LAS VIRTUDES EN LA VÍA
El hombre, «hecho a imagen de Dios», tiene una inteligencia capaz de discernimiento y de contemplación, una voluntad capaz de libertad y de fuerza, un alma, o un carácter, capaz de amor y de virtud.
La inteligencia discierne horizontalmente entre lo esencial y lo secundario, el bien y el mal, y verticalmente, entre lo real y lo ilusorio, lo absoluto y lo relativo, la sustancia y el accidente, lo permanente y lo impermanente. Y contempla lo real o lo absoluto bien bajo el aspecto de la trascendencia, bien bajo el de la inmanencia: concibe lo real divino más allá de las cosas, o, por el contrario, en las cosas en cuanto lo manifiestan.
La voluntad libre elige horizontalmente entre lo útil y lo inútil, el bien y el mal, y verticalmente entre lo real y lo ilusorio, la salvación y la perdición. Y realiza lo real, ya sea absteniéndose de las cosas en cuanto son ilusorias, o por el contrario, aceptándolas como mensajeras de lo real, según las condiciones tanto subjetivas como objetivas.
El alma, o el carácter, ama horizontalmente lo que manifiesta lo real, su bondad, su belleza, y verticalmente lo real mismo, o su bondad o su belleza. Y el alma asimila la naturaleza o las cualidades del Amado participando en él por la virtud o por las virtudes; éstas son, por referencia a las cosas, bien exclusivas, bien inclusivas: así, la virtud del desapego excluye, mientras que la de la generosidad incluye.
Todo esto ya lo hemos explicado con anterioridad, pero debemos volver sobre ello para preparar el terreno con vistas a un análisis de las cualidades del alma. Volvamos pues, igualmente, sobre los datos siguientes: lo que distingue al hombre del animal es la totalidad, y ésta implica la trascendencia. El hombre posee una inteligencia, una voluntad y un poder de amor; ahora bien, cada una de estas tres dimensiones se caracteriza por la objetividad. El hombre es esencialmente capaz, no solamente de un conocimiento y una voluntad objetivas y trascendentes, sino que realiza igualmente estas cualidades en su capacidad de amar, lo que equivale a decir que es capaz de compasión hacia sus semejantes, aunque sean extraños o incluso enemigos, porque es capaz de amor a Dios. Es ciertamente la compasión y el amor a Dios, cualquiera que sea su grado, lo que caracteriza al hombre digno de este nombre, o al hombre sin más, si hacemos abstracción de las decadencias y las perversiones; no hay pueblo que no practique una cierta caridad o que no posea algún tipo de religión, comprobación ésta que no puede quedar invalidada por el fenómeno, muy reciente, de la deshumanización filosófica y artificial del hombre, que prueba, no que el hombre sea otra cosa que lo que es, sino simplemente que es capaz, precisamente porque es hombre, de renegar de lo humano, sin por lo demás poder lograrlo realmente. Puede renegar de sí mismo porque es hombre, y es por la misma razón por la que no puede lograrlo a fin de cuentas.
El conocimiento, función de la inteligencia, no puede ser falso; él es o no es; pero la volición, función de la voluntad, puede ser falsa por su objeto, pero, por supuesto, no por su poder. De una manera análoga, la felicidad puede ser falsa por su objeto o por su plano; en este último caso, el objeto puede ser bueno, pero la felicidad comete el error de excluirlo de su contexto divino, lo que constituye un pecado de idolatría. También la inteligencia puede equivocarse por la falsedad de su contenido, pero en tal caso se equivoca como pensamiento, no como conocimiento; hablar de un falso conocimiento sería tan absurdo como hablar de una visión ciega o de una luz oscura. El error es una ignorancia, luego una privación de conocimiento, aunque siempre haya en el error un elemento subyacente de conocimiento o de verdad, sin el cual no existiría; pero la voluntad hacia el mal sigue siendo una volición, luego una utilización de nuestra libertad, de la misma manera que una felicidad ilusoria sigue siendo una experiencia de bienestar, por consiguiente, una participación ontológica y lejana, eventualmente perversa, en la única Felicidad que es. O también: querer o amar el mal es un mal, pero conocer el mal no es un mal, es incluso un bien, puesto que ello permite localizar el mal y vencerlo.
