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EL HOMBRE EN EL UNIVERSO

La ciencia moderna, que es racionalista en cuanto al sujeto y materialista en cuanto al objeto, puede situarnos físicamente y de un modo aproximativo, pero no puede decir nada sobre nuestra situación extraespacial dentro del Universo total y real. Los astrónomos saben aproximadamente dónde nos encontramos en el espacio, en qué «lugar» relativo, en qué brazo periférico de la Vía Láctea, y quizá saben dónde se sitúa ésta entre las otras polvaredas de estrellas, pero ignoran dónde estamos en el «espacio» existencial: en un estado de endurecimiento, en el centro o en la cumbre del mismo, y a la vez al borde una inmensa «rotación», que no es más que la corriente de las formas, el flujo «samsárico» de los fenómenos. La ciencia profana, al querer penetrar a fondo en el misterio de los continentes — el espacio, el tiempo, la materia, la energía —, olvida el de los contenidos: quiere explicar las propiedades quintaesenciales de nuestro cuerpo y el funcionamiento íntimo de nuestra alma, pero ignora lo que es la inteligencia y la existencia; y en consecuencia, no puede dejar de ignorar — vistos sus principios — lo que es el hombre.

¿Cuando miramos alrededor de nosotros, qué vemos? En primer lugar, la existencia; en segundo lugar, diferencias; en tercer lugar, movimientos, modificaciones, transformaciones; en cuarto lugar, desapariciones. Todo esto manifiesta un estado de la Substancia universal: es a la vez cristalización y rotación, pesadez y dispersión, solidificación y segmentación. Del mismo modo que el agua está en el hielo y el movimiento del cubo en la llanta, al igual Dios está en los fenómenos; es accesible en ellos y a partir de ellos; esto es todo el misterio del simbolismo y la inmanencia. Dios es el «Exterior» y el «Interior», el «Primero» y el «Ultimo» (Nombres divinos coránicos: Ez-Zahir y El-Batin, El-Awwal y El Ajir).

Dios es la más deslumbradora de las evidencias. Cada cosa tiene un centro; por tanto, el conjunto de las cosas — el mundo — posee igualmente un centro. Estamos en la periferia de «algo absoluto» y ese «algo» no puede ser menos poderoso, menos consciente, menos inteligente que nosotros. Los hombres creen tener la «tierra firme» bajo los pies y poseer un verdadero poder; se creen perfectamente «en su casa» sobre la tierra y se atribuyen mucha importancia, cuando no saben ni de dónde vienen ni adónde van y que a través de la vida son tirados como por una cuerda invisible.

Todas las cosas son limitadas. Ahora bien, quien dice limitación, dice efecto, y quien dice efecto, dice causa; es así como todas las cosas, por su limitación como por sus contenidos, prueban a Dios, Causa primera y, por consiguiente, ilimitada.

Una vez más: ¿Qué es lo que prueba extrínsecamente el Absoluto? Primero lo relativo, puesto que no tiene sentido más que por la «absolutidad» que restringe, y en segundo lugar, lo relativamente absoluto, es decir, el reflejo de lo Absoluto en lo relativo. La pregunta de las pruebas intrínsecas o directas del Absoluto no tiene por qué plantearse al estar la evidencia en el propio Intelecto y en consecuencia en todo nuestro ser, de tal modo que las pruebas indirectas no podrían jugar más que un papel de soportes o causas ocasionales; en el Intelecto, el sujeto y el objeto se confunden o se interpenetran de alguna manera. La certidumbre existe prácticamente, pues si no la palabra no existiría; no hay, pues, ninguna razón en negarla en el plano de la intelección pura y de lo universal (La filosofía moderna es la liquidación de las evidencias y, por tanto, de la inteligencia en el fondo; en algún grado ya no es una sophia, sino más bien una «misosofía»).

