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LA FUNCIÓN DE LAS RELIQUIAS

Está en la naturaleza del hombre — puesto que éste combina lo exterior con lo interior — hacer uso de soportes sensibles con vistas al progreso de su espíritu o al equilibrio de su alma. Estos soportes son, o bien artísticos, por tanto simbolistas y estéticos, o bien teúrgicos; en este último caso, su función es la de comunicar fuerzas benéficas, protectoras y santificantes; ambos géneros pueden, por otra parte, combinarse. Nos proponemos hablar aquí de la segunda categoría, o, más precisamente, de un caso particular, el de las reliquias, cuya función pertenece en efecto a la teúrgia, indirectamente al menos. Y decimos teúrgia, y no magia, dado que las fuerzas que actúan en este caso tienen su razón de ser y su fuente esencial en la Gracia divina y no en el arte humano (NA: En la cima de esta categoría fenomenológica se sitúa el orden sacramental, cuya naturaleza es sin embargo tal que, desde un punto de vista más riguroso, forma una categoría aparte). Para tratar este tema, puede bastar con responder a dos objeciones, una referida a la autenticidad de las reliquias y la otra, a su eficacia.

Recordemos primeramente que en el origen del culto a las reliquias están los cuerpos de los santos, luego partes o fragmentos de estos cuerpos, después objetos que los han tocado y más tarde objetos que han tocado estos primeros objetos; esta última categoría no tiene evidentemente ningún límite, pues se puede tocar indefinidamente, con trozos de tela, las reliquias «de fuerza mayor», como la Santa Túnica conservada en Tréveris. Lo que importa retener en todo caso es que el culto de las reliquias, lejos de no ser más que un abuso más o menos tardío como se imaginan la mayoría de los protestantes, se remonta a la época de las catacumbas y representa un elemento esencial en la economía devocional y carismática del Cristianismo.

En el origen de las reliquias hay dos ideas, una teológica y oficial y la otra más popular, al menos a posteriori y de facto.

Teológicamente, el culto de las reliquias, como el de las imágenes, se funda en el respeto debido a los santos en cuanto miembros gloriosos de Cristo, y en la idea de que, venerando a los santos a través de sus reliquias, se inspira uno en su amor a Dios o se ama a Dios a través de ellos; popularmente, este culto se funda simplemente en el poder bienhechor y eventualmente milagroso inherente a los cuerpos de los bienaventurados y que se comunica más o menos necesariamente — según la importancia del santo — a los objetos que han estado en contacto con estos cuerpos. Decimos «popularmente» para mayor simplicidad, y pese a que este término no da cuenta más que de una situación de hecho; en realidad, la idea de una presencia milagrosa en las reliquias ha sido enseñada por san Cirilo de Jerusalén y por otros Padres de la Iglesia, mientras que la tesis de la función moralizadora de las reliquias — también presente desde la antigüedad — ha sido sostenida sobre todo por los escolásticos.

En una reliquia hay que distinguir tres fuerzas diferentes: la primera es la influencia benéfica inherente al objeto mismo; la segunda es una energía psíquica sobreañadida, que proviene de los devotos y que resulta de un culto intenso y prolongado; la tercera es la ayuda que el santo concede eventualmente, a partir del Cielo, independientemente de los dos factores precedentes, pero en combinación con ellos, si hay razón para ello. La presencia de una fuerza teúrgica es más cierta cuando se trata de restos corporales, tales como los huesos o la sangre, pero no es menos probable en el caso de objetos que han pertenecido a los santos personajes; en el caso de personas casi divinas, como Cristo y la Virgen, la inherencia de una potencia teúrgica en el menor objeto que las haya tocado es completamente evidente. Esta potencia no actúa sin embargo a ciegas: su manifestación positiva o negativa — según los casos — depende de la naturaleza del individuo a quien beneficia o que la sufre, y también de toda clase de circunstancias tanto subjetivas como objetivas.

Un caso muy particular de reliquias es el de los objetos celestiales descendidos a la tierra, como la piedra negra de la Kaaba y el pilar de Zaragoza; cabría preguntarse si en estos casos el uso del término reliquia, que quiere decir «resto», está justificado, pero, bien considerado, hay que admitir que este término tiene de facto un significado muy amplio que permite aplicarlo a todo objeto sensible portador de una presencia celestial. Según la tradición, el pilar fue transportado a Zaragoza por los ángeles; la Virgen Santísima, viva todavía en la tierra en ese momento, vino con ellos y se posó sobre el pilar; luego se volvió a marchar con los ángeles, después de haber dado órdenes al apóstol Santiago (NA: El pilar fue tocado por María, como la piedra negra fue tocada por Abraham; en este sentido, el término de «reliquia» se justifica plenamente, dada la cualidad «avatárica» de los santos personajes). El pilar, de origen celestial, descendió a la materia terrestre; sufrió, pues, en el camino, una especie de «transubstanciación» — lo mismo cabe decir respecto a la piedra negra de la Meca — como, inversamente, los cuerpos terrestres ascendidos al Cielo, los de Jesús y María, por ejemplo, sufrieron una «transubstanciación» ascendente. Al decir esto, tenemos consciencia del hecho de que la ciencia moderna tiene como punto de partida la negación de las dimensiones cósmicas suprasensibles y extraespaciales — mientras que incluso la magia más ordinaria no se explica más que por una de estas dimensiones —, pero no podemos dar cuenta aquí de la doctrina de los grados cósmicos, que hemos explicado en otras ocasiones (NA: Ver nuestro libro Logique el Transcendance, capítulo «Le symbolisme du sablier», y también: Forme et substance dans les religions, capitulo «Les cinq Présences divines» (NA: N. T.: De próxima publicación en esta Coección)); es, pues, con toda evidencia imposible hablar del significado de las reliquias sin presuponer un conocimiento suficiente de esta doctrina, o al menos la noción fundamental de los niveles de la Existencia universal.

