CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VII — «LUZ» O LA MORADA DE LA INMORTALIDAD
Las tradiciones relativas al «mundo subterráneo» se encuentran en un gran número de pueblos; no tenemos la intención de juntarlas todas aquí, tanto más cuanto que algunas de entre ellas no parecen tener una relación muy directa con la cuestión que nos ocupa. No obstante, de una manera general, se podría observar que el «culto de las cavernas» está siempre más o menos ligado a la idea de «lugar interior» o de «lugar central», y que, a este respecto, el símbolo de la caverna y el del corazón están bastante cerca el uno del otro (La caverna o la gruta representa la cavidad del corazón, considerado como centro del ser, y también el interior del «Huevo del Mundo»). Por otra parte, hay realmente, tanto en Asia central como en América y quizás en otras partes también, cavernas y subterráneos donde algunos centros iniciáticos han podido mantenerse desde hace siglos; pero, al margen de este hecho, hay, en todo lo que se cuenta sobre este tema, una parte simbólica que no es muy difícil de despejar; y podemos pensar incluso que son precisamente razones de orden simbólico las que han determinado la elección de lugares subterráneos para el establecimiento de esos centros iniciáticos, mucho más que motivos de simple prudencia. Saint-Yves habría podido explicar quizás este simbolismo, pero no lo ha hecho, y es eso lo que da a algunas partes de su libro una apariencia de fantasmagoría (Citaremos como ejemplo el pasaje donde se trata del «descenso a los Infiernos»; aquellos que tengan ocasión para ello podrán compararle con lo que hemos dicho sobre el mismo tema en El Esoterismo de Dante); en cuanto a M Ossendowski, era ciertamente incapaz de ir más allá de la letra y de ver en lo que se le decía otra cosa que el sentido más inmediato. Entre las tradiciones a las que hacíamos alusión hace un momento, una hay que presenta un interés particular: se encuentra en el Judaísmo y concierne a una ciudad misteriosa llamada Luz (Las reseñas que utilizamos aquí están sacadas en parte de la Jewish Encyclopedia (VII, 219)). Este nombre era originariamente el del lugar donde Jacob tuvo el sueño a consecuencia del cual le llamó Beith-El, es decir, «casa de Dios» (Génesis, XXVIII, 19); volveremos más tarde sobre este punto. Se dice que el «Ángel de la Muerte» no puede penetrar en esta ciudad y que no tiene ningún poder en ella; y, por una aproximación bastante singular, pero también muy significativa, algunos la sitúan cerca del Alborj, que es igualmente, para los Persas, la «morada de la inmortalidad». Cerca de Luz, hay, se dice, un almendro (llamado también luz en hebreo) en cuya base hay una oquedad por la que se penetra en un subterráneo (En las tradiciones de algunos pueblos de América del Norte, se habla también de un árbol por el que hombres que vivían primitivamente en el interior de la tierra habrían llegado a la superficie, mientras que otros hombres de la misma raza habrían permanecido en el mundo subterráneo. Es verosímil que Bulwer-Lytton se haya inspirado en estas tradiciones en La Raza futura (The Coming Race). Una nueva edición lleva el título: La Raza que nos exterminará); y este subterráneo conduce a la ciudad misma, que está enteramente oculta. La palabra Luz, en sus diversas acepciones, parece, por lo demás, derivada de una raíz que designa todo lo que está oculto, cubierto, envuelto, silencioso, secreto; y hay que notar que las palabras que designan el Cielo tienen primitivamente la misma significación. Ordinariamente se relaciona coelum al griego koilon, «oquedad» (lo que puede tener también una relación con la caverna, tanto más cuanto que Varrón indica esa relación en estos términos: A cavo coelum); pero es menester precisar también que la forma más antigua y más correcta parece ser caelum, que recuerda muy de cerca a la palabra caelare, literalmente «ocultar». Por otra parte, en sánscrito, Varuna viene de la raíz var, «cubrir» (lo que es igualmente el sentido de la raíz kal a la que se vincula el latín celare, otra forma de caelare, y su