TERRORES QUIMÉRICOS Y PELIGROS REALES
Los occidentales, a pesar de la alta opinión que tienen de sí mismos y de su civilización, sienten que su dominación sobre el resto del mundo está lejos de estar asegurada de una manera definitiva, que puede estar a merced de acontecimientos que les es imposible prever y con mayor razón impedir. Solamente, lo que no quieren ver, es que la causa principal de los peligros que les amenazan reside en el carácter mismo de la civilización europea: todo aquello que no se apoya más que sobre el orden material, como es el caso, no podría tener más que un éxito pasajero; el cambio, que es la ley de este dominio esencialmente inestable, puede tener las peores consecuencias a todos los respectos, y eso con una rapidez tanto más fulminante cuanto más grande es la velocidad adquirida; el exceso mismo del progreso material corre mucho riesgo de terminar en algún cataclismo. Piénsese en el incesante perfeccionamiento de los medios de destrucción, en el papel cada vez más considerable que tienen en las guerras modernas, en las perspectivas poco tranquilizadoras que algunos inventos abren para el porvenir, y apenas se estará tentado de negar una tal posibilidad; por lo demás, las máquinas que están expresamente destinadas a matar no son las únicas peligrosas. En el punto en que las cosas han llegado en este momento, no hay necesidad de mucha imaginación para representarse al Occidente acabando por destruirse a sí mismo, ya sea en una guerra gigantesca de la que la última no da todavía más que una débil idea, ya sea por los efectos imprevistos de algún producto que, manipulado torpemente, sería capaz de hacer volar, no ya una fábrica o una ciudad, sino todo un continente. Ciertamente, todavía es permisible esperar que Europa e incluso América se detendrán en esa vía y se recuperarán antes de llegar a tales extremidades; catástrofes menores pueden servirles de advertencias útiles y, por el temor que inspiren, pueden provocar la detención de esta carrera vertiginosa que no puede conducir más que a un abismo. Eso es posible, sobre todo si se junta a ello algunas decepciones sentimentales un poco fuertes, propias para destruir en la masa la ilusión del «progreso moral»; así pues, el desarrollo excesivo del sentimentalismo podría contribuir también a ese resultado saludable, y es menester que así sea si Occidente, librado a sí mismo, debe encontrar en su propia mentalidad los medios de una reacción que devendrá necesaria más pronto o más tarde. Por lo demás, todo eso no bastaría para imprimir a la civilización occidental, en ese momento mismo, otra dirección, y, como el equilibrio no es apenas realizable en tales condiciones, todavía habría que temer un retorno a la barbarie pura y simple, consecuencia bastante natural de la negación de la intelectualidad. Ocurra lo que ocurra con estas previsiones quizás lejanas, los occidentales de hoy día están persuadidos todavía de que el progreso, o lo que llaman así, puede y debe ser continuo e indefinido; se ilusionan más que nunca sobre su propia valía, y se han dado a sí mismos la misión de hacer penetrar ese progreso por todas partes, imponiéndole si es necesario por la fuerza a los pueblos que cometen el error, imperdonable a sus ojos, de no aceptarle con prontitud. Este furor de propaganda, al que ya hemos hecho alusión, es muy peligroso para todo el mundo, pero sobre todo para los occidentales mismos, a quienes hace temer y detestar; el espíritu de conquista nunca se había llevado tan lejos, y, sobre todo, nunca se había disfrazado bajo esas apariencias hipócritas que son lo propio del «moralismo» moderno. Por lo demás, Occidente olvida que no tenía ninguna existencia histórica en una época donde las civilizaciones orientales habían alcanzado ya su pleno desarrollo (No obstante es posible que haya habido civilizaciones occidentales anteriores, pero la de hoy día no es su heredera, y su recuerdo mismo se ha perdido; no vamos pues a preocuparnos de ellas aquí); con sus pretensiones, aparece a los orientales como un niño que, orgulloso de haber adquirido rápidamente algunos conocimientos rudimentarios, se creyera en posesión del saber total y quisiera enseñárselo a ancianos llenos de sabiduría y de experiencia. Eso no sería más que una extravagancia bastante inofensiva, y ante la cual no habría más que sonreír, si los occidentales no tuvieran a su disposición la fuerza bruta; pero el empleo que hacen de ésta cambia enteramente el aspecto de las cosas, ya que es ahí donde está el verdadero peligro para aquellos que, muy involuntariamente, entran en contacto con ellos, y no en una «asimilación» que son perfectamente incapaces de llevar a cabo, al no estar ni intelectual ni físicamente cualificados para llegar a ella. En efecto, los