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EL ACUERDO SOBRE LOS PRINCIPIOS

Cuando se quiere hablar de principios a nuestros contemporáneos, uno no debe esperar hacerse comprender sin dificultad, ya que la mayoría de ellos ignoran totalmente lo que eso puede ser, y no sospechan siquiera que eso pueda existir; ciertamente, ellos también hablan mucho de principios, e incluso hablan de ellos demasiado, pero siempre para aplicar esta palabra a todo aquello a lo que no podría convenir. Tanto es así que, en nuestra época, se llama «principios» a leyes científicas un poco más generales que las demás, que son exactamente lo contrario en realidad, puesto que son conclusiones y resultados inductivos, y eso cuando no son más que simples hipótesis. Es así que, más comúnmente todavía, se da este nombre también a concepciones morales, que ni siquiera son ideas, sino la expresión de algunas aspiraciones sentimentales, o a teorías políticas, frecuentemente de base igualmente sentimental, como el famoso «principio de las nacionalidades», que ha contribuido al desorden de Europa más allá de todo lo que se puede imaginar; y, ¿no se llega a hablar corrientemente de «principios revolucionarios», como si eso no constituyera una contradicción en los términos? Cuando se abusa de una palabra hasta tal punto, es que se ha olvidado enteramente su verdadera significación; este caso es completamente semejante al de la palabra «tradición», aplicada, como lo hemos hecho observar precedentemente, a cualquier costumbre puramente exterior, por banal y por insignificante que sea; y, para tomar aún otro ejemplo, si los occidentales hubieran conservado el sentido religioso de sus antepasados, ¿no evitarían emplear a propósito de todo expresiones tales como las de «religión de la patria», «religión de la ciencia», «religión del deber», y otras del mismo género? No se trata de negligencias de lenguaje sin gran alcance, sino de los síntomas de esa confusión que se extiende por todas partes en el mundo moderno: ya no se sabe hacer la distinción entre los puntos de vista y los dominios más diferentes, entre aquellos que deberían permanecer más completamente separados; se pone una cosa en lugar de otra con la que no tiene ninguna relación; y el lenguaje no hace en suma más que representar fielmente el estado de los espíritus. Por lo demás, como hay correspondencia entre la mentalidad y las instituciones, las razones de esa confusión son también las razones por las que se imagina que no importa quién puede desempeñar indiferentemente no importa qué función; el igualitarismo democrático no es más que la consecuencia y la manifestación, en el orden social, de la anarquía intelectual; los occidentales de hoy día son verdaderamente, a todos los respectos, hombres «sin casta», como dicen los hindúes, e incluso «sin familia», en el sentido en que lo entienden los chinos; ya no tienen nada de lo que constituye el fondo y la esencia de las demás civilizaciones. Estas consideraciones nos llevan precisamente a nuestro punto de partida: la civilización moderna sufre de una falta de principios, y sufre esa falta en todos los dominios; por una prodigiosa anomalía, es la única civilización, entre todas las demás, que no tiene principios, o que solo los tiene negativos, lo que equivale a lo mismo. Es como un organismo decapitado que continuara viviendo una vida a la vez intensa y desordenada; los sociólogos, a quienes gusta tanto asimilar las colectividades a los organismos (y frecuentemente de una manera completamente injustificada), deberían reflexionar un poco sobre esta comparación. Al suprimir la intelectualidad pura, cada dominio especial y contingente se considera como independiente; uno usurpa al otro, todo se mezcla y se confunde en un caos inextricable; las relaciones normales se invierten, lo que debería ser subordinado se afirma autónomo, toda jerarquía se abole en nombre de la quimérica igualdad, tanto en el orden mental como en el orden social; y, como a pesar de todo la igualdad es imposible de hecho, se crean falsas jerarquías, en las que se pone cualquier cosa en el primer rango: ya sea la ciencia, la industria, la moral, la política o las finanzas, a falta de la única cosa a la que puede y debe corresponder normalmente la supremacía, es decir, todavía una vez más, a falta de principios verdaderos. Que nadie se apresure a hablar de exageración ante un cuadro semejante; hay que tomarse más bien la molestia de examinar sinceramente el estado de las cosas, y, si no se está cegado por los prejuicios, uno se dará cuenta de que es efectivamente tal como lo describimos. Que haya grados y etapas en el desorden, no lo contestamos; no se ha llegado hasta aquí de un solo golpe, pero se debía llegar a ello fatalmente, dada la ausencia de principios que, si se puede decir, domina el mundo moderno y le constituye en lo que es; y, en el punto donde estamos hoy, los resultados son ya lo bastante visibles para que algunos comiencen a inquietarse y a presentir la amenaza de una disolución