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«DIVISIÓN AL INFINITO» O DIVISIBILIDAD INDEFINIDA

Para Leibnitz, la materia no sólo es divisible, sino que está «subdividida efectivamente sin fin» en todas sus partes, «cada parte en partes, de las que cada una tiene algún movimiento propio» (Monadologie, 65 ); y sobre todo es en este punto de vista en lo que insiste para apoyar teóricamente la concepción que hemos expuesto en último lugar: «Se sigue de la división efectiva que, en una parte de la materia, por pequeña que sea, hay como un mundo que consiste en criaturas innumerables» (Carta a Jean Bernoulli, 12-22 de julio de 1698). Bernoulli admite igualmente esta división efectiva de la materia «in partes numero infinitas», pero saca de ello unas consecuencias que Leibnitz no acepta: «Si un cuerpo finito, dice, tiene partes infinitas en número, yo siempre he creído y creo todavía que la más pequeña de esas partes debe tener con el todo una relación inasignable o infinitamente pequeña» (Carta ya citada del 23 de julio de 1698); a lo cual Leibnitz responde: «Incluso si se concede que no hay ninguna porción de la materia que no esté efectivamente dividida, no obstante no se llega a elementos indivisibles, o a partes más pequeñas que todas las demás, o infinitamente pequeñas, sino sólo a partes siempre más pequeñas, que son no obstante cantidades ordinarias, del mismo modo que, al aumentar, se llega a cantidades siempre más grandes» (Carta del 29 de julio de 1698). Así pues, es la existencia de las «minimae portiones», o de los «últimos elementos», lo que Leibnitz contesta; al contrario, para Bernoulli, parece claro que la división efectiva implica la existencia simultánea de todos los elementos, del mismo modo que, si se da una serie «infinita», todos los términos que la constituyen deben darse simultáneamente, lo que implica la existencia del «terminus infinitesimus». Pero, para Leibnitz, la existencia de este término no es menos contradictoria que la de un «número infinito», y la noción del más pequeño de los números, o de la «fractio omnium infima», no lo es menos que la del más grande de los números; lo que él considera como la «infinitud» de una serie se caracteriza por la imposibilidad de llegar a un último término, y del mismo modo, la materia no estaría dividida «al infinito» si esta división pudiera acabarse alguna vez y desembocar en «últimos elementos»; y no es solo que no podamos llegar de hecho a esos últimos elementos, como lo concede Bernoulli, sino más bien que no deben existir en la naturaleza. No hay elementos corporales indivisibles, o «átomos» en el sentido propio de la palabra, como no hay, en el orden numérico, fracción indivisible y que no pueda dar nacimiento a fracciones siempre más pequeñas, o como no hay, en el orden geométrico, elemento lineal que no pueda dividirse en elementos más pequeños. En el fondo, el sentido en el que Leibnitz toma en todo esto la palabra «infinito» es exactamente aquel en el que habla, como lo hemos visto, de una «multitud infinita»: para él, decir de una serie cualquiera, así como de la sucesión de los números enteros, que es infinita, no quiere decir que debe desembocar en un «terminus infinitesimus» o en un «número infinito», sino que, al contrario, no debe tener un último término, porque los términos que comprende son «plus quam numero designari possint», o porque constituyen una multitud que sobrepasa todo número. Del mismo modo, si se puede decir que la materia es divisible al infinito, es porque una cualquiera de sus porciones, por pequeña que sea, envuelve siempre una tal multitud; en otros términos, la materia no tiene «partes minimae» o elementos simples, puesto que es esencialmente un compuesto: «Es cierto que las substancias simples, es decir, que no son seres por agregación, son verdaderamente indivisibles, pero son inmateriales, y no son más que principios de acción» (Carta a Varignon, 20 de junio de 1702). Es en el sentido de una multitud innumerable, que por lo demás es el más habitual en Leibnitz, donde la idea del supuesto infinito puede aplicarse a la materia, a la extensión geométrica, y en general al continuo, considerado bajo la relación de su composición; por lo demás, este sentido no es propio exclusivamente al «infinitum continuum», y se extiende también al «infinitum discretum», como lo hemos visto por el ejemplo de la multitud de todos los números y por el de las «series infinitas». Es por eso por lo que Leibnitz podía decir que una magnitud es infinita porque es «inagotable», lo que hace «que se pueda tomar siempre una magnitud tan pequeña como se quiera»; y «permanece cierto por ejemplo que 2 sea tanto como 1/1+1/2+1/4+1/8+1/16+1/32+…… etc., lo que es una serie infinita, en la que todas las fracciones cuyos numeradores son 1 y cuyos denominadores en progresión geométrica doble están comprendidos todos a la vez, aunque no se emplean en ella siempre más que números ordinarios, y aunque no se haga entrar en ella ninguna fracción infinitamente pequeña, o cuyo denominador sea un número infinito» (Carta ya citada a Varignon, 2 de febrero de 1702) Además, lo que acaba de decirse permite