El ego es a la vez un sistema de imágenes y un ciclo; es algo como un museo y un paseo único e irreversible a través de este museo. El ego es un tejido en movimiento hecho de imágenes y tendencias; éstas vienen de nuestra propia substancia y aquéllas nos son suministradas por el ambiente. Nosotros mismos nos colocamos en las cosas y situamos las cosas en nosotros mismos, mientras que nuestro ser verdadero es independiente.

Al lado de este sistema de imágenes y tendencias que es nuestro ego hay miriadas de otros sistemas de imágenes y tendencias. Los hay que son peores o menos bellos que el nuestro y los hay mejores o más hermosos.

Somos como la espuma renovada sin cesar en el océano de la Existencia, pero como Dios se ha puesto en esta espuma está destinada a hacerse un mar de estrellas, en el momento de la cristalización final de los espíritus. El ínfimo sistema de imágenes debe convertirse, más allá de su contingencia terrestre, en una estrella inmortalizada en el halo de la Divinidad. Esta estrella puede concebirse en diversos grados; los Nombres divinos son sus arquetipos; más allá de las estrellas brilla el Sol del Sí mismo, en su trascendencia fulgurante y en su paz infinita.

El hombre no escoge; sigue su naturaleza y su vocación y es Dios quien escoge.

Un hombre caído en un cenagal, sabiendo que puede salir de una u otra manera y con algún esfuerzo, no pensará en rebelarse contra las leyes naturales ni maldecir la existencia; encuentra evidente que pueda haber barro y pesadez y no piensa más que en salir del lodazal. Así pues, estamos en el cenagal de la existencia terrestre y sabemos que podemos escapar de él cualesquiera que sean nuestras pruebas: la Revelación nos lo asegura y el Intelecto puede darse cuenta de ello a posteriori. Es pues absurdo negar a Dios e injuriar al mundo por la única razón de que la existencia presente fisuras que no puede dejar de presentar so pena de no existir y no poder «existenciar».

Nos encontramos como bajo una capa de hielo que ni nuestros cinco sentidos ni nuestra razón permiten perforar, pero que el Intelecto — espejo de lo suprasensible y rayo sobrenatural de luz a la vez — atraviesa sin trabajo desde que la Revelación le ha permitido tomar consciencia de su propia naturaleza; la creencia religiosa atraviesa igualmente este caparazón cósmico, de un modo menos directo y más afectivo sin duda, pero sin embargo intuitivo en muchos casos; la divina Misericordia, que está comprendida en la Realidad universal y que prueba el carácter fundamentalmente «benéfico» (Aunque la naturaleza divina esté más allá de las determinaciones morales) de ésta, quiere además que la Revelación intervenga allí donde está esta capa de hielo o esta cáscara, de tal modo que nunca estamos totalmente encerrados, si no es en nuestro rechazo de la Misericordia. Tomando el hielo que nos aprisiona por la Realidad, no admitimos lo que excluye y no experimentamos ningún deseo de liberación; queremos obligar al hielo a ser la felicidad. En el orden de las leyes físicas nadie sueña en rehusar la Misericordia que reside indirectamente en la naturaleza de las cosas: ningún hombre que está a punto de ahogarse rechaza el cable que se le tiende; pero demasiados hombres rechazan la Misericordia en el orden total, porque supera el estrecho marco de su existencia cotidiana y los límites no menos estrechos de su entendimiento. En general el hombre no quiere salvarse más que con la condición de no tener que superarse.

