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LO QUE ES Y LO QUE NO ES LA SINCERIDAD

Cuántas veces hay que leer u oír decir que alguien se ha equivocado gravemente, o que es un vicioso o un criminal, pero que es «sincero», que, por consiguiente, «busca a Dios a su manera», y otros eufemismos de este género, lo que de hecho quiere decir lo siguiente: no temáis, no hace falta esforzarse ni por la verdad ni por la virtud. Esta opinión, verdaderamente perversa, no es sino una manifestación, entre otras muchas, del subjetivismo moderno, según el cual lo subjetivo más contingente prevalece sobre lo objetivo, incluso en los casos en que esto es la razón de ser de aquello y, por lo tanto, determina su valor. Esto quiere decir que el «sincerismo» de moda, lejos de ser moral o espiritual, no es más que individualismo más o menos cínico: con un matiz democrático por otra parte, puesto que querer dominarse y superarse es, según parece, querer ser más que los otros, como si nuestro esfuerzo por perfeccionarnos impidiera a los demás hacer otro tanto.

El cinismo y la hipocresía son dos formas de orgullo: el cinismo es la caricatura de la sinceridad o de la franqueza, mientras que la hipocresía es la caricatura del escrúpulo o de la disciplina, o de la virtud en general. Los cínicos creen que ser sincero es exhibir defectos y pasiones, y que ocultarlos es ser hipócritas; no se dominan ni, con mayor razón, intentan superarse; y el hecho de que tomen su tara por una virtud prueba precisamente su orgullo. Los hipócritas, por el contrario, creen que ser virtuoso es exhibir actitudes virtuosas, o que las apariencias de fe valen por la fe; su vicio consiste, no en manifestar las formas de la virtud — lo cual constituye una regla que se impone a todos —, sino en creer que esta manifestación es la virtud misma, y sobre todo en fingir las virtudes con intención de ser admirados; lo que viene a ser orgullo, puesto que significa individualismo y ostentación. El orgullo es sobreestimarse subestimando a los demás; y esto es lo que hacen el cínico y el hipócrita, grosera o sutilmente, según los casos.

Todo esto equivale a decir que tanto en el cinismo como en la hipocresía se pone al ego autócrata, luego tenebroso, en el lugar del espíritu y de la luz; ambos vicios son otros tantos robos mediante los cuales el alma pasional y egoísta se apropia de lo que pertenece al alma espiritual. En resumen, presentar un vicio como virtud y acusar correlativamente a las virtudes de ser vicios, como lo hace el cinismo sincerista, no es otra cosa que hipocresía, pero se trata de una hipocresía particularmente perversa.

En cuanto al orgullo, fue definido perfectamente por Boecio: «Todos los demás vicios huyen de Dios; únicamente el orgullo se levanta contra Él.» Y también por San Agustín: «Los otros vicios se apegan al mal a fin de que sea cumplido; sólo el orgullo se apega al bien, a fin de que perezca.» Cuando Dios está ausente, el orgullo colma necesariamente el vacío; no puede dejar de aparecer en el alma cuando nada se refiere al Soberano Bien. Ciertamente, las virtudes de los mundanos, o las de los incrédulos, tienen su valor relativo e indirecto, pero lo mismo vale para las cualidades físicas a su nivel; sólo las cualidades valorizadas por la Verdad y la Vía concurren a la salvación del alma; ninguna virtud separada de estos fundamentos tiene poder salvador, y esto prueba la relatividad, y el alcance indirecto, de las virtudes propiamente naturales. El hombre espiritual no se siente propietario de sus virtudes; renuncia a los vicios y se extingue — activa y pasivamente — en las Virtudes divinas, las Virtudes en sí mismas. La Virtud es lo que es.

El hombre virtuoso oculta sus defectos por las siguientes razones: en primer lugar, porque no les reconoce ningún derecho a la existencia y porque, después de cada caída, espera que esa sea la última; verdaderamente, no se puede reprochar a nadie que oculte sus faltas porque se esfuerza en no pecar, y que se comporte correctamente. Otra razón es la conformidad con la norma: para eliminar un defecto, es preciso no solamente tener la intención de eliminarlo por Dios y no por complacer a los hombres, sino también entrar activamente en el molde de la perfección; y si es evidente que no hay que hacerlo para complacer a los hombres, no es menos evidente que hay que hacerlo también para no escandalizarlos y para no darles mal ejemplo; esta es una caridad que Dios exige de nosotros, puesto que el amor a Dios exige el amor al prójimo.

