El Corán y la Sunna
La gran teofanía del Islam es el Corán; éste se presenta como un discernimiento (furqán) entre la verdad y el error(1). En cierto sentido, todo el Corán — uno de cuyos nombres es precisamente Al-Furqan («el Discernimiento») — es una suerte de paráfrasis múltiple del discernimiento fundamental, la Shahada; todo su contenido es en suma que «la Verdad ha venido y el error (al-batil, lo vano, lo inconsistente) se ha desvanecido; en verdad, el error es efímero» (Corán, XXVII, 73)(2). Antes de considerar el mensaje, queremos hablar de su forma y de los principios que la determinan. Un poeta árabe pretendía poder escribir un libro superior al Corán, cuya excelencia discutía incluso desde el simple punto de vista del estilo. Este juicio, que es evidentemente contrario a la tesis tradicional del Islam, puede explicarse en un hombre que ignora que la excelencia de un libro sagrado no es a priori de orden literario. Numerosos son, en efecto, los textos que encierran un sentido espiritual y en los que la claridad lógica se une al poder del lenguaje o a la gracia de la expresión, sin que posean, no obstante, un carácter sagrado. Es decir, las Escrituras sagradas no son tales a causa del tema que tratan, ni a causa del modo en que lo tratan, sino en virtud de su grado de inspiración o, lo que viene a ser lo mismo, a causa de su procedencia divina; y ésta es la que determina el contenido del libro, y no inversamente. El Corán — como la Biblia puede hablar de una multitud de cosas distintas de Dios, por ejemplo, del diablo, de la guerra santa o de las leyes de sucesión, sin ser por ello menos sagrado, mientras que otros libros pueden tratar de Dios y de cosas sublimes sin ser por ello Palabra divina.
Para la ortodoxia musulmana, el Corán se presenta no sólo como la Palabra increada de Dios — que se expresa, sin embargo, a través de elementos creados, como las palabras, los sonidos, las letras —, sino también como el modelo por excelencia de la perfección del lenguaje. Visto desde fuera, este libro aparece, no obstante, aparte la última cuarta parte aproximadamente, cuya forma es altamente poética — pero sin ser poesía —, como un conjunto más o menos incoherente, y a veces ininteligible a primera vista, de sentencias y relatos. El lector no advertido, ya lea el texto en una traducción o en árabe, topa con oscuridades, repeticiones, tautologías, y también, en la mayoría de las suras largas, con una especie de sequedad, sin tener al menos la «consolación sensible» de la belleza sonora que se desprende de la lectura ritual y salmodiada. Pero éstas son dificultades que se encuentran en un grado o en otro en la mayoría de las Escrituras sagradas. La aparente incoherencia de estos textos — como el «Cantar de los Cantares» o ciertos pasajes de San Pablo — tiene siempre la misma causa, a saber, la desproporción inconmensurable entre el Espíritu, por una parte, y los recursos limitados del lenguaje humano, por otra: es como si el lenguaje coagulado y pobre de los mortales se rompiera, bajo la formidable presión de la Palabra celestial, en mil pedazos, o como si Dios, para expresar mil verdades, sólo dispusiera de una decena de palabras, lo que le obligaría a alusiones preñadas de sentido, a elipsis, reducciones, síntesis simbólicas. Una Escritura sagrada — y no olvidemos que para el Cristianismo esta Escritura no es únicamente el Evangelio, sino la Biblia entera con todos sus enigmas y sus apariencias de escándalo —, una Escritura sagrada, decimos, es una totalidad, es una imagen diversificada del Ser, diversificada y transfigurada, con vistas al receptáculo humano; es una luz que quiere hacerse visible a la arcilla, o que quiere tomar la forma de ésta; o aun, es una verdad que, debiendo dirigirse a seres hechos de arcilla o de ignorancia, no tiene otro medio de expresión que la substancia misma del error natural del que nuestra alma está hecha.
«Dios habla sucintamente», como dicen los rabinos, y esto explica también las elipsis audaces, incomprensibles a primera vista, al igual que las superposiciones de sentidos, que se encuentran en las Revelaciones; además, y éste es un principio crucial, la verdad está, para Dios, en la eficacia espiritual o social de la palabra o del símbolo, no en la exactitud del hecho cuando ésta es psicológicamente inoperante o incluso nociva; Dios quiere salvar antes que informar, pone la mira en la sabiduría y la inmortalidad y no en el saber exterior, y menos aún en la curiosidad. Cristo llamó a su cuerpo «el Templo», lo cual puede sorprender cuando se piensa que esta palabra designaba a priori, y aparentemente con mayor razón, un edificio de piedra; pero el templo de piedra era mucho menos que Cristo receptáculo del Dios vivo — puesto que Cristo había venido — y en realidad el nombre «Templo» correspondía con mayor razón a Cristo que al edificio hecho de mano del hombre. Diremos incluso que el Templo, el de Salomón lo mismo que el de Herodes, era la imagen del cuerpo de Cristo, pues la sucesión temporal no interviene para Dios. Así es cómo las Escrituras sagradas desplazan a veces palabras e incluso hechos en función de una verdad superior que a los hombres se les escapa. Pero no sólo existen las dificultades intrínsecas de los libros revelados, existen también su lejanía en el tiempo y las diferencias de mentalidad de las distintas épocas, o, digamos, la desigualdad cualitativa de las fases del ciclo humano; en el origen — se trate de la época de los Rishis o de la de Muhammad — el lenguaje era diferente de lo que es en nuestros días; las palabras no estaban gastadas, contenían infinitamente más de lo que podemos adivinar; muchas cosas que eran evidentes para el lector antiguo podían silenciarse, pero tuvieron que ser expresamente explicadas — y no «añadidas» — en una época posterior.
Un texto sagrado, con sus aparentes contradicciones y sus oscuridades, tiene algo de mosaico, a veces de anagrama; pero basta con consultar los comentarios ortodoxos — luego guiados divinamente — para saber con qué intención se hizo determinada afirmación y desde qué punto de vista es válida, o cuáles son los sobreentendidos que permiten unir los elementos a primera vista inconexos del discurso. Los comentarios han surgido de la tradición oral que acompaña a la Revelación desde el origen, o han surgido por inspiración de la misma fuente sobrenatural; su cometido será, pues, no sólo intercalar las partes que faltan, pero que están implícitas, del discurso y precisar desde qué punto de vista o en qué sentido debe entenderse una cosa determinada, sino también explicar los diversos simbolismos que a menudo son simultáneos y están superpuestos; en resumen, los comentarios forman parte providencialmente de la Tradición, son como la savia de su continuidad, incluso si su consignación por escrito o, dado el caso, su remanifestación después de alguna interrupción, es más o menos tardía, según lo que exijan los tiempos históricos. «La tinta de los sabios (de la Ley o del Espíritu) es como la sangre de los mártires», dijo el Profeta, lo que indica la función capital, en todo mundo tradicional, de los comentarios ortodoxos.
Según la tradición judía, no es la forma literal de las Escrituras sagradas lo que tiene fuerza de ley, sino únicamente sus comentarios ortodoxos. La Tora está «cerrada», no se entrega por sí misma; son los sabios los que la «abren»; es la propia naturaleza de la Tora la que exige desde el origen el comentario, la Mischna. Se dice que ésta fue dada en el Tabernáculo, cuando Josué la transmitió al Sanedrín; con ello el Sanedrín fue consagrado, y por consiguiente está instituido por Dios, como la Tora y al mismo tiempo que ella. Y esto es importante: el comentario oral que Moisés recibió en el Sinaí y transmitió a Josué se perdió en parte y tuvo que ser reconstituido por los sabios sobre la base de la Tora. Esto muestra claramente que la gnosis implica una continuidad a la vez «horizontal» y «vertical», o mejor, que acompaña a la Ley escrita de una manera a la vez «horizontal» y continua y «vertical» y discontinua. Los secretos han pasado de mano en mano, pero la chispa puede saltar en cualquier momento al solo contacto con el Texto revelado, en función de determinado receptáculo humano y de los imponderables del Espíritu Santo. Se dice también que Dios dio la Tora durante el día y la Mischna durante la noche; o también, que la Tora es infinita en sí misma, mientras que la Mischna es inagotable por su movimiento en el tiempo; añadiremos que la Tora es como el océano, que es estático e inagotable, y la Misclina como un río, que está siempre en movimiento. Todo esto se aplica, mutatis mutandis, a toda Revelación y también, particularmente, al Islam.
En lo que concierne a este último, o, más bien, a su esoterismo, hemos oído en su favor el argumento siguiente: si hay autoridades para la Fe (iman) y la Ley (islam), debe haberlas igualmente para la Vía (ihsan), y estas autoridades no son otras que los sufíes y sus representantes calificados; la misma necesidad lógica de autoridades para este tercer plano — y éste, los «teólogos del exterior» «ulama al-zhahir) están obligados a admitirlo sin poder explicarlo —, esta necesidad es una de las pruebas de la legitimidad del sufismo y, por lo tanto, de sus doctrinas y sus métodos, y también de su organizaciones y sus maestros.
Estas consideraciones sobre los Libros sagrados nos llevan a definir un poco este epíteto de «sagrado»: es sagrado lo que, en primer lugar se vincula al orden trascendente, en segundo lugar, posee un carácter de absoluta certeza y, en tercer lugar, escapa a la comprensión y al control del espíritu humano ordinario. Imaginemos un árbol cuyas hojas, no poseyendo ningún conocimiento directo de la raíz, discutieran sobre la cuestión de saber si ésta existe o no, o de cuál es su forma en caso afirmativo; si entonces una voz procedente de la raíz pudiera decirles que ésta existe y que su forma es tal o cual, este mensaje sería sagrado. Lo sagrado es la presencia del centro en la periferia, de lo inmutable en el movimiento; la dignidad es esencialmente una expresión de ello, pues también en la dignidad el centro se manifiesta en el exterior; el corazón se transparenta en los gestos. Lo sagrado introduce en las cosas relativas una cualidad de absoluto, confiere a cosas perecederas una textura de eternidad.
Para comprender todo el alcance del Corán hay que tomar en consideración tres cosas: su contenido doctrinal, que encontramos expuesto de forma explícita en los grandes tratados canónicos del Islam, como los de Abu Hanifa y de Al-Tahawi; su contenido normativo, que describe todas las vicisitudes del alma; y su magia divina, es decir, su poder misterioso y en cierto sentido milagroso. Estas fuentes de doctrina metafísica y escatológica, de psicología mística y de poder teúrgico, se esconden bajo el velo de palabras jadeantes que a menudo se entrechocan, de imágenes de cristal y de fuego, pero también de discursos con ritmos majestuosos, tejidos con todas las fibras de la condición humana.
Pero el carácter sobrenatural de este Libro no reside solamente en su contenido doctrinal, su verdad psicológica y mística y su magia transformadora; aparece también en su eficacia más exterior, en el milagro de su expansión. Los efectos del Corán, en el espacio y el tiempo, no guardan relación con la impresión literaria que puede dar al lector profano la forma literal escrita. Como toda Escritura sagrada, el Corán es, también, a priori un libro «cerrado», aunque esté «abierto» desde otro punto de vista, el de las verdades elementales de salvación.
Hay que distinguir en el Corán entre la excelencia general de la Palabra divina y la excelencia particular de un determinado contenido que puede superponerse a ella, por ejemplo cuando se habla de Dios o de Sus cualidades; es como la distinción entre la excelencia del oro y lla de la obra maestra sacada de este metal. La obra maestra manifiesta de forma directa la nobleza del oro, y del mismo modo: la nobleza del contenido de un determinado versículo sagrado expresa la nobleza de la substancia coránica, de la Palabra divina en sí indiferenciada, pero sin poder aumentar el valor infinito de esta última; y esto también está relacionado con la «magia divina», la virtud transformadora y a veces teúrgica del discurso divino a la cual hemos aludido.
