LA TRIPLE NATURALEZA DEL HOMBRE
La inteligencia humana es esencialmente objetiva; por consiguiente, total: es capaz de juicio desinteresado, de razonamiento, de meditación asimiladora y deificante, con ayuda de la gracia. Este carácter de objetividad pertenece igualmente a la voluntad — es este carácter el que la hace humana — y es por esto por lo que nuestra voluntad es libre, es decir, capaz de superación, de sacrificio, de ascesis; nuestro querer no se inspira sólo en nuestros deseos, se inspira fundamentalmente en la verdad, y ésta es independiente de nuestros intereses inmediatos. Lo mismo puede decirse de nuestra alma, nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de amar: como humana, es por definición objetiva, luego desinteresada en su esencia o en su perfección primordial e inocente; es capaz de bondad, de generosidad, de compasión. Esto quiere decir que es capaz de encontrar su felicidad en la de los otros y en detrimento de sus propias satisfacciones; asimismo, es capaz de encontrar su felicidad más allá de sí misma, en su personalidad celestial que no es todavía completamente la suya. Es de esta naturaleza específica, hecha de totalidad y de objetividad, de la que derivan la vocación del hombre, sus derechos y deberes.
Decir que la prerrogativa del estado humano es la capacidad de ser objetivo, equivale a reconocer que el contenido quintaesencial y la última razón de ser de esta capacidad es el Absoluto: porque la inteligencia es objetiva en la medida en que registra, no solamente lo que es, sino también todo lo que es. Una inteligencia que rehusa el Absoluto no da cuenta de lo Real total al que está proporcionada; no es ya humana, y al no poder ser animal puesto que de hecho pertenece al hombre, no tiene otra alternativa que ser satánica. En cuanto a la voluntad, es objetiva en la medida en que apunta, no solamente a un fin realizable y útil o a un bien real, sino también y ante todo al Soberano Bien y en la medida en que afronta las cosas en su conexión próxima o remota con este Bien. Y el alma es objetiva en la medida en que ama lo que es digno de ser amado, y cuya esencia trascendente es la divina Belleza y el divino Amor.
El sujeto humano pone sus miras necesariamente en lo contingente porque él mismo es contingente, y en la medida en que lo es; y aspira al Absoluto porque participa en el Absoluto, por su capacidad de objetividad, precisamente, y porque esta capacidad le revela que al Absoluto pertenece toda realidad positiva, y, por tanto, todo lo que consideramos un bien.
Co toda evidencia, la objetividad no es otra cosa que la verdad en la que el sujeto y el objeto coinciden en la medida de lo posible, y en la cual lo esencial prevalece sobre lo accidental — o lo necesario sobre lo contingente —, sea extinguiéndolo de alguna manera, sea por el contrario reintegrándolo, según los diversos aspectos ontológicos de la relatividad misma.
Se ha dicho que el hombre es un animal racional, lo que, aún siendo insuficiente y malsonante, no es por ello menos sugerente, de una manera elíptica, de una realidad cierta: en efecto, la facultad racional indica la trascendencia del hombre con relación al animal. El hombre es racional porque posee el Intelecto, que por definición es capaz de absoluto y por consiguiente de sentido de lo relativo como tal; y posee el Intelecto porque está hecho «a imagen de Dios», cosa que demuestra por otra parte — y apenas habría necesidad de recordarlo — por su forma física, por el don del lenguaje y por la capacidad de producir y de construir. El hombre es una teofanía, tanto por su forma como por sus facultades; negar esto es una manera indirecta de negar a Dios. Sin apertura hacia la trascendencia, la inteligencia humana sería un lujo tan inexplicable como inútil.
El alma ama la belleza y así se obliga a la virtud, al ser ésta la belleza y la felicidad del alma; la belleza, y el amor a la belleza, otorgan al alma la felicidad a la que aspira por naturaleza. El alma ama la belleza, desea la felicidad, y ejerce la bondad; decir que el alma no es fundamentalmente feliz más que por la belleza equivale a decir que no es feliz más que en la virtud.
Las bellezas sensibles se sitúan fuera del alma y su encuentro con ella es más o menos accidental: si el alma quiere ser feliz de una manera incondicional y permanente debe llevar la belleza en sí misma; ahora bien, esta belleza interior no es otra que la consciencia de la Fuente de toda armonía; es el sentido de lo sagrado y es la fe, el «sí» del alma al encuentro con Dios. Y es de aquí de donde brotan las virtudes, que comunican la belleza del alma, y más fundamentalmente la del Soberano Bien.