pueblos europeos, sin duda porque están formados de elementos heterogéneos, y no porque no constituyen una raza hablando propiamente, son aquellos cuyos caracteres étnicos son menos estables y desaparecen más rápidamente cuando se mezclan con otras; por todas partes donde se han producido estas mezclas, es siempre el occidental el que es absorbido, muy lejos de poder absorber a los demás. En cuanto al punto de vista intelectual, las consideraciones que hemos expuesto hasta aquí nos dispensan de insistir más en él; una civilización que está sin cesar en movimiento, que no tiene ni tradición ni principio profundo, no puede ejercer evidentemente una influencia real sobre aquellas que poseen precisamente todo lo que le falta a ella misma; y, si la influencia inversa no se ejerce tampoco de hecho, es sólo porque los occidentales son incapaces de comprender lo que les es extraño: su impenetrabilidad, a este respecto, no tiene otra causa que una inferioridad mental, mientras que la de los orientales está hecha de intelectualidad pura. Hay verdades que es necesario decir y volver a decir con insistencia, por desagradables que sean para muchas gentes: todas las superioridades de las cuales se jactan los occidentales son puramente imaginarias, a excepción únicamente de la superioridad material; ésta es muy real, nadie se la niega, y, en el fondo, nadie se la envidia tampoco; pero la desgracia es que abusan de ella. Para cualquiera que tiene el coraje de ver las cosas como son, la conquista colonial no puede, como ninguna otra conquista por las armas, reposar sobre otro derecho que el de la fuerza bruta; que se invoque la necesidad, para un pueblo que se encuentra demasiado estrecho en su casa, de extender su campo de actividad, y que se diga que no puede hacerlo más que a las expensas de aquellos que son demasiado débiles para resistirles lo admitimos, e incluso no vemos cómo se podrían impedir que se produzcan cosas de este género; pero que, al menos, no se pretenda hacer intervenir en eso los intereses de la «civilización», que no tienen nada que ver con ello. Es eso lo que llamamos la hipocresía «moralista»: inconsciente en la masa, que nunca hace otra cosa que aceptar dócilmente las ideas que se le inculcan, no debe serlo en todos al mismo grado, y no podemos admitir que los hombres de estado, en particular, estén engañados por la fraseología que emplean. Cuando una nación europea se apodera de un país cualquiera, aunque esté habitado por tribus verdaderamente bárbaras, no se nos hará creer que se emprende una expedición costosa, después de trabajos de todo tipo, para tener el placer o el honor de «civilizar» a esas pobres gentes, que no lo han pedido; es menester ser muy ingenuo para no darse cuenta de que el verdadero móvil es completamente distinto, que reside en la esperanza de provechos más tangibles. De lo que se trata ante todo, cualesquiera que sean los pretextos invocados, es de explotar el país, y muy frecuentemente, si se puede, a sus habitantes al mismo tiempo, ya que no se podría tolerar que continúen viviendo a su manera, incluso si son poco molestos; pero, como esta palabra «explotación» suena mal, a eso se lo llama, en el lenguaje moderno, «valorar un país»: es la misma cosa, pero basta cambiar la palabra para que eso ya no hiera a la sensibilidad común. Naturalmente, cuando la conquista se ha cumplido, los europeos dan libre curso a su proselitismo, puesto que para ellos es una verdadera necesidad; cada pueblo le aporta su temperamento especial, unos lo hacen más brutalmente, otros con más miramientos, y ésta última actitud, aunque no es el efecto de un cálculo, es sin duda la más hábil. En cuanto a los resultados obtenidos, se olvida siempre que la civilización de algunos pueblos no está hecha para otros, cuya mentalidad es diferente; cuando se trata de salvajes, el mal no es quizás muy grande, y no obstante, al adoptar las apariencias exteriores de la civilización europea (ya que eso permanece en un nivel muy superficial), generalmente se inclinan más a imitar sus malas inclinaciones que a tomar lo que pueda tener de bueno. No queremos insistir sobre este aspecto de la cuestión, que no consideramos más que incidentalmente; lo que es mucho más grave, es que los europeos, cuando se encuentran en presencia de pueblos civilizados, se comportan con ellos como si se tratara de salvajes, y es entonces cuando se vuelven verdaderamente insoportables; y no hablamos sólo de gentes poco recomendables entre los que, se reclutan muy frecuentemente colonos y funcionarios, hablamos de los europeos casi sin excepción. Es un extraño estado de espíritu, sobre todo entre hombres que hablan sin cesar de «derecho» y de «libertad», el que les lleva a negar a otras civilizaciones diferentes de