LOS GRADOS DEL ARTE
El arte tradicional deriva de una creatividad que combina una inspiración celestial con un genio étnico, y esto a la manera de una ciencia que posee unas reglas y no de una improvisación individual; ars sine scientia nihil.
La obra artística o artesanal implica dos perfecciones, la de superficie y la de profundidad: en la superficie, la obra debe estar bien hecha, conforme a las leyes del arte y a las exigencias del estilo; en profundidad, debe poder comunicar la realidad que expresa. Esto explica por qué el arte tradicional se refiere al esoterismo en cuanto a la forma, y a la realización espiritual en cuanto a la práctica: pues la forma expresa la esencia, y la comprensión de la forma evoca y exige la superación de ésta con miras a la esencia o al arquetipo.
El artista, al modelar la obra — la forma — se da forma a sí mismo; y como la razón de ser de la forma es comunicar la esencia o el contenido celestial, el artista ve a priori éste en el continente formal; realizando la forma a partir de la esencia, se hace esencia al realizar la forma.
Sin duda hay que hacer una distinción, en el marco de una civilización tradicional, entre el arte sagrado y el arte profano. La razón de ser del primero es la comunicación de verdades espirituales, por una parte, y, por otra, de una presencia celestial; el arte sacerdotal tiene en principio una función propiamente sacramental. Evidentemente la función del arte profano es más modesta. Cosiste en proporcionar lo que los teólogos llaman «consolaciones sensibles», con miras a un equilibrio útil para la vida espiritual, de la misma manera que los pájaros y las flores en un jardín. El arte, cualquiera que sea — incluida la artesanía —, está aquí para crear un clima y forjar una mentalidad; asume así, directa o indirectamente, la función de la contemplación interior, el darshan hindú: contemplación de un hombre santo, de un lugar sagrado, de un objeto venerable, de una imagen divina (NA: Cuando se comparan las pinturas estruendosas y pesadamente carnales de un Rubens con obras nobles, correctas y profundas tales como la Giovanna Tornabuoni de Ghirlandaio o el biombo de los cerezos en flor de Kôrin, puede uno preguntarse si el término de «arte profano» puede servir de denominador común para producciones tan profundamente desiguales. En el caso de las obras nobles e impregnadas de espíritu contemplativo, uno preferiría hablar de arte «extra-litúrgico», sin tener que especificar si es profano o no, o en qué medida lo es. Por lo demás, es preciso distinguir entre el arte profano normal y el desviado, que por este hecho deja de ser un término de comparación).
En principio y en ausencia de factores opuestos capaces de neutralizar este efecto, el fenómeno estético es un receptáculo que atrae una presencia espiritual; si esto se aplica lo más directamente posible a los símbolos sagrados, donde esta cualidad se superpone a una magia sacramental, esto vale igualmente, de una manera más difusa, para todos los elementos de armonía, luego de verdad hecha sensible.
Ningún arte es en sí mismo una creación humana; pero el arte sagrado tiene de particular que su contenido esencial es una revelación, que manifiesta una forma propiamente sacramental de la realidad celestial, como el icono de la Virgen con el Niño pintado por un ángel, o por san Lucas inspirado por un ángel, y como el icono de la Santa Faz que se remonta al santo sudario y a santa Verónica; o como las estatuas de Shiva danzando o las imágenes pintadas o esculpidas de los Budas, de los Bodhisattvas, de las Taras. En la misma categoría, según la acepción más vasta del denominador, entran la salmodia ritual en lengua sagrada — en sánscrito, hebreo y árabe principalmente — y también, en ciertos casos, la caligrafía igualmente ritual de los Libros santos; de un orden menos directo son, en general, la arquitectura o al menos la ornamentación de los santuarios, los objetos litúrgicos, las vestimentas sacerdotales. Sería difícil dar cuenta en pocas líneas de todos los posibles géneros de la expresión sacra, que comprende modos tan diversos como la recitación, la escritura, la arquitectura, la pintura, la escultura, la danza, el gesto, los vestidos; seguidamente vamos a ocuparnos sólo de las artes plásticas, incluso únicamente de la pintura, puesto que la pintura es, por lo demás, la más inmediatamente tangible y también la más explícita de las artes.
