El Islam
El Islam es el encuentro entre Allah como tal y el hombre como tal Allah como tal, es decir, considerado no en cuanto ha podido manifestarse de tal o cual forma en tal o cual época, sino independientemente de la historia y en cuanto Él es lo que es y, por tanto, en cuanto crea y revela por Su naturaleza.
El hombre como tal, es decir, considerado no como un ser caído y que necesita un milagro salvador, sino en cuanto es una criatura deiforme dotada de una inteligencia capaz de concebir el Absoluto y de una voluntad capaz de escoger lo que conduce a Él.
Decir «Allah» es decir «ser», «crear», «revelar» o, en otros términos: «Realidad», «Manifestación», «Reintegración»; y decir «hombre» es decir «deiformidad», «inteligencia trascendente», «voluntad libre». Éstas son, a nuestro juicio, las premisas de la perspectiva islámica, las que explican todas sus formas de actuar, y que nunca hay que perder de vista si se quiere comprender un aspecto cualquiera del Islam.
El hombre se presenta, pues, a priori como un doble receptáculo hecho para el Absoluto; el Islam viene a llenarlo, primero con la verdad del Absoluto, y luego con la ley del Absoluto. El Islam es, pues, esencialmente una verdad y una ley — o la Verdad y la Ley — ;la primera responde a la inteligencia y la segunda a la voluntad. Así es cómo entiende abolir la incertidumbre y la duda y, a fortiori, el error
y el pecado: el error de que el Absoluto no es, o de que es relativo, o de que hay dos Absolutos, o de que lo relativo es absoluto; el pecado sitúa estos errores en el plano de la voluntad o de la acción.
La idea de la predestinación, tan fuertemente acusada en el Islam, no anula la de la libertad. El hombre está sometido a la predestinación porque no es Allah, pero es libre porque está «hecho a imagen de Allah». Sólo Allah es absoluta Libertad, pero la libertad humana, a pesar de su relatividad — en el sentido de lo «relativamente absoluto» —, no es otra cosa que libertad, como una luz débil no es otra cosa que luz. Negar la predestinación equivaldría a pretender que Allah no conoce «de antemano» los acontecimientos, que no es, pues, omnisciente; quod absit.
En resumen: el Islam confronta lo que hay de inmutable en Allah con lo que hay de permanente en el hombre. En el Cristianismo el hombre es a priori voluntad o, más precisamente, voluntad corrompida. La inteligencia, que con toda evidencia no es negada, no se toma en consideración más que a título de aspecto, de la voluntad; el hombre es la voluntad, y ésta, en el hombre, es la inteligencia. Cuando la voluntad está corrompida, la inteligencia lo está al mismo tiempo, en el sentido de que ésta no puede de ninguna manera enderezar a aquélla; por consiguiente, es necesaria una intervención divina: el sacramento. En el Islam, en el que el hombre es la inteligencia y en el que ésta es «antes» que la voluntad, lo que posee la eficacia sacramental es el contenido o la dirección de la inteligencia: se salva todo aquél que admite que sólo el Absoluto trascendente es absoluto y trascendente y que saca las consecuencias volitivas de ello. El Testimonio de Fe — la Shahada — determina a la inteligencia, y la ley en general — la Sharia determina a la voluntad; en el esoterismo — la Tariqa — se encuentran las gracias iniciáticas, que poseen el valor de claves y no hacen sino actualizar nuestra «naturaleza sobrenatural». Una vez más, nuestra salvación, su textura y su desarrollo están prefigurados por nuestra deiformidad: puesto que somos inteligencia trascendente y voluntad libre, son esta inteligencia y esta voluntad, o la trascendencia y la libertad, las que nos salvarán; Allah no hace sino volver a llenar las copas que el hombre había vaciado, pero no destruido; el hombre no tiene poder para destruirlas.
Y asimismo: sólo el hombre está dotado de palabra, porque sólo él, entre todas las criaturas terrestres, está «hecho a imagen de Allah » de una manera directa e íntegra; ahora bien, si es esta deiformidad la que opera, gracias a un impulso divino, la salvación o la liberación, la palabra tendrá su parte en ella al mismo título que la inteligencia y la voluntad. Estas son, en efecto, actualizadas por la oración, que es a la vez palabra divina y humana, y en la que el acto se refiere a la voluntad y el contenido a la inteligencia; la palabra es como el cuerpo inmaterial y sin embargo sensible de nuestro querer y nuestro comprender. En el Islam nada es más importante que la oración canónica (Salat) dirigida hacia la Kaaba y la «mención de Dios» (Dhikru-Llah) dirigida hacia el corazón; la palabra del sufí se repite en la oración universal de la humanidad, e incluso en la oración, a menudo inarticulada, de todos los seres.
La originalidad del Islam es, no el haber descubierto la función salvadora de la inteligencia, de la voluntad y de la palabra — pues esta función es evidente y toda religión la conoce —, sino el haber hecho de ello, en el marco del monoteísmo semítico, el punto de partida de una perspectiva de salvación y de liberación. La inteligencia se identifica con su contenido salvador, ella no es otra que el conocimiento de la Unidad — o del Absoluto — y de la dependencia de todas las cosas con respecto al Uno; de la misma manera, la voluntad es al-islam, es decir, la conformidad a lo que quiere Allah — el Absoluto — con respecto a nuestra existencia terrenal y a nuestra posibilidad espiritual, por una parte, y con respecto al hombre como tal y al hombre colectivo, por otra; la palabra es la comunicación con Allah, es esencialmente oración e invocación. Visto desde este ángulo, el Islam recuerda al hombre menos lo que debe saber, hacer y decir que lo que son, por definición, la inteligencia, la voluntad y la palabra: la Revelación no sobreañade elementos nuevos, sino que descubre la naturaleza profunda del receptáculo.
Podríamos, también, expresarnos así: si el hombre, estando hecho a imagen de Allah, se distingue de las demás criaturas por la inteligencia trascendente, el libre albedrío y el don de la palabra, el Islam será la religión de la certidumbre, del equilibrio y de la oración, siguiendo el orden de las tres facultades deifonnes. Y así encontramos el ternario tradicional del Islam: al-iman (la «Fe»), al-islam (la «Ley», literalmente la «sumisión») y al-ihsan (la «Vía», literalmente la «virtud»). Ahora bien, el medio esencial del tercer elemento es el «recuerdo de Allah» actualizado por la palabra, sobre la base de los dos elementos precedentes. Al-iman es la certeza del Absoluto y de la dependencia de todas las cosas con respecto del Absoluto, desde el punto de vista metafísico que aquí nos interesa; al-islam — y el Profeta en cuanto personificación del Islam — es un equilibrio en función del Absoluto y con miras a este; por último, al-ihsun devuelve, por la magia de la palabra sagrada — en cuanto ésta es el vehículo de la inteligencia y la voluntad — las dos posiciones precedentes a sus esencias. Este papel de nuestros aspectos de deiformidad, en lo que podríamos llamar el Islam fundamental y «pre-teológico», es tanto más notable cuanto que a la doctrina islámica, que subraya la trascendencia de Allah y la distancia inconmensurable entre Él y nosotros, le repugnan las analogías hechas en provecho del hombre; el Islam está lejos, pues, de apoyarse explícita y generalmente en nuestra cualidad de imagen divina, aunque el Corán da fe de ello diciendo de Adán: «Cuando lo haya formado según la perfección y haya insuflado en él una parte de Mi Espíritu (min Ruhi), caed prosternados ante él» (XV, 29 y XXXVIII, 72), y aunque el antropomorfismo de Allah, en el Corán, implique el teomorfismo del hombre.
