NATURALEZA Y PAPEL DEL SENTIMIENTO
Tanto la cuestión de las virtudes como la de la estética evoca, con razón o sin ella, la del sentimiento: con razón, si se entiende que el sentimiento juega un papel legítimo en la moral y en el arte, pero sin razón si se une a la noción de sentimiento un matiz peyorativo, como si se tratase de un exceso o de una debilidad. En realidad, el sentimiento es un estado de consciencia que no es mental, objetivo y matemático, sin duda, sino vital, subjetivo y, por decirlo así, musical: es el color emocional que toma el ego entero al contacto con cualquier fenómeno, comprendidos entre los fenómenos los pensamientos y las imágenes mentales por una parte y las intuiciones espirituales por otra. La calidad del sentimiento depende tanto de la del ego como de la del fenómeno; si por una parte se distingue entre hombres nobles, virtuosos y contemplativos y hombres vulgares, viciosos y superficiales, por otro lado se distinguirá entre fenómenos pertenecientes a diferentes niveles, a partir del plano físico hasta el plano espiritual, y, finalmente, entre diversos géneros, como los fenómenos de orden estético y los de orden moral. Los fenómenos provocan en el ego diversas coloraciones, según una serie indefinida de gradaciones en lo que concierne a la calidad y la intensidad, y estas coloraciones indican directa o indirectamente lo que somos; el sentimiento es bien una imagen, o bien una modalidad de la persona, según su grado de profundidad.
Como la inteligencia y la voluntad, el sentimiento es una facultad a la vez de discriminación y de asimilación; si detestamos es porque el objeto nos impide amar, es decir, sentir lo que es conforme a nuestra naturaleza y lo que, por este hecho, nos permite ser en la superficie lo que somos en profundidad. Y si en espiritualidad es importante conocer Lo que conoce y querer Lo que quiere, no lo es menos amar Lo que ama.
El sentimiento puede ser diverso en sus accidentes, pero es amor en su sustancia. El amor responde intuitiva y vitalmente a la belleza, a la bondad, al bien; se alimenta de ellos, por decirlo así, y transforma y asimila el alma despertando en el fondo de ésta la Belleza inmanente, la única que es, puesto que es la de Dios. La belleza exterior es precisamente su reflejo: amando inteligente y piadosamente — luego de una manera contemplativa — la belleza sensible, el alma se acuerda de su propia esencia inmortal; amando, quiere convertirse en el otro, a fin de poder volver a ser ella misma.
El sentimiento, considerado en todos sus aspectos, opera, por una parte, una discriminación de alguna manera vital entre lo que es noble, amable y útil y lo que no lo es y, por otra, una asimilación de lo que es digno de ser asimilado y, por lo mismo, realizado; es decir, que el amor está en función del valor del objeto. Si el amor prevalece sobre el odio hasta el punto de que no haya medida común entre ellos, es porque la Realidad absoluta es absolutamente amable; el amor es sustancia, el odio es accidente, salvo en las criaturas perversas. Hay dos clases de odio, uno legítimo y otro ilegítimo: el primero deriva de un amor víctima de una injusticia, como el amor de Dios clamando venganza, y éste es el fundamento mismo de toda santa cólera; la segunda clase de odio es el injusto, o el odio que no se encuentra interiormente limitado por el amor subyacente que es su razón de ser y que lo justifica; esta segunda clase de odio aparece como un fin en sí mismo, es subjetivo y no objetivo, y quiere destruir más que reparar.
Tanto el Corán como la Biblia admiten que hay una Cólera divina (NA: Si, según el Islam, la Clemencia de Dios precede a su Cólera, esto significa que la primera está en la esencia, mientras que la segunda se afirma en función del accidente); por consiguiente, también una «santa cólera» humana y una «guerra santa»; el hombre puede «odiar en Dios», según una expresión islámica. En efecto, la privación objetiva permite o exige una reacción privativa por parte del sujeto y todo está en saber si en tal caso particular nuestra conmiseración por tal sustancia humana debe aventajar a nuestro horror por el accidente que hace al individuo detestable. Pues es verdad que desde un cierto punto de vista hay que detestar el pecado y no al pecador, pero este punto de vista es relativo y no impide que a veces se esté obligado, por el juego de las proporciones, a despreciar al pecador en la medida en que se identifica con su pecado. Hemos oído decir una vez que quien es incapaz de desprecio es igualmente incapaz de veneración; esto es perfectamente cierto, a condición de que la evaluación sea justa y que el desprecio no supere los límites de su razón suficiente, tanto subjetiva como objetiva (NA: Según Mencio, enfadarse por un insulto mezquino es indigno de un hombre superior, pero la indignación por una causa grande es justa cólera). El justo desprecio es a la vez un arma y un medio de protección; hay también la indiferencia, ciertamente, pero ésta es una actitud de eremita que no es forzosamente practicable ni buena en la sociedad humana, pues corre el riesgo de ser mal interpretada. Por lo demás, y esto es importante, el justo desprecio se combina necesariamente con una cierta indiferencia, sin lo cual se carecería de desapego y también de ese fondo de generosidad sin el cual una cólera no podría ser santa. La visión de un mal no debe hacernos olvidar su contingencia; un fragmento puede o debe molestar, pero es preciso no perder de vista que es un fragmento y no la totalidad; ahora bien, la consciencia de la totalidad, que es inocente y divina, aventaja en principio a todo lo demás. Decimos «en principio», pues las contingencias conservan todos sus derechos; es decir, que una cólera serena es una posibilidad, e incluso una necesidad, porque, al detestar un mal, no dejamos de amar a Dios.