Hay también, al lado de los iconos de Cristo y de la Virgen, la multitud de las demás imágenes hieráticas que relatan hechos de la historia sagrada o de la vida de los santos; igualmente hay, en la iconografía budista, después de las imágenes centrales, las numerosas representaciones de las personificaciones secundarias; es esta categoría más o menos periférica la que nosotros llamamos arte sagrado indirecto, aunque no siempre exista una línea de demarcación rigurosa entre él y el arte sagrado directo o central. La función de esta ramificación — aparte de su significado didáctico — es hacer irradiar el espíritu de las imágenes centrales a través de una imaginería diversa que capte el movimiento de la mente infundiéndole la irradiación de lo inmutable e imponiendo así al alma inestable una tendencia a la interiorización; esta función es, pues, completamente análoga a la de la hagiografía o incluso a la de los libros de caballería, sin olvidar los cuentos de hadas cuyo simbolismo, como es sabido, procede de lo espiritual, luego de lo sagrado.
El arte sagrado está muy lejos de ser siempre perfecto, aunque forzosamente lo sea en sus principios y en sus mejores producciones; no obstante, en la gran mayoría de las obras imperfectas, los principios compensan las debilidades accidentales, un poco como el oro compensa, desde un cierto punto de vista, el escaso valor artístico de un objeto. Dos escollos acechan al arte sagrado y al arte tradicional en general: un virtuosismo ejercido hacia el exterior y hacia la superficialidad, y un convencionalismo sin inteligencia y sin alma; lo que, es preciso insistir en ello, raramente desposee al arte sagrado de su eficacia global, especialmente de su capacidad de crear una atmósfera fijadora e interiorizante. En cuanto a la imperfección, una de sus causas puede ser la inexperiencia cuando no la incompetencia del artista; las obras más primitivas raramente son las más perfectas, pues hay en la historia del arte períodos de aprendizaje como hay después períodos de decadencia; decadencia debida, muy a menudo, al virtuosismo. Otra causa de imperfección es la ininteligencia, bien individual, bien colectiva: la imagen puede carecer de calidad porque el artista — utilizando esta palabra aquí en un sentido aproximativo — carece de inteligencia o de espiritualidad, pero puede igualmente llevar la impronta de una cierta ininteligencia colectiva que proviene de la convencionalización sentimental de la religión común; en este caso, el psiquismo colectivo reviste al elemento espiritual de una especie de «piadosa tontería», pues si hay una ingenuidad encantadora, también hay una ingenuidad irritante y moralizadora. Esto hay que decirlo a fin de que no se piense que las expresiones artísticas de lo sagrado dispensan del discernimiento y obligan al prejuicio, y para que no se pierda de vista que en el terreno tradicional en general se da, en todos los planos, una lucha constante entre una tendencia que espesa y otra que vuelve transparente y conduce de lo psíquico a lo espiritual. Todo esto se resume en la observación de que el arte sagrado es perfecto como tal, pero que no lo es forzosamente en todas sus expresiones.
El arte sagrado es vertical y ascendente, mientras que el arte profano es horizontal y equilibrador. En el principio no había nada profano; cada utensilio era un símbolo y hasta la decoración era simbólica y sacra. Pero, con el tiempo, la imaginación se extendió cada vez más sobre el plano terrenal y el hombre fue sintiendo la necesidad de un arte que fuera para él mismo y no sólo para el Cielo; igualmente la tierra, que en un principio era sentida como una prolongación o una imagen del Cielo, fue haciéndose cada vez más la tierra pura y simple, es decir, que lo humano se veía cada vez más con el derecho a no ser más que humano. Si la religión tolera este arte es porque tiene su función legítima en la economía de los medios espirituales, en la dimensión horizontal o terrenal y con vistas a la dimensión vertical o celestial.
Sin embargo, debemos recordar aquí que la distinción entre un arte sagrado y un arte profano es insuficiente y demasiado expeditiva cuando se quieren tener en cuenta todas las posibilidades artísticas; es preciso, pues, recurrir a una distinción suplementaria, a saber, entre un arte litúrgico y un arte extralitúrgico; en el primero, aunque en principio coincida con el arte sagrado, pueden darse modalidades más o menos profanas, de la misma manera que, inversamente, el arte extralitúrgico puede implicar manifestaciones sagradas.