final. Hay cosas que no se pueden definir verdaderamente más que por una negación: la anarquía, en cualquier orden que sea, no es más que la negación de la jerarquía, y esto no tiene nada de positivo; civilización anárquica o sin principios, he aquí lo que es en el fondo la civilización occidental actual, y esto es exactamente la misma cosa que expresamos en otros términos cuando decimos que, contrariamente a las civilizaciones orientales, la civilización occidental no es una civilización tradicional. Lo que llamamos una civilización tradicional, es una civilización que reposa sobre principios en el verdadero sentido de esta palabra, es decir, donde el orden intelectual domina a todos los demás, donde todo procede de él directa o indirectamente y, ya se trate de ciencias o de instituciones sociales, no son en definitiva más que aplicaciones contingentes, secundarias y subordinadas de verdades puramente intelectuales. Así, retorno a la tradición o retorno a los principios, no es realmente más que una sola y misma cosa; pero es menester comenzar evidentemente por restaurar el conocimiento de los principios, allí donde está perdido, antes de pensar en aplicarlos; no se puede hablar de reconstruir una civilización tradicional en su conjunto si no se poseen previamente los datos primeros y fundamentales que deben presidirla. Querer proceder de otro modo, es reintroducir la confusión allí donde uno se propone hacerla desaparecer, y es también no comprender lo que la tradición es en su esencia; éste es el caso de todos los inventores de pseudotradiciones a los que hemos hecho alusión más atrás; y, si insistimos sobre cosas tan evidentes, es porque el estado de la mentalidad moderna nos obliga a ello, ya que sabemos muy bien cuán difícil resulta obtener que no invierta las relaciones normales. Las gentes mejor intencionadas, si tienen algo de esta mentalidad, incluso a pesar de ellos y declarándose sus adversarios, podrían ser tentados fácilmente a comenzar por el final, aunque no fuera más que para ceder a ese singular vértigo de la velocidad que se ha apoderado de todo Occidente, o para llegar rápidamente a esos resultados visibles y tangibles que lo son todo para los modernos, de tal modo su espíritu, a fuerza de volverse hacia lo exterior, ha devenido inapto para aprehender otra cosa. Por eso es por lo que repetimos tan frecuentemente, a riesgo de parecer fastidiosos, que es menester ante todo colocarse en el dominio de la intelectualidad pura, y que no se hará nunca nada válido si no se comienza por ahí; y todo lo que se refiere a este dominio, aunque no cae bajo los sentidos, tiene consecuencias mucho más formidables que lo que no depende más que de un orden contingente; eso es quizás difícil de concebir para aquellos que no están habituados a él, pero no obstante es así. Solamente, es menester guardarse bien de confundir lo intelectual puro con lo racional, lo universal con lo general, el conocimiento metafísico con el conocimiento científico; sobre este tema, remitimos a las explicaciones que hemos dado en otra parte (Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 2a Parte, cap V), y no pensamos tener que excusarnos por ello, ya que no podría tratarse de reproducir indefinidamente y sin necesidad las mismas consideraciones. Cuando hablamos de principios de una manera absoluta y sin ninguna especificación, o de verdades puramente intelectuales, siempre se trata del orden universal exclusivamente; ese es el dominio del conocimiento metafísico, conocimiento supraindividual y suprarracional en sí, intuitivo y no discursivo, independiente de toda relatividad; y es menester agregar aún que la intuición intelectual por la que se obtiene un tal conocimiento no tiene absolutamente nada en común con esas intuiciones infrarracionales, ya sean de orden sentimental, instintivo o puramente sensible, que son las únicas que considera la filosofía contemporánea. Naturalmente, la concepción de las verdades metafísicas debe ser distinguida de su formulación, donde la razón discursiva puede intervenir secundariamente (a condición de que reciba un reflejo directo del intelecto puro y transcendente) para expresar, en la medida de lo posible, esas verdades que rebasan inmensamente su dominio y su alcance, y de las que, a causa de su universalidad, toda forma simbólica o verbal no puede dar nunca más que una traducción incompleta, imperfecta e inadecuada, propia más bien para proporcionar un «soporte» a la concepción que para expresar efectivamente lo que es por sí mismo, en su mayor parte, inexpresable e incomunicable, lo que no puede ser más que «asentido» directa y personalmente. Recordamos finalmente que, si nos atenemos a este término de «metafísica», es únicamente porque es el más apropiado de todos los que las lenguas occidentales ponen a nuestra disposición; si los filósofos han llegado a aplicarle a cualquier otra cosa, la confusión es incumbencia suya, no nuestra, puesto que el sentido en que le entendemos es el único conforme a su derivación