La virtud es ese mensaje de belleza que es la bondad. Ahora bien, la bondad se diferencia extrínsecamente según las situaciones: ocurre que debe hacerse adamantina o, por el contrario, fulgurante, al contacto de lo que se opone a ella; pero es siempre la bondad la que se reviste de estos velos. El bien combate al mal, no dejando de ser bien, sino porque es el bien.
La virtud es dejar libre paso, en el alma, a la belleza de Dios.
Sat, Chit, Ananda: Ser, Cosciencia, Felicidad. Ser, luego Potencia; Cosciencia, luego Sabiduría; Felicidad, luego Belleza. A este ternario divino corresponde, en el microcosmo humano, el ternario voluntad, inteligencia, sentimiento; o actividad, conocimiento, amor.
A esta doctrina de las tres dimensiones humanas se le podría dar una formulación muy simple e inmediatamente plausible: el bien que el hombre es capaz de conocer debe igualmente quererlo en la medida en que este bien puede ser objeto de la voluntad; y debe además amarlo, y al mismo tiempo amar el conocimiento de este bien y la voluntad hacia este bien; así como debe querer y amar los reflejos terrestres y contingentes de este bien según lo que exige o permite su naturaleza. No es posible consagrarse al conocimiento sin amarlo y sin desearlo, como tampoco se puede amar una cosa sin conocerla y sin amar su realización; y no se puede amar sin conocer un objeto y sin quererlo amar. Esta interdependencia muestra que el alma inmortal es una y que sus modos tienen un solo y mismo significado, el de manifestar a Dios realizándolo.
No hay conocimiento de Dios sin conocimiento de los datos escatológicos; no hay voluntad hacia Dios sin voluntad hacia los bienes que acercan a Dios y contra los males que alejan de Él; y no hay amor a Dios sin amor al prójimo y sin amor a lo que da testimonio de Dios y a lo que acerca a Él, en nosotros mismos y a nuestro alrededor.
El hombre puede conocer, querer, amar; y querer es actuar. Coocemos a Dios distinguiéndolo de lo que no es Él y reconociéndolo en lo que da testimonio de Él; deseamos a Dios cumpliendo lo que conduce a Él y absteniéndonos de lo que aleja de Él; y amamos a Dios amando conocerle y quererle, y amando lo que da testimonio de Él, alrededor de nosotros y en nosotros mismos.
A estos tres elementos corresponden respectivamente la comprensión, que es intelectiva, la concentración, que es volitiva, y la conformidad, que es afectiva; ahora bien, este último elemento tiene de particular el que por una parte se liga a la voluntad y a la inteligencia ampliándolas de alguna manera (NA: Así, los sentimientos de certeza y serenidad, por ejemplo, amplifican las operaciones intelectuales, como lo hacen los sentimientos de decisión, de satisfacción o de apaciguamiento en las operaciones volitivas), y, por otra, cuando lo consideramos en sí mismo, se inspira en estas dos facultades gemelas. De esta situación resulta que el tercer elemento, que llamamos conformidad, amor o sentimiento, implica dos polos: la fe, que se refiere a la inteligencia y al conocimiento, y la virtud, que se refiere a la voluntad y a la práctica; sin embargo, ninguno de estos dos elementos se reduce ni a la inteligencia ni a la voluntad, dado precisamente que ambos, tanto la virtud como la fe, tienen por sustancia nuestra alma y no tal o cual facultad particular.
En cierto sentido, la virtud del hombre responde a la cualidad divina que lo hace vivir y lo colma de beneficios, y la fe del hombre responde a la cualidad divina que lo salva y lo libera.
Pero volvamos a la inteligencia y la voluntad: simbólicamente hablando, la primera procede del cerebro y la segunda del corazón, esta complementariedad tiene su fundamento en el hecho de que lo mental se abre al objeto, que se ofrece al discernimiento, mientras que el corazón se identifica con el sujeto, que opera la volición; ahora bien, lo mental no es más que el órgano del registro y de la formulación, también del tanteo racional, pero no de la intelección; la sede de ésta es ese centro sutil cuya manifestación vital es el corazón. Este centro — el Intelecto — es la fuente a la vez del discernimiento, de la voluntad y del amor (NA: La intelección pura es independiente de la voluntad y del sentimiento; e igualmente la volición pura y el sentimiento puro se bastan a sí mismos. No obsta que sea imposible pensar sin quererlo y sin encontrar en ello alguna satisfacción, al igual que es imposible querer sin pensar — a menos que se trate de una intuición súbita o de un reflejo — y así sucesivamente).