El término de «consolación sensible» aplicado abusivamente por los teólogos al propio arte sagrado, como por lo demás también a las bellezas de la naturaleza virgen — como si la belleza no tuviera que transmitir otra cosa que consolaciones (NA: Es cierto que esta noción de «consolación» tiene un alcance más profundo en el terreno místico) — conviene mejor a los géneros modestos del arte y a los encantos secundarios de la naturaleza. Estos géneros están aquí para comunicar un clima de santa infancia que los envenenadores culturalistas — siempre agresivos y megalómanos — calificarían sin duda de «amaneramiento», lo que no es más que un calumnioso abuso de lenguaje; en realidad, el arte no tiene ningún derecho — en la misma medida en que es modesto e incluso más allá de esta reserva — a ser grandilocuente y titánico, puesto que la misión del artista es la de hacer una obra de equilibrio y de salud y no de tormenta inútil.
Ciertamente, el artista no modela su obra con la sola intención de producir un objeto espiritual o psicológicamente útil; la produce también por la alegría de crear imitando y de imitar creando, es decir, de desprender la intención existencial del modelo o, en otros términos, de extraer de este último su misma quintaesencia; al menos, así es en ciertos casos, que sería desproporcionado y pretensioso generalizar. En otros casos, por el contrario, el trabajo del artista es una extinción de amor; el artista muere, por así decir, creando: lleva a cabo una obra de unión al identificarse con el objeto admirado o amado, al recrearlo según la música de su propia alma. En otros casos aún — todos estos casos pueden y deben por otra parte combinarse en diversos grados — el artista se apasiona por la adaptación del objeto a tal o cual materia o a tal o cual técnica: los grabadores japoneses prestan al Fuji y a otros paisajes una calidad que hace pensar en la madera que utilizan; los pintores de biombos presentan los ríos y la luna en función del fondo dorado que los enfatiza otorgándoles por añadidura un perfume celestial.
En todo caso, la «consolación sensible» está en el trabajo antes que en el resultado; la santificación del artista religioso precede a la del espectador. Todo arte legítimo satisface a la vez la emotividad y la inteligencia, tanto durante la elaboración como en la obra acabada.
Igualmente hay en el arte un deseo de fijación de las formas visuales, auditivas o de otro tipo que se nos escapan y que queremos retener o poseer; a este deseo de fijación o de posesión se une con total naturalidad un deseo de asimilación, porque una propiedad debe no solamente ser bella, debe ser también enteramente nuestra, lo que nos conduce, directa o indirectamente, según los casos, al tema de la unión y del amor.
La miniatura hindú, o, más particularmente, vishnuíta, es uno de los artes extralitúrgicos más perfectos que existen, y no vacilaríamos en decir que algunas de sus producciones están en la cumbre de la pintura universal. Heredera de la pintura sagrada de la que los frescos de Ajanta nos ofrecen un último vestigio, la miniatura hindú ha sufrido influencias persas, pero es esencialmente hindú y no tiene nada de sincretista (NA: Ya se trate de arte, de doctrina o de otra cosa, hay sincretismo en el caso de la reunión de elementos dispares, y no en el de una unidad que ha asimilado elementos de diversa procedencia); ha realizado, en todo caso, una nobleza de dibujo, de colorido, de estilización en general y, en definitiva, un clima de candor y de santidad que resultan insuperables y que, en las mejores de sus obras, introducen al espectador en un ambiente casi paradisíaco, una especie de prolongación terrenal de la infancia celestial.
La miniatura hindú, krishnaíta o ramaíta, visualiza estos jardines espirituales que son el Mahabharata, el Bhagavata-Purana, el Ramayana, pero describe igualmente motivos musicales bajo diversas formas noveladas, y también los sentimientos contradictorios que puede suscitar el amor en diversas situaciones; la mayoría de estos temas nos mantienen, voluntariamente o no, bajo el embrujo de la flauta de Krishna. Algunas de estas pinturas, en las que un máximo de rigor y de musicalidad se combina con una fuerte expresividad espiritual, pertenecen indiscutiblemente al arte sagrado, por el hecho de que el epíteto de «profano» no puede ya aplicarse a ellas; spiritus ubi vult spirat. Esta es una posibilidad que encontramos también en otros campos, por ejemplo, cuando hay que rendirse a la evidencia de que la Bhagavadgita, que lógicamente procede de inspiración secundaria, es en realidad una Upanishad, luego una revelación de fuerza mayor, o cuando determinado santo, que socialmente pertenece a una casta inferior, es reconocido como poseedor personal de la calidad de brahmán.