etimológica, y esa confusión, debida a su total ignorancia de la metafísica verdadera, es completamente análoga a las que señalábamos más atrás. No estimamos que debamos tener en cuenta esos abusos de lenguaje, y basta con poner en guardia contra los errores a los que podrían dar lugar; desde que tomamos todas las precauciones requeridas a este respecto, no vemos ningún inconveniente serio para servirnos de un término como éste, y no nos gusta recurrir a neologismos cuando no es estrictamente necesario; por lo demás, ese es un problema que se evitaría frecuentemente si se tuviera el cuidado de fijar con toda la claridad deseable el sentido de los términos que se emplean, lo que valdría más, muy ciertamente, que inventar una terminología complicada y embrollada a capricho, según la costumbre de los filósofos, que, es cierto, se dan así el lujo de una originalidad poco costosa. Si hay quienes encuentran molesta esta denominación de «metafísica», se puede decir aún que aquello de lo que se trata es el «conocimiento» por excelencia, sin epíteto, y los hindúes, en efecto, no tienen ninguna otra palabra para designarle; pero, en las lenguas europeas, no pensamos que el uso de esta palabra «conocimiento» ayude a deshacer los malentendidos, puesto que se está habituado a aplicarla también, y sin aportarla ninguna restricción, a la ciencia y a la filosofía. Así pues, continuaremos hablando pura y simplemente de la metafísica como lo hemos hecho siempre; pero esperamos que no se considerarán como una digresión inútil las explicaciones que nos impone la preocupación de ser siempre tan claro como sea posible, y que, por otra parte, no nos alejan más que en apariencia del tema que nos hemos propuesto tratar. En razón de la universalidad misma de los principios, es ahí donde el acuerdo debe ser más fácilmente realizable, y eso de una manera completamente inmediata: se conciben o no se conciben, pero, desde que se conciben, no se puede hacer otra cosa que estar de acuerdo. La verdad es una y se impone igualmente a todos aquellos que la conocen, a condición, bien entendido, de que la conozcan efectivamente y con certeza; pero un conocimiento intuitivo no puede ser más que cierto. En ese dominio, se está fuera y más allá de todos los puntos de vista particulares; las diferencias no residen nunca más que en las formas más o menos exteriores, que no son más que una adaptación secundaria, y no en los principios mismos; aquí se trata de lo que es esencialmente «informal». El conocimiento de los principios es rigurosamente el mismo para todos los hombres que lo poseen, ya que las diferencias mentales no pueden afectar más que a lo que es de orden individual, y por consiguiente contingente, y no alcanzan el dominio metafísico puro; sin duda, cada uno expresará a su manera lo que haya comprendido, en la medida en que pueda expresarlo, pero aquel que haya comprendido verdaderamente sabrá reconocer siempre, detrás de la diversidad de las expresiones, la verdad una, y así esa diversidad inevitable no será nunca una causa de desacuerdo. Solamente, para ver de esta manera, a través de las formas múltiples, lo que velan más aún que lo que expresan, es menester poseer esa intelectualidad verdadera que ha devenido tan completamente extraña al mundo occidental; no se podría creer hasta qué punto parecen entonces fútiles y miserables todas las discusiones filosóficas, que recaen sobre las palabras mucho más que sobre las ideas, si es que las ideas no están totalmente ausentes. En lo que concierne a las verdades de orden contingente, la multiplicidad de los puntos de vista individuales que se aplican a ellas puede dar lugar a diferencias reales, que, por lo demás, no son necesariamente contradicciones; el error de los espíritus sistemáticos es no reconocer como legítimo más que su propio punto de vista, y declarar falso todo lo que no se refiere a él; pero, en fin, desde que las diferencias son reales, aunque conciliables, el acuerdo puede no establecerse inmediatamente, tanto más cuanto que cada uno siente naturalmente alguna dificultad para colocarse en el punto de vista de los demás, puesto que su constitución mental no se presta a ello sin cierta repugnancia. En el dominio de los principios, no hay nada de tal, y es en eso donde reside la explicación de esta paradoja aparente, a saber, que aquello que es más elevado en una tradición cualquiera puede ser al mismo tiempo aquello que es más fácilmente aprehensible y asimilable, independientemente de toda consideración de raza o de época, y bajo la única condición de una capacidad de comprehensión suficiente; es, en efecto, aquello que está liberado de todas las contingencias. Al contrario, para todo lo demás, para todo lo que son concretamente «ciencias tradicionales», es menester una preparación especial, generalmente bastante penosa cuando no se ha nacido en la civilización que ha producido esas ciencias; es que aquí intervienen las diferencias mentales, por el solo hecho de que se trata de cosas contingentes, y la manera en que