En otros términos: el conocimiento es en sí mismo infalible o incorruptible como el instinto de las plantas que se vuelven hacia el sol sin equivocarse nunca, mientras que las dos prolongaciones de la inteligencia, la voluntad y el amor, son falibles; pero lo son solamente por el hecho de que se han separado del conocimiento para unirse a la pasión o a la inercia; reintegradas en el conocimiento, vuelven a convertirse en infalibles o incorruptibles como él. Y esto demuestra que el hombre se identifica esencialmente con la inteligencia íntegra o total; esta totalidad confiere ipso facto la libertad a este modo de inteligencia que es la voluntad, como también confiere la generosidad a ese otro modo de inteligencia que es el alma o el carácter. La inteligencia humana implica, por su propia naturaleza, estas dos prolongaciones o funciones con sus perfecciones; no es sino desplegándose en la voluntad y en el alma, o en el amor, como la inteligencia está en disposición de comprometerse operativamente — e impunemente — en la dimensión vertical que, desde los accidentes terrenales, lleva a la Substancia celestial.
El hombre no puede dominarse ni, con mayor razón, superarse, sin el concurso de la inteligencia, de la voluntad y del carácter, siendo, éste último, amor en su realidad primordial y siempre subyacente; para valorizar estas tres facultades, es preciso dirigirlas hacia el fin al que están proporcionadas y que constituye a priori su sustancia sobrenatural y transpersonal, por consiguiente, también, su prototipo y su razón de ser.
El hombre es un todo cuyas partes son solidarias; conocer o amar a Dios es conocerlo y amarlo con todo lo que se tiene y, por consiguiente, con todo lo que se es, como lo exige la totalidad misma de la naturaleza divina.
El hombre tiene derecho a ser feliz, pero debe serlo noblemente y, lo que viene a ser lo mismo, en el marco de la Verdad y de la Vía. La nobleza es lo que corresponde a la jerarquía real de los valores: lo superior prevalece sobre lo inferior, y esto tanto en el plano de los sentimientos como en el de los pensamientos o las voliciones. Se ha dicho que la nobleza de carácter consiste en poner el honor o la dignidad moral por encima del interés, lo que, en el fondo, significa que es preciso poner lo real invisible por encima de lo ilusorio visible, tanto moral como intelectualmente.
La nobleza está hecha de desapego y de generosidad; sin esta nobleza, los dones de la inteligencia y los esfuerzos de la voluntad no bastarían para la Vía, porque el hombre no se reduce a estas dos facultades; posee también un alma capaz de amor y destinada a la felicidad, y ésta no puede ser realizada — salvo de una manera completamente ilusoria — sin la virtud o la nobleza. Podríamos decir también que la Vía está hecha de discernimiento, de concentración y de bondad: de discernimiento por la inteligencia, de concentración por la voluntad, de bondad por el alma; la bondad innata del alma es al mismo tiempo su belleza, al igual que toda belleza sensible revela una bondad cósmica subyacente.
El desapego implica la objetividad frente a uno mismo; la generosidad implica igualmente la capacidad de ponerse en el lugar del otro, luego de ser «uno mismo» en los otros. Estas actitudes, a priori intelectuales, se convierten en nobleza en el plano del alma (NA: Es significativo que una perspectiva caballeresca como el Bushido sitúe la generosidad y la compasión en la cima de las virtudes; tampoco es sorprendente que los samurais hayan podido combinar, con una base semejante, una espiritualidad como el Zen con su oficio de armas); ahora bien, la nobleza es un modo de objetividad así como de trascendencia.
En la duración, el desapego da lugar a la paciencia y, la generosidad, a la fidelidad; la paciencia y la fidelidad prolongan y perfeccionan de algún modo las virtudes que fijan en el tiempo, de modo que se podría decir que la paciencia acredita la sinceridad del desapego y que la fidelidad acredita la sinceridad de la generosidad (NA: En el Islam, la sinceridad (NA: sidq) es la madre de todas las virtudes: creer sinceramente en Dios es ser humilde y caritativo, desapegado y generoso, paciente y fiel; todo deriva de la fe. En otros términos, la fe es hipócrita en la medida en que le faltan las virtudes, subjetivamente hablando; porque, objetivamente, la fe vale por su contenido); toda cualidad, para ser completa, exige la perseverancia.