Esta magia está estrechamente ligada a la propia lengua de la Revelación, que es la árabe; de ahí la ilegitimidad canónica y la ineficacia ritual de las traducciones. Una lengua es sagrada cuando Dios la ha hablado; y para que Dios la hable es necesario que presente ciertas características que no vuelven a encontrarse en ninguna lengua tardía. Por último, es esencial comprender que, a partir de una determinada época cíclica y del endurecimiento del ambiente terrenal que ésta implica, Dios deja de hablar, al menos como Revelador; dicho de otro modo, a partir de cierta época, todo lo que se presenta como nueva religión es forzosamente falso; la Edad Media es, grosso modo, el último límite.
Como el mundo, el Corán es uno y múltiple a la vez. El mundo es una multiplicidad que dispersa y divide; el Corán es una multiplicidad que reúne y conduce a la Unidad. La multiplicidad del libro sagrado — la diversidad de las palabras, las sentencias, las imágenes y los relatos — llena el alma y luego la absorbe y la transfiere imperceptiblemente, mediante una suerte de «estratagema divina», al clima de la serenidad y de lo inmutable. El alma, que está acostumbrada al flujo de los fenómenos, se entrega a ellos sin resistencia, vive en ellos y es dividida y dispersada por ellos, e incluso más que esto: se convierte en lo que piensa y lo que hace. El Discurso revelado tiene la virtud de acoger esta misma tendencia al tiempo que invierte su movimiento gracias al carácter celestial del contenido y el lenguaje, de forma que los peces del alma entran sin desconfianza y según sus ritmos habituales en la red divina. Es necesario infundir a la mente, en la medida en que puede llevarla, la conciencia del contraste metafísico entre la «substancia» y los «accidentes»; la mente así regenerada es la que piensa primero en Dios y lo piensa todo en Dios. En otras palabras: mediante el mosaico de textos, frases y palabras, Dios extingue la agitación mental al revestir Él mismo la apariencia de la agitación mental. El Corán es como la imagen de todo lo que el cerebro humano puede pensar y experimentar, y por este medio Dios agota la inquietud humana e infunde en el creyente el silencio, la serenidad y la paz.
La Revelación, en el Islam — como, por lo demás, en el judaísmo — se refiere esencialmente al simbolismo del libro: todo el Universo es un libro cuyas letras son los elementos cósmicos — los budistas dirían los dharmas —, los cuales producen, por sus innumerables combinaciones y bajo el influjo de las ideas divinas, los mundos, los seres y las cosas; las palabras y las frases del libro son las manifestaciones de las posibilidades creadoras, las palabras con respecto al contenido y las frases con respecto al continente. La frase es, en efecto, como un espacio — o como una duración — que lleva en sí una serie predestinada de composibles y constituye lo que podríamos llamar un «plan divino». Este simbolismo del libro se distingue del de la palabra por su carácter estático: la palabra se sitúa, en efecto, en la duración e implica la repetición, mientras que el libro contiene afirmaciones en modo simultáneo, hay en él cierta nivelación, por ser semejantes todas las letras, y esto es, por lo demás, bien característico de la perspectiva del Islam. Sólo que esta perspectiva — como la de la Tora — incluye también el simbolismo de la palabra: pero ésta se identifica entonces con el origen; Dios habla, y Su Palabra se cristaliza en forma de Libro. Esta cristalización tiene evidentemente su prototipo en Dios, de modo que se puede afirmar que la «Palabra» y el «Libro» son dos aspectos del Ser puro, que es el Principio a la vez creador y revelador; se dice, no obstante, que el Corán es la Palabra de Dios, y no que la Palabra procede del Corán o del Libro.
En primer lugar, la «Palabra» es el Ser en cuanto Acto eterno del Sobre-Ser, de la Esencia divina, cuanto conjunto de las posibilidades de manifestación, el Ser es el «Libro». Después, en el plano del Ser mismo, la Palabra — o el Cálamo, según otra imagen — es el Acto creador, mientras que el Libro es la Substancia creadora; hay en esto una relación con la Natura naturans y la Natura naturata, en el sentido más elevado que pueden tomar estos conceptos. Por último, en el plano de la Existencia — de la Manifestación, si se quiere — la Palabra es el «Espíritu divino», el Intelecto central y universal que efectúa y perpetúa, «por delegación» en cierto modo, el milagro de la creación; el Libro es entonces el conjunto de las posibilidades «cristalizadas», el mundo innumerable de las criaturas. La «Palabra» es, pues, el aspecto de simplicidad «dinámica» o de «acto» simple; el «Libro» es el aspecto de complejidad «estática» o de «Ser» diferenciado.
O también: Dios ha creado el mundo como un Libro; y su Revelación ha descendido al mundo en forma de Libro; pero el hombre debe oír en la Creación la Palabra divina, y debe remontarse hasta Dios por la Palabra; Dios se ha hecho Libro por el hombre, y el hombre debe hacerse Palabra por Dios; el hombre es un «libro» por su multiplicidad microcósmica y su estado de coagulación existencial, mientras que Dios, considerado desde este punto de vista, es pura Palabra por Su Unidad metacósmica y Su pura «actividad» principial.
El contenido más aparente del Corán está formado, no de exposiciones doctrinales, sino de relatos históricos y simbólicos y de imágenes escatológicas; la doctrina pura se desprende de estas dos clases de cuadros, está como engastada en ellos. Haciendo abstracción de la majestad del texto árabe y de sus resonancias mágicas, el lector podría cansarse del contenido si no supiera que nos concierne de un modo totalmente concreto y directo, es decir, que los «infieles» (kafiran), los «asociadores» de falsas divinidades a Dios (mushrikun) y los hipócritas (munafiqun) están en nosotros mismos; que los Profetas representan nuestro intelecto y nuestra conciencia; que todas las historias coránicas ocurren casi diariamente en nuestra alma; que La Meca es nuestro corazón; que el diezmo, la peregrinación, la guerra santa, son otras tantas actitudes contemplativas.
Paralelamente a esta interpretación hay otra concerniente a los fenómenos del mundo que nos rodea. El Corán es el mundo, exterior tanto como interior, y siempre unido a Dios desde el doble punto de vista del origen y del fin; pero este mundo, o estos dos mundos, presentan fisuras que anuncian la muerte o la destrucción, o, más precisamente, la transformación, y esto es lo que nos enseñan las suras apocalípticas; todo lo que concierne al mundo nos concierne, e inversamente. Estas suras nos transmiten una imagen múltiple y sobrecogedora de la fragilidad de nuestra condición terrenal y de la materia, y, después, de la reabsorción fatal del espacio y de los elementos en la substancia invisible del «protocosmos» causal; es el derrumbamiento del mundo visible hacia lo inmaterial — un derrumbamiento «hacia el interior», o «hacia lo alto», por parafrasear una expresión de San Agustín —, y es también la confrontación de las criaturas, arrancadas de la tierra, con la fulgurante realidad del Infinito.
El Corán presenta, por sus «superficies», una cosmología que trata de los fenómenos y de su finalidad, y por sus «aristas», una metafísica de lo Real y de lo irreal.
Es plausible el que la imaginería coránica se inspire sobre todo en luchas; el Islam nació en una atmósfera de lucha; el alma en busca de Dios debe luchar. El Islam no ha inventado la lucha; el mundo es un desequilibrio constante, pues vivir es luchar. Pero esta lucha sólo es un aspecto del mundo, desaparece con el nivel al que pertenece; por eso todo el Corán está penetrado de un tono de poderosa serenidad. Psicológicamente hablando, se dirá que la combatividad del musulmán es contrarrestada por el fatalismo; en la vida espiritual, la «guerra santa» del espíritu contra el alma seductora (al-nafs al-ammara) es superada y transfigurada por la Paz en Dios, por la conciencia del Absoluto; es como si, en último término, ya no fuéramos nosotros mismos quienes luchamos, lo que nos conduce a la simbiosis «combate-conocimiento» de la Bhagavadgita y también a ciertos aspectos del arte caballeresco en el Zen. Practicar el Islam, en el nivel que sea, es reposar en el esfuerzo; el Islam es la vía del equilibrio, y de la luz que se posa en el equilibrio.
El equilibrio es el vínculo entre el desequilibrio y la unión, como la unión es el vínculo entre el equilibrio y la unidad; ésta es la dimensión «vertical». Desequilibrio y equilibrio, arritmia y ritmo, separación y unión, división y unidad: éstos son los grandes temas del Corán y del Islam. Todo en el ser y el devenir se considera en función de la Unidad y de sus gradaciones, o del misterio de su negación.
Para el cristiano, lo necesario para llegar a Dios es «renunciar francamente a sí mismo», como dijo San Juan de la Cruz; por esto, el cristiano se sorprende al oír del musulmán que la clave de la salvación es creer que Dios es Uno; lo que no puede saber de buenas a primeras es que todo depende de la calidad — de la «sinceridad» (ijlas) — de esta creencia; lo que salva es la pureza o la totalidad de ésta, y esta totalidad implica evidentemente la pérdida de sí, sean cuales fueren sus expresiones .
En lo referente a la negación — extrínseca y condicional — de la Trinidad cristiana por el Corán, hay que tener en cuenta los matices siguientes: la Trinidad puede ser considerada según una perspectiva «vertical» y dos perspectivas «horizontales», suprema una y no-suprema la otra: la perspectiva «vertical» (Sobre-Ser, Ser, Existencia) considera las hipóstasis «descendentes» de la Unidad o del Absoluto, o de la Esencia si se quiere, o sea, los grados de la Realidad; la perspectiva «horizontal» suprema corresponde al ternario vedántico Sat (Realidad sobreontológica), Chit (Cociencia absoluta), Ananda (Beatitud infinita), es decir, considera la Trinidad en cuanto ésta se esconde en la Unidad; la perspectiva «horizontal» no-suprema, por el contrario, sitúa la Unidad como una esencia oculta en la Trinidad, que es entonces ontológica y representa los tres aspectos o modos fundamentales del Ser puro; de ahí el ternario Ser-Sabiduría-Voluntad (Padre-Hijo-Espíritu). El concepto de una Trinidad como «despliegue» (tajalli) de la Unidad o del Absoluto no se opone en nada a la doctrina unitaria del Islam; lo que se opone a ella es únicamente la atribución de la absolutidad a la sola Trinidad, e incluso a la sola Trinidad ontológica, tal como la considera el exoterismo. Este último punto de vista no alcanza al Absoluto, hablando con rigor, lo que equivale a decir que presta un carácter absoluto a algo relativo y que ignora maya y los grados de realidad o de ilusión; no concibe la identidad metafísica — pero no «panteísta» — entre la manifestación y el Principio, ni, con mayor razón, la consecuencia que implica esta identidad desde el punto de vista del intelecto y del conocimiento liberador.
En este punto se impone una observación a propósito de los «infieles» (kafirun), es decir, de aquellos que, según el Corán, no pertenecen, como los judíos y los cristianos, a la categoría de las «gentes del libro» (ahl al-Kitab): si la religión de los «infieles» es falsa — o si los infieles son tales porque su religión es falsa —, ¿por qué ha habido sufíes que han declarado que Dios puede estar presente no sólo en las iglesias y las sinagogas, sino también en los templos de los idólatras? Esto es así porque en los casos «clásicos» y «tradicionales» de paganismo, la pérdida de la verdad plenaria y de la eficacia salvífica resulta esencialmente de una modificación profunda de la mentalidad de los adoradores y no de la falsedad eventual de los símbolos; en todas las religiones que rodeaban a cada uno de los tres monoteísmos semíticos, al igual que en los «fetichismos» todavía vivos en la época actual, una mentalidad primitivamente contemplativa y que poseía por consiguiente el sentido de la transparencia metafísica de las formas, terminó por volverse pasional, mundana y propiamente supersticiosa. El símbolo, que en el origen dejaba transparentarse a la realidad simbolizada — de la que, hablando con rigor, es, por lo demás, un aspecto —, se convirtió de hecho en una imagen opaca e incomprendida, o sea en un ídolo, y esta decadencia de la mentalidad general no pudo dejar de actuar a su vez sobre la propia tradición, debilitándola y falseándola de diversas maneras; la mayoría de los antiguos paganismos se caracterizan por la embriaguez de poder y la sensualidad. Sin duda, existe un paganismo personal que se encuentra incluso en el seno de las religiones objetivamente vivas, al igual que, inversamente, la verdad y la piedad pueden afirmarse en una religión objetivamente decaída, lo que presupone, sin embargo, la integridad de su simbolismo; pero sería del todo abusivo creer que una de las grandes religiones mundiales actuales pueda volverse pagana a su vez, pues no tienen tiempo para hacerlo; su razón suficiente es en cierto sentido el que duren hasta el fin del mundo. Ésta es la razón por la que están formalmente garantizadas por sus fundadores, lo que no es el caso de los grandes paganismos desaparecidos, que carecen de fundadores humanos y en los cuales la perennidad era condicional. Las perspectivas primordiales son «espaciales» y no «temporales»; sólo el Hinduismo, entre las grandes tradiciones de tipo primordial, ha tenido la posibilidad de rejuvenecerse a lo largo del tiempo gracias a sus avatáras. Sea como fuere, nuestra intención no es aquí entrar en los detalles, sino simplemente hacer comprender por qué, desde el punto de vista de tal o cuál sufí, no es Apolo quien es falso, sino la manera de considerarlo.