El hecho de que estemos aprisionados en nuestros cinco sentidos implica además e igualmente un aspecto de Misericordia, tan paradójico como esto pueda parecer después de lo que acaba de ser dicho. Si nuestros sentidos fuesen múltiples — y teóricamente no hay ningún límite de principio — la realidad objetiva nos atravesaría como un huracán; nos descuartizaría y aplastaría a la vez. Nuestro «espacio vital» sería transparente, estaríamos como suspendidos por encima de un abismo o como precipitados a través de un macrocosmos inconmensurable, con las entrañas visibles como si dijéramos y llenos de espanto; en lugar de vivir en una parcela maternal y caritativamente opaca e impermeable del universo — pues un mundo es una matriz y la muerte un cruel nacimiento —, nos encontraríamos sin cesar frente a una totalidad de espacios o abismos — y enfrente de miriadas de criaturas y fenómenos — de los que ningún ser individual podría soportar la percepción. El hombre está hecho para el Absoluto o el Infinito, no para lo contingente indefinido.

El hombre, ya lo hemos dicho, está como sepultado bajo una capa de hielo. Se encuentra de diversas maneras, unas veces bajo este hielo cósmico que es la materia en su consistencia actual y postedénica y otras bajo el hielo de la ignorancia.

La bondad está en la substancia misma del Universo y en consecuencia traspasa hasta llegar a nuestra materia sin embargo «maldita»; los frutos de la tierra y la lluvia del cielo que nos permiten vivir no son otra cosa que manifestaciones de la Bondad que todo lo penetra y que reanima al mundo, y que llevamos en nosotros mismos en el fondo de nuestros enfriados corazones.

El simbolismo del chorro del agua nos recuerda que todo es por definición una exteriorización proyectada en un vacío en sí inexistente, pero sin embargo perceptible en los fenómenos; el agua en esta imagen es esa «substancia de sueño» (Shakespeare) que produce los mundos y los seres. La distancia de las gotas de agua respecto a su fuente se traduce, en la escala macrocósmica, en un principio de coagulación y endurecimiento, en cierto plano también de individuación; la gravedad que hace volver a caer las gotas es entonces la atracción sobrenatural del Centro divino. Esta imagen del chorro del agua no da cuenta sin embargo de los grados de realidad ni sobre todo de la trascendencia absoluta del Centro o del Principio: da cuenta de la unidad de la «substancia» o de la «no-irrealidad» (Es decir, que nada podría situarse fuera de la única Realidad), pero no de la separación existencial que sustrae lo relativo de lo Absoluto; el primer aspecto va del Principio a la manifestación y el segundo de la manifestación al Principio, es decir, que hay unidad desde el «punto de vista» del Principio y diversidad o separatividad desde el punto de vista de los seres en cuanto que no son más que ellos mismos.

En cierto sentido, los mundos son como los cuerpos vivientes y los seres son como la sangre o el aire que los atraviesa; los continentes como los contenidos son proyecciones «ilusorias» fuera del Principio — ilusorias porque en realidad nada podría salir de él —, pero los contenidos son dinámicos y los continentes estáticos; esta distinción no aparece en el simbolismo del chorro del agua, pero sí en el de la respiración o la circulación sanguínea.

El sabio mira las cosas desde el aspecto de su exteriorización necesariamente imperfecta y efímera, pero también las mira desde el de sus contenidos perfectos y eternos. En un contexto moral y, por tanto, estrictamente humano y volitivo, esta exteriorización coincide indirectamente con la noción del «pecado» («Todo lo que deviene, merece perecer», dijo Goethe en Fausto, otorgando abusivamente esta función destructiva al diablo, cuyo papel se limita en realidad a la perversión y a la subversión), y éste es un aspecto que el hombre como criatura pasional y que actúa nunca debe perder de vista.