Lo que debemos a Dios, lo debemos de una forma apropiada al prójimo, y si creemos deber a priori algo al prójimo, es que lo debemos fundamentalmente a Dios. Tomemos el ejemplo de la extinción en Dios: existe igualmente una especie de extinción respecto al prójimo y ésta es — aparte la unión de amor en que la extinción es positiva de una manera inmediata — la perfecta objetividad frente a un ego distinto del nuestro. Ser perfectamente objetivo es morir un poco: es dejar de ser uno mismo para ponerse perfectamente en el lugar del otro, lo que no significa en modo alguno que debamos adoptar sus errores y sus vicios, de la misma manera que la objetividad frente a uno mismo tampoco implica una complacencia en las taras o en los pecados. En todo caso, no es sincera nuestra muerte en Dios o nuestra «extinción» más que si paralelamente realizamos una especie de muerte o de extinción hacia el prójimo, según lo que la situación exija; es decir, que para hacer justicia a una cualidad extraña que nuestro propio carácter no nos revela inmediatamente, es preciso «dejar de ser uno mismo» desde el punto de vista en cuestión, y esta capacidad debe ser para nosotros una segunda naturaleza, que no es otra que la humildad. En muchos casos, es la nobleza la que realza la inteligencia, lo que prueba que es en sí misma, como por lo demás toda virtud, un modo de intelección; cada virtud es un ojo que ve a Dios.
Rigurosamente hablando, no somos nosotros quienes realizamos la virtud, es Dios sólo quien la posee y quien nos la comunica; esto es evidente y está universalmente reconocido, al menos en el mundo del espíritu. Lo que creemos que es la realización de una virtud no es en realidad más que una mirada del corazón a Dios, o una mirada de Dios a nuestro corazón. El accidente de la virtud humana no puede ser una producción de la criatura y es precisamente por esto por lo que se llaman «dones» a las cualidades y talentos de un hombre. El orgullo es creer que regalamos nuestras virtudes a Dios.
El modelo divino de la generosidad es la Misericordia o, más precisamente, el elemento Bondad-Belleza-Felicidad; a la Misericordia de Dios responde la confianza del hombre — virtud que se opone a la duda, a la amargura y a la desesperación —, mientras que la generosidad humana participa necesariamente en la Misericordia divina. En cuanto al desapego, su modelo divino es la Pureza, es decir, la cualidad divina de impenetrabilidad adamantina o de inviolabilidad: nada creado puede entrar en Dios que, siendo la Plenitud, no tiene necesidad de nada y no puede desear nada; a la Pureza de Dios responde la sumisión del hombre, o la resignación o el contento — cualidades que se oponen a la curiosidad, a la disipación y a la rebelión —, mientras que el desapego humano participa en la Pureza divina.
La virtud, hemos dicho, está hecha de desapego y de generosidad; ahora bien, cada una de estas cualidades se aplica de modo horizontal y de modo vertical, es decir, que es, bien un elemento de nobleza, bien un elemento de piedad. El hombre noble está naturalmente desapegado de las cosas mezquinas, a veces en contra de sus propios intereses; y es naturalmente generoso por grandeza de alma. El hombre piadoso se desapega de las cosas de este mundo — sea en el marco de un equilibrio legítimo, sea rompiendo este marco — porque ellas no llevan al Cielo, o en la medida en que no contribuyen a este fin; y es generoso en función de su amor a Dios, porque este amor le permite «ver a Dios en todas partes», y porque «Dios es amor». Que las dos dimensiones, la horizontal y la vertical, estén ligadas en profundidad, resulta de la naturaleza de las cosas: la una condiciona a la otra y la una procede de la otra, y ambas están llamadas a coincidir si no coinciden ya de entrada.
Inteligencia objetiva, voluntad libre, alma virtuosa, éstas son las tres prerrogativas que constituyen al hombre. Alma virtuosa: es decir, que solamente el alma humana, no el alma animal, es capaz a la vez de superarse en dirección al Absoluto y también en dirección al prójimo, cuya dignidad, personalidad, necesidad de felicidad y capacidad de sufrimiento percibe. La virtud, prerrogativa humana como la objetividad intelectual y la libertad volitiva, está hecha de piedad y de bondad; lo que pedimos en primer lugar al hombre es que sea piadoso y bueno. La sustancia moral del hombre es el amor a Dios y la generosidad para con el prójimo.
Desapego, generosidad, vigilancia, gratitud: estas virtudes proceden de cuatro principios que podríamos caracterizar con los siguientes términos: pureza, bondad, fuerza, belleza; o frío, calor, actividad, reposo; o muerte, vida, combate, paz; también, aplicándolas a la alquimia espiritual: abstención, confianza, cumplimiento, contento. La pureza y la belleza son estáticas; la fuerza y la bondad son dinámicas; desde otro punto de vista, la pureza y la fuerza proceden del rigor; la belleza y la bondad, de la dulzura. Es decir, que la virtud en sí misma, o la conformidad del alma, posee dos modos complementarios, uno estático y otro dinámico y, desde otro punto de vista, un modo riguroso y un modo dulce; y los cuatro principios o las cuatro virtudes derivan de estos modos o de estos polos.
