EL MANDAMIENTO SUPREMO
«Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es Uno. Y amarás a Yaveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (NA: Deuteronomio, VI, 5). Esta expresión fundamental del monoteísmo sinaítico encierra en sí misma los dos pilares de toda espiritualidad humana, a saber, el discernimiento metafísico, por una parte, y la concentración contemplativa, por otra; o, dicho con otras palabras: la doctrina y el método, o la verdad y la vía. El segundo elemento se presenta bajo tres aspectos: el hombre debe, según cierta interpretación rabínica, primeramente «unirse a Dios» con el corazón; en segundo lugar «contemplar a Dios» con el alma, y, en tercer lugar, «operar en Dios» mediante las manos y el cuerpo (NA: Aquí se pueden distinguir, bien tres vías, o bien tres modos inherentes a toda vía).
El Evangelio da una versión ligeramente modificada de la sentencia sinaítica, en el sentido de que hace explícito un elemento que en la Thora estaba implícito, a saber, el «pensamiento»; este término se encuentra en los tres Evangelios sinópticos, mientras que el elemento «fuerza» no se encuentra más que en las versiones de Marcos y de Lucas (NA: Mc., XII, 30: «…con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con todas tus fuerzas». Lc., X, 27: «…con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu pensamiento»), lo que quizás indica un cierto cambio de acento o de perspectiva en relación con la «Antigua Ley»: el elemento «pensamiento» se separa del elemento «alma» y gana en importancia con respecto al elemento «fuerza», el cual concierne a las obras. Se puede ver en esto algo así como el signo de una tendencia a la interiorización de la actividad. En otros términos: mientras que para la Thora el alma es a la vez activa u operativa y pasiva o contemplativa, el Evangelio parece llamar «alma» al elemento pasivo contemplativo, y «pensamiento» al elemento activo operativo. Podemos suponer que es para marcar la preeminencia de la actividad interior sobre las obras exteriores.
El elemento «fuerza» u «obras» parece pues tener en el Cristianismo un acento distinto que en el Judaísmo; en éste, el «pensamiento» es en cierto modo la concomitancia interior de la observancia exterior, mientras que en el Cristianismo las obras aparecen más bien como la exteriorización, o la confirmación externa, de la actividad del alma. Los judíos niegan la legitimidad y la eficacia de esta interiorización relativa (NA: La interpretación paulina de la circuncisión es un ejemplo patente de esta transposición); inversamente, los cristianos creen de buen grado que la complicación de las prescripciones exteriores (NA: mitsvoth) daña las virtudes interiores (NA: El Hassidisnio probaría lo contrario, si hubiera necesidad de prueba para una cosa tan evidente); en realidad, si es cierto que la «letra» puede matar al «espíritu», no es menos cierto que el sentimentalismo puede matar la «letra», haciendo abstracción de que ningún defecto espiritual es patrimonio exclusivo de una religión. En todo caso, la razón suficiente de una religión es precisamente hacer hincapié en una posibilidad espiritual determinada; ésta será el marco de las posibilidades aparentemente excluidas, en la medida en que estas últimas sean llamadas a realizarse, de suerte que encontramos forzosamente en cada religión elementos que parecen ser los reflejos de otras religiones. Lo que se puede decir es que el Judaísmo representa, en cuanto a su forma-marco, un karma-marga más bien que un bhakti, mientras que la relación es inversa en el Cristianismo; pero el karma, la «acción», implica forzosamente un elemento de bhakti, de «amor», y viceversa.