Pero volvamos a las «gentes del Libro». Sí el Corán contiene elementos de polémica relativos al Cristianismo, y con mayor razón al Judaísmo, es porque el Islam vino después de estas religiones, lo que significa que estaba obligado — y siempre hay un punto de vista que se lo permite — a presentarse como una mejora de lo que le había precedido; en otros términos, el Corán enuncia una perspectiva que permite «ir más allá» de ciertos aspectos formales de los dos monoteísmos más antiguos. Vemos un hecho análogo no sólo en la posición del Cristianismo con respecto al judaísmo — donde la cosa es evidente en razón de la idea mesiánica y porque el primero es como el esoterismo «bliáktico» del segundo —, sino también en la actitud del Budismo con respecto al Brahmanismo; aquí también, la posterioridad temporal coincide con una perspectiva, no intrínsecamente, sino simbólicamente superior, cosa que la tradición en apariencia superada no tiene, con toda evidencia, que tomar en consideración, puesto que cada perspectiva es un universo para sí misma — y, por lo tanto, un centro y una medida — y contiene a su manera todo punto de vista válido. Por la lógica de las cosas, la tradición posterior está «condenada» a la actitud simbólica de superioridad, so pena de inexistencia, si se puede decir así. Pero también hay un simbolismo positivo de la anterioridad, y a este respecto la tradición nueva — y final según su propio punto de vista — debe encarnar «lo que era antes» o «lo que siempre ha sido»; su novedad — o su gloria — es por consiguiente su absoluta «anterioridad».
El intelecto puro es el «Corán inmanente»; el Corán increado — el Logos — es el Intelecto divino; este último se cristaliza en la forma del Corán terrenal, y responde «objetivamente» a esa otra revelación — inmanente y «subjetiva» — que es el intelecto humano; en lenguaje cristiano, podríamos decir que Cristo es como la «objetivación» del intelecto, y éste es como la revelación «subjetiva» y permanente de Cristo. Hay, pues, para la manifestación de la divina Sabiduría, dos polos, a saber, en primer lugar, la Revelación «por encima de nosotros» y, en segundo lugar, el intelecto «en nosotros mismos». La Revelación proporciona los símbolos, y el intelecto los descifra y «se acuerda» de sus contenidos; gracias a ello, vuelve a ser «consciente» de su propia substancia. La Revelación se despliega y el intelecto se concentra; el descenso concuerda con la ascensión.
Pero hay otra haqiqa que nos gustaría tocar aquí, y es la siguiente: la Presencia divina tiene en el orden sensible dos símbolos o vehículos — o dos « manifestaciones » naturales — de primera importancia: el corazón, dentro de nosotros, que es nuestro centro, y el aire que está a nuestro alrededor, y que respiramos. El aire es la manifestación del éter, que teje las formas, y es al mismo tiempo el vehículo de la luz, que también manifiesta al elemento etéreo. Cuando respiramos, el aire penetra en nosotros, y es — simbólicamente hablando — como si introdujera en nosotros el éter creador junto con la luz; respiramos la Presencia universal de Dios. Hay igualmente una relación entre la luz y el frescor, pues las dos sensaciones son liberadoras; lo que en el exterior es luz, en el interior es frescor. Respiramos el aire luminoso y fresco, y nuestra respiración es una oración como el latido de nuestro corazón; la luminosidad se refiere al Intelecto, y el frescor al Ser puro.
El mundo es un tejido cuyos hilos son éter; estamos tejidos en él con todas las demás criaturas. Toda cosa sensible sale del éter, que lo contiene todo; todas las cosas son éter cristalizado. El mundo es un inmenso tapiz; poseemos el mundo entero en cada respiración, puesto que respiramos el éter del que todo está hecho, y puesto que «somos» éter. Al igual que el mundo es un tapiz inmensurable en el que todo se repite en el ritmo de un continuo cambio, o también, en el que todo permanece semejante en el marco de la ley de diferenciación, lo mismo el Corán — y con él todo el Islam — es un tapiz o un tejido en el que el centro se repite en todas partes de una manera infinitamente variada y en el que la diversidad no hace sino desarrollar la unidad; el «éter» universal — del que el elemento físico no es más que un reflejo lejano y vuelto pesado — no es otro que la Palabra divina que es en todas partes «ser» y «cosciencia», y que es en todas partes «creadora» y «liberadora», o «reveladora» e «iluminadora».
La naturaleza que nos rodea — sol, luna, estrellas, día y noche, estaciones, agua, montañas, bosques, flores —, esta naturaleza es una suerte de Revelación. Ahora bien, estas tres cosas: naturaleza, luz y respiración están profundamente ligadas. La respiración debe unirse al recuerdo de Dios; hay que respirar con veneración, con el corazón, por decirlo así. Se ha dicho que el Espíritu de Dios — el Soplo divino — estaba «por encima de las Aguas», y que «insuflando» Dios creó el alma, y también, que el hombre que ha «nacido del Espíritu» es semejante al viento «que tú oyes, pero que no sabes de dónde viene ni adónde va».
Es significativo que el Islam sea definido, en el Corán, como un «ensanchamiento (inshirah) del pecho», que se diga, por ejemplo, que Dios nos «ensanchó el pecho por el Islam»; la relación entre la perspectiva islámica y el sentido iniciático de la respiración, y también del corazón, es una clave de primera importancia para la comprensión del arcano sufí. Por la misma vía y por la fuerza de las cosas desembocamos también en la gnosis universal.
El «recuerdo de Dios» es como la respiración profunda en la soledad de la alta montaña: el aire matinal, cargado de la pureza de las nieves eternas, dilata el pecho; éste se vuelve espacio, el cielo entra en el corazón.
Pero esta imagen implica todavía un simbolismo más diferenciado, el de la «respiración universal»: la espiración se refiere a la manifestación cósmica o a la fase creadora, y la inspiración a la reintegración, a la fase salvadora, al retorno a Dios.
Una de las razones por las que los occidentales tienen dificultad para apreciar el Corán e incluso han planteado muchas veces la cuestión de saber si este libro contiene o no las primicias de una vida espiritual, reside en el hecho de que buscan en un texto un sentido plenamente expresado e inmediatamente inteligible, mientras que los semitas — y los orientales en general — son unos enamorados del simbolismo verbal y leen «en profundidad»: la frase revelada es una alineación de símbolos cuyas chispas saltan a medida que el lector penetra la geometría espiritual de las palabras; éstas son puntos de referencia con miras a una doctrina inagotable; el sentido implícito lo es todo, las oscuridades de la forma literal son velos que indican la majestad del contenido. Pero incluso sin tener en cuenta la estructura sibilina de un gran número de sentencias sagradas, diremos que el oriental saca muchas cosas de pocas palabras: cuando, por ejemplo, el Corán recuerda que «el más allá es mejor para vosotros que este mundo», o que «la vida terrena no es más que un juego», o cuando afirma: «Tenéis en vuestras mujeres y vuestros hijos un enemigo», o también: «Di: ¡Allah!, y luego déjalos con sus vanos juegos» — o, en fin, cuando promete el Paraíso a «aquel que haya temido la estación de su Señor y haya rehusado el deseo a su alma» — cuando el Corán habla así, se desprende para el musulmán toda una doctrina ascética y mística, tan penetrante y completa como cualquier otra espiritualidad digna de este nombre.
Sólo el hombre posee el don de la palabra, pues sólo él, entre todas las criaturas terrestres, está «hecho a imagen de Dios» de una forma directa y total; y como el hombre se salva en virtud de esta semejanza — con tal que sea actualizada por los medios apropiados —, es decir, en virtud de la inteligencia objetiva, de la voluntad libre y de la palabra verídica, articulada o no, se comprenderá sin dificultad la función capital que desempeñan en la vida del musulmán esas palabras por excelencia que son los versículos del Corán. Son, no sólo sentencias que transmiten pensamientos, sino en cierto modo seres, potencias, talismanes; el alma del muslim está como tejida de fórmulas sagradas, en ellas trabaja y reposa, vive y muere.
Hemos visto, al comienzo de este libro, que la intención de la fórmula La ilaha illa-Llah se ve clara si por el término ilah — cuyo sentido literal es «divinidad» —se entiende la realidad, cuyo grado o naturaleza queda por determinar. La primera proposición de la frase, que es de forma negativa («No hay divinidad … »), se refiere al mundo, al que reduce a la nada al desposeerlo de todo carácter posítivo; la segunda proposición, que es afirmativa (« … salvo la Divinidad, Allah»), se refiere a la Realidad absoluta o al Ser. Se podría sustituir la palabra «divinidad» (ilah) por cualquier palabra que encierre una idea positiva; ésta permanecería indefinida en la primera proposición de la fórmula, pero en la segunda quedaría absoluta y exclusivamente definida como Principio, como es el caso del nombre Allah, «La Divinidad», en relación con la palabra ilah, «divinidad». En la Shahada hay el discernimiento metafísico entre lo irreal y lo Real, y luego la virtud combativa; esta fórmula es a la vez la espada del conocimiento y la espada del alma, al tiempo que indica igualmente el apaciguamiento por la Verdad, la serenidad en Dios.
Otra proposición fundamental del Islam — y sin duda la más importante después del doble Testimonio de la fe — es la fórmula de consagración, la Basmala: «En el Nombre de Dios, el infinitamente Bueno, el siempre Misericordioso» (Bismi-Llahi-Rrahmani-Rrahim). Es la fórmula de la Revelación, que encontramos encabezando las suras del Corán, con la sola excepción de una, que se considera continuación de la anterior: esta consagración es la primera palabra del Libro revelado, pues con ella comienza «La que abre» (Surat al-Fa-tiha), la sura de introducción. Se ha dicho que la Fatiha contiene en esencia todo el Corán, y que la Basmala contiene a su vez toda la Fatiha; la propia Basmala está contenida en la letra ba' y ésta está contenida en su punto diacrítico.