La cuaternidad de los principios espirituales o morales — y éstos son ante todo metafísicos y cosmológicos —, esta cuaternidad, no tiene evidentemente nada de arbitraria: corresponde a los cuatro puntos cardinales: Norte, Sur, Este y Oeste, manifestándose el discernimiento sapiencial por el Cénit y la concentración unitiva por el Nadir, y situándose las cuatro virtudes sobre el plano intermedio, el Horizonte, que es aquí el dominio del alma, de la conformidad y de la piedad (NA: Hemos señalado estas correspondencias en el capítulo sobre los números hipostáticos, pero no vemos ningún inconveniente en repetirlas en el presente contexto).
Mediante el discernimiento, aprehendemos el Absoluto e ipso facto, sus relaciones con la relatividad; mediante la concentración, nuestra consciencia espiritual se reabsorbe por decirlo así en su fuente divina inmanente; en el primer caso, todo se reduce al Objeto absoluto; en el segundo caso, todo se reduce al Sujeto puro. La piedad, que coincide con la virtud, es el encuentro del sujeto humano con el Objeto divino: el hombre se encuentra armoniosamente confrontado con Dios; la santa receptividad del alma se combina con la Presencia santificadora de Dios. Dicho de otro modo, el alma percibe o realiza la divina Presencia hic et nunc, en su misma relatividad existencial, mientras que la inteligencia y la voluntad tienden a atravesar la pantalla de la existencia para desembocar en el Principio trascendente o inmanente.
Dicho esto, queremos examinar una a una las virtudes claves: el desapego, la generosidad, la vigilancia, la gratitud.
El desapego: observemos en primer lugar que el apego está en la propia naturaleza del hombre; y, sin embargo, se le pide ser desapegado. El criterio de la legitimidad de un apego es que su objeto sea digno de amor, es decir, que nos comunique algo de Dios y, con mayor razón, que no nos aleje de Él; si una cosa o una criatura es digna de amor y no nos aleja de Dios — en cuyo caso nos acerca indirectamente a su divino modelo —, se puede decir que la amamos «en Dios» y «hacia Dios», luego de acuerdo con el «recuerdo» platónico y sin idolatría ni pasión centrífuga. Ser desapegado es no amar nada fuera de Dios ni a fortiori contra Dios; es, pues, amar a Dios ex toto corde. Pero hay todavía otra perspectiva que se encuentra en todo clima religioso, a saber, la del ascetismo penitencial: en lugar de partir de la idea de que todo exceso es un mal y de que el bien se sitúa entre dos excesos, como lo quiere Aristóteles y como lo enseña también el Islam global, este ascetismo ve el bien en el exceso de desapego; y esto también tiene su justificación según el punto de vista, el temperamento, la vocación, el medio. Según esta perspectiva, no hay exceso, hay simplemente sinceridad y totalidad; ello no impide que esta actitud no pueda, o no quiera dar cuenta de toda la realidad humana o, más precisamente, espiritual.
El desapego es lo opuesto de la concupiscencia y la avidez; es la grandeza de alma que, inspirada por la consciencia de los valores absolutos y, por tanto, también de la imperfección y de la fugacidad de los valores relativos, permite al alma guardar su libertad interior y su distancia respecto a las cosas. La consciencia de Dios, por una parte, anula de algún modo las formas y las cualidades, y, por otra, les confiere un valor que va más allá de ellas; el desapego hace que el alma esté como impregnada de la muerte, pero también, por compensación, que tenga consciencia de la indestructibilidad de las bellezas terrenales; porque la belleza no puede ser destruida, se retira en sus arquetipos y en su esencia, donde renace, inmortal, en la bienaventurada proximidad de Dios.
La generosidad: ¿cómo no iba a ser generoso el hombre santificado, puesto que espera en la divina Misericordia y no lo hace ciegamente? Porque no basta esperar de la Misericordia las ventajas que promete, es preciso además, e incluso ante todo, abrirse a ella y amarla por sí misma; ahora bien, amar la Misericordia es comprender su naturaleza y belleza y es querer unirse a ella participando en su función. Amar es, en una cierta medida, querer ser lo que se ama, o hacerse lo que se ama; es, pues, imitar lo que se ama.
