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EL ÁRBOL PRIMORDIAL

Esotéricamente, el árbol-símbolo es el centro universal que ofrece los frutos de diversas posibilidades: por su tronco, que es vertical, sugiere la ascensión y, por lo mismo, también el descenso; por sus ramas, hace la función de escala. El árbol, además, protege contra el calor del sol: da sombra y, en este sentido, sugiere el hogar, la seguridad, el descanso, el frescor; la sombra es uno de los beneficios de que gozan los bienaventurados en el Paraíso musulmán (NA: Para los pájaros y las ardillas, el árbol es un domicilio nutricio, al mismo tiempo que una especie de paraíso; este último simbolismo resulta especialmente de los pisos formados por las ramas y de la cúspide que se asoma al infinito. Se ignora el origen del abeto de Navidad — de origen germánico, no se remontaría más allá del siglo XVII — , pero se inspira en todo caso en diversos prototipos — de la Antigüedad indoeuropea — cuya función fue inaugurar las estaciones, por tanto, las fases de un ciclo. El abeto, siempre verde, indica por lo demás la victoria sobre el invierno y, por lo mismo, la inmortalidad). Pero los aspectos más importantes del simbolismo del árbol son sin duda la posición axial y los frutos.

El Génesis nos informa que en el centro del Paraíso terrenal estaba el árbol de la Vida, y que otro árbol era el de la ciencia del Bien y del Mal; los frutos de este segundo árbol estaban prohibidos al hombre. El árbol central es el del conocimiento sintético o unitivo: es ver los accidentes, o las contingencias, en la Substancia o en función de ella. El árbol prohibido es el del conocimiento separativo: es ver los accidentes fuera de la Substancia u olvidándola, como si los accidentes fuesen substancias autónomas, lo que conduce prácticamente a la negación de la Substancia una; éste fue el pecado de la primera pareja humana. Ahora bien, para una perspectiva voluntarista y penitencial, que ve el mal ante todo en la pasión de la carne, es grande la tentación de ver la caída en el acto sexual; en realidad, la causa de la caída no podría estar en una ley positiva de la naturaleza; está únicamente en el hecho de desvincular los bienes naturales de su Fuente divina, de vivirlos fuera de Dios y de atribuirse su gloria y su goce. El pecado de Adán y Eva fue en el fondo menos una acción exterior determinada que el hecho de situarse fuera del Centro divino: de aislar — en el acto de conocimiento o de voluntad — el sujeto y el objeto, por tanto, de separarlos prácticamente, aunque ilusoriamente, de Dios, que, a fin de cuentas, es el único Sujeto y el único Objeto; al hacer esto, la primera pareja humana cometió necesariamente un acto principal de desobediencia (NA: Según la Theologia Germanica, «el pecado no es otra cosa que esto: que la criatura se aparta del Bien inmutable y se vuelve hacia el bien cambiante»; Adán cayó «porque reivindicó algo para sí mismo… Si hubiese comido siete manzanas, sin reivindicar nada para sí mismo, no habría caído». La manzana estaba prohibida precisamente porque ella coincidía para Adán con el deseo de un bien «para mí»; es decir, que el «pecado» cósmico es el principium individuationis).