Estas consideraciones, y las que vendrán a continuación, pueden servir de ilustración al hecho de que las verdades más profundas se encuentran necesariamente ya en las formulaciones fundamentales e iniciales de las religiones. El esoterismo, en efecto, no es una doctrina imprevisible que no se puede descubrir, eventualmente, sino después de minuciosas investigaciones; lo que es misterioso en él es su dimensión de profundidad, sus desarrollos particulares y sus consecuencias prácticas, no sus puntos de partida, que coinciden con los símbolos fundamentales de la religión considerada (NA: Es por esto por lo que es vano preguntarse «dónde está» el esoterismo cristiano y suponer, por ejemplo, que se funda en la Qabbalah y la lengua hebraica. El esoterismo cristiano no puede fundarse más que en el Evangelio y el simbolismo de los dogmas y de los sacramentos — y, por extensión, en el «Antiguo Testamento» traducido, especialmente en los Salmos y el Cantar de los Cantares —, aunque pueda ciertamente anexionarse, «al margen», elementos del esoterismo judío y helénico; lo hace incluso necesariamente, puesto que estos elementos se encuentran a su alcance y corresponden a vocaciones); además, su continuidad no es exclusivamente «horizontal» como la del exoterismo, es asimismo «vertical», es decir, que la maestría esotérica se emparenta con la profecía, sin salir no obstante del marco de la religión-madre.
En el Evangelio, la ley del amor a Dios va inmediatamente seguida por la ley del amor al prójimo, lo cual se encuentra enunciado en la Thora de esta forma: «No odiarás a tu hermano en tu corazón; pero reprenderás a tu prójimo, a fin de no cargarte con un pecado por causa de él. No te vengarás, y no guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy Yaveh» (NA: Levítico, XIX, 17 y 18) (NA: O también: «Tratad al extranjero que habita entre vosotros como al indígena de entre vosotros; ámale como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. Yo Soy Yaveh, vuestro Dios» (NA: Ibid, 34). Empleamos esta forma, «Yaveh», a título convencional, e independientemente de toda consideración lingüística o litúrgica). De los pasajes bíblicos que citamos resulta una triple Ley: en primer lugar, reconocimiento por la inteligencia de la unidad de Dios; en segundo lugar, unión a la vez volitiva y contemplativa con el Dios Uno (NA: Porque — en términos vedánticos — «el mundo es falso, Brahma es verdadero»); y, en tercer lugar, superación de la distinción engañosa y deformadora entre «yo» y el «otro» (NA: Porque «toda cosa es Atma». Por consiguiente: «cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (NA: Mt, XXV, 40). «A Yaveh presta quien da al pobre, Él le dará su recompensa» (NA: Proverbios, XIX, 17)).
El amor al prójimo recibe todo su sentido a través del amor a Dios: es imposible abolir la separación entre el hombre y Dios — en la medida en que puede y debe ser abolida — sin abolir en cierto modo, y teniendo en cuenta todos los aspectos que implica la naturaleza de las cosas, la separación entre el ego y el alter; dicho de otro modo: es imposible realizar la consciencia del Absoluto sin realizar la consciencia de nuestra relatividad. Para comprenderlo bien, basta considerar la naturaleza ilusoria, e ilusionadora de la egoidad: hay, en efecto, algo de profundamente absurdo en admitir que «yo sólo» soy «yo»; esto sólo Dios puede decirlo sin contradicción. Es cierto que estamos condenados a este absurdo, pero no lo estamos más que existencialmente, no moralmente; lo que hace que seamos hombres y no animales es precisamente la consciencia concreta que tenemos del «yo» del prójimo, luego de la relativa falsedad de nuestro propio ego; ahora bien, debemos sacar las consecuencias de esto y corregir espiritualmente lo que nuestra egoidad existencial tiene de desequilibrada y mentirosa. Es en vista de este desequilibrio por lo que se ha dicho: «No juzguéis si no queréis ser juzgados», y también: «Y no ves la viga en tu propio ojo», o también: «Todo lo que queráis que los hombres hagan por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» (NA: Mt, VII, 3 y 12).
Después de haber enunciado el Mandamiento supremo, Cristo añade que el segundo mandamiento «le es semejante», lo que implica que el amor al prójimo está contenido esencialmente en el amor a Dios y que no es real ni admisible más que a través de este último, porque «quien no recoge conmigo, desparrama»; el amor a Dios puede pues eventualmente contradecir el de los hombres, como es el caso de los que deben «odiar al padre y a la madre para seguirme», sin que sin embargo los hombres sean jamás defraudados por una tal opción. No basta amar al prójimo, es preciso amarlo en Dios, y no contra Dios, como lo hacen los moralistas ateos; y para poder amarlo en Dios es preciso amar a Dios.