Todas estas observaciones se aplican igualmente a esa otra cima de la pintura que alcanza el biombo japonés; además de que este género prolonga conscientemente en numerosas obras la pintura zenista o más o menos taoísta de los kakemonos, cuyo contenido es el paisaje o la planta, aparte de otros temas que no tenemos por qué tomar, en consideración aquí, alcanza a menudo un grado de perfección y de profundidad que no permite separarlo de la contemplación budista o shintoísta.
Otro género de arte extralitúrgico muy atractivo por su originalidad a la vez poderosa y cándida es el arte balinés, en que los motivos hindúes se combinan con formas propias del genio malayo; el que este genio — haciendo abstracción de la influencia hindú — se haya desarrollado sobre todo en el dominio de la artesanía y de la arquitectura en madera, en bambú y en paja, no impide reconocerle cualidades que alcanzan algunas veces el arte grande; nadie duda que, desde el punto de vista de los valores intrínsecos, y no simplemente de tal o cual gusto, una bella granja de Borneo o de Sumatra ofrece mucho más que lo que puede ofrecer esa pesadilla escayolada que es una iglesia barroca (NA: Otro tanto diríamos de los santuarios sintoístas que se han calificado de «graneros», especialmente los de Isé).
Co los géneros que acabamos de evocar, estamos evidentemente en las antípodas, no de ciertas miniaturas medievales sin duda, ni de las obras más nobles o más tempranas del Quattrocento, sino del titanismo dramático o del delirio carnal y grosero de los megalómanos del Renacimiento y del siglo XVII, apasionados de la anatomía, la tormenta, el mármol y el gigantismo.
El arte no tradicional, del que nos es preciso decir algunas palabras, engloba el arte clásico de la antigüedad y del Renacimiento y se prolonga hasta el siglo XIX, el cual engendra, por reacción contra el academicismo, la pintura impresionista y los géneros análogos; esta reacción se descompone rápidamente en toda clase de perversidades, bien «abstractas», bien «surrealistas»; en todo caso, sería más propio hablar de «sub-realismo». No hace falta decir que hay incidentalmente, tanto en el impresionismo como en el clasicismo — en el que englobamos al romanticismo, puesto que sus principios técnicos son los mismos —, obras válidas, pues las cualidades cósmicas no pueden dejar de manifestarse en este terreno, y una determinada aptitud individual no puede dejar de prestarse a esta manifestación; pero estas excepciones, en que los elementos positivos consiguen neutralizar los principios erróneos o insuficientes, están lejos de poder compensar los graves inconvenientes del arte extratradicional, y nosotros renunciaríamos de buena gana a todas sus producciones si fuese posible desembarazar al mundo de la pesada hipoteca del culturalismo occidental, con sus vicios de impiedad, dispersión y envenenamiento. Lo menos que se puede decir es que no es este género de grandeza la que nos aproxima al Cielo. «Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos.»
Este culturalismo es prácticamente sinónimo de civilizacionismo, luego de racismo implícito; según este prejuicio, la humanidad occidental demostraría su superioridad mediante el «milagro griego» y todas sus consecuencias, luego mediante la antropolatría — no es sin fundamento por lo que se habla de «humanismo» — y la cosmolatría que caracterizan o más bien constituyen la mentalidad clasicista. Ahora bien, el «milagro griego» es ante todo un abuso de la inteligencia, que no habría podido producirse si la consciencia de lo sagrado no hubiese desaparecido en amplias capas de la clase dirigente — a pesar del orfismo y del platonismo —, bajo la presión de una mentalidad cada vez más profana, es decir, de una inteligencia exteriorizada e exteriorizante, inestable, aventurera y apasionada por las novedades; conforme a esta mentalidad, los modernos ven en el espíritu más exteriorizado y más emprendedor una inteligencia superior o incluso la inteligencia sin más.
Como creemos haber observado en otras ocasiones, lo que hay que censurar en el naturalismo artístico no es la observación exacta de la naturaleza, sino el hecho de que esta observación no se encuentre compensada y disciplinada por una consciencia equivalente de la sobrenaturaleza, esto es de las esencias de las cosas, como la que tiene lugar especialmente en el arte egipcio; en todos los artes sagrados, el estilo, que indica un modo de interioridad, corrige lo que la imitación de la naturaleza corre el riesgo de tener de exterior, contingente y accidental; y diremos incluso que la consciencia de las esencias compromete o estorba en una cierta medida, si no una observación suficiente de las cosas exteriores, al menos su transmisión gráfica rigurosa, aunque — insistimos en ello — no haya ninguna compatibilidad de principio entre el diseño exacto y la contemplación que le confiere la impronta de interioridad o de esencialidad. Esta combinación se encuentra por lo demás prefigurada por la cualidad casi interior de las formas normativas, cualidad que precisamente exige un tratamiento artístico que la valorice, de acuerdo con los elementos de esta dimensión fijativa o cristalizadora que es el arte figurativo.
