EL VERDADERO REMEDIO
Según la convicción unánime de la antigua cristiandad y de todas las demás humanidades tradicionales, la causa del sufrimiento en el mundo es la decadencia del hombre y no una simple falta de consciencia y organización. Ningún progreso ni ninguna tiranía acabará jamás con el sufrimiento; sólo la santidad de todos lo conseguiría en una cierta medida, si de hecho fuera posible realizarla, transformando de esta manera el mundo en una comunidad de contemplativos y en un nuevo Paraíso terrenal. Sin duda, no es cosa de decir que el hombre no deba, conforme a su naturaleza y al simple buen sentido, intentar vencer los males que se presentan en su vida; para esto, no tiene necesidad de ninguna prescripción divina ni humana. Pero intentar establecer en un país un relativo bienestar con las miras puestas en Dios es una cosa, e intentar realizar la felicidad perfecta en la tierra, y sin tener en cuenta a Dios, es otra muy distinta; este segundo intento está abocado al fracaso desde un principio, precisamente porque la eliminación duradera de nuestras miserias depende de nuestra conformidad con la naturaleza divina o de nuestra fijación en el «reino de Dios que está dentro de vosotros». Mientras los hombres no realicen la «interioridad» santificadora, la abolición de las pruebas terrenas no sólo es imposible, sino que ni siquiera es deseable; porque el pecador — el hombre «exteriorizado» — tiene necesidad de sufrimiento para expiar sus faltas y para sustraerse al pecado, o para escapar a la «exterioridad» de la que el pecado deriva (NA: Es de esta idea de la que dimana la obligación, en la mayoría de las poblaciones arcaicas, de ser guerrero, es decir, de arriesgar continuamente la vida en los campos de batalla; la misma perspectiva se encuentra en las castas guerreras de todos los grandes pueblos. Sin las virtudes heroicas, se piensa, el hombre decae y la sociedad entera degenera. El único hombre que escapa a esta coacción es eventualmente el santo, lo que equivale a decir que si todos los hombres fuesen contemplativos, la dura ley del heroísmo colectivo no sería necesaria). Desde el punto de vista espiritual, que es el único que tiene en cuenta la verdadera causa de nuestras calamidades, el mal es, por definición, no lo que hace sufrir, sino lo que, incluso con un máximo de comodidad o de atractivo, o de «justicia» si se quiere, frustra los fines últimos de un máximum de almas.
Todo el problema se reduce en suma al siguiente núcleo de cuestiones: ¿por qué eliminar efectos si la causa permanece y continúa produciendo indefinidamente efectos semejantes? Y con mayor razón: ¿por qué eliminar los efectos del mal en detrimento de la eliminación de la causa misma?; y, finalmente, ¿por qué eliminarlos, reemplazando la causa por otra todavía más perniciosa, a saber, el odio al Soberano Bien y la pasión por las cosas efímeras? En una palabra: si se combaten las calamidades de este mundo fuera de la verdad total y del bien último, se dará lugar a calamidades incomparablemente más grandes, comenzando precisamente por la negación de esta verdad y la confiscación de este Bien; quienes pretenden liberar al hombre de una «frustración» secular son quienes, de hecho, le imponen la más radical y la más irreparable de las frustraciones.
Ciertamente, en la naturaleza del hombre está intentar mejorar el mundo, pero esto es preciso hacerlo de una manera plenamente humana y por consiguiente divina. «Quien no recoge conmigo, desparrama», Estas palabras, como muchas otras, parecen haberse convertido en letra muerta; y, sin embargo, «la Iglesia debe escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio», nos enseña una encíclica. Entretanto, es matemáticamente lo contrario lo que se hace.
«Buscad primero el reino de Dios y su justicia, que el resto os será dado por añadidura»: esta sentencia es la clave misma del problema de nuestra condición terrena, como asimismo lo es esta otra: «El reino de Dios está dentro de vosotros.»
