CONCLUSIÓN
Podríamos casi dispensarnos de agregar, a la exposición que precede, una conclusión que nos parece desprenderse bastante claramente de ella, y en la que apenas podríamos hacer otra cosa que repetir, bajo una forma más o menos resumida, un cierto número de consideraciones que ya hemos desarrollado insistiendo en ellas suficientemente como para hacer que se destaque toda su importancia. Pensamos, en efecto, haber mostrado tan claramente y tan explícitamente como ha sido posible cuáles son los principales prejuicios que alejan al presente a Occidente de Oriente; y si le alejan de él es porque son opuestos a la verdadera intelectualidad, que Oriente ha conservado integralmente, mientras que Occidente ha llegado a perder de ella toda noción, por vaga y confusa que sea. Aquellos que han comprendido esto habrán aprehendido igualmente, por eso mismo, el carácter «accidental», en todos los sentidos diversos que posee esta palabra, de la divergencia de Occidente en relación a Oriente; el acercamiento de estas dos partes de la humanidad y el retorno de Occidente a una civilización normal no son, en suma, más que una sola y misma cosa, y es esto lo que constituye el mayor interés de este acercamiento cuya posibilidad hemos considerado para un porvenir más o menos lejano. Lo que llamamos una civilización normal, es una civilización que reposa sobre principios, en el verdadero sentido de este término, y donde todo está ordenado y jerarquizado en conformidad con esos principios, de tal suerte que todo aparece en ella como la aplicación y la prolongación de una doctrina puramente intelectual o metafísica en su esencia; esto es lo que queremos decir cuando hablamos de una civilización tradicional. Por lo demás, que no se vaya a creer que la tradición pueda aportar el menor obstáculo al pensamiento, a menos que se pretenda que impedir que se extravíe sea limitarle, lo que no podemos admitir; ¿es permisible decir que la exclusión del error es una limitación de la verdad? Rechazar imposibilidades, que no son más que una pura nada, no es aportar restricciones a la posibilidad total y universal, necesariamente infinita; el error no es más que una negación, una «privación» en la acepción aristotélica de esta palabra; en tanto que error (ya que pueden encontrarse en él parcelas de verdad incomprendida), no tiene nada de positivo, y es por eso por lo que se le puede excluir sin hacer prueba de espíritu sistemático. La tradición, por el contrario, admite todos los aspectos de la verdad; no se opone a ninguna adaptación legítima; permite, a aquellos que la comprenden, concepciones mucho más vastas que todos los sueños más atrevidos de los filósofos, pero también mucho más sólidas y más válidas; en fin, abre a la inteligencia posibilidades ilimitadas como la verdad misma. Todo eso resulta inmediatamente de los caracteres del conocimiento metafísico, el único absolutamente ilimitado en efecto, porque es de orden universal; y nos parece oportuno volver aquí sobre la cuestión, que ya hemos tratado en otra parte, de las relaciones de la metafísica y de la lógica (Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 2a parte, cap VIII). Esta última, puesto que se refiere a las condiciones propias del entendimiento, es algo contingente; es del orden individual y racional, y lo que se llama sus principios, no son tales más que en un sentido relativo; y queremos decir que no pueden ser, como los de las matemáticas o los de cualquier otra ciencia particular, más que la aplicación y la especificación de los verdaderos principios en un dominio determinado. Así pues, la metafísica domina necesariamente a la lógica de igual modo que domina todo lo demás; no reconocerlo, es invertir las relaciones jerárquicas que son inherentes a la naturaleza de las cosas; pero, por evidente que eso nos parezca, hemos debido constatar que en eso hay algo que sorprende mucho a nuestros contemporáneos. Éstos ignoran totalmente lo que es del orden metafísico y «supraindividual», no conocen más que cosas que pertenecen al orden racional, comprendida ahí la «pseudometafísica» de los filósofos modernos; y, en este orden racional, la lógica ocupa efectivamente el primer rango, y todo lo demás le está subordinado. Pero la metafísica verdadera no puede ser más dependiente de la lógica que de cualquier otra ciencia; el error de aquellos que piensan lo contrario proviene de que no conciben el conocimiento más que en el dominio de la razón y no tienen la menor sospecha de lo que es el conocimiento intelectual puro. Esto, ya lo hemos dicho; y hemos tenido cuidado también de hacer observar que sería menester distinguir entre la concepción de verdades metafísicas, que, en sí misma, escapa a toda limitación individual, y su exposición formulada, que, en