La Basmala es una suerte de complemento de la Shahada: ésta es una «ascensión» intelectual y aquélla un «descendimiento» ontológico; en términos hindúes, calificaríamos a la primera de «shivaíta» y a la segunda de «vishnuíta». Si se nos permite volver a tomar aquí, una vez más, dos fórmulas vedánticas de primera importancia, diremos que la Shahada destruye el mundo porque «el mundo es falso, Brahma es verdadero», mientras que la Basmala, por el contrario, consagra o santifica el mundo porque «todo es Atma». Pero la Basmala ya está contenida en la Shahada, a saber, en la palabra illa (contracción de in la, «si no»), que es el «istmo» (barzakh) entre las proposiciones negativa y positiva de la fórmula, siendo positiva la primera mitad de esta palabra (in, «si») y negativa la segunda (Ia, «no», «ningún»). Dicho de otra forma, la Shahada es la yuxtaposición de la negación la ilaha («no hay divinidad») y del Nombre Allah («La Divinidad»), y esta confrontación se encuentra enlazada por una palabra cuya primera mitad, siendo positiva, se refiere indirectamente a Allah, y cuya segunda mitad, siendo negativa, se refiere indirectamente a la «irrealidad»; hay, pues, en el centro de la Shahada, como una imagen invertida de la relación que expresa, y esta inversión es la verdad según la cual el mundo tiene su realidad propia en su plano, pues nada puede estar separado de la divina Causa
Y de este corazón misterioso de la Shahada surge la segunda Shahada, tal como Eva está sacada del costado de Adán; la Verdad divina, después de haber dicho «no» al mundo que quería ser Dios, dice «sí» en el marco mismo de este «no», porque el mundo en sí mismo no puede estar separado de Dios. Alaáh no puede dejar de estar en él en cierta forma o conforme a ciertos principios que resultan de Su naturaleza y de la del mundo.
Se puede decir también, desde un punto de vista algo diferente, que la Basmala es el rayo divino y revelador que trae al mundo la verdad de la doble Shahada: la Basmala es el rayo «descendente» y la Shahada es su contenido, la imagen horizontal que, en el mundo, refleja la Verdad de Dios; en la segunda Shahada (Muhammadun Rasulu-Llah), este rayo vertical se refleja a sí mismo, la proyección del Mensaje se convierte en una parte del Mensaje. La Basmala consagra todas las cosas, especialmente las funciones vitales con sus placeres inevitables y legítimos; por esta consagración entra en el goce algo de la Beatitud divina; es como si Dios entrase en el goce y participara de él, o como si el hombre entrada un poco, pero con pleno derecho, en la Beatitud de Dios. Como la Basmala, la segunda Shahada «neutraliza» la negación enunciada por la primera, la cual lleva su «dimensión compensatoria» o su «correctivo» ya en sí misma, a saber, simbólicamente hablando, en la palabra illa, de donde brota el Muhammadun Rasulu-Llah.
También podríamos abordar la cuestión desde un ángulo algo diferente: la consagración «en el Nombre de Dios, el infinitamente Misericordioso, el Misericordioso siempre activo» presupone una cosa en relación con la cual la idea de la Unidad — enunciada por la Shahada debe realizarse, siendo indicada esta relación por la Basmala misma, en el sentido de que ella crea, en cuanto Palabra divina, lo que luego debe ser reconducido a lo Increado. Los Nombres Rahman y Rahim, que derivan de Rahma, «Misericordia», significan, el primero, la Misericordia intrínseca y, el segundo, la Misericordia extrínseca de Dios; el primero indica, pues, una cualidad infinita y, el segundo, una manifestación ¡limitada de esta cualidad. Se podrían traducir también, respectivamente: «Creador por Amor» y «Salvador por Misericordia», o comentar de la manera siguiente, inspirándonos en un hadith: Al-Rahman es el Creador del mundo en cuanto ha proporcionado a priori y de una vez por todas los elementos del bienestar en este mundo, y Al-Rahim es el Salvador de los hombres en cuanto les confiere la beatitud del más allá, o en cuanto da en este mundo los gérmenes de aquélla, o en cuanto dispensa los favores.
En los Nombres Rahman y Rahim está la divina Misericordia frente a la incapacidad humana, en el sentido de que la conciencia de nuestra incapacidad, combinada con la confianza, es el receptáculo moral de la Misericordia. El Nombre Rahman es como el cielo luminoso y el Nombre Rahim como un rayo cálido procedente del cielo y que vivifica al hombr
En el Nombre de Allah se encuentran los aspectos de Trascendencia terrible y de Totalidad envolvente; si no hubiera más que el aspecto de Trascendencia sería difícil o incluso imposible contemplar este Nombre. Desde otro punto de vista, podríamos decir que el Nombre de Allah exhala a la vez serenidad, majestad y misterio; la primera cualidad se refiere a la indiferenciación de la Substancia, la segunda a la elevación del Principio y la tercera a la Aseidad a la vez secreta y fulgurante. En el grafismo árabe del Nombre Allah distinguimos una línea horizontal, la del propio movimiento de la escritura, luego unas líneas rectas verticales (alif y lam) y, por último, una línea más o menos circular que podemos reducir simbólicamente a un círculo. Estos tres elementos son como indicaciones de tres «dimensiones»: la serenidad, que es «horizontal» e indiferenciada como el desierto o como una capa de nieve; la majestad, que es «vertical» e inmutable como una montaña; y el misterio, que se extiende «en profundidad» y se refiere a la aseidad y a la gnosis. El misterio de aseidad implica el de identidad, pues la naturaleza divina, que es totalidad tanto como trascendencia, engloba todos los aspectos posibles, incluido el mundo con sus innumerables refracciones individualizadas del Sí.
La Fatiha, «La que abre» (el Corán), es de una importancia capital, ya lo hemos dicho, pues constituye la oración unánime del Islam. Está compuesta por siete proposiciones o versículos: «1: Alabanzas a Dios, Señor de los mundos. 2: El infinitamente Bueno, el siempre Misericordioso. 3: El Rey del Juicio final. 4: Es a Ti a quien adoramos, y es en Ti en quien buscamos refugio. 5: Codúcenos por la vía recta. 6: La vía de aquellos sobre los que está Tu Gracia. 7: No de aquellos sobre los que está Tu Cólera, ni de los que yerran.»
«Alabanzas a Dios, Señor de los mundos»: el punto de partida de esta fórmula es nuestro estado de goce existencial; existir es gozar, pues respirar, comer, vivir, ver la belleza, realizar una obra, todo esto es goce. Ahora bien, es importante saber que toda perfección o satisfacción, toda cualidad externa o interna no es sino el efecto de una causa trascendente y única, y que esta causa, la única que es, produce y determina innumerables mundos de perfección.
«El infinitamente Bueno, el siempre Misericordioso»: el Bueno significa que Dios nos ha dado de antemano la existencia y todas las cualidades y condiciones que ella implica; y puesto que existimos y también estamos dotados de inteligencia, no debemos ni olvidar estos dones, ni atribuírnoslos; no nos hemos creado, y no hemos inventado el ojo ni la luz. El Misericordioso: Dios nos da nuestro pan de cada día, y no sólo esto: nos da nuestra vida eterna, nuestra participación en la Unidad, y, así, en lo que es nuestra verdadera naturaleza.
«El Rey del juicio final»: Dios no sólo es el Señor de los mundos, es también el Señor de su fin; Él los despliega, después los destruye. Nosotros, que estamos en la existencia, no podemos ignorar que toda existencia corre hacia su fin, que los microcosmos, tanto como los macrocosmos, desembocan en una suerte de nada divina. Saber que lo relativo viene del Absoluto y depende de Él, es saber que no es el Absoluto y que desaparece ante Él.
«Es a Ti a quien adoramos, y es en Ti en quien buscamos refugio»: la adoración es el reconocimiento de Dios fuera de nosotros y por encima de nosotros — es, pues, la sumisión al Dios infinitamente lejano —, mientras que el refugio es el retorno al Dios que está en nosotros mismos, en lo más profundo de nuestro corazón; es la confianza en un Dios infinitamente próximo. El Dios «exterior» es como la infinitud del cielo, el Dios «interior» es como la intimidad del corazón.
«Codúcenos por la vía recta»: es la vía ascendente, la que lleva a la Unidad liberadora; es la unión de voluntad, de amor, de conocimiento.
«La vía de aquellos sobre los que está Tu Gracia»: la vía recta es aquélla en la que la Gracia nos atrae hacia lo alto; sólo por la Gracia podemos seguir esta vía; pero debemos abrirnos a esta Gracia y conformarnos a sus exigencias.
«No de aquellos sobre los que está Tu Cólera, ni de los que yerran»: no de los que se oponen a la Gracia y que por este hecho se sitúan en el radio de la justicia o del Rigor, o que rompen el vínculo que los liga a la Gracia preexistente; queriendo ser independientes de su Causa, o queriendo ser causa ellos mismos, caen como piedras, sordos y ciegos; la Causa los abandona. «Ni de los que yerran»: son los que, sin oponerse directamente al Uno, se pierden, sin embargo, por debilidad, en lo múltiple; no niegan el Uno y no quieren usurpar su lugar, pero permanecen siendo lo que son, siguen su naturaleza múltiple como si no estuvieran dotados de inteligencia; viven, en suma, por debajo de sí mismos y se entregan a los poderes cósmicos, pero sin perderse si se someten a Dios.
La vida del musulmán está atravesada de fórmulas, como la trama atraviesa la urdimbre. La Basmala inaugura y santifica toda empresa, ritualiza los actos regulares de la vida, como las abluciones y las comidas. La fórmula «alabanzas a Dios» (al-hamdu li-Llah) las cierra devolviendo su cualidad positiva a la Causa única de toda cualidad, y «sublimando» de este modo todo goce, a fin de que todas las cosas se emprendan según la gracia, efecto terrenal de la Beatitud divina; en este sentido todo se realiza a título de símbolo de esta Beatitud. Estas dos fórmulas indican las dos fases de sacralización y terminación, el coagula y el solve; la Basmala evoca la Causa divina — y, así, la presencia de Dios — en las cosas transitorias, y el Hamd — la alabanza — disuelve en cierto modo estas cosas, reduciéndolas a su Causa.
Las fórmulas «Gloria a Dios» (Subhuna-Llah) y «Dios es más grande» (Allahu akbar) son asociadas a menudo al Hamd, en conformidad con un hadith, y recitadas juntas. Se dice «Gloria a Dios» para invalidar una herejía contraria a la Majestad divina; esta fórmula concierne, pues, más particularmente a Dios en Sí. Lo separa de la cosas creadas, mientras que el Hamd, por el contrario, une, en cierto modo las cosas a Dios. La fórmula «Dios es más grande» — el Takbir — «abre» la oración canónica y marca en ella los cambios de posición ritual; expresa, por el comparativo — por lo demás, a menudo tomado por un superlativo — de la palabra «grande» (kabir), que Dios será siempre «más grande» o «el más grande» (akbar), y aparece así como una paráfrasis de la Shahada.
Otra fórmula de una importancia casi orgánica en la vida mana es ésta: «Si Dios quiere» (in shaa-Llah); por esta enunciación el musulmán reconoce su dependencia, su debilidad y su ignorancia ante Dios, y renuncia al mismo tiempo a toda pretensión personal; es esencialmente la fórmula de la serenidad. Es afirmar igualmente que el fin de todo es Dios, que Él es el único término absolutamente cierto de nuestra existencia; no hay futuro fuera de Él.
Si la fórmula «Si Dios quiere» concierne al futuro en cuanto proyectamos en él el presente — representado por nuestro deseo que afirmamos activamente —, la fórmula «Estaba escrito» (kana maktub) concierne al presente en cuanto encontramos en él al futuro, representado éste por el destino que sufrimos pasivamente. Lo mismo par la fórmula «Lo que Dios ha querido (ha ocurrido)» (ma shaa-Llah); también ella sitúa la idea del «Si Dios quiere» (in shaa-Llah) en el pasado y el presente; el acontecimiento, o el principio del acontecimiento ha pasado, pero su desarrollo o nuestra comprobación del acontecimiento pasado o continuo es presente. El «fatalismo» musulmán, cuya legitimidad se ve corroborada por el hecho de que está en perfecto acuerdo con la actividad — ahí está la historia para probarlo —, el «fatalismo», decimos, es la consecuencia lógica de la concepción fundamental del Islam, según la cual todo depende de Dios y retorna a Él.