la suya el derecho a una existencia independiente; es eso todo lo que se les pediría en muchos casos, y no es mostrarse demasiado exigente; hay orientales que, con ésta única condición, se acomodarían incluso a una administración extranjera, hasta tal punto existe poco para ellos la preocupación de las contingencias materiales; sólo cuando se ataca a sus instituciones tradicionales la dominación europea se vuelve intolerable. Pero es justamente con este espíritu tradicional con el que los occidentales se ensañan ante todo, porque le temen tanto más cuanto menos le comprenden, precisamente porque ellos mismos están desprovistos de él; los hombres de este tipo tienen miedo instintivamente de todo lo que les rebasa; todas sus tentativas a este respecto permanecerán siempre vanas, ya que en eso hay una fuerza cuya inmensidad ni sospechan; pero, si su indiscreción les atrae algunas desventuras, no podrán culparse más que a sí mismos. Por lo demás, no se ve en nombre de qué quieren obligar a todo el mundo a interesarse exclusivamente en lo que les interesa, a poner las preocupaciones económicas en primer lugar, o a adoptar el régimen político que tiene sus preferencias, y, que, admitiendo incluso que sea el mejor para algunos pueblos, no lo es necesariamente para todos; y lo más extraordinario, es que tienen semejantes pretensiones, no solo frente a pueblos que han conquistado, sino también frente a aquellos otros en los que han llegado a introducirse y a instalarse con una supuesta actitud de respetar su independencia; de hecho, extienden estas pretensiones a la humanidad toda entera. Si fuera de otro modo, no habría, en general, prevenciones ni hostilidad sistemática contra los occidentales; sus relaciones con los demás hombres serían lo que son las relaciones normales entre pueblos diferentes; se les tomaría por lo que son, con las cualidades y los defectos que les son propios, y, aunque lamentando quizás no poder mantener con ellos relaciones intelectuales verdaderamente interesantes, no se buscaría apenas cambiarlos, ya que los orientales no hacen proselitismo. Aquellos mismos de entre los orientales que pasan por ser los más cerrados a todo lo que es extranjero, los chinos, por ejemplo, verían sin repugnancia venir individualmente a europeos a establecerse entre ellos para hacer comercio, si no supieran demasiado bien, por haber tenido la triste experiencia de ello, a lo que se exponen dejándoles hacer, y qué usurpaciones son pronto la consecuencia de lo que, al comienzo, parecía de lo más inofensivo. Los chinos son el pueblo más profundamente pacífico que existe; decimos pacífico y no «pacifista», ya que no sienten la necesidad de hacer al respecto grandilocuentes teorías humanitarias: la guerra repugna a su temperamento, y eso es todo. Si esto es una debilidad en un cierto sentido relativo, hay, en la naturaleza misma de la raza china, una fuerza de otro orden que compensa sus efectos, y cuya consciencia contribuye sin duda a hacer posible ese estado de espíritu pacífico: esta raza está dotada de un poder de absorción tal que siempre ha asimilado a todos sus conquistadores sucesivos, y con una increíble rapidez; la historia está ahí para probarlo. En semejantes condiciones, nada podría ser más ridículo que el quimérico terror del «peligro amarillo», inventado antiguamente por Guillermo II, que le simbolizó incluso en una de esas tablas con pretensiones místicas que se complacía en pintar para ocupar su ocio; es menester toda la ignorancia de la mayoría de los occidentales, y su incapacidad de concebir cuán diferentes de ellos son los demás hombres, para llegar a imaginarse al pueblo chino levantándose en armas para marchar a la conquista de Europa; una invasión china, si debiera tener lugar alguna vez, no podría ser más que una penetración pacífica, y, en todo caso, eso no es un peligro muy inminente. Es cierto que, si los chinos tuvieran la mentalidad occidental, las inepcias odiosas que se declaman públicamente a cuenta suya en toda ocasión habrían bastado ampliamente para incitarles a enviar expediciones a Europa; no es menester tanto para servir de pretexto a una intervención armada por parte de los occidentales, pero esas cosas dejan a los orientales perfectamente indiferentes. A nuestro conocimiento, nadie se atrevió a decir la verdad sobre la génesis de los acontecimientos que se produjeron en 1900; hela aquí en algunas palabras: el territorio de las delegaciones europeas en Pekín estaba sustraído a la jurisdicción de las autoridades chinas; ahora bien, se había formado en las dependencias de la delegación alemana, una verdadera guarida de ladrones, clientes de la misión luterana, que se extendían desde allí a la ciudad, robaban todo lo que podían, y después, con su botín, se