La doctrina islámica está contenida en dos enunciados: «No hay divinidad (o realidad, o absoluto) fuera de la única Divinidad (la Realidad, el Absoluto)» (La ilaha illa-Llah), y «Muhammad (el Glorificado, el Perfecto) es el Enviado (el portavoz, el intermediario, la manifestación, el símbolo) de la Divinidad» (Muhammadun RasuluLlah); éstos son el primero y el segundo «Testimonios» (Shahada) de la fe.
Estamos aquí en presencia de dos aserciones, de dos certidumbres, de dos niveles de realidad: lo Absoluto y lo relativo, la Causa y el efecto, Allah y el mundo. El Islam es la religión de la certidumbre y el equilibrio, como el Cristianismo es la del amor y el sacrificio; con esto queremos decir, no que las religiones tengan monopolios, sino que hacen hincapié en un determinado aspecto de la verdad. El Islam quiere implantar la certidumbre — su fe unitaria se presenta como una evidencia sin no obstante renunciar al misterio —, y se funda en dos certidumbres axiomáticas, una concerniente al Principio que es a la vez Ser y Sobre-Ser, y la otra a la manifestación formal y supraformal: se trata, pues, por una parte, de «Allah», y de la «Divinidad» — en el sentido eckhartiano de este distingo —, y, por otra parte, de la «Tierra» y del «Cielo». La primera de estas dos certidumbres es que sólo Allah es»; y la segunda, que «todas las cosas están vinculadas a Allah». En otros términos: «No hay evidencia absoluta fuera del Absoluto»; después, en función de esta verdad: «Toda manifestación — luego todo lo que es relativo — está vinculada al Absoluto». El mundo está ligado a Allah — o lo relativo a lo Absoluto — desde el doble punto de vista de la causa y del fin: la palabra «Enviado», en la segunda Shahada enuncia, por consiguiente, primero una causalidad y después una finalidad; la primera concierne más particularmente al mundo, y la segunda al hombre.
Todas las verdades metafísicas están comprendidas en el primer punto de vista, y todas las verdades escatológicas en el segundo. Pero todavía podríamos decir esto: la primera Shahada es la fórmula d discernimiento o la «abstracción» (tanzih) y la segunda la de la integración o la «analogía» (tashbih): la palabra «divinidad» (ilah) — tomada aquí en el sentido ordinario y corriente —, en la primera Shahada designa al mundo en cuanto es irreal porque sólo Allah es real, y nombre del Profeta (Muhammad), en la segunda Shahada, designa mundo en cuanto es real porque nada puede ser fuera de Allah; des cierto punto de vista, todo es Él. Realizar la primera Shahada es ante todo llegar a ser plenamente consciente de que sólo el Principio es real y de que el mundo, aunque «existente» en su nivel, «no es»; es pues, en cierto sentido realizar el vacío universal. Realizar la segunda Shahada es ante todo llegar a ser plenamente consciente de que mundo — la manifestación — «no es otro» que Allah o el Principio, pues «en la medida» en que tiene realidad, ésta no puede ser sino que «es», es decir, no puede ser sino divina; es, pues, ver a Allah en todas partes, y todo en Él. «Quien me ha visto ha visto a Allah», dijo el Profeta; ahora bien, todas las cosas son el «Profeta» desde el punto de vista, por una parte, de la perfección de existencia y, por otra desde el de las perfecciones de modo o de expresión.
Si el Islam quisiera enseñar exclusivamente que no hay más que un Dios, y no dos o varios dioses, no tendría ninguna fuerza de persuasión. El ardor persuasivo que posee de hecho proviene de que enseña en el fondo la realidad del Absoluto y la dependencia de todas las cosas con respecto al Absoluto. El Islam es la religión del Absoluto, como el Cristianismo es la religión del amor y el milagro; pe el amor y el milagro pertenecen también al Absoluto, no expresan otra cosa que una actitud que Él toma con respecto a nosotros.
Si vamos al fondo de las cosas, nos vemos obligados a comprobar — dejando de lado toda cuestión dogmática — que la causa de la incomprensión fundamental entre cristianos y musulmanes reside en esto: el cristiano ve siempre ante sí su voluntad — esta voluntad que es casi él mismo —, se halla, pues, ante un espacio vocacional indeterminado al que puede lanzarse desplegando su fe y su heroísmo; el sistema islámico de prescripciones «externas» y claramente establecidas le parece la expresión de una mediocridad presta a todas las concesiones e incapaz de elevación alguna; la virtud musulmana le parece, en teoría — pues la desconoce en la práctica — cosa artificial y vana. Muy diferente es la perspectiva del musulmán: tiene ante sí — ante su inteligencia que escoge al único —, no un espacio volitivo que le podría parecer una tentación a la aventura individualista, sino una red de canales divinamente predispuestos para el equilibrio de su vida volitiva; este equilibrio, lejos de ser un fin en sí mismo como lo supone el cristiano habituado a un idealismo voluntarista más o menos exclusivo, no es, por el contrario, en último término, más que una base para, escapar, en la contemplación apaciguadora y liberadora de lo Inmutable, a las incertidumbres y la turbulencia del ego. En resumen: si la actitud de equilibrio que busca y realiza el Islam aparece a los ojos de los cristianos como una mediocridad calculada e incapaz de alcanzar lo sobrenatural, el idealismo sacrificial del Cristianismo corre el riesgo de ser mal interpretado por el musulmán como un individualismo despreciador de este don divino que es la inteligencia. Si se nos objeta que el musulmán ordinario no se preocupa de la contemplación, responderemos que el cristiano medio no se ocupa en mayor medida del sacrificio; todo cristiano lleva en el fondo de su alma un impulso sacrificial que quizá no se actualizará nunca, e igualmente, todo musulmán tiene por su misma fe una predisposición para una contemplación que quizá no despuntará nunca en su corazón. Algunos podrían objetar, además, que las místicas cristiana y musulmana, lejos de ser tipos opuestos, presentan, por el contrario, analogías tan patentes que hay quien se ha creído obligado a deducir de ellas la existencia de préstamos, ya unilaterales, ya recíprocos; a esto responderemos: si se supone que el punto de partida de los sufíes ha sido el mismo que el de los místicos cristianos, se plantea la cuestión de saber por qué han seguido siendo musulmanes y cómo han soportado el hecho de serlo; en realidad, no eran santos «a pesar» de su religión. sino «por» su religión; lejos de haber sido cristianos disfrazados, los Hallaj y los lbn 'Arabi no hicieron otra cosa, por el contrario, que llevar las posibilidades del Islam a su punto culminante, como lo habían hecho sus grandes predecesores. A pesar de ciertas apariencias, como la ausencia de monaquismo como institución social, el Islam, que preconiza la pobreza, el ayuno, la soledad y el silencio, posee todas las premisas de una ascesis contemplativa.