El musulmán — sobre todo el que observa la Sunna hasta en sus menores ramificaciones — vive en un tejido de símbolos, participa en la realización de este tejido puesto que los vive, y disfruta por ello de otras tantas formas de acordarse de Dios y del más allá, aunque sólo fuera indirectamente. Para el cristiano, que vive moralmente en el espacio vacío de las posibilidades vocacionales, y por consiguiente de lo imprevisible, esta situación del musulmán aparecerá como formalismo superficial, y hasta como fariseísmo, pero ésta es una impresión que no tiene en cuenta en absoluto el hecho de que para el Islam la voluntad no «improvisa»; está determinada o canalizada con miras a la paz contemplativa del espíritu; el exterior no es más que un esquema, todo el ritmo espiritual se desarrolla en el interior. Pronunciar fórmulas a cada paso puede no ser nada, y aparece corno nada al que no concibe más que el heroísmo moral, pero desde otro punto de vista — el de la unión virtual con Dios por el «recuerdo» constante de las cosas divinas — esta manera verbal de introducir en la vida «puntos de referencia» espirituales es, al contrario, un medio de purificación y de gracia del que no cabe dudar. Lo que es espiritualmente posible es, por esto mismo, legítimo, e incluso necesario en un contexto apropiado.
Una de las doctrinas más sobresalientes del Corán es la de la Omnipotencia; esta doctrina de la dependencia total de todas las cosas respecto a Dios ha sido enunciada en el Corán con un rigor excepcional en clima monoteísta. Al principio de este libro hemos tocado el problema de la predestinación mostrando que si el hombre está sometido a la fatalidad es porque — o en la medida en que — el hombre no es Dios, pero no en cuanto participa ontológicamente de la Libertad divina; negar la predestinación, hemos dicho, equivaldría a pretender que Dios no conoce «de antemano» los acontecimientos «futuros», que no es, pues, omnisciente; conclusión absurda, puesto que el tiempo no es más que un modo de extensión existencial y la sucesión empírica de sus contenidos no es sino ilusoria.
Esta cuestión de la predestinación evoca la de la Omnipotencia divina: si Dios es todopoderoso, ¿por qué no puede suprimir los males de que sufren las criaturas? Pues si no podemos admitir que lo quiera pero no pueda, tampoco podemos concebir que pueda pero que no quiera, al menos en cuanto nos fiamos de nuestra sensibilidad humana. A esto hay que responder: siendo la Omnipotencia algo definido, no puede pertenecer al Absoluto en el sentido metafísicamente riguroso de esta palabra; es, pues, una cualidad entre otras, lo que equivale a decir que ya es, como el Ser al que pertenece, de la esfera de la relatividad, sin salir, no obstante, del plano principal; en una palabra, concierne al Dios personal, al Principio ontológico que crea y se personifica en función de las criaturas, y no a la Divinidad suprapersonal, que es Esencia absoluta e inefable. La Omnipotencia, como todo atributo de actitud o de actividad, tiene su razón suficiente en el mundo y se ejerce sobre él; depende del Ser y no puede ejercerse más allá de Él. Dios, «al crear» y «después de crear» es todopoderoso en relación con lo que encierra Su obra, pero no con lo que, en la propia naturaleza divina, provoca la creación y las leyes internas de ésta; no gobierna lo que constituye la necesidad metafísica del mundo y del mal; no gobierna ni la relatividad — cuya primera afirmación tl es, en cuanto Principio ontológico —, ni las consecuencias principales de la relatividad; puede suprimir un determinado mal, pero no el mal como tal; y suprimiría este último si suprimiera todos los males. Decir «mundo» es decir «relatividad», «despliegue de las relatividades», «diferenciación», «presencia del mal»; puesto que el mundo no es Dios, debe contener la imperfección, so pena de reducirse a Dios y de cesar, así, de «existir» (ex-sistere).
La gran contradicción del hombre es que quiere lo múltiple sin querer su contrapartida de desgarramiento; quiere la relatividad con su sabor de absolutidad o de infinitud, pero sin sus aristas de dolor; desea la extensión, pero no el límite, como si la primera pudiera existir sin el segundo, y como si la extensión pura pudiera encontrarse en el plano de las cosas mensurables.
Quizá podríamos explicamos con más precisión formulando el problema de la manera siguiente: la Esencia divina — el Sobre-Ser — incluye en Su indistinción, y como una potencialidad comprendida en Su Infinitud misma, un principio de relatividad; el Ser, generador del mundo, es la primera de las relatividades, aquélla de la que derivan todas las demás; la función del Ser es la de desplegar, en la dirección de la «nada» o en modo «ilusorio». la infinitud del Sobre-Ser, la cual se ve transmutada así en posibilidades ontológicas y existenciales. El Ser, siendo la primera relatividad, no puede abolir la relatividad; si pudiera hacerlo — lo hemos visto más arriba — se aboliría a Sí mismo y aniquilaría a fortiori la creación; lo que llamamos el «mal» no es más que el término extremo de la limitación, y así, de la relatividad; el Todopoderoso no puede abolir la relatividad como no puede impedir que 2 y 2 sean 4, pues la relatividad al igual que la verdad proceden de Su naturaleza, lo que equivale a decir que Dios no tiene el poder de no ser Dios. La relatividad es la «sombra» o el «contorno» que permite al Absoluto afirmarse como tal, primero ante Sí mismo y luego en una «efusión» innumerable de diferenciación.
Toda esta doctrina se halla expresada en la siguiente fórmula coránica: «Y Él tiene poder sobre todas las cosas» (wa-Huwa 'ala kulli shay'in qadir); en lenguaje sufí se dirá que Dios en cuanto Poderoso, y por tanto Creador, es considerado en el plano de los «atributos» (sifat), y éstos no pueden, con toda evidencia, gobernar la «Esencia» o la «Quididad» (Dzat); el «Poder» (qadr) se refiere a «todas las cosas», a la totalidad existencial. Si decimos que el Todopoderoso no tiene el poder de no ser todopoderoso, creador, misericordioso, justo, que no puede abstenerse de crear como tampoco de desplegar Sus atributos en la creación, se objetará sin duda que Dios ha creado el mundo «con toda libertad» y que se manifiesta en él libremente, pero esto es confundir la determinación principal de la perfección divina con la libertad con respecto a los hechos o a los contenidos; se confunde la perfección de necesidad, reflejo del Absoluto, con la imperfección de coacción, consecuencia de la relatividad. El que Dios crea con perfecta libertad significa que no puede sufrir ninguna coacción, puesto que nada se sitúa fuera de Él, y que las cosas que aparecen como fuera de Él no pueden alcanzarlo, por ser los niveles de realidad inconmensurablemente desiguales; la causa metafísica de la creación o de la manifestación está en Dios, no Le impide, pues, ser Él mismo, y, por tanto, ser libre; no se puede negar que esta causa está incluida en la naturaleza divina, a menos de confundir la libertad con el capricho, como los teólogos hacen demasiado a menudo, al menos de hecho e implícitamente, y sin darse cuenta de las consecuencias lógicas de su antropomorfismo sentimental y antimetafísico. Como la «Omnipotencia», la «Libertad» de Dios no tiene sentido más que en relación con lo relativo; ninguno de estos términos, hay que insistir en ello, se aplica a la última Aseidad, lo que significa, no que las perfecciones intrínsecas que cristalizan estos atributos falten más allá de la relatividad — quod absit —, sino al contrario, que ellas sólo tienen su infinita plenitud en lo Absoluto y lo Inefable.
La cuestión del castigo divino a menudo se relaciona con la de la Omnipotencia y también con la de la Sabiduría y la Bondad, y se exponen entonces argumentos como éste: ¿qué interés puede tener un Dios infinitamente sabio y bueno en mantener un registro de nuestros pecados, de las manifestaciones de nuestra miseria? Preguntarse esto es ignorar los elementos capitales del problema y hacer, por una parte, de la justicia inmanente y de la Ley de equilibrio una contingencia psicológica, y por otra — puesto que se minimiza el pecado — de la mediocridad humana la medida del Universo. En primer lugar, decir que Dios «castiga» no es sino una forma de expresar cierta relación de causalidad; nadie pensaría en acusar a la naturaleza de mezquindad porque la relación de causa a efecto se desarrolla en ella según la lógica de las cosas: porque, por ejemplo, unas semillas de ortigas no produzcan azaleas, o porque un golpe dado a un columpio provoque un movimiento de péndulo, y no una ascensión. Lo bien fundado de las sanciones de ultratumba aparece en cuanto tenemos conciencia de la imperfección humana; ésta, siendo un desequilibrio, requiere fatalmente un choque de rechazo. Si la existencia de las criaturas es realmente una prueba de Dios — para los que ven a través de las apariencias — porque la manifestación no es concebible sino en función del Principio, al igual que los accidentes no tienen sentido más que en relación con una sustancia, una observación análoga se aplica a los desequilibrios: presuponen un equilibrio que han roto y generan una reacción concordante, ya sea positiva o negativa.
Creer que el hombre está «bien», que tiene el derecho de no pedir sino que le «dejen tranquilo», que no necesita para nada ni agitaciones morales ni temores escatológicos, es no ver que las limitaciones que definen al hombre de cierta forma tienen algo de fundamentalmente «anormal». El mero hecho de que no veamos lo que ocurre detrás de nosotros e ignoremos cómo será el mañana prueba que somos muy poca cosa en cierto respecto, que somos «accidentes» de una «sustancia» que nos sobrepasa, pero al mismo tiempo: que no somos nuestro cuerpo y no somos de este mundo; ni este mundo ni nuestro cuerpo son lo que somos. Y esto nos permite abrir un paréntesis: si los hombres han podido, durante milenios, contentarse con el simbolismo moral de la recompensa y el castigo no es porque fueran estúpidos — y en este caso su estupidez es infinita e incurable —, sino porque tenían todavía el sentido del equilibrio y el desequilibrio; porque tenían todavía un sentido innato de los valores reales, ya se trate del mundo, ya del alma. Tenían, experimentalmente en cierto modo ya que eran contemplativos, la certidumbre de las normas divinas, por una parte, y la de las imperfecciones humanas, por otra; bastaba con que un símbolo les recordase aquello de lo que tenían un presentimiento natural. El hombre espiritualmente pervertido, por el contrario, ha olvidado su majestad inicial y los riesgos que ella implica; no deseando ocuparse de los fundamentos de su existencia, cree que la realidad es incapaz de recordárselos; y el peor de los absurdos es creer que la naturaleza de las cosas es absurda, pues, si fuera así, ¿de dónde sacaríamos la luz que nos permite comprobarlo? 0 también: el hombre, por definición, es inteligente y libre; en la práctica sigue estando convencido de ello, puesto que reivindica a cada paso la libertad y la inteligencia: la libertad porque no quiere dejarse dominar, y la inteligencia porque quiere juzgarlo todo por sí mismo. Ahora bien, es nuestra naturaleza real, y no nuestra comodidad erigida en norma, la que decide nuestro destino ante el Absoluto; podemos querer abandonar nuestra deiformidad al tiempo que nos aprovechamos de sus ventajas, pero no podemos escapar de las consecuencias que ella implica. Los modernistas pueden ir despreciando lo que, en los hombres tradicionales, puede parecer como una inquietud, una debilidad, un «complejo»; su manera propia de ser perfectos es ignorar que la montaña se hunde, mientras que la aparente imperfección de aquellos a los que desprecian tiene — o manifiesta — al menos serias posibilidades de escapar del cataclismo. Lo que acabamos de decir se aplica también a las civilizaciones enteras: las civilizaciones tradicionales incluyen males que no se pueden comprender — o cuyo alcance no se puede valorar — más que teniendo en cuenta el hecho de que están basadas en la certidumbre del más allá y por lo tanto en cierta indiferencia con respecto a las cosas transitorias; inversamente, para valorar las ventajas del mundo moderno — y antes de ver en ellas valores indiscutibles — hay que recordar que su condicionamiento mental es la negación del más allá y el culto a las cosas de aquí abajo.
