LA MEDIDA DEL CONTINUO
Hasta aquí, cuando hemos hablado del número, hemos tenido en vista exclusivamente el número entero, y ello debía ser así lógicamente, desde que consideramos la cantidad numérica como siendo propiamente la cantidad discontinua: en la sucesión de los números enteros, hay siempre, entre dos términos consecutivos, un intervalo perfectamente definido, que está marcado por la diferencia de una unidad existente entre esos dos números, y que, cuando uno se atiene a la consideración de los números enteros, no puede ser reducida de ninguna manera. Por lo demás, en realidad, el número entero es el único número verdadero, lo que se podría llamar el número puro; y, partiendo de la unidad, la serie de los números enteros va creciendo indefinidamente, sin llegar nunca a un último término cuya suposición, como ya lo hemos visto, es contradictoria; pero no hay que decir que se desarrolla toda entera en un solo sentido, y así el otro sentido opuesto, que sería el de indefinidamente decreciente, no puede encontrar su representación en ella, aunque, desde otro punto de vista, como lo mostraremos más adelante, haya una cierta correlación y una suerte de simetría entre la consideración de las cantidades indefinidamente crecientes y la de las cantidades indefinidamente decrecientes. Sin embargo, nadie se ha atenido a eso, y se ha llegado a considerar diversas suertes de números, diferentes de los números enteros; son, se dice habitualmente, extensiones o generalizaciones de la idea de número, y eso es verdadero de una cierta manera; pero, al mismo tiempo, esas extensiones son también alteraciones de esa idea, y es eso lo que los matemáticos modernos parecen olvidar muy fácilmente, porque su «convencionalismo» les hace desconocer su origen y su razón de ser. De hecho, los números que no son enteros se presentan siempre, ante todo, como la figuración del resultado de operaciones que son imposibles cuando uno se atiene al punto de vista de la aritmética pura, puesto que, en todo rigor, ésta no es más que la aritmética de los números enteros: así, por ejemplo, un número fraccionario no es otra cosa que la representación del resultado de una división que no se efectúa exactamente, es decir, en realidad de una división que se debe llamar aritméticamente imposible, lo que, por lo demás, se reconoce implícitamente al decir, según la terminología matemática ordinaria, que uno de los dos números considerados no es divisible por el otro. Desde ahora hay lugar a observar que la definición que se da comúnmente de los números fraccionarios es absurda: las fracciones no pueden ser de ninguna manera «partes de la unidad», como se dice, ya que la unidad aritmética verdadera es necesariamente indivisible y sin partes; y, por lo demás, es de eso de donde resulta la discontinuidad esencial del número que se forma a partir de ella; pero vamos a ver de dónde proviene esta absurdidad. En efecto, no es arbitrariamente como se llega a considerar así el resultado de las operaciones de que acabamos de hablar, en lugar de limitarse a considerarlas pura y simplemente como imposibles; de una manera general, eso es a consecuencia de la aplicación que se hace del número, cantidad discontinua, a la medida de magnitudes que, como las magnitudes espaciales por ejemplo, son del orden de la cantidad continua. Entre estos modos de la cantidad, hay una diferencia de naturaleza tal que la correspondencia de la una y la otra no podría establecerse perfectamente; para remediarlo hasta un cierto punto, y en tanto que sea posible al menos, se busca reducir de alguna manera los intervalos de este discontinuo que está constituido por la serie de los números enteros, introduciendo entre sus términos otros números, y primeramente los números fraccionarios, que no tendrían ningún sentido fuera de esta consideración. Desde entonces es fácil comprender que la absurdidad que señalábamos hace un momento, en lo que concierne a la definición de las fracciones, proviene simplemente de una confusión entre la unidad aritmética y lo que se llama las «unidades de medida», unidades que no son tales más que convencionalmente, y que son en realidad magnitudes de otro tipo que el número, concretamente magnitudes geométricas. La unidad de longitud, por ejemplo, no es más que una cierta longitud escogida por razones extrañas a la aritmética, y a la que se hace corresponder el número 1 a fin de poder medir en relación a ella todas las demás longitudes; pero, por su naturaleza misma de magnitud continua, toda longitud, aunque sea representada así numéricamente por la unidad, por eso no es menos divisible siempre e indefinidamente; así pues, al compararla a otras longitudes que no sean múltiplos exactos de ella, se podrá tener que considerar partes de esta unidad de medida, pero que, por eso, no serán de ninguna manera partes de la unidad aritmética; y es sólo así como se introduce realmente la consideración de los números fraccionarios, como representación de relaciones entre magnitudes que no son exactamente divisibles las unas por las otras. La medida de una magnitud no es en efecto otra cosa que la expresión numérica de su relación con otra magnitud de la misma especie tomada como unidad de medida, es decir, en el fondo, como término de comparación; y es por eso por lo que el método ordinario de medida de las magnitudes geométricas se funda esencialmente sobre la división. Por lo demás, es menester decir que, a pesar de eso, subsiste siempre forzosamente algo de la naturaleza discontinua del número, que no permite que se obtenga así un equivalente perfecto del continuo; pueden reducirse los intervalos tanto como se quiera, es decir, en suma reducirlos indefinidamente, haciéndolos más pequeños que toda cantidad que se haya dado de antemano, pero no se llegará nunca a suprimirlos enteramente. Para hacerlo comprender mejor, tomaremos el ejemplo más simple de un continuo geométrico, es decir, una línea recta: consideremos una semirrecta que se extiende indefinidamente en un cierto sentido (Se verá después, a propósito de la representación geométrica de los números negativos, porque no debemos considerar aquí más que una semirrecta; por lo demás, el hecho de que la