A la cuestión «qué es el pecado», se puede responder en principio que este término se refiere a dos dimensiones o a dos planos: el primero de estos planos exige «obedecer los mandamientos», y el segundo, según las palabras de Cristo al joven rico, exige «seguirme», es decir, establecerse en la «dimensión interior» y realizar así la dimensión contemplativa; el ejemplo de María prevalece sobre el de Marta. El sufrimiento en el mundo es debido, no solamente al pecado en el sentido elemental de la palabra, sino también y sobre todo al pecado de «exterioridad», el cual engendra por otra parte, fatalmente, todos los otros; un mundo perfecto sería, no solamente el de unos hombres que se abstendrían de cometer pecados de acción y de omisión, como hacía el joven rico, sino ante todo el de unos hombres que viviesen «hacia el Interior» y firmemente establecidos en el conocimiento — y por consiguiente en el amor — de ese invisible que lo trasciende todo y que lo engloba todo. Hay tres grados que observar: el primero es la abstención del pecado-acto, como el asesinato, el robo, la mentira, la omisión del deber sagrado; el segundo es la abstención del pecado-vicio, como el orgullo, la pasión, la avaricia; el tercero es la abstención del pecado-estado, es decir, de esa «exterioridad» que es a la vez dispersión y endurecimiento y que engendra todos los vicios y todas las transgresiones. La ausencia de este pecado-estado no es otra cosa que el «amor a Dios» o la «interioridad», cualquiera que sea su modo espiritual; sólo esta interioridad sería capaz de regenerar el mundo, y es por esto por lo que se dice que el mundo se hubiese derrumbado desde hace largo tiempo sin la presencia de los santos, sea ésta visible u oculta.
El pecado-vicio y, con mayor razón, el — pecado-estado constituyen el pecado intrínseco; estos dos grados se encuentran en el orgullo, noción-símbolo que resume todo cuanto aprisiona al alma en la exterioridad y la mantiene lejos de la Vida divina. Por lo que respecta al primer grado — la transgresión —, no hay pecado caracterizado más que en función de la intención, luego de la oposición real a una Ley revelada; de hecho, puede ocurrir que un acto prohibido se convierta en permitido en ciertas circunstancias, porque siempre está permitido mentir a un ladrón o matar en legítima defensa; pero fuera de tales circunstancias el acto ilegal va unido siempre al pecado intrínseco, se integra en el pecado-vicio y por lo mismo en el pecado-estado, que no es otro que el «endurecimiento del corazón» o el estado de «paganismo», según el lenguaje bíblico.
No hay alianza posible entre el principio del bien y el pecado organizado; es decir, que las potencias del mundo, que son forzosamente potencias pecadoras, organizan el pecado con el fin de abolir los efectos del pecado. Al parecer, la nueva «pastoral» busca precisamente hablar el «lenguaje» del «mundo», el cual se ha convertido en una entidad honorable sin que se pueda discernir la menor razón para esta promoción inesperada; ahora bien, querer hablar el «lenguaje» del «mundo», o el de «nuestro tiempo» — todavía un argumento que no es más que ruido y que se abstiene cuidadosamente de probar nada — es hacer hablar a la verdad el lenguaje del error y a la virtud el lenguaje del vicio (NA: «En cualquier ciudad donde entréis y no os recibieren, salid a las plazas y decid: Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos pegó a los pies nos lo sacudimos, pero sabed que el reino de Dios está cerca. Yo os digo que aquel día Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad» (NA: Lc., X, 10-12). Este pasaje, lo mismo que aquel que prohibe «echar perlas a los puercos», muestra bien que hay límites para todo, incluso para la «pastoral»).
Coprender la religión es aceptarla sin ponerle condiciones impertinentes; ponerle condiciones es evidentemente no comprenderla y hacerla subjetivamente ineficaz; la ausencia de regateo forma parte de la integridad de la fe. Poner condiciones — ya sea en el plano del «bienestar» individual o social, o en el de la liturgia, que se querría tan sin relieve y tan trivial como fuese posible — es ignorar fundamentalmente lo que es la religión, lo que es Dios y lo que es el hombre; es reducir de entrada la religión a un telón de fondo neutro e inoperante que ella no puede ser de ninguna manera, y es desposeerla por adelantado de todos sus derechos y de toda su razón de ser. El humanitarismo profano, con el que intenta confundirse cada vez más la religión oficial, es incompatible con la verdad total y, por consiguiente, también con la verdadera caridad, por la simple razón de que el bienestar material del hombre terrenal no es todo el bienestar y no coincide, de hecho, con el interés global de la persona humana inmortal. La norma es un bienestar sobrio — no artificialmente inflado — cuyos peligros espirituales compensa el hombre mediante una ascesis interior; todas las civilizaciones tradicionales en su estado normal tienden a realizar tanto este bienestar de base, que es un favor contingente, como esta ascesis, que es una exigencia incondicional (NA: Las civilizaciones orientales, en su decadencia cíclica, más o menos han desfigurado o corrompido los principios; la civilización occidental moderna los niega, lo que equivale a matar al paciente para hacer cesar la enfermedad; el kali-yuga está en todas partes); la verdadera felicidad — o el bienestar integral — no puede venir más que de este equilibrio, aparte toda cuestión de destino y de disposición subjetiva (NA: Y puesto que hablamos de la colectividad, no hablamos de los santos).