replegaban a su refugio donde, puesto que nadie tenía el derecho de perseguirles, quedaban seguros en la impunidad; la población acabó por exasperarse y amenazó con invadir el territorio de la delegación para apoderarse de los malhechores que se encontraban en ella; el ministro alemán quiso oponerse a ello y se puso a arengar a la muchedumbre, pero no consiguió más que hacerse matar en el tumulto; para vengar este ultraje, se organizó sin tardanza una expedición, y lo más curioso es que todos los estados europeos, incluida Inglaterra, se dejaron arrastrar en seguimiento de Alemania; el espectro del «peligro amarillo» había servido de algo en esta ocasión al menos. No hay que decir que los beligerantes sacaron de su intervención beneficios apreciables, sobre todo bajo el punto de vista económico; e incluso no fueron solo los estados los que se aprovecharon de la aventura: conocemos personajes que han adquirido situaciones muy ventajosas por haber hecho la guerra… en los sótanos de las delegaciones; ¡Ciertamente a éstos no sería menester decirles que el «peligro amarillo» carece de realidad! Pero quizás se objete que no sólo hay chinos, sino que hay también japoneses, y que, ellos sí, son un pueblo guerrero; eso es cierto, pero para empezar, los japoneses, salidos de una mezcla donde dominan los elementos malayos, no pertenecen verdaderamente a la raza amarilla, y, por consiguiente, su tradición tiene forzosamente un carácter diferente. Si el Japón tiene ahora la ambición de ejercer su hegemonía sobre Asia entera y de «organizarla» a su manera, eso es precisamente porque el sintoísmo, tradición que, en muchos aspectos, difiere profundamente del taoísmo chino y que da una gran importancia a los ritos guerreros, ha entrado en contacto con el nacionalismo, tomado naturalmente a Occidente ya que los japoneses han sobresalido siempre como imitadores- y se ha cambiado en un imperialismo completamente semejante a lo que se puede ver en otros países. No obstante, si los japoneses se comprometen en una empresa semejante, encontrarán tanta resistencia como los pueblos europeos, y quizás más aún. En efecto, los chinos no sienten por nadie la misma hostilidad que por los japoneses, sin duda, porque éstos, al ser sus vecinos, les parecen particularmente peligrosos; les temen, como un hombre que ama su tranquilidad teme a todo lo que amenaza perturbarla, y sobre todo los desprecian. Es sólo en Japón donde el pretendido «progreso» occidental ha sido acogido con una diligencia tanto más grande cuanto más se cree poder hacerle servir para realizar esa ambición de la que hablábamos hace un momento; y no obstante la superioridad de los armamentos, unida incluso a las más notables cualidades guerreras, no prevalecen siempre contra algunas fuerzas de otro orden: los japoneses se han dado cuenta bien de ello en Formosa, y Corea tampoco constituye para ellos una posesión tranquila. En el fondo, si los japoneses salieron fácilmente victoriosos en una guerra de la que una buena parte de los chinos no tuvieron conocimiento más que cuando estuvo terminada, es porque entonces fueron favorecidos, por razones especiales, por algunos elementos hostiles a la dinastía manchú, y porque sabían bien que otras influencias intervendrían a tiempo para impedir que las cosas fueran demasiado lejos. En un país como China, muchos acontecimientos, guerras o revoluciones, toman un aspecto completamente diferente según se consideren de lejos o de cerca, y, por sorprendente que eso parezca, es la lejanía la que los acrecienta: vistos desde Europa, parecen considerables; en China mismo, se reducen a simples accidentes locales. Es por una ilusión óptica del mismo género por lo que los occidentales atribuyen una importancia excesiva a las actuaciones de pequeñas minorías turbulentas, formadas de gentes cuyos propios compatriotas ignoran con frecuencia totalmente, y para quienes, en todo caso, no tienen la menor consideración. Queremos hablar de algunos individuos enseñados en Europa o en América, como se encuentra hoy día más o menos en todos los países orientales, y que, habiendo perdido por esa educación el sentido tradicional y no sabiendo nada de su propia civilización, creen obrar bien pregonando el «modernismo» más extremo. Esos «jóvenes» orientales, como se llaman ellos mismos para precisar mejor sus tendencias, jamás podrían alcanzar una influencia real en su medio; a veces se les utiliza sin que lo sepan para jugar un papel que no sospechan, y eso es tanto más fácil cuanto que se toman muy en serio; pero ocurre también que, al retomar el contacto con su raza, se desengañan poco a poco, al darse cuenta de que su presunción estaba hecha sobre todo de ignorancia, y acaban deviniendo nuevamente verdaderos orientales. Esos elementos