirigidos según los tres ejes de coordenadas a los cuales se refiere el espacio considerado; pero, además, en todos los casos, este cuerpo se mueve siempre necesariamente en el tiempo. Por consiguiente, éste se entenderá como otra dimensión del espacio si se cambia la sucesión en simultaneidad; en otras palabras, suprimir la condición temporal equivale a añadir una dimensión suplementaria al espacio físico, del cual el nuevo espacio así obtenido constituye una prolongación o una extensión. Esta cuarta dimensión corresponde entonces a la “omnipresencia” en el dominio considerado, y por medio de esta transposición en el “no-tiempo” puede concebirse la “permanente actualidad” del Universo manifestado; también mediante ello se explican (subrayando por otra parte que no toda modificación es asimilable al movimiento, que no es más que una modificación exterior de un orden especial) todos los fenómenos a los que se considera vulgarmente como milagrosos o sobrenaturales (Hay hechos que parecen inexplicables simplemente porque no se sale de las condiciones ordinarias del tiempo físico para buscar su explicación; así, la reconstitución súbita de los tejidos orgánicos lesionados, que se comprueba en ciertos casos considerados “milagrosos”, no puede ser natural, se dice, porque es contraria a las leyes fisiológicas de la regeneración de estos tejidos, la cual se opera por generaciones (o biparticiones) múltiples y sucesivas de las células, lo que necesariamente exige la colaboración del tiempo. En principio, no está demostrado que una reconstitución de este género, por súbita que sea, sea realmente instantánea, es decir, que no precise efectivamente de ningún tiempo para producirse, y es posible que, en ciertas circunstancias, la multiplicación de las células sea simplemente mucho más rápida de lo que lo es en los casos normales, hasta el punto de no exigir más que una duración menor a toda medida apreciable a nuestra percepción sensible. Después, admitiendo incluso que verdaderamente se trate de un fenómeno instantáneo, es posible que, bajo ciertas condiciones particulares, distintas a las ordinarias, pero no obstante no por ello menos naturales, este fenómeno se produzca en efecto fuera del tiempo (lo que implica la “instantaneidad” en cuestión, que, en los casos considerados, equivale a la simultaneidad de las biparticiones celulares múltiples, o al menos así se traduce en su correspondencia corporal o fisiológica), o, si se prefiere, en el “no-tiempo”, mientras que, en condiciones ordinarias, se cumple en el tiempo. No habría ya ningún milagro para quien pudiera comprenderlo en su verdadero sentido y resolver esta cuestión, mucho más paradójica en apariencia que en realidad: “¿Cómo, viviendo en el presente, puede hacerse que un acontecimiento cualquiera que se ha producido en el pasado no haya tenido lugar?” Es esencial señalar que esto (que no es más imposible a priori que impedir en el presente la realización de un hecho en el futuro, puesto que la relación de sucesión no es una relación causal) no supone en absoluto un retorno al pasado en tanto que tal (retorno que sería una imposibilidad manifiesta, como igualmente lo sería un transporte al futuro en tanto que tal), puesto que evidentemente no existe ni pasado ni futuro con respecto al “eterno presente”), muy erróneamente, puesto que pertenecen todavía al dominio de nuestra individualidad actual (en una u otra de sus modalidades múltiples, ya que la individualidad corporal no constituye más que una muy pequeña parte), dominio cuya concepción del “tiempo inmóvil” nos permite englobar integralmente toda la indefinidad (A tal propósito, podemos añadir aquí una observación sobre la representación numérica de esta indefinidad (considerada aún como símbolo espacial): la línea es medida, es decir, representada cuantitativamente por un número a la primera potencia; como su medida se efectúa por otra parte según la división decimal tomada como base, puede plantearse que a= 10 n° Se tendrá entonces para la superficie: a2 = 100 n2, y para el volumen: a3 = 1.000 n3; para la extensión de cuatro dimensiones, será necesario añadir un nuevo factor a, de lo que resultará a4 = 10.000 n4. Por otra parte, se puede decir que todas las potencias de 10 están contenidas virtualmente en su cuarta potencia, al igual que el Denario, manifestación completa de la Unidad, está contenido en el Cuaternario).