Las interpretaciones teológicas del árbol prohibido no siempre son concluyentes: así, reconocer que el primer hombre tenía necesariamente el discernimiento moral y luego pretender que el pecado original fue la usurpación — reservada a Dios — de la facultad de decidir lo que está bien y lo que está mal, es, por lo menos, contradictorio. Porque si Adán poseía el discernimiento moral, tenía por lo mismo la facultad de aplicarlo, y la expresión «decidir por sí mismo lo que está bien y lo que está mal» no tiene ningún sentido, a menos que signifique el deseo de ir contra el discernimiento; pero en este caso hay violación de una facultad humana y no usurpación de un privilegio divino. Además, decir que al decidir lo que está bien y lo que está mal el hombre se pone en el lugar de Dios, equivale a insinuar que el bien y el mal resultan de una decisión divina, es decir, de un veredicto cuyas causas podemos ignorar, y no de cualidades o circunstancias objetivas; ésta es una opinión que nos conduce a ciertas exageraciones de la teología asharita. Co toda evidencia, la evaluación moral, ya sea su alcance extrínseco o intrínseco, circunstancial o esencial (NA: Coviene especialmente distinguir entre las reglas de conducta y las virtudes), no tiene nada de arbitraria: está mal, bien lo que por su naturaleza o sobre el plano de su manifestación se opone a Dios (NA: Nada puede oponerse absolutamente a Dios puesto que nada que exista se sale de la Posibilidad divina; la oposición aparente no es, por consiguiente, más que simbólica y transitoria, pero no es menos real en el plano de su relatividad, lo que constituye un ejemplo más de lo que a menudo hemos llamado — paradójica pero inevitablemente — lo «relativamente absoluto»), bien lo que de facto es nocivo para el hombre, prevaleciendo siempre el interés superior sobre el interés inferior. A este propósito, recordemos, aunque la cosa sea evidente, que un bien objetivo puede ser subjetivamente un mal para determinado individuo o para determinado género de hombre, y también a la inversa; por razones de oportunidad, la moral codificada y simplificadora admitirá más fácilmente este segundo punto de vista que el primero, en el sentido de que considerará como un «mal» todo bien moral o socialmente inoportuno.

Pero, ¿qué significa en el Génesis la idea de que el conocimiento del Bien y del Mal es un privilegio de Dios? Esto significa que sólo Dios puede querer todo lo que Él quiere, porque sólo Dios es el Soberano Bien y, por este hecho, Él no puede querer más que el bien (NA: Ashari lo comprendió bien, pero lo expresó mal — y lo llevó al absurdo —, al sostener que una injusticia por parte de Dios, si fuese posible, sería justicia); sólo el absoluto Bien tiene derecho a la absoluta Libertad, sólo Él la posee, lo que equivale a decir que la posee por definición. ¿En qué sentido el pecado de la primera pareja humana fue una usurpación de un privilegio divino? En el sentido de que esta pareja, al comer el fruto prohibido, actuó como si este fruto fuera el Soberano Bien, a quien toda posibilidad le es ontológicamente permitida; es decir, que Adán y Eva atribuyeron a lo relativo los derechos de lo Absoluto. Positivamente, el árbol de la ciencia del Bien y del Mal es la Omniposibilidad en cuanto Libertad divina; negativa o restrictivamente, es esta Posibilidad en cuanto, desplegándose en la Existencia, es decir, hacia lo bajo, si se quiere, se aleja necesariamente de la Fuente divina.

En este último aspecto, el árbol de la distinción del Bien y del Mal indica la Maya «impura», la que desciende, dispersa y, al mismo tiempo, espesa y vuelve pesado; es la Posibilidad cósmica, pero en su aspecto inferior y centrífugo. Del mismo modo, no es una sinrazón que este árbol sea la sede de la serpiente instigadora de la caída: la serpiente representa en efecto, según su simbolismo negativo, el modo luciferino y tenebroso de la tendencia demiúrgica; debía pues encontrarse en el Paraíso primordial a título de virtualidad del mal, puesto que el Edén se sitúa en efecto sobre la vía de la expansión cosmogónica. En cambio, el Jardín celestial se sitúa sobre la vía del retorno y prefigura a su manera la Apocatástasis; la tendencia centrífuga se encuentra aquí por consiguiente neutralizada, es estática y no dinámica; opera las limitaciones existenciales en el seno de la Beatitud, pero no puede romper el marco de ésta. El Paraíso terrenal estaba situado en la dimensión corruptible; el Paraíso celestial, en cambio, está más allá de esta dimensión, es relativo sin ser inestable, vive de la luz incorruptible que ofrece la proximidad de Dios. El Paraíso descendente está como suspendido de la libertad humana, mientras que el Paraíso ascendente está fundado sólo sobre la Gracia divina.