no representan más que ínfimas excepciones, pero, como hacen algún ruido hacia el exterior, atraen la atención de los occidentales, que les consideran naturalmente con simpatía, y a quienes hacen perder de vista las multitudes silenciosas en cuyo seno son absolutamente inexistentes. Los verdaderos orientales no buscan apenas hacerse conocer del extranjero, y eso es lo que explica errores bastante singulares; frecuentemente nos ha sorprendido la facilidad con la que se hacen aceptar, como auténticos representantes del pensamiento oriental, algunos escritores sin competencia y sin mandato, a veces incluso a sueldo de una potencia europea, y que no expresan apenas más que ideas completamente occidentales; porque llevan nombres orientales, se les cree gustosamente, y, como faltan los términos de comparación, se parte de ahí para atribuir a todos sus compatriotas concepciones u opiniones que no pertenecen más que a ellos, y que están frecuentemente en las antípodas del espíritu oriental; bien entendido, sus producciones están reservadas estrictamente al público europeo o americano, y, en Oriente, nadie ha oído nunca hablar de ellos. Fuera de las excepciones individuales de que acabamos de hablar, y también de la excepción colectiva que constituye el Japón, el progreso material no interesa verdaderamente a nadie en los países orientales, donde se le reconocen pocas ventajas reales y muchos inconvenientes; pero hay, a su respecto, dos actitudes diferentes, que incluso pueden parecer exteriormente opuestas, y que proceden no obstante de un mismo espíritu. Unos no quieren oír hablar a ningún precio de ese pretendido progreso y, encerrándose en una actitud de resistencia puramente pasiva, continúan comportándose como si no existiera; otros prefieren aceptar transitoriamente ese progreso, aunque no le consideran más que como una necesidad enojosa impuesta por circunstancias que no permanecerán más que un tiempo, y únicamente porque ven, en los instrumentos que puede poner a su disposición, un medio de resistir más eficazmente a la dominación occidental y de apresurar su fin. Esas dos corrientes existen por todas partes, en China, en la India y en los países musulmanes; si la segunda parece tender a predominar actualmente bastante generalmente sobre la primera, sería menester guardarse bien de concluir de ello que haya en eso algún cambio profundo en la manera de ser de Oriente; toda la diferencia se reduce a una simple cuestión de oportunidad, y no es de ahí de donde puede venir un acercamiento real con Occidente, muy al contrario. Los orientales que quieren provocar en su país un desarrollo industrial que les permita luchar en adelante sin desventaja con los pueblos europeos, sobre el terreno mismo donde éstos despliegan toda su actividad, esos orientales, decimos, no renuncian por eso a nada de lo que es lo esencial de su civilización; además, la concurrencia económica no podrá ser más que una fuente de nuevos conflictos, si no se establece un acuerdo en otro dominio y desde un punto de vista más elevado. No obstante, hay algunos orientales, muy poco numerosos, que han llegado a pensar esto: puesto que los occidentales son decididamente refractarios a la intelectualidad, que no se trate más de ella; pero, a pesar de todo, se podrían establecer quizás, con algunos pueblos de Occidente, relaciones amistosas limitadas al dominio puramente económico. Eso también es una ilusión: o se comienza por entenderse sobre los principios, y todas las dificultades secundarias se allanarán seguidamente como por sí solas, o jamás se llegará a un entendimiento verdadero sobre nada; y es solo a Occidente a quien pertenece dar, si puede, los primeros pasos en la vía de un acercamiento efectivo, porque es de la incomprehensión de que ha hecho prueba hasta aquí de donde vienen en realidad todos los obstáculos. Sería deseable que los occidentales, resignándose al fin a ver la causa de los más peligrosos malentendidos allí donde está, es decir, en sí mismos, se deshicieran de esos terrores ridículos de los que el famosísimo «peligro amarillo» es ciertamente el ejemplo más bello. Se tiene costumbre también de agitar sin ton ni son el espectro del «panislamismo»; aquí, el temor está sin duda menos absolutamente desprovisto de fundamento, ya que los pueblos musulmanes, puesto que ocupan una situación intermediaria entre Oriente y Occidente, tienen a la vez algunos rasgos de uno y otro, y tienen concretamente un espíritu mucho más combativo que el de los puros orientales; pero finalmente es menester no exagerar. El verdadero panislamismo es ante todo una afirmación de principio, de un carácter esencialmente doctrinal; para que tome la forma de una reivindicación política, es menester que los europeos hayan cometido muchas