los hombres de una cierta raza consideran estas cosas, que es para ellos la más apropiada, no conviene igualmente a los hombres de las demás razas. En el interior de una civilización dada, puede haber incluso, en este orden, adaptaciones variadas según las épocas, pero que no consisten más que en el desarrollo riguroso de lo que contenía en principio la doctrina fundamental, y que así se hace explícito para responder a las necesidades de un momento determinado, sin que se pueda decir nunca que ningún elemento nuevo haya venido a agregarse a ella desde fuera; no podría ser de otra manera, desde que se trata, como es siempre el caso en Oriente, de una civilización esencialmente tradicional. En la civilización occidental moderna, al contrario, sólo se consideran las cosas contingentes, y la manera en que se consideran es verdaderamente desordenada, porque le falta la dirección que sólo puede dar una doctrina puramente intelectual, y a la cual nada podría suplir. Evidentemente, no se trata de negar los resultados a los que se llega de esta manera, ni de negarles todo su valor relativo; parece incluso natural que se obtengan tanto más, en un dominio determinado, cuanto más estrechamente se limite a él la actividad: si las ciencias que interesan tanto a los occidentales no habían adquirido nunca anteriormente un desarrollo comparable al que se les ha dado, es porque no se les daba una importancia suficiente para consagrarles tales esfuerzos. Pero, si los resultados son válidos cuando se los toma cada uno aparte (lo que concuerda bien con el carácter completamente analítico de la ciencia moderna), el conjunto no puede producir más que una impresión de desorden y de anarquía; nadie se ocupa de la cualidad de los conocimientos que se acumulan, sino sólo de su cantidad; es la dispersión en el detalle indefinido. Además, nada hay por encima de esas ciencias analíticas: no se vinculan a nada e, intelectualmente, no conducen a nada; el espíritu moderno se encierra en una relatividad cada vez más reducida, y, en este dominio tan poco extenso en realidad, aunque lo encuentre inmenso, confunde todo, asimila los objetos más distintos, quiere aplicar a uno los métodos que convienen exclusivamente a otro, transporta a una ciencia las condiciones que definen a otra ciencia diferente, y finalmente se pierde en ella y ya no puede reconocerse, porque le faltan los principios directores. De ahí el caos de las teorías innumerables, de las hipótesis que se enfrentan, se entrechocan, se contradicen, se destruyen y se reemplazan las unas a las otras, hasta que, renunciando a saber, se ha llegado a declarar que hay que investigar sólo por investigar, que la verdad es inaccesible al hombre, que quizás ni siquiera existe, que no hay que preocuparse más que de lo que es útil o ventajoso, y que, después de todo, si se encuentra bueno llamarlo verdad, no hay en eso ningún inconveniente. La inteligencia que niega así la verdad niega su propia razón de ser, es decir, se niega a sí misma; la última palabra de la ciencia y de la filosofía occidentales, es el suicidio de la inteligencia; y, para algunos, eso no es quizás más que el preludio de ese monstruoso suicidio cósmico soñado por algunos pesimistas que, al no haber comprendido nada de lo que han entrevisto del Oriente, han tomado por la nada la suprema realidad del «no ser» metafísico, y por inercia la suprema inmutabilidad del eterno «no actuar». La única causa de todo este desorden, es la ignorancia de los principios; que se restaure el conocimiento intelectual puro, y todo el resto podrá devenir normal: se podrá reponer el orden en todos los dominios, establecer lo definitivo en el lugar de lo provisorio, eliminar todas las vanas hipótesis, aclarar por la síntesis los resultados fragmentarios del análisis, y, reubicando esos resultados en el conjunto de un conocimiento verdaderamente digno de este nombre, darles, aunque no deban ocupar en él más que un rango subordinado, un alcance incomparablemente más elevado que aquel al que pueden pretender actualmente. Para eso, primero es menester buscar la metafísica verdadera donde existe todavía, es decir, en Oriente; y después, pero sólo después, conservando las ciencias occidentales en lo que ellas tienen de válido y de legítimo, se podrá pensar en darles una base tradicional, vinculándolas para ello a los principios de la manera que convenga a la naturaleza de sus objetos, y asignándoles el lugar que les pertenece en la jerarquía de los conocimientos. Querer comenzar por construir en Occidente algo comparable a las «ciencias tradicionales» de Oriente, es propiamente querer una imposibilidad; y, si es cierto que Occidente tuvo antiguamente, sobre todo en la edad media, sus «ciencias tradicionales», es menester reconocer que en su mayor parte están casi enteramente perdidas, que, incluso de lo que subsiste de ellas, ya no se tiene la clave, y que serían tan completamente inasimilables para los occidentales actuales como puedan serlo las que son para el uso de los orientales; las