El perfecto equilibrio entre una noble naturalidad y una estilización interiorizante y esencializadora es un fenómeno precario, pero siempre posible. Es evidente que la esencialidad o la «idea» prevalece sobre la naturalidad; la intuición y la expresión de la sobrenaturaleza prevalecen sobre la observación y la imitación de la naturaleza. A cada cosa sus derechos según su lugar.
Una obra de arte naturalista del género más académico puede ser perfectamente agradable y noblemente sugestiva en virtud de la belleza natural que copia, pero es, sin embargo, mentirosa en la medida en que es exacta; es decir, cuando quiere hacer pasar la superficie plana por un espacio de tres dimensiones, o la materia inerte por un cuerpo vivo. Si se trata de pintura, es preciso respetar tanto la superficie plana como la inmovilidad: es importante por consiguiente que no haya ni perspectiva, ni sombras, ni movimiento, a menos de una estilización que precisamente permita integrar la perspectiva y las sombras en el plano, a la vez que confiera al movimiento una cualidad esencial, luego simbólica y normativa. Si se trata de escultura es preciso no sólo respetar la inmovilidad de la materia suprimiendo el movimiento o reduciéndolo a un tipo de movimiento esencial, equilibrado y casi estático, hace falta también tener en cuenta la materia particular que se utiliza: expresando la naturaleza de un cuerpo vivo, o tal o cual aspecto esencial de su naturaleza y, por ello, tal o cual «idea» subyacente, es importante tener en cuenta la naturaleza de la arcilla, de la madera, de la piedra, del metal; así, la madera permite modalidades distintas que las materias minerales y, entre éstas, el metal permite poner de relieve otras cualidades de expresión que no permite la piedra.
La estilización, ya lo hemos visto, permite un máximo de naturalismo en la medida en que sabe imponerle un máximo de esencialidad; dicho de otro modo una cumbre de exteriorización creadora reclama una cumbre de poder interiorizador y exige por consiguiente el dominio de los medios mediante los cuales este poder puede realizarse. En la mayoría de los casos el arte se detiene a medio camino, y está bien que sea así puesto que no hay concretamente ninguna razón para que sea de otra manera; el arte tradicional cumple perfectamente su papel; el arte no lo es todo, y sus producciones no tienen que ser absolutas. Pero esto es independiente del principio de que el arte sagrado debe satisfacer a todo creyente sincero; es decir, que falta a su misión si su tosquedad o, por el contrario, su virtuosismo superficial deja insatisfecho o incluso turba a los fieles de buena voluntad, a quien la humildad preserva de toda intolerancia y de toda acritud mundana.
Ya hemos señalado que hay una incompatibilidad relativa y no irremediable — incompatibilidad de hecho y no de principio — entre el contenido espiritual o la irradiación de una obra de arte y un naturalismo implacable y virtuoso: es como si la ciencia del mecanismo de las cosas matara su espíritu, o al menos amenazara gravemente con matarlo. Por un lado, tenemos un tratamiento ingenuo, pero cargado de gracias y que difunde una atmósfera de seguridad, de felicidad y de santa infancia; por otro lado — en la antigüedad clásica y, después, a partir del Quintocento — tenemos, por el contrario, un tratamiento científicamente acabado, pero el contenido es humano y no celestial — o, más bien, es «humanista» — y la obra sugiere, no la infancia todavía próxima al Cielo, sino la edad adulta caída en desgracia y expulsada del Paraíso.