Cuando el cristiano oye la palabra «verdad» piensa en seguida en el hecho de que «el Verbo se hizo carne», mientras que el musulmán, al oír esta misma palabra, piensa a priori que «no hay divinidad fuera de la única Divinidad», lo que interpretará, según su grado de conocimiento, bien literalmente, bien metafísicamente. El Cristianismo se funda en un «acontecimiento», y el Islam en un «ser», una «naturaleza de las cosas». Lo que en el Cristianismo aparece como un hecho único, a saber, la Revelación, será en el Islam la manifestación rítmica de un principio; si para los cristianos la verdad es que Cristo se dejó crucificar, para los musulmanes — para quienes la verdad es que no hay más que un solo Allah —, la crucifixión de Cristo no puede, por su misma naturaleza, ser «la Verdad»; el rechazo musulmán de la cruz es una manera de expresarlo. El «antihistoricismo» musulmán — que podríamos calificar por analogía de «platónico» o de «gnóstico» — culmina en este rechazo que en el fondo es completamente externo, e incluso dudoso para algunos en cuanto a la intención.
La actitud reservada del Islam, no ante el milagro, sino ante el apriorismo judeo-cristiano — y sobre todo cristiano — del milagro, se explica por el predominio del polo «inteligencia» sobre el polo «existencia»: el Islam entiende fundarse sobre la evidencia espiritual, el sentimiento de Absoluto, en conformidad con la propia naturaleza del hombre, la cual es considerada aquí como una inteligencia teomorfa y no como una voluntad que no espera sino a ser seducida en el buen o mal sentido, es decir, por milagros o por tentaciones. Si el Islam, que ha sido la última en llegar de la serie de las grandes Revelaciones, no se funda en el milagro — aunque admitiéndolo necesariamente, so pena de no ser una religión —, es también porque el anticristo «seducirá a muchos por sus prodigios»; ahora bien, la certeza espiritual, que está en los antípodas del «trastocamiento» que produce el milagro — y que el Islam ofrece bajo la forma de una lancinante fe unitaria, de un sentido agudo del Absoluto —, es un elemento inaccesible al demonio; éste puede imitar un milagro, pero no una evidencia intelectual, puede imitar un fenómeno, pero no al Espíritu Santo, excepto en el caso de los que quieren ser engañados y no poseen de todos modos ni el sentido de la verdad ni el de lo sagrado.
Hemos aludido más arriba al carácter no histórico de la perspectiva del Islam. Este carácter explica no sólo la intención de no ser sino la repetición de una realidad intemporal o la fase de un ritmo anónimo y, por tanto, una reforma — pero en el sentido estrictamente ortodoxo y tradicional del término, e incluso en un sentido traspuesto, puesto que una Revelación auténtica es forzosamente espontánea y no proviene sino de Allah, sean cuales sean las apariencias —, sino que también explica nociones tales como la de la creación continua: si Allah no fuera en todo momento Creador el mundo se vendría abajo; puesto que Allah es siempre Creador, es Él quien interviene en todo fenómeno, y no hay causas segundas, no hay principios intermediarios, no hay leyes naturales que puedan interponerse entre Allah y el hecho cósmico, salvo en el caso del hombre, el cual, siendo el representante (imam) de Allah en la tierra, posee esos dones milagrosos que son la inteligencia y la libertad. Pero tampoco éstas escapan, en último término, a la determinación divina: el hombre elige libremente lo que Allah quiere; «libremente», porque Allah lo quiere así; porque Allah no puede dejar de manifestar, en el orden contingente, Su absoluta Libertad. Nuestra libertad es, pues, real, pero con una realidad ilusoria como la relatividad en la que se produce, y en la cual es un reflejo de Lo que es.
La diferencia fundamental entre el Cristianismo y el Islam aparece en suma con bastante claridad en lo que cristianos y musulmanes detestan respectivamente: para el cristiano es odioso, en primer lugar, el rechazo de la divinidad de Cristo y de la Iglesia y, luego, las morales menos ascéticas que la suya, sin hablar de la lujuria; el musulmán, por su parte, odia el rechazo de Allah y del Islam, porque la Unidad suprema, y la absolutidad y trascendencia de Ésta, le parecen fulgurantes de evidencia y majestad, y porque el Islam, la ley, es para él la Voluntad divina, la emanación lógica — en modo de equilibrio — de esta Unidad. Ahora bien, la Voluntad divina — y es en esto sobre todo donde aparece toda la diferencia — no coincide forzosamente con lo sacrificial, puede incluso «combinar lo útil y lo agradable», según los casos; el musulmán dirá por consiguiente: «Es bueno lo que Allah quiere», y no: «Lo doloroso es lo que Allah quiere»; lógicamente, el cristiano es de la misma opinión que el musulmán, pero su sensibilidad y su imaginación tienden más bien hacia la segunda formulación. En clima islámico, la Voluntad divina tiene a la vista, no a priori el sacrificio el sufrimiento como pruebas de amor, sino el despliegue de la inteligencia deiforme (min Ruhi, «de mi Espíritu») determinada por lo Inmutable y que engloba, por consiguiente, nuestro ser, so pena de «hipocresía» (nifaq), puesto que conocer es ser; las aparentes «facilidades» del Islam tienden en realidad hacia un equilibrio — ya lo hemos dicho — cuya razón suficiente es en último término el esfuerzo «vertical», la contemplación, la gnosis. En cierto sentido, debemos hacer lo contrario de lo que hace Allah, y en otro, debemos actuar como Él: esto es así porque, por una parte, nos parecemos a Allah porque existimos, y por otra, somos opuestos a Él porque, al existir, estamos separados de Él. Por ejemplo, Allah es Amor; así pues, debemos amar, porque nos parecemos a Él; pero, por otro lado, Él juzga y se venga, cosa que nosotros no podemos hacer, porque somos distintos de Él; pero como estas posiciones son siempre aproximadas, las morales pueden y deben diferir; siempre hay lugar en nosotros — en principio al menos — para un amor culpable y una justa venganza. Todo es aquí cuestión de acento y de delimitación; la elección depende de una perspectiva, no arbitraria — pues entonces no sería una perspectiva —, sino conforme a la naturaleza de las cosas, o a determinado aspecto de esta naturaleza.
Todas las posiciones que acabamos de enunciar tienen su fundamento en los dogmas o, más profundamente, en las perspectivas metafísicas que éstos expresan, es decir, en un determinado «punto de vista» en cuanto al sujeto y en un determinado «aspecto» en cuanto al objeto. El Cristianismo, desde el momento en que se funda en la divinidad de un fenómeno terrenal — no es que Cristo sea terrenal en sí mismo, sino en cuanto se mueve en el espacio y el tiempo — el Cristianismo está obligado, por vía de consecuencia, a introducir la relatividad en el Absoluto, o, más bien, a considerar el Absoluto en un grado todavía relativo, el de la Trinidad. Puesto que una determinada cosa «relativa» es considerada como absoluta, es necesario que el Absoluto tenga algo de la relatividad y, puesto que la Encarnación es obra de la Misericordia o del Amor, es necesario que Allah sea considerado de entrada bajo este aspecto, y el hombre en el aspecto correspondiente, el de la voluntad y el afecto; es necesario que la vía espiritual sea igualmente una realidad de amor. El «voluntarismo» cristiano es solidario de la concepción cristiana del Absoluto, y ésta se halla como determinada por la «historicidad» de Allah, si está permitido expresarse así.