elucubraciones de los ocultistas que han querido enredarse en la tarea de reconstruir tales ciencias constituyen una prueba suficiente de ello. Eso no quiere decir que, cuando se tengan los datos indispensables para comprender, es decir, cuando se posea el conocimiento de los principios, no sea posible inspirarse en una cierta medida en esas ciencias antiguas, tanto como en las ciencias orientales, sacar de las unas y de las otras algunos elementos utilizables, y sobre todo encontrar en ellas el ejemplo de lo que es menester hacer para dar a las demás ciencias un carácter análogo; pero siempre se tratará de adaptar, y no de copiar pura y simplemente. Como ya lo hemos dicho, sólo los principios son rigurosamente invariables; su conocimiento es el único que no es susceptible de ninguna modificación, y, por lo demás, encierra en sí mismo todo lo que es necesario para realizar, en todos los órdenes de lo relativo, todas las adaptaciones posibles. Así pues, la elaboración secundaria de lo que se trata podrá cumplirse por sí sola desde que este conocimiento la presida; y, si este conocimiento es poseído por una elite bastante poderosa para determinar el estado de espíritu general que conviene, todo el resto se hará con una apariencia de espontaneidad, de igual modo que parecen espontáneas las producciones del espíritu actual; eso no es nunca más que una apariencia, ya que la masa es siempre influenciada y dirigida sin saberlo, pero es tan posible dirigirla en un sentido normal como provocar y mantener en ella una desviación mental. Así pues, la tarea de orden puramente intelectual, que debería cumplirse en primer lugar, es verdaderamente la primera bajo todos los aspectos, a la vez la más necesaria y la más importante, puesto que es de ella de donde depende y deriva todo; pero, cuando empleamos esta expresión de «conocimiento metafísico», son muy poco numerosos, entre los occidentales de hoy día, aquellos que pueden sospechar, ni siquiera vagamente, todo lo que eso implica. Los orientales (no hablamos más que de aquellos que cuentan verdaderamente) no consentirán nunca en tomar en consideración más que una civilización que tenga, como las suyas, un carácter tradicional; pero no puede tratarse de dar este carácter, de un día para otro, y sin preparación de ningún tipo, a una civilización que está totalmente desprovista de él; los delirios y las utopías no son asunto nuestro, y conviene dejar a los entusiastas irreflexivos ese incurable «optimismo» que les hace incapaces de reconocer lo que puede o no puede hacerse en tales condiciones determinadas. Los orientales, que no dan al tiempo más que un valor relativo, saben bien de qué se trata, y no cometerían esos errores a los que los occidentales pueden ser arrastrados por la prisa enfermiza que aportan a todas sus empresas, y que compromete irremediablemente su estabilidad: cuando se cree llegar al término, todo se derrumba; es como si se quisiera edificar un edificio sobre un terreno movedizo sin tomarse el trabajo de comenzar por establecer unos cimientos sólidos, bajo pretexto de que los cimientos no se ven. Ciertamente, aquellos que emprendan una obra como la que nos ocupa no deberían esperar obtener inmediatamente resultados aparentes; pero su trabajo no será por eso menos real y eficaz, muy al contrario, y, aunque no tengan ninguna esperanza de ver nunca su expansión exterior, por ello no recogerían menos personalmente muchas otras satisfacciones y beneficios inapreciables. No hay ninguna medida común entre los resultados de un trabajo completamente interior, y del orden más elevado, y todo lo que se puede obtener en el dominio de las contingencias; si los occidentales piensan de otro modo e invierten, aquí también, las relaciones naturales, es porque no saben elevarse por encima de las cosas sensibles; siempre es fácil despreciar lo que no se conoce, y, cuando se es incapaz de alcanzarlo, es incluso el mejor medio de consolarse de la propia impotencia, medio que, por lo demás, está al alcance de todo el mundo. Pero, se dirá quizás, si esto es así, y si este trabajo interior por el que es menester comenzar es en suma el único verdaderamente esencial, ¿por qué preocuparse de otra cosa? Es que, si las contingencias no son ciertamente más que secundarias, no obstante existen; desde que estamos en el mundo manifestado, no podemos desinteresarnos enteramente de ellas; y por lo demás, puesto que todo debe derivar de los principios, el resto puede ser obtenido en cierto modo «por añadidura», y se cometería un gran error si se impidiera considerar esta posibilidad. Además hay otra razón, más propia a las condiciones actuales del espíritu occidental: puesto que este espíritu es lo que es, habría pocas posibilidades de interesar, incluso a la elite posible (queremos decir, a aquellos que poseen las aptitudes intelectuales requeridas, pero no desarrolladas), en una realización que debería permanecer puramente interior, o que al menos no se le presentaría más que bajo este único aspecto; se la puede