La generosidad es lo opuesto del egoísmo, de la avaricia y de la mezquindad; precisemos sin embargo que es el mal el que se opone al bien y no viceversa. La generosidad es la grandeza de alma que gusta dar y también perdonar, porque permite al hombre ponerse espontáneamente en el lugar de los otros; que, por consiguiente, concede al adversario las oportunidades que humanamente puede merecer, por mínimas que fuesen, sin que esto reporte ningún perjuicio a la justicia o a la buena causa. La nobleza implica a priori una actitud benevolente y un cierto don de sí, sin afectación y sin violación de la evidencia de las cosas; el hombre noble intenta ayudar, salir al encuentro, antes que condenar y castigar, siendo a la vez implacable y rápido cuando la realidad lo exige. La bondad por debilidad o por ilusión no es una virtud; la generosidad es bella en la medida en que el hombre es fuerte y lúcido. En el alma noble, hay siempre un cierto instinto del don de sí, pues, Dios es el primero en desbordar caridad y, ante todo, belleza; el hombre noble no es feliz más que dándose, y se da ante todo a Dios, como Dios se da a él, y desea darse a él.
La vigilancia: el hombre santificado es también, y necesariamente, un hombre disciplinado; ser disciplinado es, intrínsecamente, dominarse y, extrínsecamente, hacer las cosas correctamente; no hacer nada a medias ni en contra de la lógica de las cosas, en una palabra, no ser ni negligente ni desordenado, ni extravagante por otra parte. En la naturaleza, cada cosa es enteramente lo que debe ser y cada cosa está en su lugar según las leyes de la jerarquía, del equilibrio, de las proporciones, de los ritmos; la libertad de las formas y de los movimientos se combina con una coordinación subyacente; es así como la perfección del alma exige que lo exterior sea conforme a lo interior. Es preciso que la musicalidad se combine con la geometría, porque la consciencia de lo absoluto debe penetrar en la alegría de la infinitud, y ésta es una condición fundamental del arte; la disciplina del carácter y de la compostura es señal de humildad tanto como de discernimiento y el uno no subsiste sin el otro. Ciertamente puede ocurrir que un santo sea negligente respecto a cosas de este mundo, pero será porque está absorto en la contemplación; aparte de esto, será perfectamente consciente y cuidadoso, y lo menos que se puede decir es que no basta ser negligente para ser un contemplativo o un santo. El hombre santificado evita toda singularidad ostentosa, a menos de una vocación particular; por esto, la disciplina exterior, que apunta a la norma y no a la originalidad, es una de las primeras etapas hacia la extinción del alma autócrata e indómita.
La vigilancia es la virtud afirmativa y combativa que nos impide olvidar o traicionar la «única cosa necesaria»: es la presencia de espíritu que nos lleva sin cesar al recuerdo de Dios y que, por lo mismo, nos hace estar atentos a todo cuanto nos aleja de Él. Esta virtud excluye toda negligencia y todo abandono — en las cosas pequeñas tanto como en las grandes — puesto que está fundada sobre la consciencia del momento presente, de ese instante siempre renovado que pertenece a Dios y no al mundo, a la Realidad y no al sueño. Es en este contexto en el que se sitúa, repetimos, la cualidad de la disciplina, del dominio de sí mismo, de la rectitud en todas las cosas.
La gratitud: el hombre agradecido es el que se mantiene en la santa pobreza, o en una especie de santa monotonía, si se quiere, en medio de distracciones inevitables y de ocupaciones complejas; se mantiene igualmente en un estado de santa infancia, quedándose bienaventuradamente alejado de toda curiosidad malsana, de toda tentación que a la vez aprisiona y acosa. El hombre piadoso se sabe en exilio — pero sin amargura ni ingratitud — y vive a la vez de certidumbre y de esperanza; y no irá al Paraíso más que aquél que, desde aquí abajo, se encuentra ya en él por su resignación a la voluntad de Dios y por las gracias que de ello resultan.
