XXIX
EL CENTRO Y LA CIRCUNFERENCIA
Las consideraciones que hemos expuesto no nos conducen de ningún modo, como algunos podrían creerlo equivocadamente si no tomáramos la precaución de insistir un poco en ello, a considerar el espacio como “una esfera cuyo centro está por todas partes y la circunferencia en ninguna”, según la fórmula frecuentemente citada de Pascal, quien, por lo demás, no es quizás su primer inventor. En todo caso, no queremos buscar aquí en qué sentido preciso Pascal mismo entendía esta frase, que ha podido ser mal interpretada; eso nos importa poco, ya que es bien evidente que el autor de las célebres consideraciones sobre los “dos infinitos”, a pesar de sus méritos incontestables bajo otros aspectos, no poseía ningún conocimiento de orden metafísico ( Una pluralidad de infinitos es evidentemente imposible, ya que se limitarían uno al otro, de suerte que ninguno de ellos sería realmente infinito; Pascal, como muchos otros, confunde el infinito con lo indefinido, entendido éste cuantitativamente y tomado en los dos sentidos opuestos de las magnitudes crecientes y decrecientes).
Es verdad, sin duda, que en la representación espacial del ser total, cada punto, antes de toda determinación, es, en potencia, centro del ser que representa esta extensión donde está situado; pero no lo es más que en potencia y virtualmente, mientras el centro real no está efectivamente determinado. Esta determinación implica, para el centro, una identificación a la naturaleza misma del punto principial, que, en sí mismo, no está hablando propiamente en ninguna parte, puesto que no está sometido a la condición espacial, lo que le permite contener todas sus posibilidades; lo que está por todas partes, en el sentido espacial, no son pues más que las manifestaciones de este punto principal, que llenan en efecto la extensión toda entera, pero que no son sino simples modalidades, de tal suerte que la “ubicuidad” no es en suma más que el sustituto sensible de la “omnipresencia” verdadera ( Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, XXV ). Además, si el centro de la extensión se asimila en cierto modo a todos los demás puntos por la vibración que les comunica, esto no es sino en tanto que les hace participar de la misma naturaleza indivisible e incondicionada que ha devenido la suya propia, y esta participación, en tanto que es efectiva, les sustrae por eso mismo de la condición espacial.
Hay lugar, en todo esto, a tener en cuenta una ley general y elemental que ya hemos recordado en diversas ocasiones y que jamás se debería perder de vista, aunque algunos parezcan ignorarla casi sistemáticamente: es que, entre el hecho o el objeto sensible ( lo que es en el fondo la misma cosa ) que se toma como símbolo y la idea o más bien el principio metafísico que se quiere simbolizar en la medida en que puede serlo, la analogía es siempre inversa, lo que es por lo demás el caso de la verdadera analogía ( A este propósito, uno podrá remitirse a lo que hemos dicho al comienzo sobre la analogía del hombre individual y del “Hombre Universal”). Así, en el espacio considerado en su realidad actual, y no ya como símbolo del ser total, ningún punto es ni puede ser centro; todos los puntos pertenecen igualmente al dominio de la manifestación, por el hecho mismo de que pertenecen al espacio, que es una de las posibilidades cuya realización está comprendida en este dominio, que, en su conjunto, no constituye nada más que la circunferencia de la “rueda de las cosas”, o lo que podemos llamar la exterioridad de la Existencia universal. Hablar aquí de “interior” y de “exterior” es todavía, lo mismo que hablar de centro y de circunferencia, un lenguaje simbólico, e incluso de un simbolismo espacial; pero la imposibilidad de prescindir de tales símbolos no prueba otra cosa que esta inevitable imperfección de nuestros medios de expresión que hemos ya señalado más atrás. Si podemos, hasta un cierto punto, comunicar nuestras concepciones a otro, en el mundo manifestado y formal ( puesto que se trata de un estado individual restringido, fuera del cual ya no podría tratarse de “otro” hablando propiamente, al menos en el sentido “separativo” que implica esta palabra en el mundo humano ), no es evidentemente más que a través de las figuraciones que manifiestan estas concepciones en algunas formas, es decir, por correspondencias y analogías; ese es el principio y la razón de ser de todo simbolismo, y toda expresión, cualquiera que sea su modo, no es en realidad otra cosa que un símbolo ( Ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 2a Parte, cap VII ). Solamente, “guardémonos bien de confundir la cosa ( o la idea ) con la forma deteriorada bajo la cual podemos solamente figurarla, y quizás incluso comprenderla ( en tanto que individuos humanos ); ya que los peores errores metafísicos ( o más bien antimetafísicos ) han salido de la insuficiente comprehensión y de la mala interpretación de los símbolos. Y recordamos siempre al dios Jano, que es representado con dos caras, y que sin embargo no tiene más que una, que no es ni una ni otra de las que podemos tocar o ver” ( Matgioi, La Vía Metafísica, pp 21-22). Esta imagen de Jano podría aplicarse muy exactamente a la distinción de lo “interior” y de lo “exterior”, así como a la consideración del pasado y del porvenir; y la cara única, que ningún ser relativo y contingente puede contemplar sin haber salido de su condición limitada, no podría compararse mejor que al tercer ojo de Shiva, que ve todas las cosas en el “eterno presente” ( Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap XX, y también El Rey del Mundo, capítulo V ).