interesar mucho más mostrándole que esta realización misma debe producir, aunque sea lejanamente, resultados en el exterior, lo que, por lo demás, es la estricta verdad. Si la meta es siempre la misma, hay muchas vías diferentes para alcanzarla, o, más bien, para acercarse a ella, ya que, desde que se ha llegado al dominio transcendente de la metafísica, toda diversidad se desvanece; entre todas esas vías, es menester escoger la que conviene mejor a los espíritus a los que se dirige. Al comienzo sobre todo, cualquier cosa, o casi, puede servir de «soporte» y de ocasión; allí donde no hay organizada ninguna enseñanza tradicional, si llega a producirse excepcionalmente un desarrollo intelectual, a veces sería muy difícil decir por qué ha sido determinado, y las cosas más diferentes y más inesperadas han podido de hecho servirle de punto de partida, según las naturalezas individuales, y también según las circunstancias exteriores. En todo caso, no porque uno se consagre esencialmente a la pura intelectualidad está obligado a perder de vista la influencia que puede y debe ejercer en todos los dominios, por indirectamente que sea, y aunque esta influencia no tenga la necesidad de ser querida expresamente. Agregamos también, aunque esto sea sin duda más difícil de comprender, que ninguna tradición ha prohibido nunca, a aquellos que ha conducido a ciertas cimas, dirigir después hacia los dominios inferiores, sin perder por eso nada de lo que han adquirido y que no puede serles arrebatado, las «influencias espirituales» que han concentrado en sí mismos, y que, repartiéndose gradualmente en esos diversos dominios según sus relaciones jerárquicas, difundirán en ellos un reflejo y una participación de la inteligencia suprema (Esa frase contiene una alusión precisa al simbolismo tibetano de Avalokitêshwara). Entre el conocimiento de los principios y la reconstitución de las «ciencias tradicionales», podría tener lugar otra tarea, u otra parte de la misma tarea, cuya acción se haría sentir más directamente en el orden social; por lo demás, en una medida bastante amplia, ésta es la única de la que Occidente podría encontrar todavía los medios en sí mismo; pero esto requiere algunas explicaciones. En la edad media, la civilización occidental tenía un carácter incontestablemente tradicional; si lo tenía de una manera tan completa como las civilizaciones orientales, es lo que es difícil decidir, sobre todo aportando pruebas formales en un sentido o en el otro. Para atenerse a lo que se conoce generalmente, la tradición occidental, tal como existía en aquella época, era una tradición de forma religiosa; pero eso no quiere decir que no haya habido otra cosa, y no por eso, en una cierta elite, la intelectualidad pura, superior a todas las formas, debía estar necesariamente ausente. Ya hemos dicho que en eso no hay ninguna incompatibilidad, y hemos citado a este propósito el ejemplo del Islam; si lo recordamos aquí, es porque la civilización islámica es precisamente aquella cuyo tipo se acerca más, en muchos aspectos, al de la civilización europea de la edad media; y en eso hay una analogía que quizás sería bueno tener en cuenta. Por otra parte, es menester no olvidar que las verdades religiosas o teóricas, puesto que no son, como tales, consideradas desde un punto de vista puramente intelectual, y puesto que no tienen la universalidad que pertenece exclusivamente a la metafísica, no son principios más que en un sentido relativo; si los principios propiamente dichos, de los que esos son sólo una aplicación, no hubieran sido conocidos de manera plenamente consciente por algunos al menos, por poco numerosos que fueran, nos parece difícil admitir que la tradición, exteriormente religiosa, hubiera podido tener toda la influencia que ha ejercido efectivamente en el curso de un periodo tan largo, y producir, en diversos dominios que no parecen concernirla directamente, todos los resultados que la historia ha registrado y que sus modernos falsificadores no pueden llegar a disimular enteramente. Por lo demás, es menester decir que, en la doctrina escolástica, hay al menos una parte de metafísica verdadera, quizás insuficientemente desprendida de las contingencias filosóficas, y bastante poco claramente distinguida de la teología; ciertamente, no es la metafísica total, pero es metafísica, mientras que en los modernos no hay ni rastro de ella (Sólo Leibnitz ha intentado retomar algunos elementos tomados a la escolástica, pero los ha mezclado a consideraciones de un orden completamente diferente, que les quitan casi todo su alcance, y que prueban que no los comprendía sino muy imperfectamente); y decir que hay metafísica, es decir que esta doctrina, para todo lo que abarca, debe encontrarse necesariamente de acuerdo con toda otra doctrina metafísica. Las doctrinas orientales van mucho más lejos, y de varias maneras; pero puede que haya habido, en la edad media occidental, complementos a lo que se enseñaba exteriormente, y que esos complementos, para uso exclusivo de medios