Muchos hombres de nuestro tiempo hablan en suma en estos términos: «Dios existe o no existe; si existe y es lo que dicen, reconocerá que somos buenos y que no merecemos ningún castigo»; es decir, no ven inconveniente en creer en Su existencia si Él es conforme a lo que imaginan y si reconoce el valor que ellos se atribuyen a sí mismos. Esto es olvidar, por una parte, que no podemos conocer las medidas con las que el Absoluto nos juzga, y por otra parte, que el «fuego» de ultratumba no es otra cosa, en definitiva, que nuestro propio intelecto que se actualiza en contra de nuestra falsedad, o en otros términos, que es la verdad inmanente que estalla a plena luz. Al morir, el hombre es confrontado con el espacio inaudito de una realidad, ya no fragmentaria, sino total, y luego con la norma de lo que ha pretendido ser, puesto que esta norma forma parte de lo Real. El hombre se condena, pues, a sí mismo, son — según el Corán — sus propios miembros los que le acusan. Sus violaciones, una vez que la mentira se ha dejado atrás, se transforman en llamas; la naturaleza desequilibrada y falseada, con toda su vana seguridad, es una túnica de Neso. El hombre no sólo arde por sus pecados; arde por su majestad de imagen de Dios. Es la idea preconcebida de erigir el estado caído en norma y la ignorancia en prenda de impunidad, que el Corán estigmatiza con vehemencia — casi podríamos decir: por anticipación — confrontando la seguridad en sí mismos de sus contradictores con las angustias del fin del mundo.
En resumen, todo el problema de la culpabilidad se reduce a la relación entre causa y efecto. Que el hombre está lejos de ser bueno, la historia antigua y reciente lo prueba superabundantemente; el hombre no posee la inocencia del animal, tiene conciencia de su imperfección, puesto que posee esta noción; por consiguiente, es responsable. Lo que en terminología moral se llama la falta del hombre y el castigo de Dios, no es otra cosa, en sí, que el choque del desequilibrio humano con el Equilibrio inmanente; esta noción es capital.
La idea de un infierno «eterno», después de haber estimulado durante largos siglos el temor de Dios y el esfuerzo en la virtud, tiene hoy en día más bien el efecto contrario y contribuye a hacer inverosímil la doctrina del más allá; y, cosa paradójica en una época que, a pesar de ser la de los contrastes y las compensaciones, es en conjunto lo más refractaria posible a la metafísica pura, sólo el esoterismo sapiencial está en condiciones de volver inteligibles las posiciones más precarias del exoterismo y de satisfacer ciertas necesidades de causalidad. Ahora bien, el problema del castigo divino, que nuestros contemporáneos tienen tanta dificultad en admitir, se reduce en suma a dos cuestiones: ¿existe, para el hombre responsable y libre, la posibilidad de oponerse al Absoluto, directa o indirectamente, aunque ilusoriamente? Ciertamente, puesto que la esencia individual puede impregnarse de todas las cualidades cósmicas y, por consiguiente, hay estados que son «posibilidades de imposibilidad». La segunda cuestión es la siguiente: la verdad exotérica, por ejemplo en lo que concierne al infierno, ¿puede ser total? Ciertamente no, puesto que está determinada — en cierto modo «por definición» — por un interés moral particular o por unas particulares razones de oportunidad psicológica. La ausencia de matices compensatorios en ciertas enseñanzas religiosas se explica por esto. Las escatologías dependientes de esta perspectiva son, no «antimetafísicas» por supuesto, sino «ametafísicas» y «antropocéntricas», de modo que en su contexto ciertas verdades aparecerían como «inmorales» o al menos como «malsonantes»; no les es posible, pues, discernir en los estados infernales aspectos más o menos positivos, ni lo inverso en los estados paradisíacos. Co esta alusión queremos decir, no que haya una simetría entre la Misericordia y el Rigor — pues la primera prevalece sobre el segundo — sino que la relación «Cielo-Infierno» correspondo por necesidad metafísica a to que expresa el simbolismo extremo-oriental del ying-yang, en el que la parte negra tiene un punto blanco y la parte blanca un punto negro. Así, pues, si hay compensaciones en la gehena porque nada en la existencia puede ser absoluto y porque la Misericordia penetra en todas partes, también en el Paraíso tienen que haber, no sufrimientos, sin duda, pero sí sombras que den fe en sentido inverso del mismo principio compensatorio y que significan que el Paraíso no es Dios, y también que todas las existencias son solidarias. Ahora bien, este principio de la compensación es esotérico — erigirlo en dogma sería totalmente contrario al espíritu de alternativa tan característico del exoterismo occidental — y, en efecto, encontramos en los sufíes opiniones notablemente matizadas: un Jili un Ibin Arabi y otros admiten para el estado infernal un aspecto de goce, pues, si por una parte el réprobo sufre por estar separado del Soberano Bien y, como subraya Avicenal por la privación del cuerpo terrenal mientras que las pasiones subsisten, se acuerda, por otra parte, de Dios, según Jalal al-Din Rumi, y «nada es más dulce que el recuerdo de Allah». Quizás también conviene «recordar» que las gentes del infierno serían ipso facto liberadas si poseyeran el conocimiento supremo — cuya potencialidad poseen forzosamente — y que tienen, pues, incluso en el infierno, la clave de su liberación. Pero lo que hay que decir sobre todo es que la segunda muerte de la que habla el Apocalipsis, al igual que la reserva que expresa el Corán al hacer seguir determinadas palabras sobre el infierno de la frase «a menos que tu Señor lo quiera de otro modo» (illa ma sha' a-Llaha), indican el punto de intersección entre la concepción semítica del infierno perpetuo y la concepción hindú y budista de la transmigración; dicho de otro modo, los infiernos son a fin de cuentas pasos hacia ciclos individuales no humanos, y, así, hacia otros mundos. El estado humano — o todo estado «central» análogo — está como rodeado de un círculo de fuego: sólo hay una elección, o bien escapar de «la corriente de las formas» por arriba, en dirección a Dios, o bien salir de la humanidad por abajo, a través del fuego, que es la sanción de la traición de los que no han realizado el sentido divino de la condición humana. Si «la condición humana es difícil de obtener», como estiman los asiáticos «transmigracionistas», ella es igualmente difícil de abandonar, por la misma razón de posición central y de majestad teomorfa. Los hombres van al fuego porque son dioses, y salen de él porque no son más que criaturas; sólo Dios podría ir eternamente al infierno si pudiera pecar. 0 también: el estado humano está muy cerca del Sol divino, si es posible hablar aquí de «proximidad»; el fuego es el precio eventual — en sentido inverso — de esta situación privilegiada; podemos calibrar ésta por la intensidad y la inextinguibilidad del fuego. Hay que inferir la grandeza del hombre de la gravedad del infierno, y no, inversamente, la supuesta injusticia del infierno de la aparente inocencia del hombre.
Lo que puede excusar en cierta medida el empleo habitual de la palabra «eternidad» para designar una condición que, según las terminologías escriturarias, no es más que una «perpetuidad» — no siendo ésta más que un «reflejo» de la eternidad — es que, analógicamente hablando, la eternidad es un círculo cerrado, pues no hay en ella ni principio ni fin, mientras que la perpetuidad es un círculo espiroidal, y por lo tanto abierto en razón de su contingencia misma. En cambio, lo que muestra toda la insuficiencia de la creencia corriente en una supervivencia a la vez individual y eterna — y esta supervivencia es forzosamente individual en el infierno, pero no en la cumbre transpersonal de la Felicidad — es el postulado contradictorio de una eternidad que tiene un comienzo en el tiempo, o de un acto — luego de una contingencia — que tiene una consecuencia absoluta.
Todo este problema de la supervivencia está dominado por dos verdades-principios: en primer lugar, sólo Dios es absoluto y por consiguiente la relatividad de los estados cósmicos debe manifestarse no sólo «en el espacio», sino también «en el tiempo», si está permitido expresarse así por analogía; en segundo lugar, Dios no promete nunca más de lo que cumple, o no cumple nunca menos de lo que promete — pero siempre puede ir más allá de sus promesas — de modo que los misterios escatológicos no pueden infligir un mentís a lo que las Escrituras dicen, aunque puedan revelar lo que éstas callan, llegado el caso; «y Dios es más sabio» (wa-Llahu alam). Desde el punto de vista de la transmigración, se insistirá en la relatividad de todo lo que no es el «Sí» o el «Vacío» y se dirá que lo que es limitado en su naturaleza fundamental lo es necesariamente también en su destino, de una forma cualquiera, de modo que es absurdo hablar de un estado contingente en sí pero liberado de toda contingencia en la «duración». En otros términos, si las perspectivas hindú y budista difieren de la del monoteísmo, es porque estando centradas en el puro Absoluto y la Liberación, subrayan la relatividad de los estados condicionados y no se detienen en ellos; insistirán por consiguiente en la transmigración como tal, siendo aquí lo relativo sinónimo de movimiento e inestabilidad. En una época espiritualmente normal y en un mundo tradicional homogéneo, todas estas consideraciones sobre las diferentes formas de enfocar la supervivencia serían prácticamente superfluas o incluso nocivas — y, por lo demás, todo está implícitamente contenido en ciertas enunciaciones escriturarias —, pero en el mundo en disolución en que vivimos se ha hecho indispensable mostrar el punto de confluencia en el que se atenúan o se resuelven las divergencias entre el monoteísmo semítico-occidental y las grandes tradiciones originarias de la India. Tales confrontaciones, es cierto, raramente son del todo satisfactorias — en cuanto se trata de cosmología — y con cada puntualización se corre el peligro de plantear problemas nuevos. Pero estas dificultades sólo muestran en suma que se trata de un terreno infinitamente complejo que no se revelará nunca adecuadamente a nuestro entendimiento terreno. En cierto sentido, es menos «captar» el Absoluto que los abismos inmensurables de Su manifestación.
Nunca podríamos insistir demasiado en esto: las Escrituras llamadas «monoteístas» no tienen por qué hablar explícitamente de ciertas posibilidades aparentemente paradójicas de la supervivencia, vista la perspectiva a que las constriñe su medio de expansión providencial. El carácter de upaya — de «verdad provisional» y «oportuna» — de los Libros sagrados les obliga a pasar por alto, no sólo las dimensiones compensatorias del más allá, sino también las prolongaciones que se sitúan fuera de la «esfera de interés» del ser humano. Es en este sentido en el que se ha dicho más arriba que la verdad exotérica no puede ser sino parcial, haciendo abstracción de la polivalencia de su simbolismo; las definiciones limitativas propias del exoterismo son comparables a la descripción de un objeto del que no se viera más que la forma y no los colores. El «ostracismo» de las Escrituras depende a menudo de la malicia de los hombres; era eficaz mientras los hombres tenían a pesar de todo una intuición todavía suficiente de su imperfección y de su situación ambigua frente al Infinito, pero en nuestros días todo se pone en tela de juicio, por una parte en razón de la pérdida de esta intuición, y por otra a causa de las confrontaciones inevitables de las religiones más diversas, sin hablar de los descubrimientos científicos que son considerados erróneamente como capaces de invalidar las verdades religiosas.
Debe entenderse claramente que las Escrituras sagradas «de fuerza mayor» sean cuales sean sus expresiones o sus silencios, no son nunca «exoteristas» en sí mismas; siempre permiten reconstituir, quizá a partir de un elemento ínfimo, la verdad total, es decir, siempre dejan que ésta se transparente; no son nunca cristalizaciones completamente compactas de perspectivas parciales. Esta trascendencia de las Escrituras sagradas con respecto a sus concesiones a una determinada mentalidad aparece en el Corán particularmente en la forma del relato esotérico del encuentro entre Moisés y Al-Khidr: en él encontramos no sólo la idea de que el ángulo de visión de la Ley es siempre fragmentario, aunque plenamente eficaz y suficiente para el individuo como tal — que a su vez no es más que parte y no totalidad —, sino también la doctrina de la Bhagavadgita según la cual ni las buenas ni las malas acciones interesan directamente al Sí, es decir, que sólo el conocimiento del Sí y, en función de éste, el desapego con respecto a la acción, tienen valor absoluto. Moisés representa la Ley, la forma particular y exclusiva, y Al-Khidr la Verdad universal, la cual es inaprehensible desde el punto de vista de la «letra», «como el viento del que no se sabe de dónde viene ni adónde va».