Cuando la sedicente sinceridad rompe el marco de las reglas tradicionales — o simplemente normales — de comportamiento, descubre por esto mismo su carácter orgulloso; pues las reglas son venerables, y nosotros no tenemos derecho a despreciarlas poniendo nuestra subjetividad por encima de ellas. Cierto que a veces ocurre que algunos santos rompen estas reglas, pero lo hacen por arriba, no por abajo, en virtud de una verdad divina, no de un sentimiento humano. En todo caso, si el hombre tradicional se eclipsa detrás de una regla de comportamiento, no es ciertamente por hipocresía, es por humildad y por caridad; por humildad, porque reconoce que la regla tradicional tiene razón y es mejor que él; por caridad, porque no quiere ofrecer a sus prójimos el escándalo de sus defectos, sino más bien al contrario, entiende manifestar una norma saludable, incluso si personalmente no está situado todavía a su nivel.

Es importante distinguir entre la sinceridad sin más, que engloba y compromete al hombre entero — al menos desde el punto de vista moral — y una sinceridad fragmentaria que no merece este nombre más que como fenómeno psíquico y en los límites subjetivos en que el fenómeno se produce; de manera bien paradójica, este género de buena fe puede injertarse como un detalle autónomo sobre un fondo de mala fe, por cuanto, para mentir bien, es preciso comenzar por mentirse a sí mismo.

Se habla demasiado a menudo de la sinceridad de un error, pero se suele olvidar que la verdadera sinceridad, por cuanto coincide con el amor a la verdad, excluye la persistencia en una idea falsa, pues quien quiere ser profundamente sincero desconfía de sus inclinaciones naturales y vacila en identificarlas con la realidad objetiva. Esto equivale a decir que la sinceridad, en la medida en que compromete a la inteligencia, coincide con la objetividad — o al menos con una objetividad suficiente desde un determinado punto de vista relativo pero válido — y esta cualidad implica una cierta renuncia a sí mismo, luego una especie de muerte; como explica a su manera, y perfectamente, este adagio hindú: «No hay derecho superior al de la verdad.»

El hombre noble es el que se domina y gusta de dominarse; el hombre vil es el que no se domina y siente horror a dominarse (NA: Además, el hombre noble contempla en los fenómenos lo esencial y no lo accidental: verá en una criatura el valor global y la intención del Creador — no tal o cual accidente más o menos humillante — y así anticipa la percepción de las Cualidades divinas a través de las formas. Esto es lo que expresa esta sentencia del Apóstol: «Todo es puro para los puros»). El hombre espiritual es el que se supera y gusta de superarse; el hombre mundano permanece horizontal y detesta la dimensión vertical. Y esto es importante: no se puede uno someter a un ideal apremiante — ni intentar superarse por Dios — sin llevar en el alma lo que los psicoanalistas llaman «complejos»; esto viene a decir que hay «complejos» que son normales en el hombre espiritual o incluso simplemente en el hombre respetable, y que, inversamente, la ausencia de «complejos» no es forzosamente una virtud, por no decir más. Sin duda, el hombre primordial, o el hombre deificado, no tiene ya complejos, pero no basta carecer de complejos para ser un hombre deificado o un hombre primordial.

La raíz de toda verdadera sinceridad es la sinceridad para con Dios, no hacia nuestra propia y arbitraria complacencia; es decir, que no basta creer en Dios, es preciso también sacar todas las consecuencias de ello en nuestro comportamiento interior y exterior; y cuando se aspira a una perfección — puesto que Dios es perfecto y nos quiere perfectos — se procura manifestarla incluso antes de haberla realizado y para poder realizarla.

El que se somete a las normas interiores y exteriores, el que por consiguiente se esfuerza en el camino de la perfección, o de la eliminación de las imperfecciones, sabe muy bien que entre los que no realizan este esfuerzo los hay que son mejores que él desde el punto de vista de las cualidades naturales; pero estando dotado de inteligencia, sin lo cual no sería hombre, no puede ignorar que en lo que respecta a la verdad metafísica y al esfuerzo espiritual, él es forzosamente mejor que los mundanos, lo quiera o no, y que un esfuerzo por Dios vale infinitamente más que una simple cualidad natural que nada valoriza espiritualmente. Por lo demás, los mundanos buscan siempre cómplices para su disipación y su pérdida, y es por esto por lo que los espirituales se apartan de ellos en la medida de lo posible, a menos de tener una misión apostólica; pero, en este caso, los espirituales se guardarán bien de imitar el mal comportamiento de los mundanos, es decir, de ser contrarios a lo que predican.