Es importante no confundir las nociones de sentimiento, sentimentalidad y sentimentalismo, como se suele hacer demasiado a menudo como consecuencia de un prejuicio, bien racionalista, bien intelectualista. Este segundo caso es por otra parte más sorprendente que el primero, porque si la razón se opone en cierto aspecto al sentimiento, el Intelecto permanece neutro a este respecto, como la luz permanece neutra respecto a los colores. Decimos adrede «intelectualista» y no «intelectual», porque la intelectualidad no podría implicar prejuicio.
Todo el mundo está de acuerdo en considerar que un sentimiento que se opone a una verdad no es digno de estima, y ésta es la definición misma del sentimentalismo. Cuando se reprocha justamente a una actitud el ser sentimental, esto no puede significar más que una cosa, a saber, que la actitud de que se trata contradice una actitud racional y usurpa su lugar; y recordemos que una actitud no puede ser positivamente racional más que en función, sea de un conocimiento intelectual, sea simplemente de una información suficiente sobre una situación real; no puede serlo por el simple hecho de que sea lógica, puesto que se puede razonar en ausencia de los datos necesarios.
De la misma manera que la intelectualidad es, por una parte, el carácter de lo que es intelectual y, por otra, la tendencia hacia el Intelecto, igualmente la sentimentalidad significa a la vez el carácter de lo que es sentimental y la tendencia hacia el sentimiento; en cuanto al sentimentalismo, éste sistematiza un exceso de sentimentalidad en detrimento de la percepción normal de las cosas: los fanatismos confesionales y políticos son de este orden. Si recordamos aquí estas distinciones de por sí evidentes, es únicamente a causa de las frecuentes confusiones como tenemos ocasión de observar en este terreno — y no somos ciertamente los únicos en hacerlo — y que amenazan con falsificar las nociones de intelectualidad y de espiritualidad.
«Dios es amor». Si esta sentencia es verdadera — y lo es por autoridad divina — el sentimiento es una dimensión normal, luego positiva en sí, del microcosmo humano, y todas las suspicacias a su respecto son aberrantes. Atma es Sat, Chit y Ananda: «Ser», «Cosciencia» y «Felicidad», o también «Poder», «Sabiduría» y «Bondad»; en el microcosmo, estos aspectos vienen a ser la voluntad, la inteligencia y el sentimiento. Querer suprimir el sentimiento equivale pues, ontológicamente hablando, a querer suprimir el elemento Ananda, ni más ni menos.
Por lo demás, los adversarios del sentimiento — por consiguiente, en el fondo, del amor — se sitúan en una contradicción a la vez existencial y psicológica consigo mismos. En primer lugar, porque nada existe sin amor, y después, porque ningún hombre puede rechazar los sentimientos en su vida concreta, sea material, sea espiritual. Todo hombre, salvo hipocresía, aspira a la felicidad y ésta no tiene nada de ecuación matemática.
La cima de esta energía que es el sentimiento la constituye el amor a Dios; dicho de otro modo, esta cima es la fe o la devoción. La fe es el estímulo que nos hace vivir en Dios y por Dios; la devoción es el temor reverencial que está en relación con el sentido de lo sagrado y que de alguna manera nos encierra en un clima contemplativo de adoración y de paz.
Se nos podría objetar que el amor a Dios está por encima de los sentimientos y que compromete especialmente a la voluntad, la cual no tiene nada de sentimental; si ello es así, no sería preciso hablar de amor a Dios, porque el amor es indiscutiblemente un sentimiento; habría que elegir otra forma. El sentimiento, exactamente como la inteligencia mental, prolonga el Intelecto — limitándolo — y, por consiguiente, no puede encontrarse enteramente excluido de él; por consiguiente, no hay separación absoluta entre el amor emocional a Dios y el Intelecto, al implicar éste necesariamente una dimensión de amor sobrenatural (NA: A este nivel, el sentimiento se encuentra superado como fenómeno psicológico, pero no en cuanto a su contenido esencial ni como potencia cósmica). Si por una parte el amor espiritual no puede ser una pasión ordinaria desde el momento en que su objeto es Dios y es función — o concomitancia — de una actividad de la inteligencia y de la voluntad, por otra parte se inspira necesariamente en su fuente sobrenatural, que es el Espíritu Santo y que es el Amor en sí mismo.
Hay el corazón-conocimiento y el corazón-amor; son como las dos facetas de un mismo misterio (NA: A veces se considera al corazón como la sede de la fuerza, lo que es enteramente plausible, puesto que el corazón se identifica con el Intelecto, que compendia la voluntad y el sentimiento tanto como la inteligencia, y que es así el receptáculo de todas las facultades y todas las virtudes). Es con el corazón amante con el que se relacionan estas palabras de Cristo: «Porque ha amado mucho, mucho le será perdonado»; y es asimismo al corazón, pero en su aflicción, al que se refieren estas otras: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.» Se habla del corazón que arde de amor, y también del que se funde; se funde bebiendo el vino de la gracia y, al fundirse, él mismo es el vino que es bebido por el Bienamado (NA: Omar iba Al-Faridh: «Hemos bebido a la memoria del Bienamado un vino que nos ha embriagado antes de que fuese creada la viña»).