Lo que importa para Dios, con relación a los hombres, no es tanto proporcionar informes científicos sobre cosas que la mayoría no puede comprender, como desencadenar un «choque» mediante un determinado concepto-símbolo; ésta es exactamente la función del upaya. Y en este sentido, la función de la violenta alternativa «cielo-infierno» en la conciencia del monoteísmo es muy instructiva: el «choque», con todo lo que implica para el hombre, revela mucho más de la verdad que una determinada exposición «más verdadera», pero menos asimilable y menos eficaz y, por consiguiente, «más falsa» para determinados entendimientos. Se trata de «comprender», no con el cerebro tan sólo, sino con todo nuestro «ser», y por tanto también con la voluntad; el dogma se dirige a la substancia personal más bien que al solo pensamiento, al menos en los casos en que el pensamiento corre el peligro de no ser más que una superestructura; no habla al pensamiento más que en cuanto éste es capaz de comunicar concretamente con nuestro ser entero, y en este aspecto los hombres difieren. Cuando Dios habla al hombre no conversa, ordena; no quiere informar al hombre sino en la medida en que puede cambiarlo; ahora bien, las ideas no actúan sobre todos los hombres de la misma manera, de ahí la diversidad de las doctrinas sagradas. Las perspectivas a priori dinámicas — el monoteísmo semítico-occidental — consideran, como por una especie de compensación, los estados póstumos en un aspecto estático, y por tanto definitivo; por el contrario, las perspectivas a priori estáticas, es decir, más contemplativas y por lo tanto menos antropomorfistas — las de la India y el Extremo Oriente — ven estos estados bajo un aspecto de movimiento cíclico y de fluidez cósmica. 0 también: si el Occidente semítico representa los estados post mortem como algo definitivo, tiene implícitamente razón en el sentido de que ante nosotros hay como dos infinidades, la de Dios y la del macrocosmo o del laberinto inmensurable e indefinido del samsara; éste es, en último término, el infierno «invencible», y es Dios el que en realidad es la Eternidad positiva y beatífica; y si la perspectiva hindú, o budista, insiste en la transmigración de las almas, es, ya lo hemos dicho, porque su carácter profundamente contemplativo le permite no detenerse en la sola condición humana y porque, por este mismo hecho, subraya forzosamente el carácter relativo e inconstante de todo lo que no es el Absoluto; para ella, el samsara no puede ser sino expresión de relatividad. Sean cuales sean estas divergencias, el punto de confluencia de las perspectivas se hace visible en conceptos como la «resurrección de la carne», la cual es perfectamente una «re-encarnación».
Una cuestión a la que también hay que responder aquí, y a la que el Corán sólo responde implícitamente, es la siguiente: ¿por qué el Universo está hecho de mundos, por una parte, y de seres que los atraviesan, por otra? Esto es como preguntar por qué hay una lanzadera que atraviesa la urdimbre, o por qué hay urdimbre y trama; o también, por qué la misma relación de cruzamiento se produce cuando se inscribe una cruz o una estrella en un sistema de círculos, es decir, cuando se aplica el principio del tejido en sentido concéntrico. He aquí a lo que queremos llegar: al igual que la relación del centro con el espacio no se puede concebir de otro modo que en esta forma de tela de araña, con sus dos modos de proyección — continuo uno y discontinuo el otro —, lo mismo la relación del Principio con la manifestación — relación que constituye el Universo — no se concibe más que como una combinación entre mundos que se escalonan en torno al Centro divino y seres que los recorren. Decir «existencia» es enunciar la relación entre el receptáculo y el contenido, o entre lo estático y lo dinámico; el viaje de las almas a través de la vida, la muerte y la resurrección, no es otro que la propia vida del macrocosmo; hasta en nuestra experiencia de aquí abajo atravesamos días y noches, veranos e inviernos; somos esencialmente seres que atraviesan estados, y la Existencia no se concibe de otro modo. Toda nuestra realidad converge hacia ese «momento» único que es el único que importa: nuestra confrontación con el Centro.
Lo que hemos dicho de las sanciones divinas y de su raíz en la naturaleza humana o en el estado de desequilibrio de ésta, se aplica igualmente, desde el punto de vista de las causas profundas, a las calamidades de este mundo y a la muerte: tanto ésta como aquéllas se explican por la necesidad de un efecto de rechazo después de una ruptura de equilibrio. La causa de la muerte es el desequilibrio que ha provocado nuestra caída y la pérdida del Paraíso, y las pruebas de la vida provienen, por vía de consecuencia, del desequilibrio de nuestra naturaleza personal; en el caso de las más graves sanciones de ultratumba, el desequilibrio está en nuestra esencia misma y llega hasta una inversión de nuestra deiformidad. El hombre «arde» porque no quiere ser lo que es — porque es libre de no querer serlo— ;ahora bien, «toda casa dividida contra sí misma perecerá». De ello resulta que toda sanción divina es la inversión de una inversión; y como el pecado es inversión con relación al equilibiro primordial, se puede hablar de «ofensas» hechas a Dios, aunque no haya en ello, con toda evidencia, ningún sentido psicológico posible, a pesar del inevitable antropomorfismo de las concepciones exotéricas. El Corán describe, con la elocuencia ardiente que caracteriza a las últimas suras, la disolución final del mundo. Pues bien, todo esto se deja transponer al microcosmo, en el que la muerte aparece como el fin del mundo y un juicio, es decir, como una absorción del exterior por el interior en dirección al Centro. Cuando la cosmología hindú enseña que las almas de los difuntos van en primer lugar a la Luna, sugiere indirectamente, y al margen de otras analogías mucho más importantes, la experiencia de inconmensurable soledad — las «ansias de la muerte» — por la que pasa el alma al salir «a contrapelo» de la matriz protectora que era para ella el mundo terrestre; la luna material es como el símbolo del absoluto extrañamiento, de la soledad nocturna y sepulcral, del frío de eternidad; y este terrible aislamiento post mortem es el que marca el choque de rechazo en relación, no con determinados pecados, sino con la existencia formal. Nuestra existencia pura y simple es como una prefiguración todavía inocente — pero sin embargo generadora de miserias — de toda transgresión; al menos lo es en cuanto «salida» demiúrgico fuera del Principio, y no en cuanto «manifestación» positiva de éste. Si la Philosophia Perennis puede combinar la verdad del dualismo mazdeo-gnóstico con la del monismo semítico, los exoteristas, por su parte, están obligados a elegir entre una concepción metafísicamente adecuada, pero moralmente contradictoria, y una concepción moralmente satisfactoria, pero metafísicamente fragnientaria.
Nunca debería hacerse la pregunta de por qué se abaten desgracias sobre inocentes: a los ojos del Absoluto todo es desequilibrio. «Sólo Dios es Bueno»; ahora bien, esta verdad no puede dejar de manifestarse de vez en cuando de una forma directa y violenta. Si los buenos sufren, esto significa que todos los hombres merecerían lo mismo; la vejez y la muerte lo prueban, pues no perdonan a nadie. La distribución terrena de los bienes y los males es una cuestión de economía cósmica, aunque la justicia inmanente deba también revelarse a veces a plena luz mostrando el vínculo entre las causas y los efectos en la acción humana. Los sufrimientos dan fe de los misterios del alejamiento y la separación, no pueden dejar de existir, pues el mundo no es Dios.
Pero la justicia niveladora de la muerte nos importa infinitamente más que la diversidad de los destinos terrenos. La experiencia de la muerte se asemeja a la de un hombre que hubiera vivido toda su vida en una habitación oscura y se viera súbitamente transportado a la cumbre de una montaña; allí abarcaría con su mirada todo el vasto territorio; las obras de los hombres le parecerían insignificantes. Es así como el alma arrancada a la tierra y al cuerpo percibe la inagotable diversidad de las cosas y los abismos inconmensurables de los mundos que las contienen; se ve por primera vez en su contexto universal, en un encadenamiento inexorable y en una red de relaciones múltiples e insospechadas, y se da cuenta de que la vida no ha sido más que un «instante» y un «juego». Proyectado en la absoluta «naturaleza de las cosas», el hombre será forzosamente consciente de lo que es en realidad; se conocerá, ontológicamente y sin perspectiva deformadora, a la luz de las «proporciones» normativas del Universo.
Una de las pruebas de nuestra inmortalidad es que el alma — que es esencialmente inteligencia o consciencia — no puede tener un fin que esté por debajo de ella, a saber, la materia, o los reflejos mentales de la materia; lo superior no puede depender simplemente de lo inferior, no puede ser sólo un medio en relación con aquello a lo que sobrepasa. Es, pues, la inteligencia en sí — y con ella nuestra libertad — la que prueba la envergadura divina de nuestra naturaleza y de nuestro destino; si decimos que lo «prueba», es de una manera incondicional y sin querer añadir una precaución oratoria en consideración a ' mios pes que se imaginan detentar el monopolio de lo «concreto». Se comprenda o no, sólo el Absoluto está «proporcionado» a la esencia de nuestra inteligencia; sólo el Absoluto (Al-Ahad, «el Uno») es perfectamente inteligible, hablando con rigor, de modo que la inteligencia no ve su propia razón suficiente y su fin más que en Él. El intelecto, en su esencia, concibe a Dios porque él mismo «es» increatus et increabilis; y concibe o conoce, por esto mismo y a fortiori, el significado de las contingencias; conoce el sentido del mundo y el sentido del hombre. De hecho, la inteligencia conoce con la ayuda directa o indirecta de la Revelación; ésta es la objetivación del Intelecto trascendente y «despierta», en un grado cualquiera, el conocimiento latente — o los conocimientos — que llevamos en nosotros mismos. La «fe» (en el sentido amplio, iman) tiene así dos polos, «objetivo» y «externo» uno, y «subjetivo» e «interno» el otro: la gracia y la intelección. Y nada es más vano que levantar en nombre de la primera una barrera de principio contra la segunda; la «prueba» más profunda de la Revelación — sea cual sea su nombre — es su prototipo eterno que llevamos en nosotros mismos, en nuestra propia esencia.
El Corán, como toda Revelación, es una expresión fulgurante y cristalina de lo que es «sobrenaturalmente natural» al hombre, a saber, la consciencia de nuestra situación en el Universo, de nuestro encadenamiento ontológico y escatológico. Por esto el Libro de Allah es un «discernimiento» (furqan) y una «advertencia» (dhikra), una «luz» (nur) en las tinieblas de nuestro exilio terrenal.
Al «Libro» (Kitab) de Dios se une la «Práctica» (Sunna) del Profeta; es verdad que el propio Corán habla de la Sunna de Allah entendiendo por ello los principios de acción de Dios con respecto a los hombres, pero la tradición ha reservado esta palabra para las formas de actuar, costumbres o ejemplos de Muhammad. Estos precedentes constituyen la norma, en todos los niveles, de la vida musulmana.
La Sunna posee varias dimensiones: una física, una moral, una social, una espiritual, y otras todavía. Forman parte de la dimensión física las reglas de decoro que resultan de la naturaleza de las cosas: por ejemplo, no mantener conversaciones intensas durante las comidas ni a fortiori hablar mientras se come; enjuagarse la boca después de haber comido o bebido, no comer ajo, observar todas las reglas de asco. Forman parte, igualmente, de esta Sunna las reglas vestimentarias: cubrirse la cabeza, llevar turbante cuando es posible, pero no llevar seda ni oro — esto para los hombres —, dejar los zapatos en la puerta, y así sucesivamente. Otras reglas exigen que hombres y mujeres no se mezclen en las asambleas, o que una mujer no dirija la oración delante de los hombres; algunos pretenden que ni siquiera puede hacerlo delante de otras mujeres, o que no puede salmodiar el Corán, pero estas dos opiniones son desmentidas por precedentes tradicionales. Tenemos, por último, los gestos islámicos elementales que todo musulmán conoce: maneras de saludarse, de dar las gracias, y así sucesivamente. Huelga añadir que la mayoría de estas reglas no sufren ninguna excepción en ninguna circunstancia.