De modo análogo, el Islam, desde el momento en que se funda en la absolutidad de Allah, está obligado por vía de consecuencia — puesto que por su forma es un dogmatismo semítico — a excluir la terrenalidad del Absoluto, debe, pues, negar, al menos en el plano de las palabras, la divinidad de Cristo; no está obligado a negar, a título secundario, que lo relativo está en Allah — pues admite forzosamente los atributos divinos, sin lo cual negaría la totalidad de Allah y toda posibilidad de relación entre Allah y el mundo —, pero debe negar todo carácter directamente divino fuera del único Principio. Los sufíes son los primeros en reconocer que nada puede situarse fuera de la Realidad suprema, pues decir que la Unidad lo excluye todo equivale a decir que, desde otro punto de vista — el de la realidad del mundo —, lo incluye todo; esta verdad no es, sin embargo, susceptible de recibir una formulación dogmática, pero está lógicamente comprendida en el La ilaha illa-Llah.
Cuando el Corán afirma que el Mesías no es Allah, entiende: el Mesías no es «un dios» distinto de Allah, o no es Allah en cuanto Mesías terrenal; y cuando el Corán rechaza el dogma trinitario, entiende: no hay ningún ternario en «Allah como tal», es decir, en el Absoluto, que está más allá de las distinciones. Finalmente, cuando el Corán parece negar la muerte de Cristo puede entenderse que Jesús, en realidad, ha vencido a la muerte, mientras que los judíos creían haber matado a Cristo en su esencia misma; la verdad del símbolo prevalece aquí sobre la del hecho, en el sentido de que una negación espiritual toma la forma de una negación material. Pero, por otro lado, el Islam elimina con esta negación — o esta apariencia de negación — la vía crística en lo que a él concierne, y es lógico que lo haga desde el momento en que su vía es otra y no necesita reivindicar los medios de gracia propios del Cristianismo.
En el plano de la verdad total y que, por lo tanto, incluye todos los puntos de vista, aspectos y modos posibles, todo recurso a la razón sola es evidentemente inoperante: por consiguiente, es vano sostener, por ejemplo, contra determinado dogma de una religión ajena, que un error denunciado por la razón no puede convertirse en una verdad en otro plano, pues esto es olvidar que la razón opera de manera indirecta, o por reflejos, y que sus axiomas son insuficientes en la medida en que invade el terreno del intelecto puro. La razón es formal en su naturaleza y formalista en sus operaciones, procede por «coagulaciones», por alternativas y exclusiones, o por verdades parciales, si se quiere; no es, como el intelecto puro, luz informal y «fluida». Es cierto que toma su implacabilidad, o su validez en general, del intelecto, pero no llega a las esencias más que por conclusiones, no por visiones directas; es indispensable para la formulación verbal, pero no compromete al conocimiento inmediato.
En el Cristianismo, la línea de demarcación entre lo relativo y lo Absoluto pasa a través de Cristo; en el Islam, separa al mundo de Allah, o incluso — en el esoterismo —, a los atributos divinos de la Esencia, diferencia que se explica por el hecho de que el exoterismo siempre parte forzosamente de lo relativo, mientras que el esoterismo parte de lo Absoluto y da a este una acepción más rigurosa, e incluso la más rigurosa posible. Se dice también, en sufismo, que los atributos divinos no se afirman como tales más que con relación al mundo, que en sí mismos son indistintos e inefables: no se puede, pues, decir de Allah que es «misericordioso» o «vengador» en un sentido absoluto, haciendo abstracción aquí de que es misericordioso «antes» de ser vengador; en cuanto a los atributos de esencia, como la «santidad» o la «sabiduría», no se actualizan, como distinciones, más que con relación a nuestro espíritu distintivo, sin por ello perder nada, en su ser propio, de su infinita realidad, bien al contrario.
Decir que la perspectiva islámica es posible equivale a afirmar que es necesaria y que, por consiguiente, no puede dejar de ser; es exigida por sus receptáculos humanos providenciales. Las perspectivas como tales no tienen, sin embargo, nada de absoluto, pues la Verdad es una; ante Allah sus diferencias son relativas y los valores de una vuelven a encontrarse siempre, en una forma cualquiera, en la otra. No hay solamente un Cristianismo de «calor», de amor emocional, de actividad sacrificial, sino que hay igualmente, enmarcado en el anterior, un Cristianismo de «luz», de gnosis, de pura contemplación, de «paz»; y, del mismo modo, el Islam «seco» — ya sea legalista o metafísico — enmarca un Islam «húmedo», es decir, prendado de la belleza, del amor y del sacrificio. Es necesario que sea así a causa de la unidad, no sólo de la Verdad, sino también del género humano; unidad relativa, sin duda, puesto que las diferencias existen, pero sin embargo lo bastante real como para permitir o imponer la reciprocidad — o la ubicuidad espiritual — de que se trata.
Un punto que quisiéramos tocar aquí es la cuestión de la moral musulmana. Si se quieren comprender ciertas apariencias de contradicción en esta moral hay que tener en cuenta lo siguiente: el Islam distingue entre el hombre como tal y el hombre colectivo, el cual se presenta como un ser nuevo y está sometido, en cierta medida pero no más allá, a la ley de la selección natural. Esto es decir que el Islam pone cada cosa en su lugar y la trata de acuerdo con su naturaleza propia; considera lo humano colectivo, no a través de la perspectiva deformadora de un idealismo místico de hecho inaplicable, sino teniendo en cuenta las leyes que rigen cada orden y que, dentro de los límites de cada uno, son queridas por Allah. El Islam es la perspectiva de la certidumbre y de la naturaleza de las cosas más bien que del milagro y la improvisación idealista; hacemos esta observación, no con la segunda intención de criticar indirectamente al Cristianismo, el cual es lo que debe ser, sino para hacer resaltar mejor la intención y lo bien fundado de la perspectiva islámica.
Si bien en el Islam se da una separación clara entre el hombre como tal y el hombre colectivo, estas dos realidades no por ello son menos profundamente solidarias, dado que la colectividad es un aspecto del hombre — ningún hombre puede nacer sin familia — y que, inversamente, la sociedad es una multiplicación de individuos. De esta interdependencia o de esta reciprocidad resulta que todo lo que es realizado con miras a la colectividad — como el diezmo para los pobres o la guerra santa — tiene un valor espiritual para el individuo, e inversamente; esta relación inversa es cierta con mayor razón puesto que el individuo es antes que la colectividad, pues todos los hombres descienden de Adán, pero Adán no desciende de los hombres.