Cuando Dios parece hacer lo que por parte del hombre sería un mal, Él lo compensa por un bien mayor, un poco como la curación compensa el amargor del remedio; esto resulta necesariamente del hecho de que Dios es el absoluto Bien y de que por consiguiente Él contiene en su naturaleza una cualidad compensatoria que excluye el mal como tal. Ahora bien, el hombre, no siendo el Ser necesario, es por definición contingente, y, al ser contingente, no podría beneficiarse de la naturaleza compensatoria que resulta de la Absolutidad o de la Infinitud; el mal que hace el hombre no es una virtualidad de bien, es un mal puro y simple porque el agente humano es fragmento y no totalidad, accidente y no substancia.

Podríamos decir también que el Creador tiene esencialmente derecho — por su naturaleza única e inimitable — a una visión separativa y descendente de las posibilidades, porque esta visión no sale del Sujeto divino; pues Dios es Unidad y Totalidad, todo se encuentra en Él, no puede pues pecar saliendo de sí mismo, como lo hace el hombre, cuya existencia se limita a una individualidad y cuyos actos afectan a otras existencias distintas de la suya propia. El hombre, que debe contemplar a Dios en su corazón, no podría tener derecho a priori a la visión separativa, descendente y creadora, porque esta visión le saca de sí mismo y le separa de Dios; pero una vez adquirida la visión separativa — a través de una paradójica Providencia — el hombre debe subordinar sus obras a la inspiración divina.

El hombre no puede ser libre más que en Dios y por Dios, porque no tiene como Dios su centro en sí mismo, salvo en un sentido relativo y por participación indirecta, sin lo cual no sería hombre. Hay pues un punto en el hombre en el que debe renunciar libremente a su Libertad; siendo deiforme, debe al mismo tiempo reconocer que no es Dios, y debe reconocerlo sobre la base misma de su deiformidad, es decir, en virtud de su inteligencia total, y, por lo mismo, capaz de objetividad.

Esotéricamente hablando, Dios «permite» el mal con vistas a un mayor bien, algo que es indiscutible pero que no resulta suficiente, porque un Dios «omnipotente» podría hacer inútil a priori esta necesidad de permitir el mal, precisamente aboliéndolo. La solución esotérica es de un orden completamente diferente: es decir, desde el punto de vista de la Subjetividad divina, la Voluntad que quiere el mal no es la misma que la que quiere el bien; desde el punto de vista del objeto cósmico, Dios no quiere el mal como mal, lo quiere como elemento constitutivo de un bien, luego como bien. Por otro lado, el mal no es jamás tal por su substancia existencial, por definición querida por Dios; no lo es sino por el accidente cósmico de una privación de bien, querido por Dios a título de elemento indirecto de un bien mayor. Si se nos reprocha introducir en Dios una dualidad lo admitimos sin vacilación — pero no a título de reproche —, como admitimos todas las diferenciaciones en la Divinidad, ya que se trate de los grados hipostáticos, de cualidades o de energías; la existencia misma del politeísmo nos da la razón, haciendo abstracción del aspecto eventual de desviación y de paganización (NA: El politeísmo original considera a la Divinidad a la vez como Atma y en función de Maya; no es pagano más que a partir del momento en que olvida Atma y otorga la absolutidad a la diversidad, por tanto a la relatividad).

En todo caso, es importante distinguir entre la Voluntad divina en relación con la existencia, y la Voluntad divina en relación con el hombre, que es inteligencia y voluntad: desde el primer punto de vista, todo lo que existe u ocurre es querido por Dios; desde el segundo, sólo la verdad y el bien son divinamente queridos.

En lo que concierne a la Omnipotencia, precisaremos una vez más que se extiende a todo cuanto se sitúa en el orden de las contingencias como tales, pero no a lo que procede del juego de los principios enraizados en la naturaleza divina, directamente o por vía de consecuencia; Dios no podría tener el poder de ser otro que lo que es, ni de hacer que lo ontológicamente absurdo sea posible (NA: Resucitar a los muertos o crear la apariencia de un sol que se aproxima y que gira no es ontológicamente absurdo, como lo sería la posibilidad de ser Dios sin «crear el mundo», o de crear el mundo sin «permitir el mal». Quien dice Absoluto, dice irradiación, luego relatividad, y quien dice relatividad, dice alejamiento de lo Absoluto, luego posibilidad del mal).