En estas condiciones, y con las restricciones que se imponen según lo que acabamos de decir, podemos, e incluso debemos, para conformar nuestra expresión a la relación normal de todas las analogías ( que llamaríamos de buena gana, en términos geométricos, una relación de homotecia inversa ), invertir el enunciado de la fórmula de Pascal que hemos recordado más atrás. Es por lo demás lo que hemos encontrado en uno de los textos taoístas que hemos citado precedentemente. “El punto que es el pivote de la norma es el centro inmóvil de la circunferencia sobre el contorno de la cual ruedan todas las contingencias, las distinciones y las individualidades” ( Tchoang-tseu, cap II ). A primera vista, casi podría creerse que las dos imágenes son comparables, pero, en realidad, son exactamente inversas la una de la otra; en suma, Pascal se ha dejado arrastrar por su imaginación de geómetra, lo que le ha llevado a invertir las verdaderas relaciones, tal y como se deben considerar desde el punto de vista metafísico. Es el centro el que no está propiamente en ninguna parte, puesto que, como lo hemos dicho, es esencialmente “no localizado”; no puede ser encontrado en ningún lugar de la manifestación, puesto que es absolutamente transcendente en relación a ésta, al ser interior a todas las cosas. Está más allá de todo lo que puede ser alcanzado por los sentidos y por las facultades que proceden del orden sensible: “El Principio no puede ser alcanzado ni por la vista ni por el oído… El Principio no puede ser entendido; lo que se entiende, no es Él. El Principio no puede ser visto; lo que se ve, no es Él. El Principio no puede ser enunciado; lo que se enuncia no es Él… El principio, al no poder ser imaginado, tampoco puede ser descrito” ( Tchoang-tseu, XXII — También El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap XV ). Todo lo que puede ser visto, entendido, imaginado, enunciado o descrito, pertenece necesariamente a la manifestación, e incluso a la manifestación formal; es pues, en realidad, la circunferencia la que está por todas partes, puesto que todos los lugares del espacio, o, más generalmente, todas las cosas manifestadas ( puesto que el espacio no es aquí más que un símbolo de la manifestación universal ), “todas las contingencias, las distinciones y las individualidades”, no son más que elementos de la “corriente de las formas”, puntos de la circunferencia de la “rueda cósmica”.
Por consiguiente, para resumir esto en algunas palabras, podemos decir que, no solo en el espacio, sino en todo lo que es manifestado, es lo exterior o la circunferencia lo que está por todas partes, mientras que el centro no está en ninguna, puesto que es no manifestado; pero ( y es aquí donde la expresión del “sentido inverso” toma toda su fuerza significativa ) lo manifestado no sería absolutamente nada sin este punto esencial, que él mismo no es nada de manifestado, y que, precisamente en razón de su no manifestación, contiene en principio todas las manifestaciones posibles, puesto que es verdaderamente el “motor inmóvil” de todas las cosas, el origen inmutable de toda diferenciación y de toda modificación. Este punto produce todo el espacio ( así como las demás manifestaciones ) saliendo de sí mismo en cierto modo, por el despliegue de sus virtualidades en una multitud indefinida de modalidades, de las cuales llena este espacio entero; pero, cuando decimos que sale de sí mismo para efectuar este desarrollo, sería menester no tomar al pie de la letra esta expresión muy imperfecta, pues eso sería un grosero error. En realidad, el punto principial del que hablamos, al no estar jamás sometido al espacio, puesto que es él quien le efectúa y puesto que la relación de dependencia ( o la relación causal ) no es evidentemente reversible, permanece “no afectado” por las condiciones de sus modalidades cualesquiera que sean, de donde resulta que no deja de ser idéntico a sí mismo. Cuando ha realizado su posibilidad total, es para volver ( pero sin que la idea de “retorno” o de “recomienzo” sea no obstante aplicable aquí de ninguna manera ) al “fin que es idéntico al comienzo”, es decir, a esa Unidad primera que contenía todo en principio, Unidad que, puesto que es él mismo ( considerado como el “Sí mismo” ), no puede devenir de ninguna manera otra que él mismo ( lo que implicaría una dualidad ), y de la que, por consiguiente, considerado en él mismo, jamás había salido. Por lo demás, en tanto que se trate del ser en sí mismo, simbolizado por el punto, e incluso del Ser universal, no podemos hablar más que de la Unidad, como acabamos de hacerlo; pero, si rebasando los límites del Ser mismo, quisiéramos considerar la Perfección absoluta, deberíamos pasar al mismo tiempo, más allá de esta Unidad, al Cero metafísico, que ningún simbolismo podría representar, como tampoco ningún nombre podría nombrarle ( Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap XV ).