Lo que acabamos de decir explica por qué el musulmán no abandona, como lo hacen el hindú y el budista, los ritos externos en función de tal o cual método espiritual que puede compensarlos, ni a causa de un grado espiritual que le autoriza a ello por su naturaleza; puede que un determinado santo ya no necesite las oraciones canónicas — puesto que se halla en un estado de oración infusa o de «ebriedad» — pero no por ello deja de realizarlas para orar con todos y en todos, y a fin de que todos oren en él. Él encarna el «cuerpo místico» que es toda comunidad creyente, o, desde otro punto de vista, encarna la Ley, la tradición, la oración como tal; como ser social debe predicar con el ejemplo, y como hombre personal debe permitir a lo que es humano realizarse, y en cierto modo renovarse, a través de él.
La transparencia metafísica de las cosas y la contemplatividad que responde a ella hacen que la sexualidad, en su marco de legitimidad tradicional — es decir, de equilibrio psicológico y social —, pueda revestir un carácter meritorio, lo que, por lo demás, la existencia de dicho marco muestra de antemano; en otros términos, no sólo cuenta el goce — aparte la preocupación por la conservación de la especie —, existe también su contenido cualitativo, su simbolismo a la vez objetivo y vivido. La base de la moral musulmana es siempre la realidad biológica y no un idealismo contrario a las posibilidades colectivas y a los derechos innegables de las leyes naturales. Pero esta realidad, aun constituyendo el fundamento de nuestra vida animal y colectiva, no tiene nada de absoluta, pues somos criaturas semicelestiales; siempre puede ser neutralizada en el plano de nuestra libertad personal, pero no abolida en el de nuestra existencia social. Lo que hemos dicho de la sexualidad se aplica analógicamente — sólo desde el punto de vista del mérito — al alimento: como en todas las religiones, en el Islam comer demasiado es un pecado, pero comer con mesura y con gratitud hacia Allah, no sólo no es un pecado, sino que incluso es un acto positivamente meritorio. Sin embargo, la analogía no es total, pues el Profeta «amaba las mujeres», no «la comida». El amor a la mujer está aquí en relación con la nobleza y la generosidad, sin hablar de su simbolismo puramente contemplativo, que va mucho más lejos.
A menudo se le reprocha al Islam el haber propagado su fe por la espada, pero se olvida, en primer lugar, que la persuasión desempeñó un papel más importante que la guerra en la expansión global del Islam; en segundo lugar, que sólo los politeístas y los idólatras podían ser forzados a abrazar la nueva religión; en tercer lugar, que el Dios del Antiguo Testamento no es menos guerrero que el Dios del Corán, bien al contrario; y en cuarto lugar, que también la cristiandad se sirvió de la espada a partir del advenimiento de Costantino. La cuestión que aquí se plantea es simplemente la siguiente: ¿es posible el empleo de la fuerza con miras a la afirmación y la difusión de una verdad vital? No cabe duda de que hay que responder afirmativamente, pues la experiencia nos demuestra que a veces debemos violentar a los irresponsables en su propio interés. Puesto que esta posibilidad existe, no puede dejar de manifestarse en las circunstancias adecuadas, exactamente como en el caso de la posibilidad inversa, la de la victoria por la fuerza inherente a la verdad misma; es la naturaleza interna o externa de las cosas la que determina la elección entre dos posibilidades. Por una parte, el fin santifica los medios y, por otra, los medios pueden profanar el fin, lo que significa que los medios deben encontrarse prefigurados en la naturaleza divina; así, el «derecho del más fuerte» está prefigurado en la «selva», a la que pertenecemos indiscutiblemente, en cierto grado y en cuanto colectividades; pero no vemos en la «selva» ningún ejemplo de derecho a la perfidia y a la bajeza y, aunque en ella se hallasen tales rasgos, nuestra dignidad humana nos prohibiría participar en ellos. No hay que confundir nunca la dureza de ciertas leyes biológicas con esa infamia de la que sólo el hombre es capaz, por el hecho de su deiformidad pervertida.
Desde un determinado punto de vista, puede decirse que el Islam posee dos dimensiones, una «horizontal», la de la voluntad, y otra «vertical» la de la inteligencia; designaremos a la primera dimensión con la palabra «equilibrio» y a la segunda con la palabra «unión». El Islam es, esencialmente, equilibrio y unión; no sublima a priori la voluntad por el sacrificio, la neutraliza por la Ley, a la vez que hace hincapié en la contemplación. Las dimensiones de «equilibrio» y de «unión» — la «horizontal» y la «vertical» — conciernen a la vez al hombre como tal y a la colectividad; hay en ello, no una identidad, ciertamente, sino una solidaridad, que hace participar a la sociedad, a su manera y según sus posibilidades, en la vía de unión del individuo, e inversamente. Una de las más importantes realizaciones de equilibrio es precisamente el acuerdo entre la ley que tiene por objeto al hombre como tal y la que tiene por objeto a la sociedad; empíricamente, la cristiandad había llegado también, por la fuerza de las cosas, a este equilibrio, pero dejando subsistir ciertas «fisuras» y sin subrayar a priori la divergencia de los dos planos humanos y por lo tanto su armonización. El Islam — lo repetimos — es un equilibrio determinado por el Absoluto y dispuesto con miras al Absoluto; el equilibrio — como el ritmo que el Islam realiza ritualmente con las oraciones canónicas que siguen el curso del sol y, «mitológicamente», con la serie retrospectiva de los «Mensajeros» divinos y los «Libros» revelados — el equilibrio, decimos, es la participación de lo múltiple en lo Uno o de lo condicionado en lo Incondicionado; sin equilibrio no hallamos — sobre la base de esta perspectiva — el centro, y sin éste no hay ascensión ni unión posibles.
Como todas las civilizaciones tradicionales, el Islam es un «espacio» y no un «tiempo»; el «tiempo», para el Islam, no es más que la corrupción del «espacio»; «No llegará ninguna época — predijo el Profeta — que no sea peor que la precedente». Este «espacio», esta tradición invariable — aparte la expansión y la diversificación de las formas en el momento de la elaboración inicial de la tradición —, rodea a la humanidad musulmana como un símbolo, a la manera del mundo físico que, invariable e imperceptiblemente, nos nutre de su simbolismo; la humanidad vive normalmente en un símbolo, que es una indicación hacia el Cielo, una abertura hacia el Infinito. La ciencia moderna ha traspasado las fronteras protectoras de este símbolo y ha destruido con ello el propio símbolo, ha abolido, pues, esta indicación y esta abertura, al igual que el mundo moderno en general rompe esos espacios-símbolos que son las civilizaciones tradicionales; lo que él llama «estancamiento» y «esterilidad» es en realidad la homogeneidad y la continuidad del símbolo. Cuando el musulmán todavía auténtico dice a los progresistas: «Ya no os queda más que abolir la muerte», o cuando les pregunta: «¿Podéis impedir que el sol se ponga o podéis obligarle a que salga?», expresa exactamente lo que hay en el fondo de la «esterilidad» islámica, a saber, un maravilloso sentido de la relatividad y, lo que viene a ser lo mismo, un sentido del Absoluto que domina toda su vida.