Amándose entre sí, Adán y Eva amaban a Dios; no podían amar ni conocer fuera de Dios. Después de la caída, se amaban fuera de Dios y para sí mismos y se conocían como fenómenos separados y no como teofanías; este nuevo género de amor fue la concupiscencia, y este nuevo género de conocimiento fue la profanidad. Por una parte, el hombre, a partir de entonces, miró las cosas en su fenomenalidad aislada y bruta y, por otra, se hizo insaciable; se convirtió en homo faber, constructor y productor; sin embargo, obraba todavía bajo la inspiración divina — no existen invenciones primordiales — porque se había reconciliado con Dios, y la invención propiamente dicha estaba reservada a fases ulteriores de la caída (NA: Como la Antigüedad llamada clásica, el Renacimiento, el siglo XIX, etc). El peligro de productividad prometeica o titánica explica, por otra parte, la prohibición de las imágenes entre los semitas monoteístas, de origen nómada, que tienden a mantener al hombre en una especie de improductividad cercana a la simplicidad primordial; los símbolos bíblicos del «pecado creador» son la torre de Babel y el becerro de otro (NA: Desde el punto de vista de los pueblos que practican tradicionalmente las artes plásticas, el Artifex divino se coloca en el sujeto humano; es pues Dios quien opera a través del hombre y quien crea o produce la obra; ésta tendrá una virtud interiorizadora, no exteriorizadora como en el arte propiamente «idólatra» o profano).

«Y vieron que estaban desnudos»: su inteligencia y su voluntad, lo mismo que su manera de sentir, se habían exteriorizado, y por lo mismo su amor se había separado de la esencia divina de las cosas y se había transmutado en concupiscencia; reflejos del divino Sol sobre el agua de la Existencia, se habían tomado a sí mismos por el Sol, olvidándose de que no eran más que reflejos, y tuvieron vergüenza de las consecuencias humillantes de este error. Si en el simbolismo bíblico y coránico las partes sexuales evocan la vergüenza y la humillación, es porque recuerdan al hombre la pasión ciega y deífuga, que es indigna del hombre, porque le arrebata su inteligencia y su voluntad; pero es evidente que esta perspectiva moral no resume toda la verdad y que el simbolismo positivo de la nuditas sacra es mucho más profundo: por una parte, evoca la semidivinidad del hombre primordial y, por otra, entiende llevarnos, desde la accidentalidad, que es diversa y exterior, hacia la substancialidad, que es simple e interior. Por lo demás, la Biblia no reprocha a Adán y Eva su desnudez; levanta acta del hecho de que se dieron cuenta de dicha circunstancia con vergüenza, lo que está en relación con la caída pero no con la desnudez en sí (NA: Según el Islam, el vestido es una revelación divina, lo que coincide con el relato bíblico; «y el vestido del temor de Dios es mejor», añade sin embargo el Corán (NA: Sura El Muro, 26), es decir, que la consciencia de lo Divino protege mejor que el vestido contra la concupiscencia deífuga, idea que evoca el principio de la desnudez sagrada, del que todas las religiones ofrecen, por lo demás, al menos algunos ejemplos).

El árbol de la ciencia del Bien y del Mal representa la Potencia manifestadora o cosmogónica, luego exteriorizadora, con el conocimiento aislador y contrastante que la exteriorización exige; y el árbol de la Vida representa por el contrario la Potencia reintegradora, luego interiorizadora, con el conocimiento participativo o unitivo que la interiorización exige.

Es por esto por lo que los primeros hombres, si hubiesen podido comer el fruto del árbol de la Vida, después de haber comido el del árbol del Bien y del Mal, hubiesen sido elevados a la cima de la jerarquía angélica, por usurpación y no por derecho; simple manera de hablar, porque una tal usurpación, precisamente, era imposible, cosa que el Génesis expresa colocando querubines armados de espadas a la entrada del Paraíso (NA: Estos querubines los llevamos en nosotros mismos, en el fondo del corazón y en la entrada del Paraíso inmanente, y es por esto por lo que la experimentación espiritualista profana no podría dar el menor resultado real y no puede, por el contrario, más que intensificar las tinieblas y la ilusión).