comprender como Leibnitz, aunque afirma que el infinito, en el sentido en que él lo entiende, no es un todo, no obstante puede aplicar esta idea al continuo: un conjunto continuo, como un cuerpo cualquiera, constituye efectivamente un todo, e incluso lo que hemos llamado más atrás un todo verdadero, lógicamente anterior a sus partes e independiente de éstas, pero, evidentemente, es siempre finito como tal; así pues, no es bajo la relación del todo como Leibnitz puede llamarle infinito, sino solo bajo la relación de las partes en las que está dirigido o puede estar dividido, y en tanto que la multitud de esas partes sobrepasa efectivamente todo número asignable: eso es lo que se podría llamar una concepción analítica del infinito, debido a que, en efecto, no es más que analíticamente como la multitud de la que se trata es inagotable, así como lo explicaremos más adelante. Si ahora nos preguntamos lo que vale la idea de la «división al infinito», es menester reconocer que, como la de la «multitud infinita», contiene una cierta parte de verdad, aunque la manera en la que se expresa esté lejos de estar al abrigo de toda crítica: primeramente, no hay que decir que, según todo lo que hemos expuesto hasta aquí, no puede haber de ninguna manera una división al infinito, sino solo una división indefinida; por otra parte, es menester aplicar esta idea, no a la materia en general, lo que no tiene quizás ningún sentido, sino solo a los cuerpos, o a la materia corporal si tenemos que hablar aquí de «materia» a pesar de la extrema obscuridad de esta noción y de los múltiples equívocos a los que da lugar (Sobre este punto, ver El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos). En efecto, es a la extensión, y no a la materia, en cualquier acepción que se la entienda, a quien pertenece en propiedad la divisibilidad, y no se podrían confundir aquí la una y la otra más que a condición de adoptar la concepción cartesiana que hace consistir la naturaleza de los cuerpos esencial y únicamente en la extensión, concepción que, por lo demás, Leibnitz no admitía tampoco; así pues, si todo cuerpo es necesariamente divisible, es porque es extenso, y no porque es material. Ahora bien, recordémoslo todavía, puesto que la extensión es algo determinado, no puede ser infinita, y desde entonces, no puede implicar evidentemente ninguna posibilidad que sea más infinita de lo que es ella misma; pero, como la divisibilidad es una cualidad inherente a la naturaleza de la extensión, su limitación no puede venir más que de esta naturaleza misma: mientras hay extensión, esta extensión es siempre divisible, y así puede considerarse la divisibilidad como realmente indefinida, y esta indefinidad misma como condicionada por la extensión. Por consiguiente, la extensión, como tal, no puede estar compuesta de elementos indivisibles, ya que esos elementos, para ser verdaderamente indivisibles, deberían ser inextensos, y una suma de elementos inextensos no puede constituir nunca una extensión, como tampoco una suma de ceros puede constituir nunca un número; por eso es por lo que, así como lo hemos explicado en otra parte (El simbolismo de la Cruz, cap XVI ), los puntos no son elementos o partes de una línea, y los verdaderos elementos lineales son siempre distancias entre puntos, que son sólo sus extremidades. Por lo demás, es así como Leibnitz mismo consideraba las cosas a este respecto, y lo que, según él, constituye precisamente la diferencia fundamental entre su método infinitesimal y el «método de los indivisibles» de Cavalieri, es que él no considera una línea como compuesta de puntos, ni una superficie como compuesta de líneas, ni un volumen como compuesto de superficies: puntos, líneas y superficies no son aquí más que límites o extremidades, no elementos constitutivos. Es evidente en efecto que los puntos, multiplicados por cualquier cantidad que sea, no podrían producir nunca una longitud, puesto que son rigurosamente nulos bajo el aspecto de la longitud; los verdaderos elementos de una magnitud deben ser siempre de la misma naturaleza que esta magnitud, aunque incomparablemente menores: es lo que no tiene lugar con los «indivisibles», y, por otra parte, es lo que permite observar en el cálculo infinitesimal una cierta ley de homogeneidad que supone que las cantidades ordinarias y las cantidades infinitesimales, aunque incomparables entre sí, son no obstante magnitudes de la misma especie. Desde este punto de vista, se puede decir también que la parte, cualquiera que sea, debe conservar siempre una cierta «homogeneidad» o conformidad de naturaleza con el todo, al menos en tanto que se considere que este todo pueda ser reconstituido por medio de sus partes por un procedimiento comparable al que sirve a la formación de una suma aritmética. Por lo demás, esto no quiere decir que no haya nada simple en la realidad, ya que el compuesto puede estar formado, a partir de los elementos, de una manera completamente diferente de esa; pero entonces, a decir verdad, esos elementos ya no son propiamente «partes», y, así como lo reconocía Leibnitz, no pueden ser de ninguna manera de orden corporal. Lo que es