Para comprender las civilizaciones tradicionales en general y el Islam en particular también es necesario tener en cuenta el hecho de que la norma humana o psicológica es, para ellas, no el hombre medio hundido en la ilusión, sino el santo desapegado del mundo y apegado a Allah; sólo él es enteramente «normal» y sólo él, por este hecho, tiene totalmente «derecho a la existencia»; de ahí cierta falta de sensibilidad hacia lo humano puro y simple. Como esta naturaleza humana es poco sensible hacia el Soberano Bien, debe, en la medida en que no tiene el amor, tener al menos el temor.
Hay en la vida de un pueblo como dos mitades, una que constituye el juego de su existencia terrenal y otra su relación con el Absoluto; ahora bien, lo que determina el valor de un pueblo o de una civilización no es la forma literal de su sueño terrenal — pues aquí todas las cosas no son más que símbolos —, sino su capacidad de «sentir» el Absoluto y, en las almas privilegiadas, de alcanzarlo. Es, pues, perfectamente ilusorio prescindir de esta dimensión de absoluto y evaluar un mundo humano de acuerdo con criterios terrenos, comparando por ejemplo una determinada civilización material con otra. La distancia de varios milenios que separa la edad de piedra de los pieles rojas de los refinamientos materiales y literarios de los blancos no es nada comparada con la inteligencia contemplativa y las virtudes, que son las únicas que determinan el valor del hombre y las únicas que constituyen su realidad permanente, o este algo que nos permite evaluarlo realmente, o sea frente al Creador. Creer que hay hombres que están «atrasados» con respecto a nosotros porque su sueño terrenal adopta modos más «rudimentarios» que el nuestro — pero por eso mismo a menudo más sinceros — es mucho más «ingenuo» que creer que la tierra es plana o que un volcán es un dios; la mayor de las ingenuidades es sin duda tomar el sueño por algo absoluto y sacrificarle todos los valores esenciales, olvidar que lo «serio» no comienza sino más allá de su plano, o, más bien, que, si hay algo «serio» en la tierra, es en función de lo que está más allá.
Se opone fácilmente la civilización moderna como tipo de pensamiento o de cultura a las civilizaciones tradicionales, pero se olvida que el pensamiento moderno — o la cultura que él engendra — no es más que un flujo indeterminado y en cierto modo indefinible, puesto que en él ya no hay ningún principio real, dependiente, por tanto, de lo Inmutable; el pensamiento moderno no es, de modo definitivo, una doctrina entre otras, es lo que exige tal o cual fase de su desarrollo, y será lo que hará de él la ciencia materialista y experimental, o lo que hará de él la máquina; ya no es el intelecto humano, es la máquina — o la física, la química, la biología — las que deciden lo que es el hombre, lo que es la inteligencia, lo que es la verdad. En estas condiciones, el espíritu depende cada vez más del «clima» producido por sus propias creaciones: el hombre ya no sabe juzgar humanamente, es decir, en función de un absoluto que es la substancia misma de la inteligencia; extraviándose en su relativismo sin salida, se deja juzgar, determinar y clasificar por las contingencias de la ciencia y de la técnica; no pudiendo ya escapar a la vertiginosa fatalidad que éstas le imponen y no queriendo confesar su error no le queda más que abdicar de su dignidad de hombre y de su libertad. Son la ciencia y la máquina las que a su vez crean al hombre, y son ellas las, que «crean a Allah», si está permitido expresarse así; pues el vacío dejado por Allah no puede permanecer vacío, la realidad de Allah y su sello en la naturaleza humana exigen un sucedáneo de divinidad, un falso absoluto que pueda llenar la nada de una inteligencia privada de su substancia. Se habla mucho de «humanismo» en nuestra época, pero se olvida que el hombre, desde el momento en que abandona sus prerrogativas a la materia, a la máquina, al saber cuantitativo, deja de ser realmente «humano».
Cuando se habla de «civilización», generalmente se vincula a esta noción una intención cualitativa; ahora bien, la civilización no representa un valor más que a condición de ser de origen suprahumano y de implicar, para el «civilizado», el sentido de lo sagrado: sólo es realmente civilizado un pueblo que posea este sentido y viva de él. Si se nos objeta que esta reserva no tiene en cuenta todo el significado de la palabra y que un mundo «civilizado» sin religión es concebible, responderemos que en este caso la civilización se convierte en algo indiferente o, más bien — puesto que no hay elección legítima entre lo sagrado y otra cosa —, que es la más falaz de las aberraciones. El sentido de lo sagrado es fundamental para toda civilización porque es fundamental para el hombre; lo sagrado — lo inmutable y lo inviolable y por tanto lo infinitamente majestuoso — está en la substancia misma de nuestro espíritu y de nuestra existencia. El mundo es desgraciado porque los hombres viven por debajo de sí mismos; el error de los modernos consiste en querer reformar el mundo sin querer ni poder reformar al hombre; y esta contradicción flagrante, esta tentativa de hacer un mundo mejor sobre la base de una humanidad peor, no puede conducir más que a la supresión misma de lo humano y por consiguiente también de la felicidad. Reformar al hombre es unirlo de nuevo al Cielo, restablecer el vínculo roto; es arrancarlo del reino de la pasión, del culto a la materia, a la cantidad y a la astucia, y reintegrarlo en el mundo del espíritu y de la serenidad, diríamos incluso: en el mundo de la razón suficiente.
En este orden de ideas — y puesto que hay supuestos musulmanes que no dudan en calificar al Islam de «precivilización» — debemos distinguir entre la «caída», la «decadencia», la «degeneración» y la «desviación»: toda la humanidad está «caída» como consecuencia de la pérdida del Edén y también, más particularmente, por el hecho de hallarse en la «edad de hierro»; ciertas civilizaciones son «decadentes», como la mayoría de los mundos tradicionales de Oriente en la época de la expansión occidental; un gran número de tribus bárbaras están «degeneradas», en la medida misma de su grado de barbarie; la civilización moderna, por su parte, está «desviada», y esta desviación se combina cada vez más con una decadencia real, tangible especialmente en la literatura y en el arte. Hablaríamos gustosamente de «post-civilización», para responder al calificativo que hemos mencionado unas líneas más arriba.