sinónimo griego kaluptein) (De la misma raíz kal derivan otras palabras latinas, como caligo y quizás también el compuesto occultus. Por otro lado, es posible que la forma caelare provenga originariamente de una raíz diferente caed, que tiene el sentido de «cortar» o «dividir» (de donde también caedere), y por consiguiente los de «separar» y «ocultar»; pero, en todo caso, las ideas expresadas por estas raíces están, como se ve, muy cerca unas de otras, lo que ha podido llevar fácilmente a la asimilación de caelare y de celare, incluso si estas dos formas son etimológicamente independientes); y el griego Ouranos no es más que otra forma del mismo nombre, puesto que var se cambia fácilmente en ur. Así pues, estas palabras pueden significar «lo que se cubre» (El «Techo del Mundo», asimilable a la «Tierra celeste» o «Tierra de los Vivos», tiene, en las tradiciones del Asia central, relaciones estrechas con el «Cielo Occidental» donde reina Avalokitêshwara. — A propósito del sentido de «cubrir», es menester recordar también la expresión masónica de «estar a cubierto»: el techo estrellado de la Logia representa la bóveda celeste), «lo que se oculta» (Es el velo de Isis o de Neith en los Egipcios, el «velo azul» de la Madre universal en la tradición extremo oriental (Tao-te-king, cap VI); si se aplica este sentido al cielo visible, se puede encontrar en él una alusión al papel del simbolismo astronómico que oculta o revela las verdades superiores), pero también «lo que está oculto», y este último sentido es doble: es lo que está oculto a los sentidos, es decir, el dominio suprasensible, y es también, en los periodos de ocultamiento o de oscurecimiento, la tradición que cesa de estar manifestada exterior y abiertamente, deviniendo entonces el «mundo celeste» el «mundo subterráneo». Bajo otro aspecto, hay que establecer todavía una aproximación con el Cielo: a Luz se le llama la «ciudad azul», y este color, que es el del zafiro (El zafiro desempeña un papel importante en el simbolismo bíblico; en particular, aparece frecuentemente en las visiones de los Profetas), es el color celeste. En la India, se dice que el color azul de la atmósfera se produce por la reflexión de la luz sobre una de las caras del Mêru, la cara meridional, que mira al Jambu-dwîpa, y que está hecha de zafiro; es fácil comprender que esto se refiere al mismo simbolismo. El Jambu-dwîpa no es solo la India como se cree de ordinario, sino que representa en realidad todo el conjunto del mundo terrestre en su estado actual; y, en efecto, este mundo puede ser considerado como situado todo entero al sur del Mêru, puesto que éste se identifica con el polo septentrional (El Norte se llama en sánscrito Uttara, es decir, la región más elevada; el Sur se llama Dakshina, la región de la derecha, es decir, la que uno tiene a su derecha al volverse hacia el Oriente. Uttarâyana es la marcha ascendente del Sol hacia el Norte, que comienza en el solsticio de invierno y que termina en el solsticio de verano; dakshinâyana es la marcha descendente del Sol hacia el Sur, que comienza en el solsticio de verano y que termina en el solsticio de invierno). Los siete dwîpas (literalmente «islas» o «continentes») emergen sucesivamente en el curso de ciertos periodos cíclicos, de suerte que cada uno de ellos es el mundo terrestre considerado en el periodo correspondiente; forman un loto cuyo centro es el Mêru, en relación al cual están orientados según las siete regiones del espacio (En el simbolismo hindú (que el Budismo mismo ha conservado en la leyenda de los siete pasos), las siete regiones del espacio son los cuatro puntos cardinales, más el Zenit y el Nadir, y finalmente el centro mismo; se puede precisar que su representación forma una cruz de tres dimensiones (seis direcciones opuestas dos a dos a partir del centro). De igual modo, en el simbolismo kabbalístico, el «Santo Palacio» o «Palacio interior» está en el centro de las seis direcciones, que forman con él el septenario; y «Clemente de Alejandría dice que de Dios, “Corazón del Universo”, parten las extensiones indefinidas que se