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DIMENSIONES DE LA VOCACIÓN HUMANA

La injusticia es una prueba, pero la prueba no es una injusticia. Las injusticias provienen de los hombres, mientras que las pruebas provienen de Dios. Lo que por parte de los hombres es injusticia y, por consiguiente, mal, es prueba y destino por parte de Dios. Se tiene el derecho, o eventualmente el deber, de combatir un determinado mal, pero hay que resignarse ante las pruebas y aceptar el destino; es decir, que es necesario combinar las dos actitudes, puesto que toda injusticia que sufrimos por parte de los hombres es, al mismo tiempo, una prueba que nos envía Dios.

En la dimensión horizontal o terrenal, se puede uno sustraer al mal, combatiéndolo y venciéndolo; en la dimensión vertical o espiritual, por el contrario, se puede uno sustraer, si no a la prueba en sí misma, al menos a su peso, y esto aceptando el mal como voluntad divina, trascendiéndolo interiormente como juego cósmico, como se puede trascender espiritualmente cualquier otra manifestación de Maya. Porque el estrépito del mundo no entra en el Silencio divino, que llevamos en el fondo de nosotros mismos y en el que se extinguen o se reabsorben, al igual que los accidentes en la sustancia, tanto el mundo como el yo.

El hombre tiene el deber de resignarse a la voluntad de Dios, pero por el mismo título tiene derecho a superar espiritualmente el sufrimiento del alma, en la medida en que ello le sea posible; y ello no es posible, precisamente, sin la previa actitud de aceptación y de resignación, la única que libera plenamente la serenidad de la inteligencia y la única que abre el alma al socorro del Cielo.

Es plausible que Dios pueda enviarnos sufrimientos para que captemos mejor el valor de su Gracia liberadora y para que nos esforcemos con tanto mayor fervor en responder a las exigencias de su Misericordia. Cuando el hombre ignora que está ahogándose no se toma el trabajo de pedir socorro; ahora bien, la salvación depende de nuestra llamada y, en definitiva, no hay nada más consolador que ese grito de confianza o de certidumbre.

Es importante no confundir las dos dimensiones de que acabamos de hablar: que Dios nos envíe una prueba no impide que en el plano humano dicha prueba pueda constituir una injusticia; que los hombres nos traten injustamente no impide que ello sea justo por parte de Dios. Es preciso, pues, evitar dos errores: creer que un mal es, en su mismo plano, un bien, porque Dios nos lo envía, o porque Dios lo permite o porque todo viene de Dios; y creer que una prueba, como tal, es un mal porque se presenta en forma de mal y porque sufrimos por su causa. Igualmente, sería falso creer que merecemos directamente una injusticia porque Dios la permite, porque, de ser así, no habría injusticias y los injustos serían justos; y también sería completamente falso imaginarse que no merecemos una prueba porque no hemos hecho nada que lógicamente la haya provocado.

En realidad, la causa de la prueba está inscrita en nuestra misma relatividad, luego en el hecho de que somos seres contingentes o individuos; no hay necesidad de recurrir a la teoría transmigracionista del karma bueno o malo para saber que la contingencia implica fisuras, y ello en la sucesión tanto como en la simultaneidad. La posibilidad cósmica que da lugar a la individualidad es lo que debe ser, tanto en su limitación como en su contenido positivo y en sus posibilidades de trascenderse: finita y pasible en sus contornos, es infinita e impasible en su sustancia, y es por esto por lo que las pruebas llevan consigo la virtualidad de la liberación. Ellas son así las mensajeras de una libertad que, en nuestra realidad inmutable e inmanente, no ha cesado jamás de ser, pero que es oscurecida por las nubes de la contingencia movible, con las cuales el alma inteligente comete en alguna medida el error de identificarse.

Es justo decir que nadie escapa a su destino; pero es conveniente añadir una reserva condicional, a saber, que la fatalidad tiene grados, porque nuestra naturaleza también los tiene. Nuestro destino depende de la capa personal — superior o inferior — en la que nos detenemos o en la que nos encerramos; porque nosotros somos lo que querernos ser y padecemos lo que somos. Cocretamente, esto significa que el destino puede cambiar, si no de estilo, al menos de modo o de intensidad, según el cambio de plano que la ascensión espiritual opere en nosotros (NA: Por ejemplo, un accidente ligero puede reemplazar a un accidente grave; la muerte espiritual puede reemplazar a la muerte física; un pacto iniciático puede intervenir en lugar de un pacto matrimonial o viceversa).