serie de los números no se desarrolle más que en un solo sentido, así como lo decíamos más atrás, basta ya para indicar la razón de ello), y convengamos hacer que corresponda a cada uno de sus puntos el número que expresa la distancia de ese punto al origen; éste será representado por cero, puesto que su distancia a sí mismo es evidentemente nula; a partir de ese origen, los números enteros corresponderán a las extremidades sucesivas de segmentos todos iguales entre sí e iguales a la unidad de longitud; los puntos comprendidos entre éstos no podrán ser representados más que por números fraccionarios, puesto que sus distancias al origen no son múltiplos exactos de la unidad de longitud. Es evidente que a medida de que se tomen números fraccionarios cuyo denominador sea cada vez más grande, y, por consiguiente, cuya diferencia sea cada vez más pequeña, los intervalos entre los puntos a los que corresponden estos números se encontrarán reducidos en la misma proporción; así se puede hacer decrecer estos intervalos indefinidamente, teóricamente al menos, puesto que los denominadores de los números fraccionarios posibles son todos los números enteros, cuya sucesión crece indefinidamente (Esto será precisado todavía cuando hablemos de los números inversos). Decimos teóricamente, porque, de hecho, puesto que la multitud de los números fraccionarios es indefinida, no se podrá llegar nunca a emplearla así toda entera; pero supongamos no obstante que se haga corresponder idealmente todos los números fraccionarios posibles a puntos de la semirrecta considerada: a pesar del decrecimiento indefinido de los intervalos, quedarán todavía en esta línea una multitud de puntos a los que no corresponderá ningún número. Esto puede parecer singular e incluso paradójico a primera vista, y sin embargo es fácil darse cuenta de ello, ya que un tal punto puede ser obtenido por medio de una construcción geométrica muy simple: construyamos el cuadrado que tenga por lado el segmento de recta cuyas extremidades son los puntos cero y uno, y tracemos la diagonal de este cuadrado que parte del origen, y después la circunferencia que tiene el origen como centro y esta diagonal como radio; el punto donde esta circunferencia corta a la semirrecta no podrá ser representado por ningún número entero o fraccionario, puesto que su distancia al origen es igual a la diagonal del cuadrado y puesto que ésta es inconmensurable con su lado, es decir, aquí con la unidad de longitud. Así, la multitud de los números fraccionarios, a pesar del decrecimiento indefinido de sus diferencias, no puede bastar todavía para llenar, si se puede decir, los intervalos entre los puntos contenidos en la línea (Importa destacar que no decimos los puntos que componen o que constituyen la línea, lo que respondería a una concepción falsa del continuo, así como lo muestran las consideraciones que expondremos más adelante), lo que supone decir que esta multitud no es un equivalente real y adecuado del continuo lineal; así pues, para expresar la medida de algunas longitudes, uno está forzado a introducir todavía otros tipos de números, que son lo que se llama los números inconmensurables, es decir, aquellos que no tienen común medida con la unidad. Tales son los números irracionales, es decir, aquellos que representan el resultado de una extracción de raíz aritméticamente imposible, por ejemplo la raíz cuadrada de un número que no es un cuadrado perfecto; es así como, en el ejemplo precedente, la relación de la diagonal del cuadrado con su lado, y por consiguiente el punto cuya distancia al origen es igual a esta diagonal, no pueden ser representados más que por el número irracional , que es en efecto verdaderamente inconmensurable, ya que no existe ningún número entero o fraccionario cuyo cuadrado sea igual a 2; y, además de estos números irracionales, hay todavía otros números inconmensurables cuyo origen geométrico es evidente, como por ejemplo el número ( que representa la relación de la circunferencia con su diámetro. Sin entrar todavía en la cuestión de la «composición del continuo», se ve pues que el número, cualquiera que sea la extensión que se de a su noción, no le es nunca perfectamente aplicable: esta aplicación equivale en suma siempre a reemplazar el continuo por un discontinuo cuyos intervalos pueden ser muy pequeños, e incluso devenir cada vez más pequeños por una serie indefinida de divisiones sucesivas, pero sin poder ser suprimidos nunca, ya que, en realidad, no hay «últimos elementos» en los que esas divisiones pueden concluir, ya que, por pequeña que sea, siempre queda una cantidad continua indefinidamente divisible. Es a estas divisiones del continuo a lo que responde propiamente la consideración de los números fraccionarios; pero, y eso es lo que importa destacar particularmente, una fracción, por ínfima que sea, es siempre una cantidad determinada, y entre dos fracciones, por poco diferentes que se las suponga la una de la otra, siempre hay un intervalo igualmente determinado. Ahora bien, la propiedad de la divisibilidad indefinida que caracteriza a las magnitudes continuas exige evidentemente que se puedan tomar siempre de ellas elementos tan pequeños como se quiera, y que los intervalos que existen entre esos elementos puedan hacerse también más pequeños que toda cantidad dada; pero además, y es aquí donde aparece la insuficiencia de los números fraccionarios, y podemos decir incluso de todo número cualquiera que sea, esos elementos y esos intervalos, para que haya realmente continuidad, no deben ser concebidos como algo determinado. Por consiguiente, la representación más perfecta de la cantidad continua será obtenida por la consideración de magnitudes, no ya fijas y determinadas como las que acabamos de tratar, sino antes al contrario variables, porque entonces su variación podrá considerarse ella misma como efectuándose de una manera continua; y estas cantidades deberán ser susceptibles de decrecer indefinidamente, por su variación, sin anularse nunca ni llegar a un «mínimo», que no sería menos contradictorio que los «últimos elementos» del continuo: esa es precisamente, como lo veremos, la verdadera noción de las cantidades infinitesimales.