la medida en que es posible, no puede consistir más que en una suerte de traducción en modo discursivo y racional; por consiguiente, si esta exposición toma una forma de razonamiento, una apariencia lógica e incluso dialéctica, es porque, dada la constitución del lenguaje humano, no se podría decir nada sin eso; pero no se trata más que de una forma exterior, que no afecta de ninguna manera a las verdades en cuestión, puesto que son esencialmente superiores a la razón. Por otra parte, hay dos maneras muy diferentes de considerar la lógica: una es la manera occidental, que consiste en tratarla en modo filosófico, y en esforzarse en vincularla a una concepción sistemática cualquiera; y la otra es la manera oriental, es decir, la lógica constituida como una «ciencia tradicional» y ligada a los principios metafísicos, lo que le da, como a toda otra ciencia, un alcance incomparablemente mayor. Puede ocurrir, ciertamente, que los resultados parezcan prácticamente los mismos en muchos casos, pero la diferencia de los dos puntos de vista no disminuye por eso de ninguna manera; es inconstestable que, por el hecho de que las acciones de diversos individuos se parezcan exteriormente, no se puede concluir que se han llevado a cabo con las mismas intenciones. Y he aquí a donde queremos llegar: la lógica no es, por sí misma, algo que presente un carácter especialmente «filosófico», puesto que existe también allí donde no se encuentra el modo de pensamiento particular al que conviene propiamente esta denominación; si, hasta un cierto punto, y siempre bajo la reserva de lo que contienen de inexpresable, las verdades metafísicas pueden ser revestidas de una forma lógica, es la lógica tradicional, no la lógica filosófica, la que es apta para este uso; ¿y cómo podría ser de otro modo, cuando la filosofía ha devenido tal que no puede subsistir más que a condición de negar la metafísica verdadera? Por esta explicación se ve cómo comprendemos la lógica: si empleamos una cierta dialéctica, sin la cual no nos sería posible hablar de nada, esto no se nos puede reprochar como una contradicción, ya que, para nosotros, no se trata de hacer filosofía. Por lo demás, incluso cuando se trata especialmente de refutar las concepciones de los filósofos, se puede tener la seguridad de que siempre sabemos conservar las distancias exigidas por la diferencia de los puntos de vista: no nos colocamos sobre el mismo terreno, como lo hacen aquellos que critican o combaten a una filosofía en nombre de otra filosofía; lo que decimos, lo decimos porque las doctrinas tradicionales nos han permitido comprender la absurdidad o la inanidad de algunas teorías, y, cualesquiera que sean las imperfecciones que aportemos inevitablemente (y que no deben imputarse más que a nosotros mismos), el carácter de estas doctrinas es tal que nos prohibe todo compromiso. Lo que tenemos en común con los filósofos, no puede ser más que la dialéctica; pero, en nosotros, ésta no es más que un instrumento al servicio de principios que ellos ignoran; así pues, esta semejanza misma es completamente exterior y superficial, como la que se puede constatar a veces entre los resultados de la ciencia moderna y los de las «ciencias tradicionales». A decir verdad, en esto no tomamos tampoco los métodos de los filósofos, ya que estos métodos, en lo que tienen de válido, no les pertenecen en propiedad, sino que representan simplemente algo que es la posesión común de todos los hombres, incluso de aquellos que están más alejados del punto de vista filosófico; la lógica filosófica no es más que un empequeñecimiento de la lógica tradicional, y ésta tiene la prioridad sobre aquélla. Si insistimos aquí sobre esta distinción que nos parece esencial, no es por nuestra satisfacción personal, sino porque importa mantener el carácter transcendente de la metafísica pura, y porque todo lo que procede de ésta, incluso secundariamente y en un orden contingente, recibe como una participación de ese carácter, que hace de ello algo muy diferente de los conocimientos puramente «profanos» del mundo occidental. Lo que caracteriza a un género de conocimiento y le diferencia de los demás, no es sólo su objeto, sino sobre todo la manera en que se considera ese objeto; y es por eso por lo que cuestiones que, por su naturaleza, podrían tener un cierto alcance metafísico, le pierden enteramente cuando se encuentran incorporadas a un sistema filosófico. Pero la distinción de la metafísica y de la filosofía, que no obstante es fundamental, y que no se debe olvidar nunca si se quiere comprender algo de las doctrinas de Oriente (puesto que sin ella no se puede escapar al peligro de las falsas asimilaciones), es tan inusitada para los occidentales que muchos no pueden llegar a aprehenderla: ¡tanto es así que hemos tenido la sorpresa de ver afirmar aquí y allá que habíamos hablado de la «filosofía hindú», mientras que nos habíamos aplicado precisamente a mostrar que lo que existe en la India es algo muy diferente de la filosofía! Tal vez ocurra también lo mismo con lo que acabamos de decir sobre el tema de la lógica, y, a pesar de todas nuestras precauciones, no nos sorprendería que, en algunos medios, se nos acuse de «filosofar» contra la filosofía, mientras que lo que hacemos en realidad es algo completamente diferente. Si exponemos por ejemplo una teoría matemática, y si a alguien le agrada llamarla «física», no tendríamos, ciertamente, ningún medio de impedírselo, pero todos aquellos que conocen la significación de las palabras sabrían bien lo que deben pensar de ello; aunque aquí se trate de nociones menos corrientes, los errores que intentamos prevenir son bastante comparables a éste. Si hay quienes se sienten tentados de formular algunas críticas basadas sobre semejantes confusiones, les advertimos que les llevarían a conclusiones falsas, y, si llegamos a ahorrarles así algunos errores, nos sentiríamos muy afortunados por ello; pero no podemos hacer nada más, ya que no está en nuestro poder, ni en el de nadie, dar la comprehensión a aquellos que no tienen en sí mismos los medios para ello. Así pues, si esas críticas mal fundadas se producen a pesar de todo, tendremos el derecho a no tenerlas en cuenta; pero, por el contrario, si nos apercibimos de que no hemos marcado aún algunas distinciones con una claridad suficiente, volveremos sobre ello hasta que el equívoco ya no sea posible, o que al menos no pueda ser atribuido más que a una ceguera incurable o a una evidente mala fe. Ocurre lo mismo en lo que concierne a los medios por los que Occidente podrá acercarse a Oriente volviendo a la verdadera intelectualidad: creemos que las consideraciones que hemos expuesto en el presente estudio son apropiadas para disipar muchas confusiones a este respecto, así como sobre la manera en que consideramos el estado ulterior del mundo occidental, tal como sería si las posibilidades que tenemos en vista llegaran a realizarse un día. No obstante, no podemos tener evidentemente la pretensión de prever todos los malentendidos; si se presentan algunos que tengan una importancia real, siempre nos esforzaremos en disiparlos igualmente, y lo haremos tanto más gustosamente cuanto que eso puede ser una excelente ocasión para precisar nuestro pensamiento sobre algunos puntos. En todo caso, no nos dejaremos desviar nunca de la línea que nos es trazada por todo lo que hemos comprendido gracias a las doctrinas tradicionales de Oriente; nos dirigimos a aquellos que pueden y quieren comprender a su vez, cualesquiera que sean y de dondequiera que vengan, pero no a aquellos a quienes el obstáculo más insignificante o más ilusorio basta para detenerlos, que tienen fobia de algunas cosas o de algunas palabras, o que se creerían perdidos si les aconteciera traspasar algunas limitaciones convencionales y arbitrarias. En efecto, no vemos qué partido podría sacar la elite intelectual de la colaboración de esos espíritus temerosos e inquietos; aquel que no es capaz de mirar toda la verdad de frente, aquel que no se siente con la fuerza de penetrar en la «gran soledad», según la expresión consagrada por la tradición extremo oriental (expresión de la que la India tiene también su equivalente), ese no podría ir muy lejos en este trabajo metafísico del que hemos hablado, y del que todo lo demás depende estrictamente. Parece que hubiera, en algunos, como una toma de partido por la incomprehensión; pero, en el fondo, no creemos que aquellos que tienen posibilidades intelectuales verdaderamente extensas estén sujetos a esos vanos terrores, ya que están lo suficientemente bien equilibrados como para tener, casi instintivamente, la seguridad de que no correrán nunca el riesgo de ceder a ningún vértigo mental; esta seguridad, es menester decirlo, no está plenamente justificada mientras no hayan alcanzado un cierto grado de desarrollo efectivo, pero sólo el hecho de poseerla, incluso sin darse cuenta de ello muy claramente, les da ya una ventaja considerable. En esto no queremos hablar de aquellos que tienen en sí mismos una confianza más o menos excesiva; aquellos a los que nos referimos ponen en realidad, incluso si no lo saben todavía, su confianza en algo más elevado que su individualidad, porque presienten de alguna manera esos estados superiores cuya conquista total y definitiva puede ser obtenida por el conocimiento metafísico puro. En cuanto a los demás, aquellos que no se atreven a ir ni demasiado alto ni demasiado bajo, es porque no pueden ver más allá de ciertos límites, fuera de los cuales ya no saben