Lo que permite a las prescripciones divinas ser a la vez simples y absolutas, es que las adaptaciones necesitadas por la naturaleza de las cosas están siempre sobreentendidas, y no pueden no estarlo; así, la caridad no abole las jerarquías naturales: el superior trata al inferior — en el aspecto en que la jerarquía es válida — como él mismo gustaría de ser tratado si fuera el inferior, y no como si el inferior fuera un superior; o aún, la caridad no podría implicar que compartiésemos los errores de otro, ni que otros escapasen a un castigo que nosotros mismos hubiéramos merecido, si hubiésemos compartido sus errores o sus vicios, y así sucesivamente.
En este mismo orden de ideas, podemos hacer notar lo siguiente: es de sobra conocido el prejuicio que quiere que el amor contemplativo se justifique, y se excuse, ante el mundo que lo desprecia, y que el contemplativo se comprometa sin necesidad en actividades que le desvían de su meta; quienes piensan así quieren evidentemente ignorar que la contemplación representa para la sociedad humana una especie de sacrificio que le es saludable y del que tiene estrictamente, incluso, necesidad. El prejuicio que consideramos es análogo al que condena los fastos del arte sagrado, de los santuarios, de las vestiduras sacerdotales, de la liturgia: aquí, una vez más, no se quiere comprender, en primer lugar, que todas las riquezas no pertenecen a los hombres (NA: La noción de pobreza es por otra parte susceptible de muchas fluctuaciones, dado el carácter artificial e indefinido de las necesidades del «civilizado». No hay pueblos «subdesarrollados», sólo los hay superdesarrollados), sino que pertenecen a Dios y ello en interés de todos; en segundo lugar, que los tesoros sagrados son ofrendas o sacrificios debidos a su grandeza, su belleza y su gloria; y, en tercer lugar, que, en una sociedad, lo sagrado debe necesariamente hacerse visible, a fin de crear una presencia o una atmósfera sin la cual lo sagrado se debilita en la conciencia de los hombres. El hecho de que el individuo espiritual pueda eventualmente prescindir de todas las formas está fuera de cuestión, porque la sociedad no es este individuo; y éste tiene necesidad de aquélla para poder brotar, como una planta tiene necesidad de la tierra para vivir. Nada es más vil que la envidia respecto a Dios; la pobreza se deshonra cuando codicia los dorados de los santuarios (NA: Se recordará que, en la Thora, estos dorados son prescritos por el mismo Dios. Y es significativo que ni San Vicente de Paúl, ni el santo Cura de Ars, pese a estar tan ardientemente preocupados por el bien de los pobres, sin olvidar nunca el bien espiritual sin el que el bien material no tiene sentido, pensaron en envidiar a Dios sus riquezas; para el cura de Ars, ningún gasto era demasiado elevado para la belleza de la casa de Dios); ciertamente, siempre hay excepciones a la regla, pero éstas no guardan relación con la reivindicación fría y ruidosa de los utilitaristas iconoclastas.
En la Thora hay un pasaje del que se ha abusado mucho, con la intención de encontrar en él un argumento en favor de una sedicente «vocación de la tierra» y una consagración del materialismo devorador de nuestro siglo: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (NA: Génesis, 1, 28) (NA: La exégesis rabínica explica sin duda el sentido de esta enunciación, pero no es este aspecto el que nos importa aquí). Ahora bien, esta orden no hace más que definir la naturaleza humana en sus relaciones con el ambiente terrestre, o, dicho de otro modo, define los derechos que resultan de nuestra naturaleza; Dios dice al hombre: «Tú harás tal cosa», como diría al fuego que ardiera y al agua que corriese; toda función natural procede forzosamente de una Orden divina. Por esta forma imperativa de la Palabra divina, el hombre sabe que, si él domina sobre la tierra, no es de manera abusiva, sino según la Voluntad del Altísimo y, por consiguiente, según la lógica de las cosas; pero esta Palabra no significa en absoluto que el hombre deba abusar de sus capacidades dedicándose exclusivamente a la explotación desmesurada y avasalladora, y finalmente destructora, de los recursos terrestres. Porque aquí, como en otros casos, es preciso comprender las palabras en el contexto de las otras palabras que las completan necesariamente, es decir, que el pasaje citado no es inteligible más que a la luz del Mandamiento supremo: «Amarás a Yaveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.» Sin esta clave, el pasaje sobre la fecundidad podría ser interpretado como prohibición del celibato y exclusión de toda preocupación contemplativa; pero el Mandamiento supremo muestra precisamente cuáles son los límites de este pasaje, cuál es su fundamento necesario y su sentido total: muestra que el derecho o el deber de dominar sobre el mundo depende de lo que es el hombre en sí mismo.