fechorías; en todo caso, no tiene nada de común con un «nacionalismo» cualquiera, que es completamente incompatible con las concepciones fundamentales del Islam. En suma, en bastantes casos (y aquí pensamos sobre todo en África del Norte), una política de «asociación» bien comprendida, que respetara integralmente la legislación Islámica, y que implicara una renuncia definitiva a toda tentativa de «asimilación», bastaría probablemente para descartar el peligro, si es que lo hubiera; cuando se piensa, por ejemplo, que las condiciones impuestas para obtener la nacionalidad francesa equivalen simplemente a una abjuración (y habría que citar muchos otros hechos en el mismo orden), nadie puede sorprenderse de que haya frecuentemente choques y dificultades que una comprehensión más justa de las cosas podría evitar muy fácilmente; pero, todavía una vez más, es precisamente esa comprehensión lo que les falta completamente a los europeos. Lo que es menester no olvidar, es que la civilización Islámica, en todos sus elementos esenciales, es rigurosamente tradicional, como lo son todas las civilizaciones orientales; esta razón es plenamente suficiente para que el panislamismo, cualquiera que sea la forma que revista, no pueda identificarse nunca con un movimiento tal como el bolchevismo, como parecen temerlo las gentes mal informadas. No querríamos formular aquí de ninguna manera una apreciación cualquiera sobre el bolchevismo ruso, ya que es muy difícil saber exactamente a qué atenerse a su respecto: es probable que la realidad sea bastante diferente de lo que se dice corrientemente, y más compleja de lo que piensan sus adversarios y sus partidarios; pero lo que hay de cierto, es que ese movimiento es claramente antitradicional, y por consiguiente, de espíritu enteramente moderno y occidental. Es profundamente ridículo pretender oponer al espíritu occidental la mentalidad alemana o incluso la rusa, y no sabemos qué sentido pueden tener las palabras para aquellos que sostienen una tal opinión, como tampoco para aquellos que califican de «asiático» el bolchevismo; de hecho, Alemania es al contrario uno de los países donde el espíritu occidental es llevado al grado más extremo; y, en cuanto a los rusos, incluso si tienen algunos rasgos exteriores de los orientales, están también tan alejados intelectualmente de ellos como es posible. Es menester agregar que, en Occidente, comprendemos también el judaísmo, que no ha ejercido nunca influencia más que de este lado, y cuya acción no ha sido incluso completamente extraña a la formación de la mentalidad moderna en general; y, precisamente, el papel preponderante desempeñado en el bolchevismo por los elementos israelitas es para los orientales, y sobre todo para los musulmanes, un grave motivo para desconfiar y mantenerse aparte; no hablamos de algunos agitadores del tipo «joven turco», que son profundamente antimusulmanes, frecuentemente también israelitas de origen, y que no tienen la menor autoridad. Tampoco en la India puede introducirse el bolchevismo, porque está en oposición con todas las instituciones tradicionales, y especialmente con la institución de las castas; desde este punto de vista, los hindúes no harían diferencia entre su acción destructiva y la que los ingleses han intentado desde hace mucho tiempo por todo tipo de medios, y, allí donde la primera ha fracasado, la segunda no tendría éxito tampoco. En lo que concierne a China, todo lo que es ruso resulta generalmente muy antipático, y, por lo demás, el espíritu tradicional no está allí menos sólidamente establecido que en todo el resto de Oriente; si algunas cosas pueden ser toleradas más fácilmente en China, a título transitorio, es en razón de ese poder de absorción que es propio a la raza china, y que, incluso de un desorden pasajero, permite sacar finalmente el partido más ventajoso; en fin, para acreditar la leyenda de acuerdos inexistentes e imposibles, sería menester no invocar la presencia en Rusia de algunas bandas de mercenarios que no son más que vulgares bandoleros, de los que los chinos están muy felices de librarse en provecho de sus vecinos. Cuando los bolcheviques cuentan que ganan partidarios a sus ideas entre los orientales, se jactan o se ilusionan; la verdad, es que algunos orientales ven en Rusia, bolchevique o no, una posible aliada contra la dominación de algunas otras potencias occidentales; pero las ideas bolcheviques les son perfectamente indiferentes, e incluso, si consideran un entendimiento o una alianza temporal como aceptable en algunas circunstancias, es porque saben bien que esas ideas no podrán implantarse nunca entre ellos; si fuera de otro modo, se guardarían de favorecerlas en lo más mínimo. Se pueden aceptar como aliadas, en vista de una acción