El culto a las reliquias se encuentra, bajo diversas formas, en todas las religiones. Los estupas búdicos no son otra cosa que grandes relicarios. Incluso el Islam, pese a ser tan poco inclinado a este tipo de culto, no puede prescindir de él por completo, y ello por la sencilla razón de que el Profeta y, después de él, los santos, han dejado tras de sí objetos que es imposible dejar de venerar (NA: Algunos objetos que pertenecieron al Profeta sea conservan en Estambul en el antiguo palacio de los sultanes; no podrían dar lugar, dentro del clima islámico a un culto organizado, pero los musulmanes los contemplan, sin embargo, con veneración, murmurando eventualmente la calat ala-Nabi, quizá también haciendo alguna petición). Lo que, dentro del Islam, se corresponde más directamente con el culto a las reliquias es la veneración de la tumba del Profeta en Medina y de las tumbas de los santos, comenzando por los grandes Copañeros; la mayoría de estas tumbas son al mismo tiempo mezquitas, a veces renombradas por los milagros que en ellas ocurren (NA: Esto nos hace pensar en la casa de la Santísima Virgen en Efeso, donde los católicos celebran la misa, mientras que los musulmanes oran en la habitación adyacente; los diversos ex-votos muestran que la Virgen concede milagros tanto a los unos como a los otros), a semejanza de las iglesias cristianas edificadas, desde los primeros siglos, sobre las tumbas de los mártires. La misma idea de una combinación entre el cuerpo de un santo y un santuario se vuelve a encontrar en la costumbre cristiana de encajar una reliquia en los altares; todo altar es en principio un mausoleo.

En lo que precede ya se ha dado respuesta a la objeción contra la eficacia de las reliquias; nos queda por examinar la objeción contra su autenticidad. A esta dificultad, responderemos antes que nada que la garantía de autenticidad está en el principio mismo del culto a las reliquias, pues si no, este culto, que de hecho es universal, no existiría en ninguna parte; a continuación destacaremos que el carácter canónico, luego tradicional, de este culto constituye una garantía de su autenticidad y de su legitimidad, a los ojos de quienquiera que sepa lo que es una religión. Hay en efecto en la economía carismática de toda religión intrínsecamente ortodoxa una fuerza protectora que vela por la integridad de los diversos elementos del culto, aunque sean secundarios, y esta fuerza depende de la presencia del Espíritu Santo; no deja pues de guardar relación con el misterio de la infalibilidad.

Estos datos de principio no nos impiden admitir que en la Edad Media, cuando la necesidad de poseer reliquias era prácticamente insaciable, gente poco escrupulosa o poco equilibrada se puso a falsificarlas; pero, aparte que las víctimas del fraude eran particulares y no los responsables de los santuarios, este abuso no autoriza lógicamente a poner en duda la autenticidad de las reliquias canónicamente reconocidas. Cabe, sin embargo, preguntarse si entre estas últimas no se encuentra nunca un espécimen inauténtico, introducido por error, si no por fraude; porque a pesar de la garantía que resulta de la naturaleza de las cosas y a pesar de las precauciones administrativas (NA: Desde la Edad Media, los «piadosos fraudes» obligaron a la Iglesia a establecer reglas para la salvaguarda del culto de las reliquias: la identidad y la integridad de las reliquias debían ser certificadas por una escritura oficial provista de un sello, es decir, debían ser reconocidas por el obispo y aprobadas por el papa. Añadamos que, en la edad media, la Iglesia hubo de actuar con severidad contra los abusos supersticiosos e incluso contra prácticas sacrílegas de intención mágica), siempre son posibles los errores a título excepcional, por razones casi metafísicas que no es cosa de discutir aquí. En este caso, la gracia inherente a la religión intervendrá de otra manera: respondiendo al fervor de un culto por una reliquia falsa, el santo invocado se hará presente en ella (NA: Según una opinión que ha circulado por el Maghreb y sin duda también por otras regiones musulmanas, hay santos cuya función es tomar a su cargo las plegarias hechas sobre una tumba falsa o sobre una tumba vacía — u otros errores de este género —, lo que expresa a su manera la evidencia de que las plegarias combinadas con un falso soporte, pero legítimo en cuanto a su forma y a su significado, no resultan invalidadas por el error material), exactamente como un santo puede hacerse presente voluntariamente en una imagen pintada o esculpida, que tampoco se remonta a la personalidad terrenal del santo (NA: Lo mismo cabe decir respecto a las medallas milagrosas, por ejemplo, que no son reliquias de la Santísima Virgen, sino objetos ejecutados bajo sus órdenes y cargadas en seguida de su poder bienhechor. Y otro tanto para las aguas milagrosas).