dirigen, una hacia arriba, otra hacia abajo, ésta hacia la derecha, aquella hacia la izquierda, una hacia adelante y otra hacia atrás; dirigiendo su mirada hacia estas seis extensiones como hacia un número siempre igual, acaba el mundo; es el comienzo y el fin (el alfa y la omega), en él se acaban las seis fases del tiempo, y es de él de quien reciben su extensión indefinida; éste es el secreto del número 7» (citado por P Vulliaud, La Kabbale juive, tomo I, pp 215-216). Todo esto se refiere al desarrollo del punto primordial en el espacio y en el tiempo; las seis fases del tiempo, que corresponden respectivamente a las seis direcciones del espacio, son seis periodos cíclicos, subdivisiones de otro periodo más general, y a veces se representan simbólicamente como seis milenarios; también son asimilables a los seis primeros «días» del Génesis, siendo el séptimo o Sabbath la fase de retorno al Principio, es decir, al centro. Se tienen así siete periodos a los cuales puede ser referida la manifestación respectiva de los siete dwîpas; si cada uno de estos periodos es un Manvantara, el Kalpa comprende dos series septenarias completas; y por lo demás, entiéndase bien que el mismo simbolismo es aplicable a diferentes grados, según se consideren periodos cíclicos más o menos extensos). Así pues, hay una cara del Mêru que está vuelta hacia cada uno de los siete dwîpas; si cada una de estas caras tiene uno de los colores del arcoiris (Ver lo que ha sido dicho más atrás sobre el simbolismo del arcoiris. — No hay en realidad más que seis colores, complementarios dos a dos, y que corresponden a las seis direcciones opuestas dos a dos; el séptimo color no es otro que el blanco mismo, de igual modo que la séptima región se identifica con el centro), la síntesis de estos siete colores es el blanco, que se atribuye por todas partes a la autoridad espiritual suprema (No carece pues de razón que, en la jerarquía católica, el Papa esté vestido de blanco), y que es el color del Mêru considerado en sí mismo (veremos que se le designa efectivamente, como la «montaña blanca»), mientras que los demás colores representan solo sus aspectos en relación a los diferentes dwîpas. Parece que, para el periodo de manifestación de cada dwîpa, haya una posición diferente del Mêru; pero, en realidad, el Mêru es inmutable, puesto que es el centro, y es la orientación del mundo terrestre en relación a él la que es cambiada de un periodo a otro. Volvamos a la palabra hebraica luz, cuyas diversas significaciones son muy dignas de atención: esta palabra tiene ordinariamente el sentido de «almendra» (y también de «almendro», puesto que designa por extensión tanto al árbol como a su fruto) o de «hueso»; ahora bien, el hueso es lo más interior y oculto que hay, y está enteramente cerrado, de ahí la idea de «inviolabilidad» (Por eso es por lo que el almendro ha sido tomado como símbolo de la Virgen) (idea que se vuelve a encontrar en el nombre del Agarttha). La misma palabra luz es también el nombre dado a una partícula corporal indestructible, representada simbólicamente como un hueso muy duro, y a la cual el alma permanecería ligada después de la muerte y hasta la resurrección (Es curioso observar que esta tradición judaica ha inspirado muy probablemente algunas teorías de Leibnitz sobre el «animal» (es decir, el ser vivo) que subsiste perpetuamente con un cuerpo, pero «reducido a pequeño» después de la muerte). Como el hueso de la almendra contiene el germen, y como el hueso corporal contiene la médula, este luz contiene los elementos virtuales necesarios a la restauración del ser; y esta restauración se operará bajo la influencia del «rocío celeste», que revivifica las osamentas desecadas; es a esto a lo que hace alusión, de la manera más clara, esta palabra de San Pablo: «Sembrado en la corrupción, resucitará en la gloria» (I Epístola a los Corintios, XV, 42. — Hay en estas palabras una aplicación estricta de la ley de analogía: «Lo que está arriba es como lo que está abajo, pero en sentido inverso»). Aquí como siempre, la «gloria» se refiere a la Shekinah, considerada