La gratitud es una virtud que nos permite no solamente contentarnos con las cosas pequeñas — aquí aparece la santa infancia —, sino también apreciar o respetar las cosas pequeñas o grandes porque vienen de Dios, comenzando por las bellezas y dones de la naturaleza; es preciso ser sensible a la inocencia y al misterio de las obras divinas. La adoración de la divina Sustancia entraña el respeto de los accidentes que la manifiestan; adorar a Dios «en espíritu y en verdad» es respetarlo también a través de ese velo que es el hombre, lo que equivale prácticamente a decir que es preciso respetar en todo hombre la santidad potencial en la medida en que nos sea razonablemente posible; en una palabra, admitir, si no comprender, la trascendencia del Creador, es reconocer su inmanencia en las criaturas. A los otros debemos mostrarles, en la medida de lo posible, que no nos detenemos en su accidentalidad terrenal, sino que, por el contrario, queremos tener consciencia de su substancia celestial, lo que excluye toda trivialidad en el comportamiento social. La educación es una manera lejana de ayudar a nuestro prójimo a santificarse o a hacerle recordar que, al estar hecho de santidad como imagen de Dios, está por la misma razón hecho para la santidad (NA: Es esta verdad la que explica la importancia tradicional de las reglas de conducta, ya se trate de la cortesía común o de una etiqueta particular. Tanto en el Shinto como en el Islam — por no citar más que dos ejemplos — la educación forma parte de la religión, lo que prueba la profundidad de su motivación). Quien dice respeto al prójimo dice respeto a sí mismo, porque lo que es verdadero para los otros lo es también para nosotros; el hombre es siempre un santo virtual. La dignidad nos viene impuesta por nuestra deiformidad, por nuestro sentido de lo sagrado, por nuestro conocimiento y nuestra adoración de Dios; la nobleza íntegra forma parte de la fe.
El hombre noble se mantiene siempre en el centro, nunca pierde de vista el símbolo, el don espiritual de las cosas, el signo de Dios, la gratitud a la vez ascendente e irradiante.
Dicho esto, nos es preciso dar cuenta del limite del principio de la piadosa cortesía, por descargo de consciencia y aunque la cosa sea obvia. El hombre está muy lejos de su propia substancia y, siendo de hecho accidente, se expone a la santa cólera en la medida en que reniegue de su dignidad humana; merece el rigor por parte de los que pueden tener por función manifestarlo, a saber, los profetas y los maestros espirituales, y después toda autoridad legítima e incluso todo hombre de bien, según las circunstancias. Esta severidad es caritativa y no vengativa cuando se ejerce respecto a los que pueden sacar provecho de ella; su intención es entonces no estigmatizar una perversión irremediable — cosa que se refiere a otra posibilidad —, sino liberar, por medio de una saludable sacudida, una virtud enterrada bajo una capa de hielo o de tinieblas, y ayudar así al hombre deiforme a «volver a ser lo que es», y lo que, en su pura substancia, nunca ha dejado de ser.
La forma más exterior de la disciplina es la etiqueta tradicional, que reglamenta los contactos sociales, sobre todo en el seno de las élites; y la forma más interior de la disciplina o de la rectitud es la dignidad moral, la cual resume todo cuanto hace a un hombre digno de confianza, por ejemplo, la veracidad de las promesas o la fidelidad a la palabra dada. Hablar de una «palabra de honor» es ya un pleonasmo, porque toda palabra compromete el honor de quien la pronuncia; toda palabra debería estar garantizada por el honor de su autor, al ser la dignidad moral un «imperativo categórico» de la condición humana. Es preciso, sin embargo, tener cuidado de no aislar de su contexto divino esta dignidad del hombre, porque todo lo que es humanamente válido lo es en virtud de este contexto o de este fundamento; el mejor honor es el que está enraizado, no en nuestro amor propio, sino en nuestra sinceridad para con Dios. O, también, lo que equivale fundamentalmente a lo mismo: el único honor irreprochable es el que prolonga el honor del Cielo sobre la tierra.
Si, contra la evidencia de las cosas, se nos preguntara qué tiene que ver la virtud con las cuestiones de la realización espiritual, o sea, de técnica rigurosa y extraindividual, responderíamos lo que sigue, situándonos en el mismo punto de vista estrictamente práctico: la realización espiritual impone al alma una inmensa desproporción por el hecho de que introduce la presencia de lo sagrado en las tinieblas de la imperfección humana; ahora bien, esto provoca fatalmente reacciones desequilibradoras que implican en principio el riesgo de una caída irremediable, reacciones que la belleza moral, combinada con las gracias que atrae por su naturaleza misma, puede en gran medida prevenir o atenuar. Es precisamente esta belleza la que los diletantes ambiciosos y desprovistos de imaginación creen poder desdeñar, porque no ven en ella más que un sentimentalismo ajeno a lo que creen que es la técnica realizadora; sin embargo, cuando el alma se ve como suspendida entre dos mundos, el uno ya perdido y el otro todavía no alcanzado, sólo una virtud fundamental y la gracia pueden salvarla del vértigo, y sólo esta virtud la inmuniza de entrada contra las tentaciones y las desviaciones.