distinguir lo superior y lo inferior, lo verdadero y lo falso, lo posible y lo imposible; se imaginan que la verdad debe ser a su medida y atenerse a un nivel medio, se encuentran cómodos en los cuadros del espíritu filosófico, y, aunque hayan asimilado algunas verdades parciales, no podrían servirse nunca de ellas para extender indefinidamente su comprehensión; ya se deba a su propia naturaleza o sólo a la educación que han recibido, la limitación de su «horizonte intelectual» es en adelante irremediable, de suerte que su partidismo, si lo hay, es verdaderamente involuntario, si no completamente inconsciente. Entre éstos, los hay ciertamente que son víctimas del medio donde viven, y esto es lo más deplorable; sus facultades, que habrían podido tener la ocasión de desarrollarse en una civilización normal, han sido al contrario atrofiadas y comprimidas hasta la aniquilación; y, siendo lo que es la educación moderna, se puede llegar a pensar que los ignorantes son aquellos que tienen más posibilidades de haber guardado intactas sus aptitudes intelectuales. En comparación con las deformaciones mentales que son el efecto ordinario de la falsa ciencia, la ignorancia pura y simple nos parece verdaderamente como un mal menor; y, aunque ponemos el conocimiento por encima de todo, eso no es por nuestra parte una paradoja ni una inconsecuencia, ya que, a nuestros ojos, el único conocimiento verdaderamente digno de este nombre difiere enteramente del que cultivan los occidentales modernos. Y que no se nos reproche, sobre este punto o sobre otros, una actitud demasiado intransigente; esta actitud nos es impuesta por la pureza de la doctrina, por lo que hemos llamado la «ortodoxia» en el sentido intelectual; y, por lo demás, al estar exenta de todo prejuicio, no puede conducirnos nunca a ser injusto al respecto de nada. Admitimos toda la verdad, bajo cualquier aspecto que se presente; pero, al no ser ni escéptico ni ecléctico, no podemos admitir nada más que la verdad. Sabemos bien que nuestro punto de vista no es de aquellos donde uno se coloca habitualmente en Occidente, y que, por consiguiente, puede ser bastante difícil de comprender al primer intento; pero no hay que decir que no pedimos a nadie que lo adopte sin examen. Lo que queremos, es sólo incitar a la reflexión a aquellos que todavía son capaces de ello; cada uno comprenderá lo que pueda, y, por poco que sea, siempre será algo; por lo demás, suponemos que habrá algunos que irán más lejos. Lo que hemos hecho nós mismo, no hay razón, en suma, para que otros no lo hagan también; en el estado actual de la mentalidad occidental, no serán sin duda más que excepciones, pero basta que se encuentren tales excepciones, incluso poco numerosas, para que nuestras previsiones estén justificadas y para que las posibilidades que indicamos sean susceptibles de realizarse más pronto o más tarde. Por lo demás, todo lo que haremos y diremos tendrá como efecto dar, a los que vengan después, facilidades que no hemos encontrado por nuestra propia cuenta; en esto como en otras cosas, lo más penoso es comenzar el trabajo, y el esfuerzo a realizar debe ser tanto más grande cuanto más desfavorables son las condiciones. Que la creencia en la «civilización» esté más o menos debilitada en gentes que no hace mucho no se hubieran atrevido a discutirla, que el «cientificismo» esté actualmente en declive en algunos medios, son circunstancias que quizás puedan ayudarnos un poco, porque de ello resulta una suerte de incertidumbre que permite a los espíritus comprometerse sin tanta resistencia a vías diferentes; pero eso es todo lo que nos es posible decir al respecto, y las tendencias nuevas que hemos constatado hasta aquí no son más alentadoras que las que intentan suplantar. Racionalismo o intuicionismo, positivismo o pragmatismo, materialismo o espiritualismo, «cientificismo» o «moralismo», son cosas, que, desde nuestro punto de vista, valen exactamente lo mismo; no se gana nada pasando de la una a la otra, y, mientras uno no se haya librado enteramente de ellas, no se habrá dado el primer paso en el dominio de la verdadera intelectualidad. Tenemos que declararlo expresamente, como tenemos que repetir una vez más que todo estudio de las doctrinas orientales emprendido «desde el exterior» es perfectamente inútil para la meta que tenemos en vista; lo que se trata tiene alcance muy diferente y es de un orden mucho más profundo. Finalmente, haremos observar a nuestros contradictores eventuales que, si nos sentimos en condición de apreciar con plena independencia las ciencias y las filosofías de Occidente, es porque tenemos consciencia de no deberles nada; lo que somos intelectualmente, se lo debemos sólo a Oriente, y así no tenemos detrás de nosotros nada que sea susceptible