determinada, gentes con las que no se tiene ningún pensamiento común, y por quienes no se siente ni estima ni simpatía; para los verdaderos orientales, el bolchevismo, como todo lo que viene de Occidente, no será nunca más que una fuerza brutal; si esta fuerza puede prestarles servicio momentáneamente, se felicitarán por ello sin duda, pero se puede estar seguro de que, desde que ya no tengan nada que esperar de ella, tomarán todas las medidas requeridas para que no pueda devenirles perjudicial. Por lo demás, los orientales que aspiran a escapar a una dominación occidental no consentirían, ciertamente, en colocarse, para llegar a ello, en condiciones tales que corrieran el riesgo de recaer subsecuentemente bajo otra dominación occidental; no ganarían nada con el cambio, y, como su temperamento excluye toda prisa febril, preferirán siempre esperar circunstancias más favorables, por lejanas que parezcan, más que exponerse a una semejante eventualidad. Ésta última precisión permite comprender por qué los orientales que parecen más impacientes por sacudirse el yugo de Inglaterra no han pensado, para hacerlo, en aprovechar la guerra de 1914: es que saben bien que Alemania, en caso de victoria, no dejaría de imponerles al menos un protectorado más o menos disfrazado, y, porque no querrían a ningún precio esta nueva servidumbre. Ningún oriental que haya tenido ocasión de ver a los alemanes un poco de cerca piensa que sea posible entenderse con ellos más que con los ingleses; por lo demás, ocurre lo mismo con los rusos, pero Alemania, con su organización formidable, inspira generalmente, y con razón, más temores que Rusia. Los orientales no estarán nunca a favor de ninguna potencia europea, sino que estarán siempre contra aquellas, sean cuales sean, que quieran oprimirles, pero sólo contra esas; para todo el resto, su actitud no puede ser más que neutra. Aquí, bien entendido, hablamos únicamente desde el punto de vista político y en lo que concierne a los estados o a las colectividades; siempre puede haber simpatías o antipatías individuales que quedan fuera de estas consideraciones, lo mismo que, cuando hablamos de la incomprehensión occidental, no apuntamos más que a la mentalidad general, sin perjuicio de posibles excepciones. Por lo demás, esas excepciones son muy raras; no obstante, si se está persuadido, como lo estamos nosotros, del interés inmenso que presenta el retorno a las relaciones normales entre Oriente y Occidente, es menester comenzar desde ahora a prepararlas con los medios de que se dispone, por débiles que sean, y el primero de esos medios, es hacer comprender, a aquellos que son capaces de ello, cuáles son las condiciones indispensables de este acercamiento. Esas condiciones, lo hemos dicho, son ante todo intelectuales, y son a la vez negativas y positivas: primero, destruir todos los prejuicios que son otros tantos obstáculos, y es a lo que tienden esencialmente todas las consideraciones que hemos expuesto hasta aquí; después, restaurar la verdadera intelectualidad, que Occidente ha perdido, y que el estudio del pensamiento oriental, por poco que se emprenda como debe ser, puede ayudarle a recuperar poderosamente. En eso se trata, en suma, de una reforma completa del espíritu occidental; tal es, al menos, la meta final a alcanzar; pero esta reforma, al comienzo, no podría ser realizada evidentemente más que por una elite restringida, lo que, por lo demás, sería suficiente para que diera sus frutos en un plazo más o menos lejano, por la acción que esta elite no dejaría de ejercer, incluso sin buscarla expresamente, sobre todo el medio occidental. Según toda verosimilitud, éste sería el único medio de ahorrar a Occidente los peligros muy reales que no son aquellos en los que se piensa, y que le amenazarán cada vez más si persiste en seguir sus vías actuales; y éste sería también el único medio de salvar de la civilización occidental, en el momento justo, todo lo que pueda ser conservado, es decir, todo aquello que pueda tener de ventajoso bajo algunos aspectos y de compatible con la intelectualidad normal, en lugar de dejarla desaparecer totalmente en algunos de esos cataclismos cuya posibilidad indicábamos al comienzo del presente capítulo, sin que, por lo demás, queramos arriesgar en esto la menor predicción. Sobre todo, si una tal eventualidad llegara a realizarse, la constitución preliminar de una elite intelectual, en el verdadero sentido de esta palabra, es la única que podría impedir el retorno a la barbarie; e incluso, si esta elite hubiera tenido el tiempo de actuar bastante profundamente sobre la mentalidad general, evitaría la absorción o la asimilación de Occidente por otras civilizaciones, hipótesis mucho menos temible que la precedente, pero que, no obstante, presentaría