Al calificar al arte de calcar la naturaleza como abuso de la inteligencia, hemos señalado su analogía con la ciencia moderna: el naturalismo artístico, como la ciencia exacta, tienen aspectos válidos, puesto que son verdaderos en cierto aspecto, pero, de hecho, el hombre medio es incapaz de completar esta verdad enteramente exterior, o estas verdades respectivas, con sus complementos indispensables, sin los cuales la ciencia y el arte no pueden realizar el equilibrio conforme a la realidad total que lógicamente los determina. Todo el mundo comprueba hoy que la eficacia de las ciencias experimentales no significa ya un argumento a su favor, puesto que las calamidades que engendran son precisamente producto de su eficacia; asimismo el naturalismo artístico, justamente por representar un máximo de adecuación, ha privado, a fin de cuentas, a las almas — visto el uso que se ha hecho de él durante demasiado tiempo — de un alimento sano y conforme a sus verdaderas necesidades.
Por lo demás, un elemento que ha contribuido poderosamente a arruinar el arte de una manera o de otra es la búsqueda de la originalidad y la ambición; esto es todo lo que hace falta para privar al arte, por término medio y a pesar de excepciones dignas de elogio, de esa atmósfera de candor y de tranquila felicidad, o de santidad, que forman parte de su razón de ser.
La analogía entre el naturalismo artístico y la ciencia moderna nos permite abrir aquí un paréntesis. No reprochamos a la ciencia moderna el ser una ciencia fragmentaria, analítica, privada de elementos especulativos, metafísicos y cosmológicos, o provenir de los residuos o de los desechos de las ciencias antiguas; le reprochamos ser subjetiva y objetivamente una transgresión, y llevar subjetiva y objetivamente al desequilibrio y por consiguiente al desastre.
Inversamente, tampoco sentimos por las ciencias tradicionales una admiración incondicional; los antiguos también tenían su curiosidad científica, también ellos operaban con conjeturas y, cualquiera que haya podido ser su sentido del simbolismo metafísico o místico, a veces — o incluso a menudo — se equivocaron en planos sobre los que deseaban tener un conocimiento, no de principios trascendentes, sino de hechos físicos. Es imposible negar que en el plano de los fenómenos, que forma sin embargo parte integrante de las ciencias naturales, por decir lo mismo, los antiguos — o los orientales — han mantenido concepciones inadecuadas, o que sus conclusiones eran a menudo de lo más ingenuo; ciertamente, no les reprochamos haber creído que la tierra era plana o que el sol y el firmamento daban vueltas a su alrededor, puesto que esta apariencia es natural y providencial para el hombre; pero sí se les puede reprochar tales o cuales conclusiones falsas extraídas de determinadas apariencias y con la ilusión de hacer, no simbolismo y especulación espiritual, sino ciencia fenoménica, o exacta si se quiere. Tampoco se puede negar que la medicina está para curar, no para especular, y que los antiguos ignoraban muchas cosas en este campo, a pesar de su gran saber en determinados sectores; diciendo esto, estamos muy lejos de discutir que la medicina tradicional tenía, y tiene, la inmensa ventaja de una perspectiva que engloba al hombre total, que era, y es, eficaz en casos en que la medicina moderna resulta impotente; que la medicina moderna contribuye a la degeneración del género humano y a la superpoblación; que una medicina absoluta no es ni posible ni deseable, y ello por evidentes razones. Pero que no se diga que la medicina tradicional es superior por el solo hecho de sus especulaciones cosmológicas y en ausencia de tales o cuales remedios eficaces, ni que la medicina moderna, que posee tales remedios no es más que un despreciable residuo porque ignora dichas especulaciones; o que los médicos del Renacimiento, como Paracelso, hicieron mal descubriendo los errores anatómicos y de otra clase de la medicina greco-árabe; o, de una manera general, que las ciencias tradicionales son maravillosas en todos los sentidos y que las ciencias modernas, la química por ejemplo, no son más que fragmentos y desechos.
Ningún conocimiento fenoménico es un mal en sí mismo, pero la gran cuestión es la de saber, en primer lugar, si este conocimiento es conciliable con la finalidad de la inteligencia humana; en segundo lugar si es útil a fin de cuentas, y, en tercer lugar, si el hombre la soporta espiritualmente. Ahora bien, hay mil pruebas de que el hombre no soporta un saber que rompe un cierto equilibrio natural y providencial, y que las consecuencias objetivas de este saber corresponden exactamente a su anomalía subjetiva. La ciencia moderna no ha podido desarrollarse más que en función del olvido de Dios, y de nuestros deberes para con Dios y para con nosotros mismos; de una manera análoga, el naturalismo artístico, sobrevenido en la antigüedad y redescubierto al principio de la era moderna, no se explica más que por la eclosión explosiva de una mentalidad apasionadamente exterior y exteriorizante.
