EL PAPEL DE LAS APARIENCIAS
Para el exoterismo, las apariencias tienen poca importancia, a menos que la Revelación o la Tradición se ocupen de ellas en un cierto grado; para el esoterismo, por el contrario, las apariencias tienen toda la importancia que resulta de su naturaleza, por una parte, y de la del hombre por otra. Porque una apariencia absurda es un error, y muchos errores se habrían evitado en la historia si no se hubiese creado un marco de apariencias que los favorecía y que los hacía aparecer como verdades o al menos como pecados muy veniales. Ciertamente, es el espíritu el que cuenta y no las formas, cuando se plantea la alternativa; ahora bien, en las condiciones normales, esa alternativa se plantea rara vez y, de todas maneras, la primacía del espíritu no exige la falsedad de las formas, por decir lo menos.
La virtud perfecta engloba todo cuanto está a nuestro alcance, como la verdad total engloba todo lo que es.
Cuando se multiplica 3 por 4, el producto es 12; no es ni 11 ni 13, sino que expresa exactamente las potencias conjugadas del multiplicando y el multiplicador. De la misma manera — metafóricamente hablando —, cuando se multiplica la religión cristiana por la humanidad occidental el producto es la edad media; no es ni la época de las invasiones bárbaras ni la del Renacimiento. Cuando un organismo ha alcanzado su máximo de crecimiento es lo que debe ser; no debe pararse ni en el estado infantil ni continuar creciendo. La norma no está en la hipertrofia, está en el límite exacto del desarrolló normal. Lo mismo acontece con las civilizaciones.
Si comparamos a San Luis con Luis XIV, podemos evidentemente limitarnos a decir que representan épocas diferentes, lo que es una perogrullada o un error; es una perogrullada recalcar que cada hombre vive en su época, y es un error declarar que la diferencia entre ambos reyes de Francia, o, más precisamente, entre los mundos en los que viven y que ellos encarnan, no es más que una diferencia de tiempos. La diferencia real es que San Luis representa el Cristianismo occidental en el pleno desarrollo de sus posibilidades normales y normativas, mientras que Luis XIV representa otra cosa, a saber, ese sucedáneo de la religión, o de la cristiandad, que es la sedicente «Civilización»; el Cristianismo se encuentra todavía incluido en ésta, «ciertamente, pero el acento está en otra parte, en un humanismo titánico y mundano, y extrañamente hostil a la naturaleza, según el ejemplo romano.
Las formas exteriores son criterios a este respecto. Es o bien falso o bien insuficiente pretender que San Luis llevaba el traje de su época y que Luis XIV hizo otro tanto, mutatis mutandis; la verdad es que San Luis llevaba el traje de un rey cristiano occidental, mientras que Luis XIV llevaba el de un monarca ya más «civilizado» que cristiano, refiriéndose con toda evidencia el primer epíteto al «civilizacionismo» y no a la civilización en el sentido general de la palabra. La apariencia de San Luis es la de una idea llevada al término de su maduración; indica, no una fase, sino una cosa acabada, una cosa que es enteramente lo que debe ser (NA: La apariencia de un Clodoveo o de un Carlomagno podía ser la de un germano perfecto o la de un monarca perfecto, pero no podía resumir la Cristiandad occidental en una época en la que los elementos constitutivos de ésta todavía no se habían combinado ni interpretado). La apariencia de un rey del Renacimiento y de la época siguiente es la de una fase, no la de una cosa; y aún no es de una fase de lo que deberíamos hablar aquí, sino de un episodio extravagante. Mientras que no nos cuesta ningún esfuerzo tomar en serio la apariencia, no solamente de un Luis IX, sino también la de un faraón, un emperador de la China o un jefe de los pieles rojas, nos resulta imposible sustraernos a la impresión de ridículo que se desprende de los célebres retratos de ciertos reyes. Esos retratos o, más bien, esas poses y esas vestimentas ridículas que dichos retratos fijan sin humor ni piedad, son considerados como la combinación de todas las sublimidades imaginables, e inconciliables en una sola fórmula, pues no se puede tener, todo a la vez; no se puede acumular el esplendor hierático y casi incorpóreo de un emperador cristiano con el esplendor desnudo y paradisíaco de un héroe antiguo.