En este plano de alquimia espiritual es importante no confundir una moralidad puramente extrínseca con la virtud intrínseca — que puede por lo demás parecer amoral en ciertos casos — ni una virtud natural de débil envergadura con una virtud profundamente enraizada en el corazón y que engloba al alma entera. Es importante comprender ante todo este principio: es intrínsecamente moral lo que, implicando un beneficio en un grado cualquiera, no daña a nadie; es intrínsecamente inmoral lo que, sin aprovechar a nadie, causa daño a otros o a nosotros mismos; teniendo siempre en cuenta la jerarquía de los valores.
Por una parte, las virtudes favorecen o incluso condicionan las actitudes contemplativas y, por otra, resultan de ellas en la medida en que estas actitudes son sinceras. Una virtud es profunda en la medida en que coincide con una superación de sí mismo, lo cual es sinónimo de objetividad, de imparcialidad, de serenidad ya celestial. Pues el virtuoso lo es porque su inteligencia y su sensibilidad perciben el ser mismo de las cosas.
Discernimiento sapiencial y concentración unitiva: el primero es objeto en el sentido de que el conocimiento mental implica la confrontación de un sujeto con un objeto, mientras que la segunda es subjetiva en el sentido de que la subjetividad tomada aisladamente y profundizada hasta su esencia representa el conocimiento — cardíaco y no mental — que supera la escisión entre un sujeto y un objeto. La sabiduría, como ciencia de los principios universales, es el polo objetivo del conocimiento; la santidad, como experiencia de ser y no de pensamiento, es su polo subjetivo (NA: Pero el polo objetivo también tiene su superioridad, en el sentido de que el objeto es, no solamente lo que es conocido por un sujeto, sino ante todo una realidad en sí misma, y es únicamente a este título como nos interesa; inversamente, el polo subjetivo tiene un aspecto de inferioridad, precisamente porque el sujeto es el lugar de la limitación ilusoria del objeto. La interpretación del sujeto puro — o de la pura subjetividad —, como puerta hacia la superación de la escisión sujeto-objeto, se funda sobre la noción del divino «Sí mismo», cuya objetivación es Maya. Ishwara, Buddhi, Samsara, por tanto el universo, de etapa en etapa).
Al discernimiento sapiencial — determinado por el absoluto — se une la virtud de la veracidad; a la concentración unitiva — con miras al Absoluto — se une la virtud de la sinceridad. La sinceridad es una veracidad subjetiva y volitiva, como la veracidad es una sinceridad objetiva e intelectiva.
El principio de la veracidad se encuentra formulado de la mejor manera posible en la divisa de los maharajas de Benarés: «No hay derecho superior al de la verdad.» De una manera análoga, el principio de la sinceridad se expresa mejor en esta fórmula jurídica: «La verdad, sólo la verdad y toda la verdad», pero aplicada de modo moral y parafraseada en consecuencia: «El bien, todo el bien y nada más que el bien»: a saber, el movimiento de aproximación a Dios.
Esta virtud de sinceridad plantea el problema de la línea de demarcación entre lo que es obligatorio y lo que no lo es. Es aquí donde interviene la distinción, por una parte, entre la verdad absoluta y las verdades relativas y, por otra, entre el bien absoluto y los bienes relativos; ahora bien, se trata de no confundir la verdad relativa con el error ni el bien relativo con el mal; con mayor razón, no podría tratarse de tomar el error o el pecado por bienes relativos. Lo que hay que comprender es que el hombre sincero o el hombre veraz tiene el derecho de ser humano: tiene derecho por definición a las relatividades intelectuales y morales de las que tiene necesidad para vivir, siempre que estén de acuerdo con lo que él puede y debe aprehender intelectual y moralmente del Absoluto. Por una parte, nada se asemeja al Principio trascendente, y si no existiera más que este aspecto de la verdad total, el hombre tendría que renunciar a todo; pero su misma existencia prueba que la verdad implica otro aspecto, el de la participación, lo que nos permite añadir: por otra parte, todo manifiesta el Principio — que es inmanente sin dejar de ser trascendente —, sin lo cual nada existiría. Por consiguiente, si por una parte está la opacidad de las cosas, que nos obliga a buscar a Dios más allá de ellas, por otra está su transparencia, que nos permite aceptarlas a la vez que buscamos a Dios; aceptarlas precisamente en la medida en que son objetiva o subjetivamente transparentes y no de otra manera. Es decir, que el hombre que ama a Dios con sinceridad tiene sin embargo el derecho de amar a una criatura «en Dios», no contra Él; ser humano y vivir en la relatividad no es traicionar la sinceridad que debemos al Absoluto (NA: La doctrina islámica distingue entre la «abstracción» (NA: tanzih) y la «analogía» (NA: tashbih): esto es lo que permite, por vía de consecuencia, realizar el equilibrio humano que el Islam preconiza. Tal Avatara o tal religión manifiesta la renuncia y, por la fuerza de las cosas, el equilibrio en la renuncia; tal otro Avatara o tal otra religión manifiesta el equilibrio y, con la misma necesidad, la renuncia en el equilibrio).