cierto, en efecto, es que no se puede llegar a elementos simples, es decir, indivisibles, sin salir de esta condición especial que es la extensión, de suerte que ésta no puede resolverse en tales elementos sin cesar de ser en tanto que extensión. De eso resulta inmediatamente que no pueden existir elementos corporales indivisibles, y que esta noción implica contradicción; en efecto, semejantes elementos deberían ser inextensos, y entonces ya no serían corporales, ya que, por definición misma, quien dice corporal dice forzosamente extenso, aunque, por lo demás, ese no sea toda la naturaleza de los cuerpos; y así, a pesar de todas las reservas que debemos hacer bajo otros aspectos, Leibnitz tiene enteramente razón al menos contra el atomismo. Pero, hasta aquí, no hemos hablado más que de divisibilidad, es decir, de posibilidad de división; ¿sería menester ir más lejos y admitir con Leibnitz una «división efectiva»? Esta idea tampoco está exenta de contradicción, ya que equivale a suponer un indefinido enteramente realizado, y, por eso, es contraria a la naturaleza misma de lo indefinido, que es ser siempre, como lo hemos dicho, una posibilidad en vía de desarrollo, y, por consiguiente, implicar esencialmente algo de inacabado, de todavía no completamente realizado. Por lo demás, no hay verdaderamente ninguna razón para hacer una tal suposición, ya que, cuando estamos en presencia de un conjunto continuo, es el todo el que se nos da, pero no se nos dan las partes en las que puede ser dividido, y entonces sólo concebimos que nos es posible dividir ese todo en partes que se podrán hacer cada vez más pequeñas, para devenir menores que cualquier magnitud dada siempre que la división se lleve suficientemente lejos; así pues, de hecho somos nosotros quienes realizaremos las partes a medida que efectuamos esa división. Así, lo que nos dispensa de suponer la «división efectiva», es la distinción que hemos establecido precedentemente al respecto de las diferentes maneras en las que puede considerarse un todo: un conjunto continuo no es el resultado de las partes en las que es divisible, sino que, al contrario, es independiente de ellas, y por consiguiente, el hecho de que se nos da como todo no implica de ninguna manera la existencia efectiva de esas partes. Del mismo modo, desde otro punto de vista, y pasando a la consideración del discontinuo, podemos decir que, si se nos da una serie numérica indefinida, eso no implica de ninguna manera que se nos den distintamente todos los términos que comprende, lo que es una imposibilidad por eso mismo de que es indefinida; en realidad, dar una tal serie, es simplemente dar la ley que permite calcular el término que ocupa en la serie un rango determinado cualquiera que sea (Cf L Couturat, De l'infini mathématique, p 467: «La sucesión natural de los números se da toda entera por su ley de formación, así como, por lo demás, todas las demás sucesiones y series infinitas, a las que una fórmula de recurrencia basta, en general, para definir enteramente, de tal suerte que su límite o su suma (cuando existe) se encuentra por eso completamente determinado… Es gracias a la ley de formación de la sucesión natural por lo que nosotros tenemos la idea de todos los números enteros, y en este sentido se dan todos juntos en esa ley». — Se puede decir en efecto que la fórmula general que expresa el término ne de una serie contiene potencial e implícitamente, pero no efectiva y distintamente, todos los términos de esta serie, puesto que se puede sacar de ella uno cualquiera de entre ellos dando a n el valor correspondiente al rango que este término debe ocupar en la serie; pero, contrariamente a lo que pensaba L Couturat, eso no es ciertamente lo que quería decir Leibnitz «cuando sostenía la infinitud efectiva de la sucesión natural de los números»). Si Leibnitz hubiera dado esta respuesta a Bernoulli, su discusión sobre la existencia del «terminus infinitesimus» habría acabado inmediatamente por eso mismo; pero no habría podido responder así sin ser llevado lógicamente a renunciar a su idea de la «división efectiva», a menos de negar toda correlación entre el modo continuo de la cantidad y su modo discontinuo. Sea como sea, en lo que concierne al discontinuo al menos, es precisamente en la «indistinción» de las partes donde podemos ver la raíz de la idea de infinito tal como la comprende Leibnitz, puesto que, como lo hemos dicho más atrás, esta idea implica siempre para él una cierta parte de confusión; pero esta «indistinción», lejos de suponer una división realizada, tendería al contrario a excluirla, incluso a falta de las razones completamente decisivas que hemos indicado hace un momento. Por consiguiente, si la teoría de Leibnitz es justa en tanto que se opone al atomismo, por otra parte, para que se corresponda a la verdad, es menester rectificarla reemplazando la «división de la materia al infinito» por la «divisibilidad indefinida de la extensión»; en su expresión más breve y más precisa, ese es el resultado en el que desembocan en definitiva todas las consideraciones que acabamos de exponer.

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