San Luis, o cualquier otro príncipe cristiano de su época, podría figurar entre los reyes y las reinas — en forma de columnas — de la catedral de Chartres; los reyes más tardíos y más marcados por una mundanalidad invasora serían impensables como estatuas sagradas (NA: Las estatuas-columnas de Chartres tienen el valor de un criterio de ortodoxia formal por la misma razón que un iconostasio: la exhibición de individualismo y de profanidad no podría encontrar sitio entre ellas). Esto no equivale a decir que todos los príncipes de la edad media fueron individualmente mejores que los del Renacimiento o los de las épocas siguientes, pero ésta no es evidentemente la cuestión; aquí se trata únicamente del porte y del traje como manifestaciones adecuadas de una norma a la vez religiosa y étnica, luego de un ideal que alía lo divino y lo humano. El rey, como el pontífice, no es solamente un funcionario, es también, por su misma posición central, un objeto de contemplación, en el sentido del término sánscrito darshan: beneficiarse del darshan de un santo es penetrarse de los imponderables de su apariencia cuando no del simbolismo de su vestimenta pontificial, llegado el caso. San Luis es uno de los soberanos que encarnan espiritualmente el ideal que los soberanos representan por decirlo así litúrgicamente, mientras que la mayoría de los otros príncipes medievales representan este ideal al menos de la segunda manera, lo que, repetimos, está lejos de no tener importancia desde el punto de vista de la inteligibilidad concreta de la función real, con sobreentendidos a la vez terrenales y celestiales.
Cuando se comparan los diferentes trajes europeos a través de los siglos, se siente uno impresionado por la mundanización que interviene hacia el final de la edad media y uno se asombra de que hombres creyentes, considerados como temerosos de Dios, hayan podido dejarse engañar hasta tal punto por su vanidad, por su suficiencia, por su falta de sentido crítico y de la imaginación espiritual o de dignidad sin más. El vestido femenino, sea principesco o sea simplemente corriente, conserva su sobria belleza hasta alrededor del final del siglo XIV, luego se hace complicado, pretencioso, extravagante — con ciertas excepciones intermitentes, a menudo demasiado suntuosas por lo demás — para desembocar, en el siglo XVIII, en un colmo inhumano de ampulosidad y de perversión; luego se vuelve, después de la Revolución, a la antigua sencillez, pero para sumergirse en seguida en nuevos excesos, cuyo espíritu más o menos democrático no impide la complicación y lo grotesco, en resumen, una pretensión mundana desprovista de todo candor. Por lo que se refiere a la vestimenta masculina, ésta marca también una caída casi súbita en el siglo XV: pierde su carácter religioso y su sobria dignidad para convertirse en algo o bien amanerado — «cortesano», si se quiere — pero en todo caso impregnado de narcisismo, o bien simplemente caprichoso, de manera que los hombres, si no parecen coquetos, hacen pensar en bufones; todo esto se explica en parte por la escisión irrealista e inhábil entre un mundo religioso y un mundo laico que no se integró nunca normalmente en la religión, y de ahí el Renacimiento por una parte y la Reforma por otra. El carácter específicamente mundano de la vestimenta masculina se acusa aún más con posterioridad y da lugar, a través de la Historia y al igual que la vestimenta femenina, a una desequilibrada danza entre excesos contrarios, para desembocar en esta especie de nada bárbara que prevalece en nuestra época (NA: Lo que decimos de la vestimenta vale igualmente para el arreglo de los interiores, especialmente el mobiliario. Resulta apenas creíble que los mismos hombres que confeccionaron esas maravillas de sobria majestad que son los muebles góticos y nórdicos pudieran haber creado y soportado esos horrores lacados y dorados que son los muebles principescos y burgueses del siglo XVIII; que la noble y robusta gravedad de las obras de la edad media hubiera podido ceder el terreno al miserable preciosismo de las obras más tardías; en resumen, que la utilidad y la dignidad pudieran ser reemplazadas por un lujo vacuo, charlatán y fanfarrón).