muy cerrados, no hayan sido formulados nunca en ningún texto escrito, de suerte que, a este respecto, todo lo más que se puede encontrar son alusiones simbólicas, suficientemente claras para quien sabe de qué se trata, pero perfectamente ininteligibles para cualquier otro. Sabemos bien que hay actualmente, en muchos medios religiosos, una tendencia muy clara a negar todo «esoterismo», tanto para el pasado como para el presente; pero creemos que esta tendencia, además de que puede implicar algunas concesiones involuntarias al espíritu moderno, proviene en una buena parte de que se piensa demasiado en el falso esoterismo de algunos contemporáneos, que no tiene absolutamente nada en común con el verdadero esoterismo que tenemos en vista y del que todavía es posible descubrir muchos indicios cuando no se está afectado de ninguna idea preconcebida. Sea como sea, hay un hecho incontestable: es que la Europa de la edad media tuvo en diversas ocasiones, si no de una manera continua, relaciones con los orientales, y que estas relaciones tuvieron una acción considerable en el dominio de las ideas; se sabe, pero quizás incompletamente todavía, lo que Europa debe a los árabes, intermediarios naturales entre Occidente y las regiones más lejanas de Oriente; y también hubo relaciones directas con el Asia central y la China misma. Habría lugar a estudiar más particularmente la época de Carlomagno, y también la de las cruzadas, donde, si bien hubo luchas en lo exterior, hubo igualmente entendimiento en un plano más interior, si es permisible expresarlo así; y debemos hacer observar que las luchas, suscitadas por la forma igualmente religiosa de las dos tradiciones en presencia, no tienen ninguna razón de ser y no pueden producirse allí donde existe una tradición que no reviste esa forma, así como ocurre con las civilizaciones más orientales; en este último caso, no puede haber ni antagonismo ni siquiera simple concurrencia. Por lo demás, después tendremos la ocasión de volver sobre este punto; lo que queremos hacer destacar por el momento, es que la civilización occidental de la edad media, con sus conocimientos verdaderamente especulativos (incluso reservando la cuestión de saber hasta dónde se extendían), y con su constitución social jerarquizada, era suficientemente comparable a las civilizaciones orientales como para permitir algunos intercambios intelectuales (con la misma reserva), que el carácter de la civilización moderna, por el contrario, hace actualmente imposibles. Si algunos, aún admitiendo que se impone una regeneración de Occidente, se sienten tentados a preferir una solución que permita no recurrir más que a medios puramente occidentales (y, en el fondo, sólo un cierto sentimentalismo podría inclinarles a ello), harán sin duda esta objeción: ¿por qué pues, no volver pura y simplemente, aportando todas las modificaciones necesarias bajo el aspecto social, a la tradición religiosa de la edad media? En otros términos, ¿por qué no podríamos contentarnos, sin buscar más lejos, con devolver al Catolicismo la preeminencia que tenía en aquella época, es decir, con reconstituir bajo una forma apropiada la antigua «Cristiandad», cuya unidad fue rota por la Reforma y por los acontecimientos que se siguieron? Ciertamente, si eso fuera inmediatamente realizable, ya sería algo, sería incluso mucho para remediar el espantoso desorden del mundo moderno; pero, desafortunadamente, eso no es tan fácil como puede parecerles a algunos teóricos, lejos de ello, ya que obstáculos de todo tipo no tardarían en levantarse ante aquellos que quisieran ejercer una acción efectiva en este sentido. No vamos a enumerar todas esas dificultades, pero haremos observar que la mentalidad actual, en su conjunto, apenas parece dispuesta a prestarse a una transformación de este género; así pues, aquí también, sería menester todo un trabajo preparatorio que, admitiendo que aquellos que quisieran emprenderle tuvieran verdaderamente a su disposición los medios para ello, no sería quizás menos largo ni menos penoso que el que consideramos por nuestra parte, y cuyos resultados no serían nunca tan profundos. Además, nada prueba que no haya habido, en la civilización tradicional de la edad media, más que el lado exterior y propiamente religioso; hubo ciertamente otra cosa, aunque no fuera más que la escolástica, y acabamos de decir por qué pensamos que debió haber más aún, ya que ésta, a pesar de su interés incontestable, no es más que lo exterior. Finalmente, si nos encerramos así en una forma especial, el entendimiento con las demás civilizaciones no podría realizarse más que en una medida bastante limitada, en lugar de hacerse ante todo sobre lo que hay de más fundamental, y así, entre las cuestiones que se le refieren, hay muchas todavía que no serían resueltas, sin contar con que los excesos del proselitismo occidental serían siempre de temer y amenazarían perpetuamente con comprometerlo todo, pues este proselitismo no puede ser detenido definitivamente más que por la plena comprehensión