El equilibrio del mundo y de las criaturas depende del equilibrio entre el hombre y Dios, luego de nuestro conocimiento, y de nuestra voluntad, con respecto al Absoluto. Antes de preguntar lo que debe hacer el hombre, hay que saber lo que es.
Hemos visto que el Mandamiento supremo implica tres dimensiones, si puede decirse así; a saber: en primer lugar, la afirmación de la Unidad divina, que es la dimensión intelectual; en segundo lugar, la exigencia del amor a Dios, que es la dimensión volitiva o afectiva; y en tercer lugar la exigencia del amor al prójimo, que es la dimensión activa y social; este tercer modo es indirecto, se ejerce hacia afuera, aunque tenga necesariamente sus raíces en el alma, en las virtudes y en la contemplación.
Por lo que respecta a la primera dimensión, que constituye la enunciación fundamental del Judaísmo (NA: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es Uno») prefigurada en el testimonio ontológico de la zarza ardiente (NA: «Y dijo Dios a Moisés: Yo soy El que soy» (NA: Éxodo, III, 14)) — , implica dos aspectos, uno que concierne a la intelección y otro que concierne a la fe; en cuanto a la segunda dimensión, recordaremos que implica los tres aspectos, «unión», «contemplación» y «operación», refiriéndose el primero al corazón, el segundo al alma o a lo mental, o a las virtudes o al pensamiento, y el tercero al cuerpo. La tercera dimensión, finalmente, el amor al prójimo, depende de la generosidad que necesariamente engendran el conocimiento y el amor a Dios; es pues, a la vez, condición y consecuencia.
Después de haber enunciado los dos Mandamientos — amor incondicional y «vertical» a Dios y amor condicional y «horizontal» al prójimo (NA: El Decálogo contiene y desarrolla estos dos Mandamientos cruciales) — . Cristo añade: «De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas» (NA: Mt, XII, 40). Es decir, que los dos Mandamientos, por una parte, constituyen la Religio perennis — la Religión primordial (NA: Decimos «Religión primordial», y no «Tradición», porque el primero de estos términos tiene la ventaja de expresar una realidad intrínseca (NA: religere = «religar» lo terrenal a lo celestial), y no simplemente extrínseca como el segundo (NA: tradere = «entregar» elementos escriturarios, rituales y legales). Por lo demás, se está en el derecho de preguntarse si cabría hablar de «tradición» en una época en que el conocimiento espiritual fue innato o espontáneo, o aún, si la necesidad de una «tradición», es decir, de una transmisión exterior, no entraña ipso facto la necesidad de una pluralidad de formulaciones), eterna y de facto subyacente (NA: «Yaveh me poseía (NA: la Sabiduría) en el principio de sus caminos, antes de sus obras antiguas. Desde la eternidad yo fui ungida; desde los orígenes, antes que la tierra fuese» (NA: Proverbios, VIII, 22 y 23)), y por otra, se encuentran, por vía de consecuencia, en todas las manifestaciones de esta Religio o de esta Lex, a saber, en las religiones que rigen la humanidad; hay aquí, pues, una enseñanza que enuncia a la vez la unidad de la Verdad y la diversidad de sus formas, a la vez que define la naturaleza de esta Verdad mediante los dos Mandamientos de Amor.