en el mundo superior, y con la cual el «rocío celeste» tiene una estrecha relación, así como ya hemos podido darnos cuenta de ello precedentemente. Puesto que el luz es imperecedero (En sánscrito, la palabra akshara significa «indisoluble», y por consiguiente «imperecedero» o «indestructible»; designa a la sílaba, elemento primero y germen del lenguaje, y se aplica por excelencia al monosílabo Om, que se dice que contiene en sí mismo la esencia del triple Vêda), es, en el ser humano, el «núcleo de la inmortalidad», como el lugar que es designado por el mismo nombre es la «morada de la inmortalidad»: ahí se detiene, en los dos casos, el poder del «Ángel de la Muerte». Es en cierto modo el huevo o el embrión del Inmortal (Se encuentra su equivalente, bajo otra forma, en las diferentes tradiciones, y en particular, con desarrollos muy importantes, en el Taoísmo. — A este respecto, es el análogo, en el orden «microcósmico», de lo que es el «Huevo del Mundo» en el orden «macrocósmico», ya que encierra las posibilidades del «ciclo futuro» (la vita venturi saeculi del Credo católico)); puede ser comparado también a la crisálida de donde debe salir la mariposa (Uno puede remitirse aquí al simbolismo griego de Psyché, que reposa en gran parte sobre esta similitud (Ver Psyché por F Pron)), comparación que traduce exactamente su papel en relación a la resurrección. Se sitúa al luz hacia la extremidad inferior de la columna vertebral; esto puede parecer bastante extraño, pero se aclara por una aproximación a lo que la tradición hindú dice de la fuerza llamada kundalinî (La palabra kundalî (en femenino kundalinî) significa enrollado en forma de anillo o espiral; este enrollamiento simboliza el estado embrionario y «no desarrollado»)), que es una forma de la Shakti considerada como inmanente en el ser humano (A este respecto, y bajo una cierta relación, su morada se identifica también a la cavidad del corazón; ya hemos hecho alusión a una relación que existe entre la Shakti hindú y la Shekinah hebraica). Esta fuerza es representada bajo la figura de una serpiente enrollada sobre sí misma, en una región del organismo sutil que corresponde precisamente también a la extremidad inferior de la columna vertebral; al menos es así en el hombre ordinario; pero, por el efecto de prácticas tales como las del Hatha-Yoga, ella se despierta, se despliega y se eleva a través de las «ruedas» (chakras) o «lotos» (kamalas) que responden a los diversos plexos, para alcanzar la región que corresponde al «tercer ojo», es decir, al ojo frontal de Shiva. Este estadio representa la restitución del «estado primordial», donde el hombre recupera el «sentido de la eternidad» y, por eso mismo, obtiene lo que hemos llamado en otra parte la inmortalidad virtual. Hasta aquí, todavía estamos en el estado humano; en una fase ulterior, kundalinî alcanza finalmente la coronilla de la cabeza (Es el Brahma-randhra u orificio de Brahma, punto de contacto de la sushumnâ o «arteria coronaria» con el «rayo solar»; hemos expuesto completamente este simbolismo en El Hombre y su devenir según el Vêdânta), y esta última fase se refiere a la conquista efectiva de los estados superiores del Ser. Lo que parece resultar de esta aproximación, es que la localización del luz en la parte inferior del organismo se refiere solo a la condición de «hombre caído»; y, para la humanidad terrestre considerada en su conjunto, ocurre lo mismo con la localización del centro espiritual supremo en el «mundo subterráneo». (Todo esto tiene una relación muy estrecha con la significación real de esta frase hermética bien conocida: «Visita inferiora terrae, rentificando invenies occultum lapidem, veram medicinam», frase que da por acróstico la palabra Vitriolum. La «piedra filosofal» es al mismo tiempo, bajo otro aspecto, la «verdadera medicina», es decir, el «elixir de la larga vida», que no es otra cosa que el «brebaje de la inmortalidad». — Se escribe a veces interiora en lugar de inferiora, pero el sentido general no es modificado por ello, y hay siempre la misma alusión manifiesta al «mundo subterráneo»)