La humildad, como es sabido o se debería saber, tiene su origen en nuestra total dependencia de Dios; resulta normalmente de esta consciencia un sentido de las proporciones siempre alerta, que nos impide tanto sobreestimarnos como subestimar a otro. Ahora bien, es preciso frenar, por supuesto, no esta virtud, sino su posible exceso; y se la frena por la virtud complementaria, la veracidad, que nos recuerda que ninguna virtud tiene derecho a ir contra la verdad y que, por consiguiente, nos incita a no sobreestimar a nadie y a no subestimamos cuando la diferencia de valores es evidente. Un maestro de escuela debe notar que tal muchacho está más dotado que él, pero no puede creer que él, maestro y adulto, es más ignorante y menos experimentado que el muchacho.
Una observación análoga es aplicable a la sinceridad, que consiste en ser lo que se expresa y en expresar lo que se es; aquí también hay una virtud que frena la interpretación torcida y el exceso, y es la prudencia. Porque la sinceridad no nos obliga a entregar a otros lo que les supera o lo que no les concierne, o lo que no les resulta de ninguna utilidad, sino que les perjudica; en una palabra, lo que ellos no desean conocer si son hombres de bien. Nos damos cuenta perfectamente que al volver aquí sobre el papel de la verdad en la economía de las virtudes, nos estamos repitiendo, pero poco importa; no tenemos que excusarnos demasiado por ello, puesto que, en la religión de «nuestro tiempo», se repite incansablemente que el reino de Dios está fuera de nosotros y que hay que admitirlo por humildad, y hasta por caridad.
Si las expresiones elípticas se comprendiesen fácilmente, diríamos de buena gana que la más grande de las virtudes es la verdad; la verdad, en cuanto es vivida, no solamente pensada, y en cuanto se convierte dentro de nosotros en el sentido de lo sagrado y la adoración.
La virtud en sí misma es la adoración que nos une a Dios y nos trae hacia Él, a la vez que irradia alrededor de nosotros; adoración primordial y cuasi existencial que se anuncia ante todo por el sentido de lo sagrado, como acabamos de decir. Lo sagrado es el perfume de la divinidad, es lo divino hecho presente; amar lo sagrado es penetrarse del perfume del puro Ser y de su serenidad. El alma de la Santísima Virgen, prototipo de toda alma santificada, está hecha de adoración innata, y ésta actualiza la Presencia real como un espejo refleja la luz; el alma virginal es consubstancial a esta Presencia como el espacio coincide con el éter que contiene.
La virtud una, o la devoción substancial, es reposar en el Ser, que es a la vez trascendente e inmanente, a la vez que está sacramentalmente presente, hic a nunc. Y toda virtud es, por participación en su propia esencia, un modo de adoración y por consiguiente de beatitud.
Dios ha puesto en nuestra substancia todas las virtudes; son función de la naturaleza de ésta, y esta naturaleza es la devoción primordial. Es por esto, repetimos, por lo que una virtud no es nunca una adquisición ni una propiedad: pertenece siempre a Dios y, por Él, al Logos; nuestra preocupación debe ser eliminar lo que se opone a las virtudes, no adquirir las virtudes para nosotros mismos; hay que dejar libre paso a las cualidades del Soberano Bien. Y este mensaje debemos, al tiempo de transmitirlo, llegar a realizarlo mediante una suerte de extinción activa o de actividad extintiva; debemos realizarlo porque de hecho lo somos en el fondo de nosotros mismos y, ante todo, en la intención creadora de Dios.