El árbol de la Vida y el de la ciencia del Bien y del Mal podrían muy bien ser el mismo árbol — lo que indicaría su situación central — pero considerado por lados opuestos; esta interpretación nos llevaría al simbolismo de Jano y también a la idea islámica del barzakh, de la «región intermedia» que separa los grados ontológicos y cósmicos (NA: «Será erigido entre ellos un muro (NA: sur = barzakh) que tendrá una puerta; el lado interior contendrá la Misericordia, y en el lado exterior estará el castigo» (NA: Sura El Hierro, 13)). La idea hindú de Maya es análoga en el sentido de que la Relatividad, que a priori es una, implica dos dimensiones, una superior y otra inferior, y contiene además una potencia que es descendente y productora y otra que es ascendente y liberadora (NA: Plotino divide Maya en Nous, Intelecto, y Psyché, alma; ésta, dice, «se evade como un niño desobediente» y se sumerge en la aventura de la materia. Es decir, que el proceso de alejamiento produce, ipso facto, a fin de cuentas un fenómeno de separación (NA: Lucifer) y de inversión (NA: Satán), y esto es, en simbolismo bíblico, la serpiente del Paraíso, que marca la fase final de la trayectoria cosmogónica).

La caída puede interpretarse en diferentes grados: así, no resulta ilegítimo admitir que puede simbolizar la entrada en la materia, es decir, el paso cosmogónico del estado anímico al estado material; se puede admitir igualmente — siempre con reservas evidentes — que la creación de Eva simboliza este paso (NA: En este caso, Adán sería el andrógino primordial, que en efecto no es concebible más que en el estado anímico), o también que la caída representa un estado ulterior y negativo de él. Pero ésta no es la primera intención del Génesis, que comienza exactamente con la creación del mundo material y que a continuación relata — en el segundo capítulo (NA: No hay en la Biblia «capas» divergentes, una «elohísta» y otra «yahvista»; no hay en ella más que una diversidad de punto de vista o de acento, como en toda Escritura sagrada) — la decadencia del hombre, la cual determinó el deterioro de la materia y de todas las especies vivas que se encontraban en este estado.