de molestarnos lo más mínimo. Si hemos estudiado la filosofía, lo hemos hecho en un momento en que nuestras ideas estaban ya completamente fijadas sobre todo lo esencial, lo que es probablemente el único medio de no recibir de ese estudio ninguna influencia enojosa; y lo que hemos visto entonces no ha hecho más que confirmar muy exactamente todo lo que pensábamos anteriormente al respecto de la filosofía. Sabíamos que no teníamos que esperar ningún beneficio intelectual de ella; y, de hecho, la única ventaja que hemos sacado, es darnos cuenta mejor de las precauciones necesarias para evitar las confusiones, y de los inconvenientes que puede haber en emplear algunos términos que conllevan el riesgo de hacer nacer equívocos. Se trata de cosas de las que los orientales, a veces, no desconfían lo suficiente; y, en este orden, hay muchas dificultades de expresión que no habríamos podido sospechar antes de tener la ocasión de examinar más de cerca el lenguaje especial de la filosofía moderna, con todas sus incoherencias y todas sus sutilezas inútiles. Pero esta ventaja no lo es más que para la exposición, en el sentido de que, al forzarnos a introducir complicaciones que no tienen nada de esencial, eso nos permite prevenir numerosos errores de interpretación que cometerían muy fácilmente aquellos que tienen el hábito exclusivo del pensamiento occidental; para nosotros personalmente, no es en modo alguno una ventaja, puesto que eso no nos procura ningún saber real. Si decimos estas cosas, no es para citarnos como ejemplo, sino para aportar un testimonio cuya sinceridad al menos no podrán ponerla en tela de juicio aquellos que no compartan en absoluto nuestra manera de ver; y, si insistimos más particularmente sobre nuestra independencia absoluta frente a todo lo que es occidental, es porque eso puede contribuir también a hacer comprender mejor nuestras verdaderas intenciones. Pensamos tener el derecho a denunciar el error por todas partes donde se encuentre, según juzguemos oportuno hacerlo; pero hay querellas en las que no queremos vernos mezclados a ningún precio, y estimamos no tener que tomar partido por tal o cual concepción occidental; lo que se puede encontrar de interesante en algunas de éstas, estamos enteramente dispuestos a reconocerlo con toda imparcialidad, pero no hemos visto nunca en ellas nada más que una pequeña parte de lo que ya conocíamos en otros ámbitos, y, allí donde las mismas cosas son consideradas de maneras diferentes, la comparación no ha sido nunca ventajosa para los puntos de vista occidentales. No es sino después de haberlas reflexionado largamente cuando nos hemos decidido a exponer consideraciones como las que forman el objeto de la presente obra, y hemos indicado por qué nos ha parecido necesario hacerlo antes de desarrollar concepciones que tienen un carácter más propiamente doctrinal, de manera que el interés de éstas últimas pueda aparecer así a gentes que, de otro modo, no les hubieran prestado una atención suficiente, al no estar preparados de ninguna manera para ello, y que pueden no obstante ser perfectamente capaces de comprenderlas. En un acercamiento a Oriente, el Occidente lo tiene todo por ganar; si Oriente tiene también algún interés en ello, no es un interés del mismo orden, ni de una importancia comparable, y eso no bastaría para justificar la menor concesión sobre las cosas esenciales; por lo demás, nada podría anteponerse a los derechos de la verdad. Mostrar a Occidente sus defectos, sus errores y sus insuficiencias, no es testimoniarle hostilidad, bien al contrario, puesto que es la única manera de remediar el mal del que sufre, y del que puede morir si no se recupera a tiempo. La tarea es ardua, ciertamente, y no exenta de sinsabores; pero poco importa, si se está convencido de que es necesaria; que algunos comprendan que lo es verdaderamente, eso es todo lo que deseamos. Por lo demás, cuando se ha comprendido esto, uno ya no puede detenerse ahí, de igual modo que, cuando se han asimilado algunas verdades, ya no pueden perderse de vista ni negarse a aceptar todas sus consecuencias; hay obligaciones que son inherentes a todo verdadero conocimiento, y frente a las cuales todos los compromisos exteriores aparecen vanos e irrisorios; estas obligaciones, precisamente porque son puramente interiores, son las únicas de las que uno no puede librarse nunca. Cuando se tiene por sí mismo el poder de la verdad, aunque no haya nada más para vencer los obstáculos más temibles, ya no puede ceder al desanimo, ya que este poder es tal que nada podría prevalecer finalmente contra él; y sólo pueden dudar de esto aquellos que no saben que todos los desequilibrios parciales y transitorios deben concurrir necesariamente al gran equilibrio total del Universo.