Si la desviación del arte es una posibilidad, el rechazo del arte es otra. Hablar de una gran civilización que rechaza, no tal o cual arte, sino todo el arte, es una contradicción en los términos; el punto de vista más o menos iconoclasta de un San Bernardo o de un Savonarola no puede ser cosa de toda una civilización ciudadana. Pero este punto de vista, o un punto de vista prácticamente análogo, puede existir tradicionalmente fuera de una civilización de este tipo, por ejemplo, en el mundo nómada o seminómada de los indios de América del Norte: los pieles rojas propiamente dichos — no todos los aborígenes de América — son en efecto más o menos hostiles a las artes plásticas, como lo fueron sin duda también sus congéneres lejanos, los antiguos mongoles, y quizá también los antiguos germanos y celtas. Según los indios, la naturaleza virgen, que es sagrada, es de una belleza inigualable y contiene todas las bellezas concebibles; es, pues, vano y, por lo demás, imposible querer imitar las obras del Gran Espíritu. Es curioso observar que el mundo clásico, el del naturalismo y la antropolatría, se siente frente a la naturaleza como un conquistador; el culto del hombre entraña el desprecio de la naturaleza que le rodea, mientras que para el indio, como por lo demás para los extremo-orientales, la naturaleza es una madre y una patria, de la que el hombre es desde luego el centro, pero no el propietario absoluto y, mucho menos, el enemigo.
El naturalismo religioso de los pieles rojas, considerado aquí en el sentido de su exclusión de las artes plásticas, resulta de un aspecto real y por lo tanto legítimo de las cosas; no podía, pues, dejar de afirmarse en uno o varios puntos del globo. La historia prueba que esta perspectiva, si no tiene evidentemente nada de exclusivo, tiene, sin embargo, una base sólida; para verlo, basta pensar en todas las desviaciones del «genio creador» y en todos los males que sufre el mundo del civilizacionismo.
Este punto de vista está igualmente afirmado, por lo demás, en el mundo antiguo, al menos de una manera parcial: la prohibición de las imágenes por el Judaísmo y el Islam procede en efecto de una perspectiva análoga, o simbólicamente equivalente, y se hace sentir en el mundo como una especie de aireación bienhechora o como un factor de equilibrio. La diferencia es que, entre los pieles rojas, la motivación del rechazo o de la abstención está en la inimitabilidad de la naturaleza — haciendo abstracción de las razones prácticas, que son sin embargo relativas —, mientras que entre los semitas monoteístas está en los pecados de luciferismo, de magia y de idolatría.
Hay que admitir, sin embargo, que los indios de que se trata no se abstenían totalmente de esbozos figurativos: decoraban sus tiendas con una especie de pictografía que representaba hombres y animales y solían esculpir parsimoniosamente sus pipas; pero en ambos casos el arte se integra en objetos a la vez útiles y sagrados; por consiguiente, se conforma a la sobriedad y a la santa pobreza de un mundo que hace profesión de no preocuparse del mañana.
El Islam tolera — en ciertos países o en ciertos medios — las miniaturas de un estilo muy decorativo, a condición de que Dios no figure nunca en ellas y de que el rostro del Profeta sea dejado en blanco o cubierto por un velo; se admite, aunque sin entusiasmo, la pintura porque las cosas pintadas «no proyectan sombras», y las miniaturas tienen, por añadidura, la ventaja de ser pequeñas, por tanto poco molestas.
Los semitas reprochan a los iconódulos el que adoren la madera, la piedra o el metal y a imágenes hechas por el hombre; tienen razón cuando hablan de su propio paganismo pasado o presente, o del de su entorno pagano habitual, pero no cuando engloban en su reprobación a los iconódulos cristianos o asiáticos. Las imágenes sagradas de éstos, precisamente, no están hechas por la mano del hombre; los cristianos lo expresan atribuyendo el primer icono a un ángel, con o sin la participación de San Lucas. En cuanto a la materia inerte que los idólatras parecen adorar — en realidad contiene un poder mágico — deja de ser inerte en el arte sagrado, puesto que está habitada por una presencia celestial o divina; la imagen sagrada es creada por Dios y está santificada y como vivificada por su presencia.