Resumiendo, diremos que el contenido de la sinceridad es nuestra tendencia hacia Dios y, por consiguiente, nuestra conformidad a las reglas que esta tendencia exige, y no nuestra naturaleza pura y simple con todos sus defectos; ser sincero no es ser vicioso ante los hombres, es ser virtuoso ante Dios, y por consiguiente entrar en el molde de las virtudes que no se han asimilado todavía, cualesquiera que sean las opiniones de los hombres. Es verdad que algunos santos — en el Sufismo, las «gentes de la reprobación» — han intentado escandalizar a fin de ser despreciados, lo que equivale prácticamente a despreciar a los otros, pero el egoísmo moral o místico no tiene consciencia de ello; esta actitud no deja de constituir una espada de doble filo, al menos en los casos extremos — aquellos precisamente que nos permiten hablar de egoísmo — y no cuando se trata simplemente de actitudes neutras destinadas a ocultar una perfección o un deseo de perfección. En cualquier caso, los imperativos de determinada subjetividad mística no pueden impedir que la actitud normal sea la de practicar las virtudes en el equilibrio y la dignidad; y es importante no confundir el equilibrio con la mediocridad, que procede de la tibieza, mientras que el equilibrio procede de la sabiduría. La esencia de la dignidad es no solamente nuestra deiformidad, sino también la humildad acompañada de la caridad; estas dos virtudes compensan los riesgos que dimanan de nuestra cualidad de imagen de Dios, a la vez que participan en las Virtudes divinas, lo que las integra en nuestro teomorfismo. Este nos podría volver orgullosos y egoístas, pero cuando captamos su verdadera naturaleza, vemos que nos obliga, por el contrario, a las perfecciones no solamente del Señor, sino también del siervo; en esta complementariedad reside todo el misterio del pontifex humano.

Al margen de estas consideraciones de principio, sin duda no resultará inútil añadir que las reglas de comportamiento son a veces sutiles y complejas y hasta paradójicas: que un anciano juegue con los niños no le quita nada de su dignidad si mantiene la que se impone al hombre como tal; que un litigante reclame su derecho no es contrario a la caridad, si a su vez no comete una injusticia, aunque no sea más que por mezquindad (NA: El fundamento de la caridad es no solamente comprender que los otros son nosotros mismos — al ser todo hombre «yo» — , sino también querer nuestro propio bien; porque si nuestra personalidad inmortal no fuese digna de amor, la del prójimo no lo sería tampoco. «Odia a tu alma» significa: odia lo que en ti mismo perjudica a tus intereses últimos). La caridad no excluye la santa cólera, como tampoco la humildad excluye la santa altivez o la dignidad no excluye la santa alegría.

Hemos visto que la hipocresía consiste, no, por supuesto, en adoptar un comportamiento superior con intención de realizarlo y de afirmarlo, sino en adoptarlo con la intención de parecer más de lo que se es. No reside pues en un comportamiento que eventualmente nos sobrepasa, sino en la intención de parecer sobrepasar a los otros, y esto aunque sea sin testigos y a título de satisfacción íntima; la virulencia del error sincerista nos incita a poner de manifiesto una vez más esta distinción de por sí evidente. Si el solo hecho de adoptar un comportamiento modelo fuese hipocresía, no sería posible esforzarse hacia el bien, y el hombre no sería el hombre.

La sinceridad es la ausencia de mentira en el comportamiento interior y exterior; mentir es inducir voluntariamente al error; se puede mentir al prójimo, a sí mismo y a Dios. Ahora bien, el hombre piadoso que cubre su debilidad con un velo de rectitud no entiende mentir, ni miente ipso facto; no entiende manifestar lo que es de hecho, pero no puede evitar manifestar lo que quiere ser. Y alcanza así, por la fuerza de las cosas, la perfecta veracidad: pues lo que queremos ser es, de una cierta manera, lo que somos. Velo de hipocresía, velo de rectitud: en el primer caso, el velo es opaco y disimula; en el segundo, es transparente y comunica. La «caída del velo» (NA: zawal el-hijab) es, en el primer caso, el rechazo de la hipocresía; en el segundo, es el abandono del esfuerzo, o más bien el olvido del símbolo, gracias a la presencia liberadora de lo Real.

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