de los principios y por el acuerdo esencial que, incluso sin necesidad de ser formulado expresamente, resultaría inmediatamente de ella. No obstante, es evidente que, si el trabajo a cumplir en los dos dominios metafísico y religioso pudiera efectuarse paralelamente y al mismo tiempo, no veríamos en ello más que ventajas, pues estamos persuadidos de que, incluso si las dos cosas se llevaran a cabo independientemente la una de la otra, los resultados, finalmente, no podrían ser más que concordantes. De todas maneras, si las posibilidades que tenemos en vista deben realizarse, la renovación propiamente religiosa se impondrá más pronto o más tarde como un medio especialmente apropiado para Occidente; podrá ser una parte de la obra reservada a la elite intelectual, cuando ésta se haya constituido, o bien, si se hace previamente, la elite encontrará en ella un apoyo conveniente para su acción propia. La forma religiosa contiene todo lo que le es menester a la masa occidental, que verdaderamente no puede encontrar en otra parte las satisfacciones que exige su temperamento; esta masa no tendrá nunca necesidad de otra cosa, y es a través de esta forma cómo deberá recibir la influencia de los principios superiores, influencia que, aunque así es indirecta, por ello no será menos una participación real (Convendría hacer aquí una aproximación con la institución de las castas y la manera en que la participación en la tradición se asegura con ella). En una tradición completa, puede haber así dos aspectos complementarios y superpuestos, que no podrían contradecirse o entrar en conflicto de ninguna manera, puesto que se refieren a dominios esencialmente distintos; por lo demás, el aspecto intelectual puro no concierne directamente más que a la elite, que es la única que debe ser forzosamente consciente de la comunicación que se establece entre los dos dominios para asegurar la unidad total de la doctrina tradicional. En suma, por nada del mundo querríamos ser exclusivos, y estimamos que ningún trabajo es inútil, por poco que sea dirigido en el sentido requerido; los esfuerzos que recaigan sólo sobre los dominios más secundarios pueden dar también algo que no sea enteramente desdeñable, y cuyas consecuencias, sin ser de una aplicación inmediata, podrían encontrarse después y, coordinándose con todo el resto, concurrir por su parte, por débil que sea, a la constitución de ese conjunto que consideramos para un porvenir sin duda muy lejano. Es así como el estudio de las «ciencias tradicionales», cualquiera que sea su proveniencia, si hay quienes quieren emprenderle desde ahora (no en su integralidad, lo que al presente es imposible, sino en algunos elementos al menos), nos parece una cosa digna de ser aprobada, pero con la doble condición de que ese estudio se haga con datos suficientes para no extraviarse, lo que supone ya mucho más de lo que se podría creer, y de que no haga perder de vista nunca lo esencial. Por lo demás, éstas dos condiciones van juntas: aquel que posee una intelectualidad bastante desarrollada como para librarse con seguridad a un tal estudio no corre el riesgo de ser tentado de sacrificar lo superior a lo inferior; en cualquier dominio que tenga que ejercer su actividad, no verá nunca más que un trabajo auxiliar del que se cumple en la región de los principios. En las mismas condiciones, si ocurre a veces que la «filosofía científica» se encuentra accidentalmente, por algunas de sus conclusiones, con las antiguas «ciencias tradicionales», puede haber algún interés en hacerlo destacar, pero evitando cuidadosamente parecer hacer a estas últimas solidarias de cualquier teoría científica o filosófica particular, ya que toda teoría de este género cambia y pasa, mientras que todo lo que reposa sobre una base tradicional recibe de ella un valor permanente, independiente de los resultados de toda investigación ulterior. En fin, por el hecho de que haya encuentros o analogías, es menester no concluir nunca en asimilaciones imposibles, puesto que se trata de modos de pensamiento esencialmente diferentes; y no se podría estar demasiado atento a no decir nada que pueda interpretarse en este sentido, ya que la mayoría de nuestros contemporáneos, por la manera misma en que está limitado su horizonte mental, son muy dados a estas asimilaciones injustificadas. Bajo estas reservas, podemos decir que todo lo que se hace en un espíritu verdaderamente tradicional tiene su razón de ser, e incluso una razón profunda; pero no obstante hay un cierto orden que conviene observar, al menos de una manera general, en conformidad con la jerarquía necesaria de los diferentes dominios. Por lo demás, para tener plenamente el espíritu tradicional (y no sólo «tradicionalista», lo que no implica más que una tendencia o una aspiración), es menester haber penetrado ya en el dominio de los principios, lo suficientemente al menos como para haber recibido la dirección interior de la que ya no es posible apartarse nunca.

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