Una cuestión se plantea aquí, quizás al margen de nuestro tema general, pero sin embargo relacionado con él, ya que al hablar del Islam hay que hablar de tradición y al tratar de ésta hay que decir lo que no es: ¿qué significa prácticamente la exigencia, tan a menudo formulada hoy en día, de que la religión debe orientarse hacia lo social? Esto quiere decir, simplemente, que debe orientarse hacia las máquinas; que la teología — para expresarnos sin rodeos — debe convertirse en la sirvienta de la industria. Sin duda, siempre ha habido problemas sociales como consecuencia de los abusos debidos a la caída humana por una parte y a la existencia de grandes colectividades — con grupos desiguales —, por otra; pero en la Edad Media — que desde su propio punto de vista estaba lejos de ser una época ideal —, e incluso mucho más tarde, el artesano obtenía una gran parte de felicidad de su trabajo todavía humano y de su ambiente todavía conforme a un genio étnico y espiritual. Sea lo que fuere, el obrero moderno existe y la verdad le concierne: debe comprender, en primer lugar, que no hay por qué reconocer en la cualidad totalmente ficticia de «obrero» un carácter de categoría intrínsecamente humana, pues los hombres que de hecho son obreros pueden pertenecer a cualquier categoría natural; luego, que toda situación externa no es sino relativa y que el hombre siempre sigue siendo el hombre; que la verdad y la vía espiritual pueden adaptarse gracias a su universalidad y su carácter imperativo a cualquier situación, de modo que el llamado «problema obrero» es en su raíz simplemente el problema del hombre situado en determinadas circunstancias, y, por tanto, sigue siendo el del hombre como tal; por último, que la verdad no puede exigir que nos dejemos oprimir, llegado el caso, por fuerzas que, también ellas, no hacen sino servir a las máquinas, al igual que no nos permite basar nuestras reivindicaciones en la envidia, la cual no puede en ningún caso ser la medida de nuestras necesidades. Y hay que añadir que, si todos los hombres obedecieran a la ley profunda inscrita en la condición humana, no habría más problemas, ni sociales ni, en general, humanos; dejando aparte la cuestión de saber si es posible o no reformar a la humanidad — lo que de hecho es imposible —, es necesario de todos modos reformarse a sí mismo y no creer nunca que las realidades interiores carecen de importancia para el equilibrio del mundo. Hay que evitar un optimismo quimérico tanto como la desesperación, pues el primero es contrario a la realidad efímera del mundo en que vivimos, y el segundo a la realidad eterna que llevamos ya en nosotros mismos, y que es la única que hace inteligible nuestra condición humana y terrenal.
Según un proverbio árabe que refleja la actitud del musulmán ante la vida, «la lentitud es de Allah y la prisa es de Satán», y esto nos lleva a la reflexión siguiente: como las máquinas devoran el tiempo, el hombre moderno va siempre apresurado, y como esta falta perpetua de tiempo crea en él los reflejos de prisa y superficialidad, el hombre moderno toma estos reflejos — que compensan otros tantos desequilibrios — por señales de superioridad y menosprecia en el fondo al hombre antiguo de costumbres «idílicas», y sobre todo al viejo oriental de paso tardo y turbante lento de enrollar. Ya no es posible representarse, a falta de experiencia, cuál era el contenido cualitativo de la «lentitud» tradicional, o cómo «soñaban» las gentes de antaño; el hombre moderno se contenta con la caricatura, lo que es mucho más sencillo y, por lo demás, es exigido por un ilusorio instinto de conservación. Si las preocupaciones sociales — de base evidentemente material — determinan en tan gran medida el espíritu de nuestra época no es sólo a causa de las consecuencias sociales del maquinismo y de las condiciones inhumanas que engendra, sino también a causa de la ausencia de una atmósfera contemplativa que sin embargo es necesaria para la felicidad de los hombres, cualquiera que pueda ser su «nivel de vida», para emplear una expresión tan bárbara como corriente.
Hemos aludido más arriba al turbante al hablar de la lentitud de los ritmos tradicionales; debemos hacer una pausa para reflexionar sobre ello. La asociación de ideas entre el turbante y el Islam está lejos de ser fortuita: «El turbante — dijo el Profeta — es una frontera entre la fe y la incredulidad», y también: «Mi comunidad no decaerá mientras lleve turbantes»; se citan igualmente los hadith siguientes«El Día del juicio el hombre recibirá una luz por cada vuelta de turbante (kawra) que haya alrededor de su cabeza»; «Llevad turbantes, pues así ganaréis en generosidad». Lo que aquí queremos subrayar es que se considera que el turbante confiere al creyente una suerte de gravedad, de consagración y también de humildad majestuosa; separa de las criaturas caóticas y disipadas — los «errantes» (dallun) de la Fatiha —, lo fija en un eje divino — el «camino recto» (al-sirat al-mustaqim) de la misma oración — y lo destina así a la contemplación; en una palabra, el turbante se opone como un peso celestial a todo lo que es profano y vano. Como la cabeza — el cerebro — es para nosotros el plano de nuestra elección entre lo verdadero y lo falso, lo duradero y lo efímero, lo real y lo ilusorio, lo grave y lo fútil, es ella la que debe llevar la señal de esta elección; se considera que el símbolo material refuerza la conciencia espiritual, como es el caso, por lo demás, de todo tocado religioso o incluso de toda vestidura litúrgica o simplemente tradicional. El turbante «envuelve» en cierto modo al pensamiento, siempre dispuesto a la disipación, el olvido y la infidelidad; recuerda el encarcelamiento sagrado de la naturaleza pasional y deífuga. La ley coránica tiene por función el restablecimiento de un equilibrio primordial perdido; de ahí este hadith: «Llevad turbantes y distinguíos con ello de los pueblos (“desequilibrados”) que os han precedido».
Se imponen aquí unas palabras sobre el velo de la mujer musulmana. El Islam separa severamente el mundo del hombre del de la mujer, la colectividad total de la familia, que es su núcleo, o la calle del hogar, como separa también la sociedad del individuo y el exoterismo del esoterismo; el hogar — como la mujer que lo encarna — tiene un carácter inviolable y, por lo tanto, sagrado. La mujer encarna incluso en cierto modo el esoterismo debido a ciertos aspectos de su naturaleza y de su función; la «verdad esotérica» — la haqiqa — es «sentida» como una realidad «femenina», como es el caso, también, de la baraka. El velo y la reclusión de la mujer están por lo demás en relación con la fase cíclica final en la que vivimos — y en la que las pasiones y la malicia dominan cada vez más — y presentan cierta analogía con la prohibición del vino y la ocultación de los misterios.
Entre los mundos tradicionales no sólo existen las diferencias de perspectiva y de dogma, existen también las de temperamento y de gusto: así, el temperamento europeo tolera con dificultad este modo de expresión que es la exageración, mientras que para el oriental la hipérbole es una manera de hacer resaltar una idea o una intención, de indicar lo sublime o de expresar lo indescriptible, como la aparición de un ángel o la irradiación de un santo. El occidental busca la exactitud de los hechos, pero su falta de intuición de las «esencias inmutables» (ayan thabita) hace contrapeso y reduce en mucho el alcance de su espíritu observador; el oriental, por el contrario, posee el sentido de la transparencia metafísica de las cosas, pero descuida fácilmente — con razón o sin ella, según los casos — la exactitud de los hechos terrenales; el símbolo es más importante para él que la experiencia.
La hipérbole simbolista se explica en parte por el principio siguiente: entre la forma y su contenido no sólo hay analogía, hay igualmente oposición; si la forma — o la expresión — debe normalmente ser a imagen de lo que transmite, puede también, debido a la distancia que separa a «lo exterior» de «lo interior», verse «descuidada» en favor del puro contenido, o como «rota» por el desbordamiento de este último. El hombre que sólo se apega a lo «interior» puede no tener conciencia alguna de las formas externas, e inversamente; un hombre parecerá sublime porque es santo, y otro parecerá digno de lástima por la misma razón; y lo que es cierto con respecto a los hombres, lo es también con respecto a sus palabras y a sus libros. El precio de la profundidad o de lo sublime es a veces una falta de sentido crítico con respecto a las apariencias, lo que ciertamente no quiere decir que deba ser así, pues en ese caso no se trata sino de una posibilidad paradójica; en otros términos, la exageración piadosa, cuando es un desbordamiento de evidencia y de sinceridad, tiene «derecho» a no darse cuenta de que dibuja mal, y sería ingrato y desproporcionado el reprochárselo. La piedad así como la veracidad exigen que veamos la excelencia de la intención y no la debilidad de la expresión, cuando la alternativa se presenta.