Hay también, e incluso en primer lugar en la jerarquía de los valores, la Sunna espiritual, que concierne al «recuerdo de Dios» (dhikr) y a los principios del «viaje» (suluk); esta Sunna es muy parsimoniosa en lo que tiene de verdaderamente esencial. En suma, contiene todas las tradiciones que se refieren a las relaciones entre Dios y el hombre. Estas relaciones son separativas o unitivas, exclusivas o inclusivas, distintivas o participativas. Frente a esta Sunna espiritual hay que distinguir rigurosamente otro ámbito, aunque a veces parece confundirse con ella: a saber, la Sunna moral que concierne ante todo a la esfera muy compleja de las relaciones sociales con todas sus concomitancias psicológicas y simbolistas. A pesar de ciertas coincidencias evidentes, esta dimensión no entra en el esoterismo en el sentido propio de la palabra; no puede, en efecto, pertenecer — salvo abuso de lenguaje — a la perspectiva sapiencial, pues es con toda evidencia ajena a la contemplación de las esencias y a la concentración en lo único Real. Esta Sunna media es, por el contrario, ampliamente solidaria de la perspectiva específicamente devocional u obediencial, es, por consiguiente, exotérica, y de ahí su aspecto voluntarista e individualista; el hecho de que algunos de sus elementos se contradigan indica por lo demás que el hombre puede y debe elegir.
Lo que el «pobre», el faqir, retendrá de esta Sunna será, no tanto las maneras de actuar, como las intenciones que les son inherentes, es decir, las actitudes espirituales y las virtudes, las cuales derivan de la Fitra: de la perfección primordial del hombre y, así, de la naturaleza normativa (uswa) del Profeta. Todo hombre debe poseer la virtud de generosidad, pues ésta forma parte de su naturaleza teomorfa; pero la generosidad del alma es una cosa, y un determinado gesto de generosidad característico del mundo beduino es otra. Se nos dirá, sin duda, que todo gesto es simbólico; estamos de acuerdo, con dos condiciones expresas: en primer lugar, que el gesto no sea producto de un automatismo convencional, e insensible al absurdo eventual de los resultados; y, en segundo lugar, que el gesto no transmita ni cultive un sentimentalismo religioso incompatible con la perspectiva del Intelecto y de la Esencia.
Fundamentalmente, la Sunna moral o social es una adecuación directa o indirecta de la voluntad a la norma humana; su finalidad es actualizar, no limitar, nuestra naturaleza horizontal positiva; pero, como se dirige a todos, forzosamente lleva en sí elementos limitativos desde el punto de vista de la perfección vertical. Este carácter horizontal y colectivo de cierta Sunna implica por la fuerza de las cosas el hecho de que sea una suerte de maya o de upaya, lo que significa que es a la vez un soporte y un obstáculo y que puede incluso convertirse en un verdadero shirk, no para el vulgo, sin duda, sino para el safik. La Sunna media impide que el hombre ordinario sea una fiera y que pierda su alma; pero puede igualmente impedir que el hombre de élite vaya más allá de las formas y realice la Esencia. La Sunna media tanto puede favorecer la realización vertical como puede retener al hombre en la dimensión horizontal; es a la vez un factor de equilibrio y de pesadez. Favorece la ascensión, pero no la condiciona; no contribuye al condicionamiento de la ascensión más que por sus contenidos intrínsecos e informales que, precisamente, son independientes en principio de las actitudes formales.
Desde el punto de vista de la Religio Perennis, la cuestión de la Sunna implica un problema muy delicado por el hecho de que la acentuación de la Sunna media y social es solidaria de un psiquismo religioso particular, que por definición excluye otros psiquismos religiosos igualmente posibles y forja, como ellos, una mentalidad particular, y no esencial — con toda evidencia — a la gnosis islámica. Dejando aparte este aspecto de las cosas, no hay que perder de vista que el Profeta, como todo hombre, estuvo obligado a realizar una multitud de actos durante su vida, y que forzosamente los realizó de una determinada manera y no de otra, e incluso de diversas maneras según las circunstancias externas o internas; él bien entendía servir de modelo global, pero no siempre especificó que tal o cual acto tuviera el alcance de una prescripción propiamente dicha. Además, el Profeta dio enseñanzas diferentes para hombres diferentes, sin ser responsable del hecho de que los Copañeros — diversamente dotados — transmitieran más tarde todo lo que habían visto y oído, y de que lo hicieran a veces de modo divergente, según las observaciones o acentuaciones individuales. La conclusión que hay que sacar de esto es que no todo elemento de la Sunna se impone de la misma forma ni con la misma certeza, y que en muchos casos la enseñanza se refiere a la intención más bien que a la forma.
Sea como fuere, hay una verdad fundamental que conviene no perder de vista, a saber: que el plano de las acciones es en sí puramente humano y que la insistencia en una multitud de formas de acción de un estilo forzosamente particular constituye un karma-yoga absorbente que no tiene relación con la vía del discernimiento metafísico y la concentración en lo Esencial. En la persona del Profeta está lo simple y lo complejo, y hay en los hombres diversas vocaciones; el Profeta personifica necesariamente un clima religioso — y por tanto humano — de un carácter particular, pero personifica igualmente y desde otro punto de vista, la Verdad en sí y la Vía como tal. Hay una imitación del Profeta basada en la ilusión religiosa de que él es intrínsecamente mejor que todos los demás profetas, incluido Jesús, y hay otra imitación del Profeta fundada en la cualidad profética en sí, es decir, en la perfección del Logos hecho hombre; y esta imitación es forzosamente más verdadera, más profunda y, por lo tanto, menos formalista que la primera, apunta menos a los actos exteriores que a los reflejos de los Nombres divinos en el alma del Logos humano.
Niffari, que encarna el esoterismo propiamente dicho y no un preesoterismo voluntarista y todavía en gran parte exoterista, ha dado el testimonio siguiente: «Allah me ha dicho: formula tu petición diciéndome: Señor, ¿cómo debo apegarme firmemente a Ti de modo que el día de mi juicio no me castigues ni apartes Tu Rostro de mí? Entonces Yo (Allah) te responderé diciendo: Cíñete a la Sunna en tu doctrina y tu práctica externas, y apégate en tu alma interior a la Gnosis que te he dado; y sabe que, cuando Me doy a conocer a ti, no quiero aceptar de ti nada de la Sunna, excepto lo que Mi Gnosis te aporta, pues tú eres uno de aquellos a quienes Yo hablo; Me oyes y sabes que Me oyes, y ves que Yo soy la fuente de todas las cosas». El comentarista de este pasaje observa que la Sunna tiene un alcance general y no distingue entre los que buscan la recompensa creada y los que buscan la Esencia, y que contiene lo que cada persona puede necesitar. Otra sentencia de Niffari: «Y Él me dijo: Mi Revelación exotérica (dhahiri) no sostiene a Mi Revelación esotérica (batini)». Y otra todavía, de un simbolismo abrupto que hay que entender: «Las buenas acciones del hombre piadoso son las malas acciones de los privilegiados de Allah». Lo que indica con la mayor claridad posible la relatividad de ciertos elementos de la Sunna y la relatividad del culto a la Sunna media.
El adab — la cortesía tradicional — es de hecho un sector particularmente problemático de la Sunna, y esto a causa de dos factores, a saber, la interpretación estrecha y la convención ciega. El adab puede convertirse, al hacerse anodino, en un formalismo separado de sus intenciones profundas, hasta el punto de que las actitudes formales suplanten a las virtudes intrinsecas que son su razón de ser; un adab mal entendido puede dar lugar a la disimulación, a la susceptibilidad, a la mentira, al infantilismo; bajo el pretexto de que no hay que contradecir a un interlocutor ni decirle nada desagradable, se le deja en un error perjudicial o se omite comunicarle una información necesaria, o se le infligen por amabilidad situaciones cuando menos indeseables, y así sucesivamente. Sea como fuere, es importante saber — y comprender — que el adab, aun bien entendido, tiene sus límites: así, la tradición recomienda cubrir la falta de un hermano musulmán si de ello no resulta ningún perjuicio para la colectividad, pero prescribe que se reprenda a este hermano en privado, sin consideración para el adab, si hay alguna posibilidad de que la reprimenda sea aceptada; del mismo modo, el adab no debe impedir que se denuncien públicamente faltas y errores que pueden contaminar al prójimo. En lo que concierne a la relatividad del adab, recordemos aquí que el Shaykh Darqawi y otros a veces obligaron a sus discípulos a romper ciertas reglas, sin ir, no obstante, en contra de la Ley, la sharia; no se trata en este caso de la vía de los Malamatiyya, que buscaban su propia humillación, sino simplemente del principio de la «ruptura de los hábitos» con miras a la «sinceridad» (sidq) y a la «pobreza» (faqr) ante Dios. En lo que concierne a cierta Sunna en general, podemos referirnos a estas palabras del Shaykh Darqawi, transmitidas por Ibn Ajiba: «La búsqueda sistemática de los actos meritorios y la multiplicación de las prácticas supererogatorias son un hábito entre otros y dispersan al corazón. Que el discípulo se limite, pues, a un solo dhikr, a una sola acción cada uno según lo que le corresponda».
Desde un punto de vista algo diferente, se podría objetar que una interpretación quintaesencial y por consiguiente muy libre de la Sunna sólo puede concernir a algunos sufíes y no a los salikiun, los «viajeros». Diremos más bien que esta libertad concierne a los sufíes en cuanto han sobrepasado el mundo de las formas; pero concierne igualmente a los sá1ikún en cuanto siguen en principio la vía de la Gnosis y su punto de partida se inspira necesariamente, por este mismo hecho, en la perspectiva conforme a esta vía; por la fuerza de las cosas, tienen conciencia a priori de la relatividad de las formas, de algunas sobre todo, de modo que un formalismo social con supuestos sentimentales no puede imponérseles.
La relatividad de cierta Sunna, en una perspectiva que no es un karma-yoga ni con mayor razón un exoterismo, no invalida la importancia que tiene para una civilización la integridad estética de las formas, hasta en los objetos de que nos rodeamos; pues abstenerse de un acto simbólico no es en sí un error, mientras que la presencia de una forma falsa es un error permanente. Aun aquel que es subjetivamente independiente de ello no puede negar que es un error, y por lo tanto un elemento contrario, en principio, a la salud espiritual y a los imponderables de la baraka. La decadencia del arte tradicional va a la par con el decaimiento de la espiritualidad.
En el amidismo, al igual que en el japa-yoga, el iniciado debe abandonar todas las demás prácticas religiosas y poner su fe en una sola oración quintaesencial; ahora bien, esto no expresa una opinión arbitraria, sino un aspecto de la naturaleza de las cosas; y este aspecto se encuentra reforzado en hombres que, además de esta reducción met6dica, se refieren a la metafísica pura y total. Por otra parte, el conocimiento de los diversos mundos tradicionales, y por consiguiente de la relatividad de las formulaciones doctrinales o de las perspectivas formales, refuerza la necesidad de esencialidad, por una parte, y de universalidad, por otra; y lo esencial y lo universal se imponen tanto más cuanto que vivimos en un mundo de sobresaturación filosófica y de hundimiento espiritual.
La perspectiva que permite actualizar la conciencia de la relatividad de las formas conceptuales y morales ha existido siempre en el Islam; el pasaje coránico sobre Moisés y Al-Khidr da fe de ello, lo mismo que algunos ahadith que reducen las condiciones de la salvación a las actitudes más simples. Esta perspectiva es, igualmente, la de la primordialidad y la universalidad, y por tanto de la Fitra; es lo que expresa Jalal al-Din Rumi en estos términos: «No soy ni cristiano, ni judío, ni parsi, ni musulmán. No soy ni de Oriente, ni de Occidente, ni de la tierra, ni del mar… Mi lugar es lo que no tiene lugar, mi huella es lo que no tiene huella… He dejado de lado la dualidad, he visto que los dos mundos no son sino uno; busco al Uno, conozco al Uno, veo al Uno, invoco al Uno. Él es el Primero, Él es el último, Él es el Exterior, Él es el Interior…»