«Buscad primero el reino de Dios…» Recordar esto continuamente debería ser el primer deber de los hombres de religión, y si hay una verdad que conviene particularmente a «nuestro tiempo» es ésta, más que ninguna otra.
El verdadero remedio, decíamos, es buscar primeramente el reino de Dios; ahora bien, el hombre está hecho de una manera que esta verdad puede dar lugar en ciertos casos a conflictos de funciones, deberes o vocaciones; de esto da cuenta una curiosa paradoja de la Divina Coedia, que resulta lo suficientemente instructiva como para que merezca la pena que nos detengamos un poco en ella. Es verdad que no forma parte de nuestras costumbres el entrar en los detalles de los fenómenos históricos o personales, pero creemos poder permitirnos aquí esta excepción, puesto que suministra un ejemplo concreto del juego del tejido propio de la Providencia.
Una de las contradicciones aparentes o reales de la Divina Coedia es el hecho de que Dante sitúe en el infierno a un santo, a saber, al papa Celestino V, al cual el poeta le reprocha haber abdicado y haber traicionado de esta forma su cargo. He aquí la historia, bien conocida pero forzosamente perdida de vista por muchos: estando la sede apostólica vacante durante más de dos años — después de la muerte de Nicolás IV, hacia fines del siglo XXII — los cardenales eligieron al eremita Pier Angelerio de Murrhone en los Abruzzos, santo anciano que había fundado la orden de los Celestinos (NA: Rama de los benedictinos extendida sobre todo en el siglo XIV; posee todavía monasterios en Italia); la razón de esta inesperada elección fue que el eremita les había amenazado con el infierno si tardaban en elegir un papa. Desde su elección el santo varón — que tomó el nombre de Celestino V — fue retenido casi como prisionero en Nápoles por el rey Carlos II y el clan de los Colonna, protagonistas de la reforma moral y política de la Cristiandad. El nuevo papa procedió pronto al nombramiento de algunos cardenales de la misma tendencia, lo que era la única cosa hacedera, pero que suscitó las vivas protestas del partido adverso, los «mundanos», representados sobre todo por el clan Caëtani; y fue un cardenal de esta familia quien conjuró al papa para que abdicara a su favor, y quien, convertido en papa a su vez — bajo el nombre de Bonifacio VIII — mantuvo a su predecesor prisionero en Roma. Celestino murió después de dos años de cautividad.
En un primer pasaje del Inferno en que se refiere a Celestino V, Dante «ve y reconoce» en el primer círculo del infierno, reservado a los pecados por omisión, «la sombra del que la gran renuncia hizo por cobardía» (NA: III, 58-60). En un segundo pasaje del Inferno, es Bonifacio VIII quien habla de las «dos llaves que a mi predecesor no fueron caras» (NA: XXVII, 103-105); en un tercer pasaje, se reprocha al mismo Bonifacio VIII «haber despojado mediante fraude (NA: a Celestino V) de la Bella Dama (NA: la Iglesia), para, a continuación, abusar de ella» (NA: XIX, 55-57). La actitud de Dante respecto a Celestino V parece excesiva, pero hay que tener en cuenta los siguientes factores: en principio, la canonización del papa eremita llevada a cabo bajo el pontificado de Clemente V, tuvo lugar después de la terminación del Inferno según parece; pero, a continuación, Dante evita nombrar a Celestino V, de manera que se ha podido proponer la tesis de que, en el primer pasaje citado se trata, no de este papa, sino de Esaú o de Diocleciano, ambos más o menos traidores a su cargo (NA: Reproche evidente para el hermano de Jacob, pero no para el emperador romano); en fin, sólo este primer pasaje sitúa al papa en el infierno — admitiendo que se trata verdaderamente de él —, mientras que en los otros dos pasajes a quien coloca allí es a Bonifacio VIII, y las alusiones a Celestino V — indiscutibles en estas ocasiones — no implican que este último resultara también condenado.