En términos islámicos, las raíces divinas de las dimensiones espirituales del hombre son las hipóstasis de «Poder» (NA: Qudrah), de Sabiduría (NA: Hikmah) y de «Clemencia» (NA: Rahmah), bipolarizándose esta última en dos Nombres divinos: «el infinitamente Bueno en sí» (NA: Rahman) y «el infinitamente Misericordioso» (NA: Rahim). Nosotros interpretamos estos Nombres diciendo: la «Belleza», que es intrínseca, y la «Bondad», que es extrínseca, constituyen la «Beatitud» (NA: la Rahmah como equivalente de la Ananda vedántica) (NA: Analógicamente hablando, la sustancia invencible del sol es Qudrah, «Potencia»; su forma perfecta es Hikmah, «Sabiduría»; su irradiación es Rahmah, «Beatitud». Y, en esta irradiación, la luz es Rahman, «Belleza», mientras que el calor es Rahim, «Bondad». Esta interpretación de los términos Rahmah, Rahman y Rahim da cuenta de la intención de la constelación hipostática).
Hemos dicho que la tercera dimensión del hombre es el amor o la conformidad del alma; o, lo que viene a ser lo mismo, la fe y la virtud. A estos elementos podríamos añadir aún otra disciplina, aunque sea secundaria, a saber, el ambiente: es decir, la frecuentación de los hombres de tendencia ascendente — es el satsanga hindú — y también, en un sentido más vasto, la búsqueda del marco congenial, lo que nos lleva al terreno de la liturgia, del arte sagrado, del artesanado tradicional, del papel de la naturaleza, en pocas palabras, del problema — si problema hay — de la función de las apariencias directa o indirectamente teofánicas. Todo esto se relaciona, repetimos, con el principio del satsanga, la «asociación con los santos», y también con el darshan, la «contemplación» sea de un santo, sea de lo sagrado en todas sus formas; siendo el sentido de lo sagrado la savia tanto de la virtud como de la fe.
Dejando de lado ahora esta dimensión más o menos extrínseca, y hasta accidental cuando se la compara con las condiciones sine qua non, resumiremos las funciones espirituales con los términos siguientes: discernimiento, unión, fe, virtud. El discernimiento se extiende de los principios metafísicos hasta las cosas terrenales: el «discernimiento de los espíritus» se impone a todos; e incluso sobre los planos más contingentes, nuestra inteligencia por una parte y la naturaleza de las cosas por otra, nos imponen una discriminación, sea intuitiva y directa como la intelección, o discursiva e indirecta, como el razonamiento, según los casos.
La aplicación de la voluntad a la vía espiritual culmina en la concentración contemplativa, o en la práctica que hace de vehículo de ésta, la oración en todas sus formas o la meditación, en una palabra, el «recuerdo de Dios»; es por esto por lo que podemos llamar «unión» a esta función suprema de la voluntad, aunque no se trate de la unión de gracia, como el éxtasis o la estación de la unidad. Más acá de esta cima que es la concentración contemplativa — que es la voluntad intrínseca en el sentido de que la voluntad, en esta aplicación, se une a su fuente inmanente —, más acá, pues, de esta función central, la voluntad se aplica forzosamente a las mil cosas que contribuyen a encaminarnos hacia el fin, aunque no fuera sino cooperando al equilibrio sin el cual no hay progreso.
Si el hombre quiere realizar lo que de hecho le supera inmensamente debe estar a priori conforme con este fin o con este modelo, sin lo cual fracasará, bien simplemente desplomándose, bien estrellándose; y esta conformidad, que es como una realización anticipada hic et nunc, es la fe con la virtud, al no ir la una sin la otra. La fe es un «sí» de toda nuestra alma a la Divinidad y a las cosas divinas, y si este «sí» es sincero, producirá, desarrollará o estabilizará la virtud; «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Podríamos decir también que el alma está hecha de amor y que esta sustancia coincide con la fe, porque el amor en sí es el amor a Dios; y como el bien tiende a comunicarse — cuasi ontológicamente —, la irradiación de la fe es el conjunto de las actitudes que manifiestan la belleza del alma y que culminan en la generosidad.
La función de la inteligencia, la llamemos conocimiento o comprensión u otra cosa, implica un modo pasivo, que es contemplativo, y un modo activo, que es discriminativo. La inteligencia no puede ser sino pasiva frente al Objeto divino que la determina, pero ella es activa al discernir lo relativo de lo absoluto y al preceder a todas las demás distinciones que resultan de esta distinción inicial; sin olvidar que esta actividad es la del Intelecto divino en nosotros; nuestra certidumbre es la huella de esta inmanencia.
La voluntad o la actividad, desde el punto de vista de su objeto más elevado, es sinónimo de concentración espiritual, la cual se refiere en última instancia al misterio de identidad; ahora bien, esta concentración es ya eficiente, en el presente, ya latente, en la duración. Es decir, que esta concentración realizadora y unitiva debe ser en sí misma perfecta o total — debe ser todo lo que pueda exigir su naturaleza —, pero debe ser igualmente perseverante, porque la perfección del momento sería inoperante sin su fijación en el tiempo, luego sin la reducción de la duración al instante de Dios.