Se reprocha a Platón haber tenido una idea demasiado negativa de la materia, pero esto es olvidar que a este respecto hay, en el pensamiento de Platón (NA: Por «pensamiento» entendemos aquí, no una elaboración artificial, sino la cristalización mental de un conocimiento real. Mal que les pese a los teólogos antiplatónicos, el platonismo no es verdadero porque es lógico, sino que es lógico porque es verdadero; y en cuanto a los ilogismos eventuales o aparentes de las teologías, se explican no por un pretendido derecho de los misterios al absurdo, sino por el carácter fragmentario de determinados datos dogmáticos y también por la insuficiencia de los medios de pensamiento y de expresión. A propósito de esto, señalemos el alternativismo y el sublimismo propios de la mentalidad semítica, así como la ausencia de la noción crucial de Maya; en el nivel teológico ordinario, por lo menos, reserva que significa que la teología no está estrictamente delimitada), dos movimientos: el primero se refiere a la materia caída y, el segundo, a la materia en sí y como soporte del espíritu. Porque la materia, como la sustancia anímica que la precede, es un reflejo de Maya: implica por consiguiente un aspecto deiforme y ascendente y un aspecto deífugo y descendente; y lo mismo que hubo la caída de Lucifer — pues de lo contrario no habría habido serpiente alguna en el Paraíso terrenal — tuvo lugar también la caída del hombre. Para Platón, la materia — o el mundo sensible — es mala en cuanto se opone al espíritu, y sólo en este aspecto; y se opone efectivamente al espíritu — o al mundo de las Ideas — por su carácter endurecido, comprensivo, pesado al mismo tiempo que tendente a la división, sin olvidar su corruptibilidad en conexión con la vida. Pero la materia es buena bajo el aspecto de la inherencia en ella del mundo de las Ideas: el cosmos, comprendido en él su límite material, es la Manifestación del Soberano Bien, y la materia lo demuestra por su calidad de estabilidad, por la pureza o la nobleza de algunos de sus modos y por su plasticidad simbolista, en una palabra, por su capacidad inviolable de servir de receptáculo a las influencias del Cielo. Reflejo lejano de la Maya universal, la materia es por lo mismo como una prolongación del Trono de Dios, lo que un espiritualismo obsesionado por la maldición de la tierra ha perdido demasiado de vista, al precio de un prodigioso empobrecimiento y de un peligroso desequilibrio; y, sin embargo, esta misma espiritualidad ha tenido consciencia de la santidad a la vez principal y virtual del cuerpo, que es a priori «imagen de Dios» y a posteriori elemento de «gloria». Pero la más amplia refutación de todo maniqueísmo la da el cuerpo del Avatara, el cual es capaz en principio de subir al cielo — «transfigurándose» — sin tener que pasar por este efecto del «fruto prohibido» que es la muerte, y que por su carácter sagrado muestra que la materia es fundamentalmente una proyección del Espíritu (NA: El «Viaje nocturno» (NA: isra, miraj) del Profeta tiene el mismo significado). Como toda substancia contingente, la materia es un modo de irradiación de la Substancia divina, modo parcialmente corruptible en cuanto al nivel existencial, ciertamente, pero inviolable en su esencia (NA: Por lo demás, el relato bíblico de la creación del mundo material implica simbólicamente la descripción de la cosmogonía total, por tanto de todos los mundos, e incluso la de los arquetipos eternos del cosmos; la exégesis tradicional y especialmente la de los cabalistas da testimonio de esto).

De la misma manera que la virtualidad del mal se encontraba en el alma del primer hombre, así la corruptibilidad material existía virtualmente en su cuerpo paradisíaco e incorruptible; este cuerpo no podía corromperse en su estado normal, pero la actualización del mal en el alma hizo salir los cuatro elementos sensibles de su homogeneidad etérea, que era la del cuerpo edénico; esto es lo que enseña la Cábala. Al haber abandonado el alma, en su movimiento deífugo, 1a contemplación del Uno, los cuatro elementos corporales dejaron a su vez, por repercusión, su unidad primordial, la quinta essentia o Éter: se disociaron y se opusieron el uno al otro, para acabar por reunirse en un plano inferior y componer el cuerpo corruptible del hombre caído, incluyendo desde entonces su cuerpo incorruptible como una pura virtualidad. El cuerpo edénico no ha desaparecido, pues, por completo, pero es como un «núcleo de inmortalidad» profundamente oculto bajo su corteza corruptible; nuestro cuerpo actual es corruptible porque está compuesto de los cuatro elementos y porque toda cosa compuesta está, por definición, abocada a la descomposición.

Los cuerpos celestiales son compuestos, pero, al ser inmortales, se «descomponen», no en la muerte, sino en el Apocatástasis; el verbo que empleamos aquí a causa de la analogía es por otra parte impropio, porque de lo que se trata es de una reabsorción positiva y gloriosa en la divina Substancia, y no de una destrucción. Esta Substancia es absolutamente simple, por consiguiente eterna, en un sentido absoluto; la eternidad relativa — si se puede decir — de los mundos paradisíacos desemboca, sin destrucción y por reintegración, en la eternidad divina.