Las imágenes milagrosas de la Santísima Virgen son tales, no porque María las haya tocado físicamente, sino porque ha consentido en poner su gracia en ellas; lo mismo se podría decir, mutatis mutandis, de determinados santos tardíamente degradados por un escrúpulo de arqueología, suponiendo que este escrúpulo esté justificado (NA: Se podía dejar «dormir tranquila» a una santa Filomena, desde el momento en que había manifestado su personalidad por los milagros de Ars; y es una tautología añadir que lo había hecho con la aquiescencia del Cielo, sin preocuparse del nihil obstat de la «ciencia exacta»). Hay casos en los que resulta conveniente poner la cuestión de la historicidad entre paréntesis, por cuanto no siempre es posible — por decir lo menos — probar la no historicidad de personas o acontecimientos situados en la noche de un pasado inaccesible; además, es un prejuicio irrealista no tener en cuenta más que documentos escritos y desdeñar las tradiciones orales, y hasta olvidar su existencia o su posibilidad. Cuando se trata de antiguos cultos históricamente mal establecidos, pero sólidamente enraizados, luego eficaces, es preciso «dejar hacer» al Espíritu Santo o a la barakah, como dirían los musulmanes, y no ceder a la tentación — demasiado a menudo inspirada por un complejo de inferioridad — de querer poner los puntos sobre las íes; hay que tener el sentido del mensaje concreto de los fenómenos sagrados y tener confianza en la potencia paraclética y carismática que anima el cuerpo de la religión y de la que hemos hablado más arriba (NA: Una cierta falta de «sentido de la barakah», curiosamente característica del mundo latino, se manifiesta igualmente en el plano de las formas sensibles, que deberían ser las del arte sagrado. Aquí pensamos, no solamente en las incalificables fechorías del estilo barroco, sino también en los arreglos pedantes y pesados de ciertos lugares santos, en que a menudo domina una chatarra grosera e ingrata que no puede dejar de perturbar la efusión de las influencias celestiales. Si hay dos cosas incompatibles, son sin ningún género de dudas la «civilización» y el Paraíso). Todo esto es tanto más plausible cuanto que el Cielo gusta, junto a sus claridades, de una cierta indeterminación o de una cierta asimetría, algo de lo que dan testimonio muchos elementos en las religiones y, ante todo, en las propias Escrituras.

Coviene recordar a los iconoclastas de toda índole que más vale amar a Dios a través de un santo que no amarle en absoluto; o también: que es mejor acordarse de este amor gracias a un santo, su reliquia o su imagen, que desdeñar estos soportes olvidándose de amar a Dios. Esto es lo que perdieron de vista los reformadores, que rechazaron reliquias e imágenes sin poderlas reemplazar por ningún valor equivalente — y sin siquiera sospechar que había algo que reemplazar —, puesto que, al rechazar los soportes, rechazaron al mismo tiempo la santidad. Coa muy distinta es el caso de los musulmanes, que admiten de entrada la santidad y veneran, por vía de consecuencia, las tumbas de los santos. Los musulmanes son, por lo demás, «aniconistas» más que «iconoclastas» — un poco como los budistas son «no teístas» y no «ateos» — y la prueba primordial de esto es que el Profeta, cuando la toma de la Meca, protegió con sus manos una imagen de la Virgen y el Niño, que se encontraba en el interior de la Kaaba; dicho con otras palabras, el Islam no combate heréticamente las imágenes tradicionales preexistentes — los groseros ídolos de los beduinos no tenían nada de sagrado —, simplemente excluye a priori la producción de imágenes a fin de permitir un cierto modo de consciencia de lo Trascendente, modo que por su intención de omnipresencia y esencialidad exige precisamente la ausencia de soportes visibles.

Lo que en el Islam corresponde a la iconoclasia occidental es el wahhabismo destructor de los mausoleos, en los que ve manifestaciones de idolatría (NA: Los iconoclastas de toda laya declaran de buena gana, y a veces no sin demagogia, que si se destruyen las imágenes, las reliquias, los mausoleos, el pueblo pondrá a Dios en el lugar de estos «ídolos»; pero olvidan una cosa: que el pueblo no lo hará. Sin duda, el pueblo prescindirá de estos soportes cuando la abstracción esté en la base misma de la religión, pero no cuando le sea impuesta); no está permitido, sin embargo, una comparación con el protestantismo, puesto que el wahhabismo, que es un hanbalismo extremo, mantiene todos los elementos esenciales del dogma y el culto. También resulta profundamente significativo que la iconoclasia wahhabita se haya detenido ante la tumba del Profeta en Medina, suprema reliquia en el universo musulmán, la cual resume para el Islam el misterio de la presencia terrestre de la humanidad celestial.

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