El sentimiento o el amor, o la conformidad de nuestra persona y, por lo tanto, de nuestra sensibilidad a la Realidad divina que a la vez nos determina y nos atrae, esta conformidad del alma sensible, decíamos, es interior o exterior, devocional o generosa; es fe, devoción o piedad respecto a Dios, y virtud, belleza moral, generosidad respecto a las otras criaturas. En la fe la resignación se combina con el fervor, y en la virtud, la paciencia se combina con la generosidad.
Podríamos decir también que conocer a Dios es verlo «aquí» y «en todas partes»: verlo en sí mismo y en sus manifestaciones. De una manera análoga, podríamos decir que querer a Dios, es decir, actuar según Él y para Él, es quererlo «ahora» y «siempre»: en el acto, que coincide con el presente, y en la disposición, que garantiza la duración y permite reducirla al presente. Y lo mismo para el alma sensible: amar a Dios es amarlo «únicamente» y «totalmente»: amarlo más que a las criaturas, pero al mismo tiempo amar a las criaturas en Él.
Buscando términos particularmente adecuados o sugestivos para la designación de las dimensiones espirituales del hombre, podríamos proponer la siguiente cuaternidad: objetividad, interioridad, fe y virtud.
La objetividad es la perfecta adaptación de la inteligencia a la realidad objetiva; la interioridad es la concentración perseverante de la voluntad en este «Interior» que, según la palabra de Cristo, coincide con el corazón a cuya puerta conviene echarle el cerrojo después de haber entrado en él, y que se abre sobre el «reino de Dios», el cual en efecto está «dentro de vosotros».
Y esto sobre el fundamento de la fe y de la virtud, de la interiorización y de la irradiación, sin las cuales el hombre no sería el hombre a los ojos de Dios.
Puesto que el divino Principio se tripolariza en Ser-Potencia, Cosciencia-Sabiduría y Felicidad-Misericordia, puede plantearse la cuestión de saber cuál es la relación jerárquica entre estas tres hipóstasis. Sin querer caer en un esquematismo irrealista, diremos que hay suficientes razones para poder afirmar que el Ser-Potencia y la Cosciencia-Sabiduría son dos aspectos indiferenciados del Absoluto — indiferenciados pero diferenciables en el plano ya relativo del Ser creador —, mientras que la Felicidad-Misericordia coincide con la Infinitud del Principio. La Beatitud — Ananda — también posee dos aspectos, la Maya que proyecta, referida al Ser-Potencia, y la Maya que reabsorbe, referida a la Cosciencia-Sabiduría.
La cuestión de saber si es la Potencia o la Cosciencia la que viene en primer lugar es subjetivamente insoluble porque objetivamente no puede plantearse. Cuando se afirma que Sat, el puro Ser, es el Principio-raíz, se presupone que el Ser viene antes que el Conocer; cuando por el contrario se habla de Atma, del Sí mismo, como de la suprema Realidad, se parte de la verdad de que el Principio divino es esencialmente Luz, Espíritu, Cosciencia, y que la Potencia y la Bondad son sus primeros aspectos o sus primeras funciones (NA: En el Sufismo y en otras doctrinas ha habido muchas controversias respecto a la prioridad de lo objetivo y de lo subjetivo in divinis). Indiscutiblemente, esta verdad o esta realidad se manifiesta en el hombre, de quien se puede decir que es una inteligencia que se prolonga en — o por — la voluntad y el sentimiento; los voluntaristas sin embargo ponen todo el acento sobre la voluntad y parecen querer decir que ésta, al elegir a Dios, determina la sensibilidad y la inteligencia. Esta última manera de ver aparece de todas maneras en el axioma que dice que «Dios es amor», lo que da lugar a una perspectiva que incluso se aparta del voluntarismo en el sentido de que pone el sentimiento, y no la voluntad, en la cúspide del triángulo; este es el punto de vista de la Bhakti, que subordina la voluntad y la inteligencia, no, ciertamente, al sentimiento puro y simple, sino a ese amor que coincide con el alma entera y que, en el encuentro con el Amor divino, se impregna de una Presencia sobrenatural y liberadora.
Como el Intelecto contiene los tres elementos y los prefigura en su unidad, es siempre posible reducir uno u otro de estos elementos, tal como aparecen en el hombre, al Intelecto y subordinarle los dos elementos restantes: es decir, que es siempre posible subordinar la voluntad y el amor al Intelecto-Inteligencia, la inteligencia y el amor al Intelecto-Voluntad y la inteligencia y la voluntad al Intelecto-Amor.