La consecuencia más grave de la caída no es la decadencia de la materia primordial y, por consiguiente, su carácter a la vez contradictorio y corruptible, sino el cierre del «ojo del Corazón» o la pérdida de la Revelación interior, luego de la integridad del Intelecto y de ahí también la pérdida del «estado de gracia» y la corrupción del alma. La Revelación interior y permanente está siempre ahí, porque coincide con nuestro núcleo de inmortalidad, pero se encuentra enterrada bajo una capa de hielo que necesita la intervención de las Revelaciones exteriores; ahora bien, éstas no pueden tener la perfección de lo que podríamos llamar la «Religión innata» o la Philosophia perennis inmanente. Por definición, el esoterismo da cuenta de esta situación; los herejes y los filósofos profanos tienen a menudo consciencia de esto a su manera fragmentaria, evidentemente sin querer comprender que las religiones suministran de hecho las claves indispensables para la Verdad pura y universal. Esto puede parecer paradójico por nuestra parte, pero cada mundo religioso no solamente renueva a su manera el Paraíso perdido, sino que también lleva, de una manera o de otra, los estigmas de la caída, de la que sólo la verdad supraformal está indemne; y esta Verdad interior, repetimos, es inaccesible de facto sin la ayuda de sus manifestaciones exteriores, objetivas y proféticas.

La capa de hielo que aísla la consciencia individual de la santidad inmanente cubre no solamente el río de luz que es la Intelección, sino también, y por lo mismo, el río de Amor o de Beatitud que, también él, es inseparable de nuestra sustancia inmortal. Según la naturaleza de los obstáculos, este hielo debe ser o bien quebrado con violencia o bien fundido con dulzura: se rompe con los medios del Temor y se funde con los del Amor; pero cede también, e incluso a fortiori, bajo el efecto del Conocimiento, el cual disipa la ilusión mediante la consciencia aguda de la naturaleza de las cosas, luego por efecto de la pura objetividad.

La pérdida de la Revelación interior, u ojo del Corazón, indica que el Edén fue perdido como consecuencia de un pecado de exterioridad o de exteriorización, como hemos observado más arriba; porque la pérdida de la Interioridad y de su Paz prueba un movimiento ilegítimo hacia la exterioridad y una caída en la pasión. Eva y Adán cedieron a la tentación de la «curiosidad cósmica», es decir, quisieron saber y gustar fuera de Dios, e independientemente de la Luz interior, las cosas del mundo exterior; en lugar de contentarse con la visión simple, sintética y simbolista de las cosas, se hundieron en una percepción a la vez exploradora y concupiscente, comprometiéndose así en una vía sin fin y sin salida, la cual es por lo demás como el reflejo invertido de la Infinitud interior. Es la vía del exilio, del sufrimiento y de la muerte; todos los errores y todos los pecados traen de nuevo las huellas de la primera transgresión y conducen a esta vía renovada sin cesar. El pecado del espíritu o de la voluntad refleja siempre la primera falta, mientras que la Religión o la Sabiduría refleja y renueva por el contrario el Paraíso perdido, en el seno mismo del mundo de disonancias que surge del fruto prohibido.

Pero el paso de la inocencia primordial al «conocimiento del bien y del mal» y a la experiencia de las posibilidades centrífugas no es presentado siempre como un primer pecado y una caída: según diversas mitologías, en efecto, el hombre fue destinado a priori a este pleno desarrollo de su personalidad que es la entrada en el mundo de la contingencia oposicional y en movimiento; era preciso que fuese testigo, en nombre de Dios, de las vicisitudes de la exterioridad cósmica (NA: Lo que en la Biblia se presenta como una caída, aparece en otras partes como un simple cambio de estado: para los indios Omaha, «los hombres se encontraban originariamente en el agua; abrieron los ojos pero no veían nada… Al salir del agua, vieron la luz… Estaban desnudos sin sentir vergüenza, pero, después de muchos días, decidieron cubrirse…» (NA: Fletcher y La Flesche: The Omaha Tribe, Lincoln, 1972). El agua indica aquí un estado más sutil, al mismo tiempo que un estado de bienaventurada ignorancia en cuanto al despliegue exterior y centrífugo de las posibilidades de Maya).

Desde este punto de vista, la Felix culpa de San Agustín se explica y se justifica, no sólo por el advenimiento de Cristo, sino por la necesidad del pleno desarrollo del ser humano; Cristo y la Virgen — nuevo Adán y nueva Eva — aparecen entonces, menos como una compensación imprevista que como la prueba de esta necesidad paradójica de la posibilidad humana: de esta necesidad de caer para poder llevar la consciencia de lo Divino a los confines de lo que es humanamente posible.

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