Los pilares (arkan) del Islam son: el doble testimonio de fe (shahadatan), la oración canónica que se repite cinco veces al día (salat), el ayuno de Ramadan (siyam, sawn), el diezmo (zakat) y la peregrinación (hajj); a veces se añade la guerra santa (jihad), que tiene un carácter más o menos accidental ya que depende de las circunstancias; en cuanto a la ablución (wudhu o ghusl, según los casos), no se la menciona por separado, puesto que es una condición de la oración.
La Shahada, tal como hemos visto más arriba, indica en último término — y es el sentido más universal el que aquí nos interesa — el discernimiento entre lo Real y lo irreal, y después — en su segunda parte — la vinculación del mundo a Allah desde el doble punto de vista del origen y del fin, pues considerar las cosas separadamente de Allah ya es incredulidad (nifaq, shirk o kufr, según los casos); la oración integra al hombre en el ritmo y — por la dirección ritual hacia la Kaaba — en el orden centrípeto de la adoración universal; la ablución que precede a la oración devuelve virtualmente al hombre al estado primordial y en cierta forma al Ser puro. El ayuno nos separa del flujo continuo y devorador de la vida camal, introduce una especie de muerte y de purificación en nuestra carne; la limosna vence al egoísmo y a la avaricia, actualiza la solidaridad de todas las criaturas; es un ayuno del alma, como el ayuno propiamente dicho es una limosna del cuerpo; la pereginación prefigura el viaje interior hacia la Kaaba del corazón, purifica a la comunidad como la circulación sanguínea, al pasar por el corazón, purifica al cuerpo; la guerra santa, por último, es, siempre desde el punto de vista en que nos situamos, una manifestación exterior y colectiva del discernimiento entre la verdad y el error; es como el complemento centrífugo y negativo de la peregrinación — el complemento, no el contrario, ya que permanece vinculada al centro y es positiva por su contenido religioso-.
Resumamos una vez más los caracteres esenciales del Islam, desde el ángulo de visión que para nosotros importa. El Islam en las condiciones normales, impresiona por el carácter inquebrantable de su convicción y también por la combatividad de su fe; estos dos aspectos complementarios, interior y estático uno y exterior y dinámico el otro, derivan esencialmente de una conciencia del Absoluto, la cual por una parte hace inaccesible a la duda y por otra aparta el error con violencia; el Absoluto — o la conciencia del Absoluto — engendra así en el alma las cualidades de la roca y del rayo, representadas una por la Kaaba, que es el centro, y la otra por la espada de la guerra santa, que señala la periferia. En el plano espiritual, el Islam hace hincapié en el conocimiento, puesto que éste es el que realiza el máximo de unidad, en el sentido de que rompe la ilusión de la pluralidad y va más allá de la dualidad sujeto-objeto; el amor es una forma y un criterio del conocimiento unitivo, o también una etapa hacia él, desde otro punto de vista. En el plano terrenal, el Islam busca el equilibrio y pone cada cosa en su lugar, distinguiendo claramente, por lo demás, entre el individuo y la colectividad, a la vez que tiene en cuenta su solidaridad recíproca. Al-islam es la condición humana equilibrada en función del Absoluto, en el alma así como en la sociedad.
El fundamento de la ascensión espiritual es que Allah es puro Espíritu y que el hombre se Le asemeja fundamentalmente por la inteligencia; el hombre va hacia Allah mediante lo que, en él, es más conforme a Allah, a saber, el intelecto, que es a la vez penetración y contemplación y cuyo contenido «sobrenaturalmente natural» es el Absoluto, que ilumina y libera. El carácter de una vía depende de una determinada definición previa del hombre: si el hombre es pasión — como lo quiere la perspectiva general del Cristianismo — la vía es sufrimiento; si es deseo, la vía es renunciamiento; si es voluntad, la vía es esfuerzo; si es inteligencia, la vía es discernimiento, concentración y contemplación. Pero también podríamos decir: la vía es tal cosa «en la medida en que» — y no «porque» — el hombre posee tal naturaleza; y esto permite comprender por qué la espiritualidad musulmana, aunque se funda en el misterio del conocimiento, no implica menos la renuncia y el amor.
El Profeta dijo: «Allah no ha creado nada más noble que la inteligencia, y Su cólera cae sobre el que la desprecia», y también: «Allah es bello y ama la belleza». Estas dos sentencias son características del Islam: el mundo es para él un vasto libro lleno de «signos» (ayat) o de símbolos — de elementos de belleza — que hablan a nuestro entendimiento y que se dirigen a «los que comprenden». El mundo está hecho de formas, y éstas son como los vestigios de una música celestial congelada; el conocimiento o la santidad disuelve nuestra congelación, libera la melodía interior. Debemos recordar aquí un versículo coránico que habla de las «piedras de las que brotan arroyos» mientras que hay corazones «más duros que las piedras», lo que podemos comparar con «el agua viva» de Cristo y los «ríos de agua viva» que, según el Evangelio, «se escapan de los corazones» de los santos.
Estos «arroyos» o estas «aguas vivas» están más allá de las cristalizaciones formales y separatívas; pertenecen al ámbito de la «verdad esencial» (haqiqa) hacia la que conduce la «vía» (tariqa) — partiendo del «camino común» (sharia) que es la Ley general —, y en este nivel la verdad ya no es un sistema de conceptos — por lo demás intrínsecamente adecuado e indispensable —, sino un «elemento» como el agua o el fuego. Y esto nos permite pasar a otra consideración: si hay religiones diversas — cada una de las cuales habla, por definición, un lenguaje absoluto y por consiguiente exclusivo — es porque la diferencia de las religiones corresponde exactamente, por analogía, a la diferencia de los individuos humanos; en otros términos, si las religiones son verdaderas es porque es Allah quien ha hablado cada vez, y si son diversas es porque Allah ha hablado lenguajes diversos, en conformidad con la diversidad de los receptáculos; por último, si son absolutos y exclusivos es porque en cada una Allah ha dicho: «Yo».
Esta tesis — lo sabemos muy bien, y está, por lo demás, en el orden natural de las cosas — no es aceptable en el plano de las ortodoxias exotéricas, pero lo es en el de la ortodoxia universal, la misma de la que Muhyi-I-Din Ibn Arabi, el gran portavoz de la gnosis en el Islam, dio fe en estos términos: «Mi corazón se ha abierto a todas las formas: es un pasto para las gacelas y un convento de monjes cristianos, un templo de ídolos y la Kaaba del peregrino, las tablas de la Tora y el libro del Corán. Practico la religión del Amor; en cualquier dirección hacia la que sus caravanas avancen, la religión del Amor será mi religión y mi fe» (Tarjuman al-ashwaq).