Dicho esto, somos los primeros en saber que los criterios visuales no significan nada para «el hombre de nuestro tiempo», que es sin embargo un visual tanto por curiosidad como por incapacidad de pensar, o por falta de imaginación y también por pasividad; es decir, que es un visual de hecho y no de derecho. El mundo moderno, comprometido sin esperanza en la pendiente de una fealdad sin remedio ha abolido furiosamente tanto la noción de belleza como la criteriología de las formas; esto constituye para nosotros una razón más para utilizar este argumento, que es como el polo complementario exterior de la de la ortodoxia metafísica, porque, como hemos recordado en otro lugar, «los extremos se tocan». Por nuestra parte, no se trata de reducir las formas culturales, o las formas en sentido estricto, objetivamente al azar y subjetivamente a los gustos; lo bello es la irradiación de lo verdadero, es una realidad objetiva que podemos comprender o no comprender (NA: Lo que hay de admirable en la Iglesia ortodoxa es que todas sus formas, desde los iconostasios hasta las vestimentas de los popes, sugieren inmediatamente el ambiente de Cristo y los Apóstoles, mientras que en la Iglesia católica postgótica, si se puede decir así, demasiadas formas expresan o llevan la impronta del ambiguo civilizacionismo, es decir, de esa especie de pseudorreligión paralela que es la «civilización» sin epíteto; la presencia de Cristo se hace entonces abstracta en gran medida. El argumento de que «sólo el espíritu importa» es «angelismo hipócrita», pues no es por azar por lo que un sacerdote cristiano no lleva la toga de un bonzo siamés ni el paño de un asceta hindú, Sin duda «el hábito no hace al monje»; pero lo expresa, lo manifiesta, lo impone).
Cabe preguntarse qué habría sido de la Cristiandad latina si el Renacimiento no la hubiera apuñalado. Sin duda, habría corrido la misma suerte que las civilizaciones orientales: se habría dormido en sus laureles, corrompiéndose parcialmente y permaneciendo parcialmente intacta. Habría producido, no «reformadores» en el sentido convencional de la palabra — lo que no tiene el menor interés —, sino «renovadores» en la forma de algunos grandes sabios y algunos grandes santos. Por lo demás, el envejecimiento de las civilizaciones es un fenómeno humano y censurarlo en exceso equivale a censurar al hombre como tal.
Como quiera que sea, nos gustaría hacer notar aquí que el desequilibrio crónico que caracteriza a la humanidad occidental tiene dos causas principales: el antagonismo entre el paganismo ario y el Cristianismo semítico, por una parte, y el que existe entre la racionalidad latina y la imaginatividad germánica, por otra (NA: Desde el punto de vista del valor espiritual, es la contemplación la que decide, ya se combine con la razón o con la imaginación o con cualquier género de sensibilidad). La iglesia latina, con su idealismo sentimental e irrealista ha creado una escisión bien inútil entre el mundo de los clérigos y el de los laicos, de ahí el perpetuo malestar de éstos respecto a aquéllos; ella, por otra parte, ha impuesto a los germanos, sin tener en cuenta sus necesidades ni sus gustos, demasiadas soluciones específicamente latinas, olvidando que para que un marco religioso y cultural sea eficaz debe adaptarse a las exigencias mentales de aquellos a quienes se impone. Y como en los europeos los dones creadores aventajan a los dones contemplativos — el papel del Cristianismo hubiera sido el de restablecer el equilibrio, acentuando la contemplación y canalizando la creatividad —, el Occidente se distingue por «quemar lo que ha adorado»; por eso la historia de la civilización occidental está hecha de traiciones culturales difícilmente comprensibles — uno se asombra de tanta incomprensión, tanta ingratitud y ceguera — y estas traiciones se presentan evidentemente de forma más visible en sus manifestaciones formas, es decir, en el ambiente humano que, en condiciones normales, debería sugerir una especie de Paraíso terrenal o de Jerusalén celestial, con todo su simbolismo beatífico y con toda su estabilidad.
El Renacimiento, en su apogeo, reemplaza la felicidad por el orgullo; el barroco reacciona contra este orgullo o esta abrumadora frialdad mediante una falsa felicidad, cortada de sus raíces divinas y llena de jactancia a la vez atormentada y delirante. La reacción contra esta reacción fue un clasicismo pagano que desembocó en la fealdad burguesa, informe y mediocre del siglo XIX; esto no tiene nada que ver con el pueblo concreto ni con un artesanado popular todavía auténtico, que queda más o menos al margen de la historia y testimonia una salud rústica muy alejada de toda afectación civilizacionista (NA: El arte popular a menudo transmite, por otra parte, símbolos primordiales, especialmente solares, que se encuentran entre los pueblos más alejados entre sí, y esto bajo formas a veces idénticas hasta en los detalles).
Sin duda, el mundo moderno representa una posibilidad de desequilibrio y de desviación que no podía dejar de manifestarse en su momento; pero la ineluctabilidad metafísica de un fenómeno no debe impedirnos reconocer lo que es en sí mismo, ni autorizarnos a tomarlo por lo que no es, puesto que la verdad es por definición constructiva de una manera directa o indirecta. Incluso la verdad aparentemente más ineficaz, a falta de poder cambiar el mundo, nos ayudará siempre de alguna manera a seguir siendo, o a llegar a ser, lo que debemos ser ante Dios.