Regresemos a nuestra concepción del punto que ocupa toda la extensión por la indefinidad de sus manifestaciones, es decir, de sus múltiples y contingentes modificaciones; desde el punto de vista dinámico (Es importante destacar que “dinámico” no es en absoluto sinónimo de “cinético”; el movimiento puede ser considerado como la consecuencia de una cierta acción de la fuerza (haciendo así esta acción mensurable, mediante una traducción espacial que permite definir su “intensidad”), pero no puede identificarse con esta fuerza; por otra parte, bajo otras modalidades y otras condiciones, la fuerza (o la voluntad) en acción produce evidentemente algo distinto al movimiento, ya que, como hemos indicado anteriormente, éste no constituye sino un caso particular entre la indefinidad de modificaciones posibles comprendidas en el mundo exterior, es decir, en el conjunto de la manifestación universal), éstas deben ser consideradas, en la extensión (de la cual son todos los puntos) como otros tantos centros de fuerza (siendo cada una, potencialmente, el centro mismo de la extensión), y la fuerza no es sino la afirmación (en modo manifestado) de la voluntad del Ser, simbolizado por el punto, siendo tal voluntad, en sentido universal, su potencia activa o su “energía productora” (Shakti) (Esta potencia activa puede, por lo demás, ser considerada bajo diferentes aspectos: como poder creador, es más particularmente llamada Kriyâ-Shakti, mientras que Jnâna-Shakti es el poder de conocimiento, Ichchâ-Shakti el poder del deseo, etc., considerando la indefinida multiplicidad de los atributos manifestados del Ser en el mundo exterior, pero sin fraccionar por ello en absoluto, en la pluralidad de estos aspectos, la unidad de la Potencia Universal en sí, que necesariamente es correlativa de la unidad esencial del Ser, y está implícita en esta misma unidad. En el orden psicológico, esta potencia activa está representada por Ishâ, (formada por las partículas alef, shin, hei), “facultad volitiva” de Ish, el “hombre intelectual” (formada por las partículas alef, iud, shin). (Ver Fabre d'Olivet, La Langue hébraïque restituée)), indisolublemente unida a él, y ejerciéndose en el dominio de la actividad del Ser, es decir, con el mismo simbolismo, sobre la propia extensión considerada pasivamente, o desde el punto de vista estático (como el campo de acción de uno cualquiera de estos centros de fuerza) (La Posibilidad Universal, entendida, en su unidad integral (aunque, por supuesto, solamente en cuanto a las posibilidades de manifestación), como el aspecto femenino del Ser (cuyo aspecto masculino es Purusha, que es el Ser mismo en su identidad suprema y “no actuante”) se polariza en potencia activa (Shakti) y potencia pasiva (Prakriti)). Así, en todas y en cada una de sus manifestaciones, el punto puede ser considerado (con respecto a sus manifestaciones) como polarizándose en modo activo y pasivo, o, si se prefiere, directo y reflejo (Sin embargo, esta polarización permanece potencial (luego ideal, y no sensible) en tanto que no consideremos el actual complementarismo entre el Fuego y el Agua (cada uno de los cuales permanece por lo demás igualmente polarizado en potencia); hasta ahora, los dos aspectos activo y pasivo no pueden ser disociados más que excepcionalmente, puesto que el aire es todavía un elemento neutro); el punto de vista dinámico, activo o directo, corresponde a la esencia, y el punto de vista estático, pasivo o reflejo, corresponde a la substancia (Para cualquier punto de la extensión, el aspecto estático es reflejo con respecto al aspecto dinámico, que es directo en tanto que participa inmediatamente de la esencia del punto principial (lo que implica una identificación), pero que, no obstante, es él mismo reflejo con respecto a este punto considerado en sí, en su indivisible unidad; jamás debe perderse de vista que la consideración de la actividad y de la pasividad no implica más que una relación o una analogía entre dos términos considerados como recíprocamente complementarios); pero, por supuesto, la consideración de ambos puntos de vista (complementarios uno del otro) en otra modalidad de la manifestación en nada altera la unidad del punto principial (al igual que tampoco el Ser del cual es el símbolo), y esto permite concebir claramente la identidad fundamental de la esencia y la substancia, que son, como hemos indicado en un principio, los dos polos de la manifestación universal.