Como quiera que sea, si Dante no vaciló en hacer las insinuaciones que acabamos de citar, esto se explica por consideraciones a la vez espirituales y políticas en desfavor de Bonifacio VIII, y también, desde otro punto de vista, por el carácter altivo y combativo del poeta (NA: Cabe asombrarse de que Dante no haya sentido escrúpulos en colocar en el infierno a contemporáneos, o a grandes hombres controvertidos del pasado, ni en describir las penas infernales de una manera singularmente detallada; que él no temiera, pues, comprometer su responsabilidad en coagulaciones imaginativas forzosamente conjeturales y temerarias. Hay aquí sin duda un rasgo del espíritu europeo, muy lleno de inventiva pero poco sensible a los riesgos sutiles de la magia de las palabras y de las imágenes; pero se puede pensar también que Dante se haya sentido tanto más libre de imaginar un infierno demasiado concreto y sentencias demasiado perentorias, cuanto que su intención era compensar las tinieblas del Inferno mediante las luces liberadoras del Paradiso, lo que parece por lo demás indicar el franqueamiento del río Leteo hacia el final del Purgatorio, al ser la significación quintaesencial de este simbolismo la reabsorción de las accidentalidades en la Substancia pura); ahora bien, la elección de Bonifacio no fue posible sino por la abdicación de Celestino, acto inaudito en la historia del papado. Se ha reprochado al papa eremita haber caído sin resistencia bajo la influencia de los Colonna, reproche en modo alguno concluyente, pues los Colonna estaban de parte de los spirituali, odiaban — como el papa — la mundanalidad ambiciosa e insaciable del clero; Celestino V no tenía ningún motivo, por decir lo menos, para oponerse a tendencias justas — y conformes a sus propios sentimientos — por la simple razón de que sus cuasi-carceleros se adherían a ellas.
Celestino V habría podido realizar en principio sus proyectos de renovación de la Iglesia, pero se topó muy pronto con dificultades insospechadas, y ampliamente inimaginables para un hombre puro como él; es el haber desperdiciado esta ocasión, y el haberla desperdiciado en favor de un representante por excelencia de la tendencia mundana, lo que Dante no le pudo perdonar (NA: Otro santo papa que nos sorprende encontrar en el Inferno (NA: XI, 6-1.1 es Anastasio II, acusado de haber caído en la herejía bajo la influencia de Fotino, vicario de Tesalónica; en realidad, este papa — deseoso de entenderse con Costantinopla — no había hecho más que recibir a Fotino con benevolencia, pero este incidente favoreció la ulterior confusión entre Anastasio II y el emperador Anastasio, partidario, éste, de la herejía monofisita. Dado este malentendido, el caso de este papa del siglo V no plantea el mismo problema que el del papa eremita contemporáneo de Dante).
Dicho esto, nos queda por dilucidar por qué Celestino V, hombre virtuoso si los ha habido, eludió lo que Dante consideraba como un deber imperativo; estas razones no podían interesar al águila de Florencia, o, al menos, se le escaparon en el momento en que escribía el Inferno; pero ellas explican y excusan la actividad del santo pontífice, que a priori no fue apenas un hombre de este bajo mundo. Queremos decir con esto que fue un contemplativo nato; un contemplativo no por conversión, sino por naturaleza, y esto es lo que se llama, en el lenguaje de la gnosis, un «pneumático», es decir, un ser aspirado, de una manera «sobrenaturalmente natural», por el Cielo. El nombre de Colestinus elegido por el nuevo papa, y dado a la orden monástica que él había fundado, indica por otra parte este sentido. Ahora bien, el pneumático vive del recuerdo de un paraíso perdido; no busca más que una cosa, el retorno a su origen, y, al tener él mismo una naturaleza casi angélica, ignora en una gran medida la naturaleza media de los hombres. Al no poder saber por adelantado que la media de los hombres se compone de fieras, Celestino V les creía — con santa ingenuidad — semejantes a él, o incluso mejores que él; ignoraba hasta qué punto las pasiones, las ambiciones y otras ilusiones dominan las inteligencias y las voluntades, y hasta qué punto los hombres son capaces de hipocresía, lo que prueba por lo demás su culpabilidad. Tuvo que ser papa para darse cuenta de ello.
Un compañero del joven Santo Tomás de Aquino dijo a éste, en presencia de otros jóvenes monjes, que mirase por la ventana para ver a un buey que volaba, lo que hizo el santo, sin ver nada, por supuesto. Todo el mundo se echó a reír, pero Santo Tomás, imperturbable, hizo esta observación: «Un buey que vuela es algo menos asombroso que un monje que miente.» No hay motivo para reprochar a las almas puras una cierta credulidad, que en realidad les hace honor, tanto más cuanto que su humildad les inclina a sobreestimar a los otros, en la medida en que la evidencia contraria no se impone de entrada.