algunos inconvenientes al menos transitorios, en razón de las revoluciones étnicas que precederían necesariamente a esa asimilación. A este propósito, y antes de ir más lejos, tenemos que precisar claramente nuestra actitud: no atacamos al Occidente en sí mismo, sino sólo, lo que es completamente diferente, al espíritu moderno, en el que vemos la causa de la decadencia intelectual de Occidente; nada sería más deseable, desde nuestro punto de vista, que la reconstitución de una civilización propiamente occidental sobre bases normales, ya que la diversidad de las civilizaciones, que ha existido siempre, es la consecuencia natural de las diferencias mentales que caracterizan a las razas. Pero la diversidad en las formas no excluye de ninguna manera el acuerdo sobre los principios; entendimiento y armonía no quieren decir uniformidad, y pensar lo contrario sería sacrificar en los altares de esas utopías igualitarias contra las que nos levantamos precisamente. Una civilización normal, en el sentido en que la entendemos, podrá desarrollarse siempre sin ser un peligro para las demás civilizaciones; al tener consciencia del lugar exacto que debe ocupar en el conjunto de la humanidad terrestre, sabrá atenerse a él y no creará ningún antagonismo, porque no tendrá ninguna pretensión a la hegemonía, y porque se abstendrá de todo proselitismo. No obstante, no nos atreveríamos a afirmar que una civilización que fuera puramente occidental podría tener, intelectualmente, el equivalente de todo lo que poseen las civilizaciones orientales; en el pasado de Occidente, remontándose tan lejos como la historia nos permite conocer, no se encuentra plenamente este equivalente (salvo quizás en algunas escuelas extremadamente cerradas, y de las que, por esta razón, es difícil hablar con certeza); pero, no obstante, a este respecto, encontramos en él cosas que no son en modo alguno descuidables, y que nuestros contemporáneos cometen el gran error de ignorar sistemáticamente. Además, si Occidente llega un día a mantener relaciones intelectuales con Oriente, no vemos por qué no aprovecharía para suplir lo que aún le faltara; se pueden tomar lecciones o inspiraciones en los demás sin abdicar por ello de su independencia, sobre todo si, en lugar de contentarse con apropiaciones puras y simples, se sabe adaptar lo que se adquiere de la manera más conforme a la propia mentalidad. Pero, aún una vez más, éstas son posibilidades lejanas; y, a la espera de que Occidente vuelva a sus propias tradiciones, no hay quizás otro medio, para preparar ese retorno y para recuperar sus elementos, que proceder por analogía con las formas tradicionales que, al existir todavía actualmente, pueden ser estudiadas de una manera directa. Así, la comprehensión de las civilizaciones orientales podría contribuir a reconducir a Occidente a las vías tradicionales fuera de las cuales se ha marginado desconsideradamente, mientras que, por otro lado, el retorno a esta tradición realizaría por sí mismo un acercamiento efectivo con Oriente: éstas son dos cosas que están íntimamente ligadas, de cualquier manera que se las considere, y que nos parecen igualmente útiles, e incluso necesarias. Todo eso podrá comprenderse mejor por lo que tenemos que decir todavía; pero se debe ver ya que no criticamos a Occidente por el vano placer de criticar, ni siquiera para hacer sobresalir su inferioridad intelectual en relación a Oriente; si el trabajo por el que es menester comenzar parece sobre todo negativo, es porque es indispensable, como lo decíamos al comienzo, despejar el terreno primero para poder después construir en él. De hecho, si Occidente renunciara a sus prejuicios, la tarea estaría hecha en su mitad, e incluso quizás en más de su mitad, pues nada se opondría ya a la constitución de una elite intelectual, y aquellos que poseen las facultades requeridas para formar parte de ella, al no ver ya levantarse ante ellos las barreras casi infranqueables que crean las condiciones actuales, encontrarían desde entonces fácilmente el medio de ejercer y desarrollar esas facultades, en lugar de que estén comprimidas y asfixiadas por la formación o más bien por la deformación mental que se impone al presente a quienquiera que no tenga el valor de colocarse resueltamente fuera de los cuadros convencionales. Por lo demás, para darse cuenta verdaderamente de la inanidad de esos prejuicios de que hablamos, es menester ya un cierto grado de comprehensión positiva, y, para algunos al menos, es quizás más difícil alcanzar este grado que ir más lejos cuando han llegado a él; para una inteligencia bien constituida, la verdad, por elevada que sea, debe ser más asimilable que todas las sutilezas ociosas donde se complace la «sabiduría profana» del mundo occidental.