Esto es lo que explica que los musulmanes, que tienen una fuerte consciencia de la predestinación (NA: gadar), puedan sin embargo rogar a Dios en ciertas ocasiones que borre el mal que se halla inscrito en la tabla de sus destinos. De una manera general, no podrían rogar lógica y razonablemente que ello fuese así si no fuera porque en la predestinación hay márgenes, modos o grados de aplicación, en pocas palabras, una especie de vida interna que la Libertad divina exige y que compensa la implacable «cristalinidad» de «lo que está escrito». Esto explica igualmente que los datos astrológicos no sean fijos más que en la medida en que el hombre olvida o rehusa superarse; cosas difíciles de captar por la razón, quizás, pero en modo alguno más misteriosas que la ilimitación del espacio o del tiempo, o que la unicidad empírica de nuestro ego, y otras paradojas de la naturaleza que no tenemos la posibilidad de no admitir.

Superarse: he aquí el gran imperativo de la condición humana; y hay otro que lo anticipa y, al mismo tiempo, lo prolonga: dominarse. El hombre noble es el que se domina; el hombre santo es el que se supera. Aquí aparecen las dos dimensiones — la horizontal y la vertical — a las que hemos hecho alusión al hablar de injusticias y de pruebas: la primera dimensión es la del hombre terrenal o exterior, y la segunda, la del hombre celestial o interior. La obligación de dominarse, y con mayor razón la de superarse, está inscrita en la inteligencia y en la voluntad del hombre, porque esta inteligencia es total, y esta voluntad, libre — total y libre, el alma humana no tiene otra elección positiva que dominarse para poder superarse. Nuestra inteligencia y nuestra voluntad son proporcionadas al Absoluto, de manera que nuestra vocación de hombre se encuentra determinada existencialmente por esta relación; sin esto, el hombre no sería el hombre. La nobleza y la santidad son los imperativos del estado humano.

El hombre debe dominarse porque, al ser centro, es llamado a dominar la periferia; si Dios en el Génesis confiere al hombre el imperio sobre todas las demás criaturas terrenas, esto significa que el hombre, responsable y libre, debe ante todo dominarse a sí mismo, porque también él posee en su alma una periferia y un centro; nadie puede gobernar a otros sin saber gobernarse a sí mismo. El hombre es por definición un cosmos total, aunque reducido, lo que se expresa con el término «microcosmo»; ahora bien, el espíritu debe dominar las potencias pasionales del alma y mantener a raya a los elementos tenebrosos, a fin de que el microcosmo realice la perfección del macrocosmo (NA: O del «Hombre Universal», como dirían los sufíes. El Universo, perfectamente jerarquizado o equilibrado, se encuentra personificado en el Profeta). En el plano de la experiencia corriente, es muy evidente que la razón debe dominar al sentimiento y la imaginación, y que debe obedecer a su vez al Intelecto o a la fe; ésta ejerce la función del Intelecto en el no-metafísico, lo que no significa de ninguna manera que esté ausente en el metafísico; en éste significa la prolongación psíquica o la shakti del conocimiento, y no un simple credo quia absurdum est (NA: Citamos esta frase de Tertuliano en su sentido elemental, pero es susceptible de una interpretación más matizada que la emparenta con el credo ut intelligam de San Anselmo. De hecho, la línea de demarcación entre el discernimiento y la fe es algo complejo y se repite a diferentes niveles).

Pero el dominio de uno mismo depende también de una realidad extrínseca, a saber, del hecho de que el individuo se inserta en una sociedad; siendo la inteligencia humana capaz de trascendencia y por lo mismo de objetividad, el hombre sale del solipsismo animal y se da cuenta de que no es el único en ser «yo mismo»; de ello resulta, normal o vocacionalmente, la virtud de la generosidad, por la cual el hombre prueba que su voluntad es realmente libre. La libertad de la voluntad depende directamente de la totalidad de la inteligencia: siendo ésta capaz de objetividad y de trascendencia, la voluntad es necesariamente capaz de libertad.

Si nuestra inteligencia nos obliga a dominarnos, porque lo superior debe dominar a lo inferior y el espíritu, en nosotros mismos, está amenazado por las pasiones y los vicios, la inteligencia nos obliga a fortiori a superarnos: porque esta inteligencia, tal como la hemos definido, se da forzosamente cuenta de que el hombre no tiene su fin en sí mismo, de que no encuentra por consiguiente su sentido y su plenitud más que en lo que constituye su razón de ser. La trascendencia no es sólo el resultado de un razonamiento humano, sino que, con toda evidencia lo verdadero es lo contrario: si el hombre es capaz de razonar según los datos de la trascendencia y si este razonamiento se impone a su espíritu en la medida en que éste es fiel a su vocación, es porque la trascendencia se encuentra inscrita en la substancia misma de la inteligencia humana; podríamos incluso decir que porque nuestra inteligencia está hecha de trascendencia. Nuestra deiformidad implica que nuestro espíritu esté hecho de absoluto, que nuestra voluntad esté hecha de libertad, y que nuestra alma esté hecha de generosidad; dominarse y superarse es levantar la capa de hielo o de tinieblas que aprisiona la verdadera naturaleza del hombre.

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