La extensión, considerada desde el punto de vista substancial, apenas es distinta, en cuanto a nuestro mundo físico, del Eter primordial (Akâsha), en tanto que no se produce por un movimiento complejo que determine una diferenciación formal; pero la indefinidad de las combinaciones posibles de movimientos da nacimiento, en esta extensión, a la indefinidad de las formas, diferenciándose todas, tal como hemos indicado, a partir de la forma esférica original. Es el movimiento lo que, desde el punto de vista físico, constituye el factor necesario de toda diferenciación, luego la condición de todas las manifestaciones formales, y también, simultáneamente, de todas las manifestaciones vitales, estando igualmente sometidas, unas y otras, en el dominio considerado, al tiempo y al espacio, y suponiendo, por otra parte, un “substrato” material sobre el que se ejerce esta actividad, que se traduce físicamente en el movimiento. Es importante comprender que toda forma corporal está necesariamente viva, ya que la vida es, así como la forma, una condición de toda existencia física (Es evidente por esto mismo que, recíprocamente, la vida, en el mundo físico, no puede manifestarse de otro modo que en las formas; pero esto nada prueba contra la posible existencia de una vida informal fuera de este mundo físico, aunque, no obstante, no sea por ello legítimo considerar a la vida misma en toda la indefinidad de su extensión como siendo algo más que una posibilidad contingente comparable a las demás, e interviniendo, del mismo modo que éstas, en la determinación de ciertos estados individuales de los seres manifestados, estados que proceden de ciertos aspectos especializados y refractados del Ser Universal); esta vida física implica por lo demás una indefinidad de grados, correspondiendo sus divisiones más generales, desde nuestro punto de vista terrestre al menos, a los tres reinos mineral, vegetal y animal (pero sin que las distinciones entre éstos puedan tener más que un valor relativo) (Es imposible determinar los caracteres que permitan establecer distinciones claras y precisas entre los tres reinos, que parecen unirse especialmente en sus formas más elementales, en cierto modo embrionarias). De ello resulta que, en este dominio, una forma cualquiera está siempre en un estado de movimiento o de actividad, que manifiesta su vida propia, y solamente por una abstracción conceptual puede ser considerada estáticamente, es decir, en reposo (Se ve suficientemente con ello lo que debe pensarse, desde el punto de vista físico, del pretendido “principio de la inercia de la materia”: la materia verdaderamente inerte, es decir, despojada de toda atribución o propiedad actual, luego indistinta e indiferenciada, pura substancia pasiva y receptiva sobre la cual se ejerce una actividad de la que no es la causa, no es, lo repetimos, concebible en tanto que se considere separadamente de esa actividad de la cual es el “substrato” y de la que obtiene toda su realidad actual; y es esta actividad (a la cual no se opone, para ofrecerle un soporte, sino por efecto de una reflexión contingente que no le otorga ninguna realidad independiente) lo que, por reacción (en razón de esa misma reflexión), constituye, en las especiales condiciones de la existencia física, el lugar de todos los fenómenos sensibles (así como por otra parte otros fenómenos que no entran en los límites de la percepción de nuestros sentidos), el medio substancial y plástico de todas las modificaciones corporales).
Es por la movilidad que la forma se manifiesta físicamente y se nos hace sensible, y, al igual que la movilidad es la naturaleza específica del Aire (Vâyu), el tacto es el sentido que propiamente le corresponde, pues es por el tacto que percibimos la forma de una manera general (Es oportuno señalar a propósito de ello que los órganos del tacto están repartidos por toda la superficie (exterior e interior) de nuestro organismo, que se encuentra en contacto con el medio atmosférico). Sin embargo, este sentido, en razón de su modo limitado de percepción, que se opera exclusivamente por contacto, no puede darnos directa e inmediatamente la noción integral de la extensión corporal (de tres dimensiones) (No pudiendo operarse el contacto más que entre superficies (en razón de la impenetrabilidad de la materia física, propiedad sobre la cual volveremos a continuación), la percepción que resulta no puede dar de manera inmediata sino la noción de superficie, en la cual intervienen solamente dos dimensiones de la extensión), lo que únicamente se opera con el sentido de la vista; pero la existencia actual de esta extensión está ya presupuesta aquí por la de la forma, puesto que ella condiciona la manifestación de esta última, al menos en el mundo físico (Añadimos siempre esta restricción para no limitar en nada las indefinidas posibilidades de combinación de las diversas condiciones contingentes de existencia y, en particular, las de la existencia corporal, que no se encuentran reunidas de una manera necesariamente constante más que en el dominio de esta modalidad especial).
Por otra parte, en tanto que el Aire procede del Éter, el sonido es también sensible en él; como el movimiento diferenciado implica, tal como anteriormente hemos establecido, la distinción de las direcciones del espacio, el papel del Aire en la percepción del sonido, aparte de su cualidad de medio en el cual se amplifican las vibraciones etéricas, consistirá principalmente en hacernos reconocer la dirección en que este sonido se ha producido con respecto a la situación actual de nuestro cuerpo.
En los órganos fisiológicos del oído, la parte que corresponde a esta percepción de la dirección (percepción que, por lo demás, no se torna efectivamente completa sino con y por la idea de la extensión de tres dimensiones) constituye lo que se llama los “canales semi-circulares”, que están precisamente orientados según las tres dimensiones del espacio físico (Esto explica por qué se dice que las direcciones del espacio son las orejas de Vaishwânara).
En fin, desde un punto de vista distinto al de las cualidades sensibles, el Aire es el medio substancial del que procede el soplo vital (prâna); es la razón de que las cinco fases de la respiración y de la asimilación, que son modalidades o aspectos de éste, estén, en su conjunto, asimiladas a Vâyu. Es éste el papel particular del Aire en lo que concierne a la vida; vemos así que, para este elemento como para el anterior, hemos debido considerar, tal como habíamos previsto, la totalidad de las cinco condiciones de la existencia corporal y sus relaciones; será igual aún para cada uno de los otros tres elementos, que proceden de los dos primeros, y de los cuales hablaremos ahora (…) ( (El texto se detiene aquí. Nota del T)).