La ambigüedad de facto de la belleza, y por consiguiente del arte, proviene de la ambigüedad de Maya. De la misma manera que el principio de manifestación y de ilusión a la vez aleja del Principio y lleva a él, así también las bellezas terrestres, incluidas las del arte, pueden favorecer tanto la mundanalidad como la espiritualidad, lo que explica las actitudes diametralmente opuestas de los santos hacia el arte en general o hacia tal o cual arte en particular. Las artes reputadas como más peligrosas son las que incluyen la audición o el movimiento, a saber, la poesía, la música y la danza; son como el vino que en el cristianismo da lugar a un sacramento deificador en tanto que el Islam lo prohibe, teniendo ambas perspectivas razón a pesar de la contradicción. Que el elemento embriagador — en el más amplio sentido — se preste particularmente a la santificación lo reconoce el Islam en su esoterismo, donde el vino simboliza el éxtasis y donde la poesía, la música y la danza se han convertido en medios rituales con miras al «recuerdo».
La belleza, cualquiera que pueda ser el uso que el hombre haga de ella, pertenece fundamentalmente a su Creador, que mediante ella proyecta en la apariencia algo de su ser. La función cósmica y más particularmente terrestre de la belleza es actualizar en la criatura inteligente y sensible el recuerdo de las esencias, y abrir así la vía hacia la Noche luminosa de la Esencia una e infinita.
La vocación sine qua non del hombre es ser espiritual. La espiritualidad se ejerce sobre los planos que constituyen al hombre, a saber, la inteligencia, la voluntad, la afectividad, la producción: la inteligencia humana es capaz de trascendencia, de absoluto, de objetividad; la voluntad humana es capaz de libertad, luego de conformidad a lo que capta la inteligencia; la afectividad humana, que se une a cada una de las facultades precedentes, es capaz de compasión y de generosidad, como consecuencia de la objetividad del espíritu humano, que hace salir al alma del egoísmo animal. Por último, está esa capacidad específicamente humana que es la producción, y es a causa de ella por la que se ha llamado al hombre homo faber y no sólo homo sapiens: es la capacidad de producir utensilios y de construir habitáculos y santuarios, de confeccionar vestidos en caso de necesidad y de crear obras de arte, y de combinar espontáneamente en estas creaciones el simbolismo y la armonía; el lenguaje de ésta puede ser simple o rico, según las necesidades, las perspectivas, los temperamentos; la decoración tiene también su razón de ser, tanto desde el punto de vista del simbolismo como del de la musicalidad. Esto equivale a decir que esta cuarta capacidad debe tener también un contenido espiritual so pena de no ser humana; asimismo ella no hace sino actualizar las tres precedentes adaptándolas a las necesidades materiales o culturales, o, digamos simplemente, proyectándolas en el orden sensible de forma distinta de la del discurso racional o la escritura. Nosotros, hombres exiliados en la tierra — a menos de poder contentarnos con esta sombra del Paraíso que es la naturaleza virgen — debemos crearnos un ambiente que por su verdad y su belleza evoque nuestro origen celestial y, por lo mismo, también nuestra esperanza.
Al crear, el hombre debe proyectarse en la materia según su personalidad espiritual e ideal, no según su estado de caída, a fin de poder reposar su alma y su espíritu en un ambiente que le recuerde dulce y santamente lo que él es.
Las dos nociones hindúes de darshan y satsanga resumen, por extensión, la cuestión del ambiente humano en sentido estricto, y por consiguiente también la del arte o la artesanía. El darshan es ante todo la contemplación de un santo, o de un hombre investido de una autoridad sacerdotal o principesca, y reconocible por los símbolos de sus vestiduras u otros que la manifiestan; el satsanga es la frecuentación de los hombres santos o simplemente de los hombres de tendencia espiritual. Lo que es verdadero para nuestro ambiente viviente, lo es igualmente para nuestro ambiente inanimado, del que asimilamos inconscientemente y en un grado cualquiera el mensaje o el perfume. «Dime con quién andas y te diré quién eres.»
El arte se refiere esencialmente al misterio del velo: es un velo hecho del mundo y de nosotros mismos y se coloca así entre nosotros y Dios, pero es transparente en la medida en que es perfecto y en que comunica lo que al mismo tiempo disimula. El arte es verdadero, es decir, transmisor de Esencia, en la medida en que es sagrado, y es sagrado, y por eso un medio de recuerdo o de interiorización, en la medida en que es verdadero.