Pier Angelerio aceptó la tiara porque creyó que ésta era la voluntad de Dios; pero lo que la providencia quería para él era una experiencia espiritual y no el pontificado; experiencia que habría de ser al mismo tiempo, para los otros, una lección de incorruptibilidad, y no un ejemplo de debilidad o de cobardía. Dios quiso mostrar por otra parte que hay vocaciones que se excluyen — a menos de dones muy raros, propios sobre todo de los profetas —, y ninguna vocación le es más agradable que la de la contemplación, la cual comprende todas las otras de una manera potencial. Por lo demás, Celestino V hubiese sido un papa ideal en el ambiente normal que deseaba Dante, es decir, bajo la protección de un emperador poderoso y plenamente consciente de su cargo, y, por consiguiente, en ausencia de los enredos políticos en medio de los cuales se debatían los pontífices romanos; es sin duda en esta perspectiva normal en la que el eremita de los Abruzzos aceptó la tiara, y es a causa de esta misma perspectiva por lo que el poeta de Florencia no le perdonó el haber renunciado a ella. Todo el problema está aquí en la definición del «deber»: la vocación imprescriptible del puro contemplativo — del «pneumático» cuya ascensión espiritual resulta de su substancia misma y no de una elección o de una conversión como es el caso del «psíquico» (NA: El «pneumático» puede encarnar una actitud bien de conocimiento, o bien de amor, aunque la primera manifiesta más directamente su naturaleza esencial; no es forzosamente un gran sabio, pero sí es forzosamente un hombre puro y casi angélico. Por lo demás, los términos gnósticos son susceptibles de matices diversos, independientemente de las especulaciones valentinianas) — esta vocación contemplativa puede evidentemente armonizarse con una actividad en el mundo, pero en muchos casos — por razones diversas — no es así de hecho. En todo caso, es por los deberes que le son propios por lo que el contemplativo cumple plenamente con el amor a Dios, y por esto mismo con el amor a los hombres, puesto que éste está contenido en aquél.
Dante intentaba reemplazar la mundanalidad ilegítima de los papas por la laicidad legítima de los emperadores; laicidad muy relativa y de una cierta manera sacerdotal a su vez. Ahora bien, Celestino V fue el tipo exacto del papa espiritual; no es un pontífice de un género quien habría favorecido la revolución humanista y mundana que dio lugar al Renacimiento, inaugurando así la autodestrucción de la Cristiandad. Ni que decir tiene que Dante no podía saber lo que sería la revolución cultural de los Médicis y de los Borgia, pero discernía su principio, veía las consecuencias lejanas en las causas próximas. El estado de urgencia, pensaba, no permite consideraciones de vocación personal, ni siquiera en el caso de un santo como Celestino V.
Lo que Dante preveía, sus contemporáneos lo ignoraban o lo querían ignorar: los incorregibles pendencieros de la edad media se imaginaban que podían estar matándose entre sí y saqueándose mutuamente de manera indefinida en nombre de Dios, de los ángeles y de los santos; no presentían que esta misma contradicción, si sobrepasaba ciertos límites, terminaría por poner fin a su supremacía y a su régimen y, al mismo tiempo, a la Cristiandad de Occidente. Se ha calificado a Dante de «soñador» porque su plan del imperio no se realizó; en este caso, todo hombre que aconseja la sabiduría o la prudencia es retrospectivamente un soñador sí no es obedecido, y como ningún sabio es nunca obedecido a la perfección, todo sabio sería un soñador. Si la norma es un sueño, es un honor soñar.
No había, ni podía haber, entre Dante y Celestino V ninguna divergencia objetiva respecto al verdadero remedio para los males de este mundo; pero había una divergencia subjetiva de temperamento y de vocación, en el sentido de que Dante, conociendo perfectamente los derechos de la pura contemplación, creía no poder conceder al santo papa el beneficio de estos derechos, y ello por razones de «deber de estado». Como quiera que sea, para poder mantener el mundo en equilibrio, o para poder incluso mejorarlo en tal o cual sector, no basta con que haya hombres capaces de tomar medidas eficaces de acuerdo con los principios espirituales; es preciso también que haya santos que, semejantes al «motor inmóvil» aristotélico, no realicen más que «la única cosa necesaria», por consiguiente lo que constituye la razón de ser de toda ciudad humana. La savia de lo «útil» humano es lo «inútil» divino; esta idea evoca todo el misterio del sacrificio, y ante todo el de lo sagrado en sí mismo; de lo sagrado que determina todas las medidas y, al mismo tiempo, escapa a todas ellas.