Ha habido muchas especulaciones sobre el problema de saber cómo el sabio — el «gnóstico» (Siempre empleamos esta palabra en el sentido etimológico, sin tener en cuenta todo lo que puede llamarse «gnosticismo» históricamente. La Gnosis es lo que tenemos presente y no sus desviaciones pseudorreligiosas) o el jnani — «ve» el mundo fenoménico, y los ocultistas de todo género no se han privado de emitir las teorías más fantásticas sobre la «clarividencia» y el «tercer ojo»; en realidad, la diferencia entre la visión ordinaria y aquella de la que goza el sabio o el gnóstico sin duda alguna no es de orden sensorial. El sabio ve las cosas en su contexto total, y por tanto en su relatividad y en su transparencia metafísica a la vez; no las percibe como si fuesen físicamente diáfanas o dotadas de sonidos místicos o con un aura visible, aunque a veces se pueda describir su visión por medio de imágenes semejantes. Si vemos ante nosotros un paisaje y sabemos que es un espejismo — incluso si el ojo no lo percibe —, lo miramos de otro modo que si fuese un paisaje real; una estrella nos hace otra impresión que una luciérnaga, aun cuando las circunstancias ópticas sean tales que la sensación sea la misma para el ojo; el sol nos llenaría de espanto si no se pusiese (No es sin razón que los védicos llaman a la ignorancia «tomar una cuerda por una serpiente»); de este modo es como la visión espiritual de las cosas se distingue mediante la percepción concreta de las relaciones universales y no por un carácter sensorial particular. El «tercer ojo» es la facultad de ver los fenómenos sub specie aeternitatis y por ello en una especie de simultaneidad; a ello se añaden a menudo por la fuerza de las cosas intuiciones sobre las modalidades prácticamente imperceptibles.

El sabio ve las causas en los efectos y los efectos en las causas; ve a Dios en todo y todo en Dios. Una ciencia que penetra en las profundidades de lo «infinitamente grande» y lo «infinitamente pequeño» en el plano físico, pero que niega los otros planos que sin embargo revelan la razón suficiente de la naturaleza sensible y suministran su clave, es un mal más grande que la ignorancia pura y simple; a fin de cuentas es una «contra-ciencia» cuyos últimos efectos no pueden dejar de ser mortales. En otros términos, la ciencia moderna es a la vez un racionalismo totalitario que elimina tanto la Revelación como el Intelecto, y un materialismo totalitario que ignora la relatividad metafísica — y por consiguiente la impermanencia — de la materia y del mundo; ignora que lo suprasensible — que está más allá del espacio y del tiempo — es el principio concreto del mundo y en consecuencia también está en el origen de esta coagulación contingente y cambiante que llamamos «materia» (Las interpretaciones recientes quizás «afinan» la noción de materia, pero no superan su nivel). La llamada ciencia «exacta» (No es realmente «exacta», puesto que niega las cosas que no puede probar en su terreno y con sus métodos, como si la imposibilidad de las pruebas materiales o matemáticas fuese una prueba de inexistencia) es de hecho una «inteligencia sin sabiduría» como a la inversa la filosofía post-escolástica es una «sabiduría sin inteligencia».

El principio de individuación produce visiones espirituales cada vez más restringidas. Hay, primero, más allá de este principio, la visión intrínseca de la Divinidad: es no ver más que a Dios. La próxima etapa, en orden descendente es ver todo en Él; y la siguiente es ver a Dios en todo; en cierto sentido, estos dos modos de ver son equivalentes o casi equivalentes. Viene después la «visión» completamente indirecta del hombre ordinario: las cosas «y» Dios; y finalmente, la ignorancia que no ve más que las cosas y que excluye a Dios, lo que equivale a decir que reduce prácticamente el Principio a la manifestación o la Causa al efecto. Pero en realidad sólo Dios se ve; ver a Dios es ver por Él.

Es preciso conocer el continente y no dispersarse en los contenidos. El continente es, en primer lugar, el milagro permanente de la existencia; luego, el de la conciencia o la inteligencia, y a continuación, el de la alegría, que, como un poder expansivo y creador, llena como si dijéramos los «espacios» existencial e intelectual. Será quemado todo lo que no es capaz de inmortalidad; los accidentes perecen, sólo la Realidad permanece.

Hay en cada hombre una estrella incorruptible, una substancia llamada a cristalizarse en la Inmortalidad y eternamente prefigurada en la luminosa proximidad del Sí mismo. Esta estrella el hombre no la libera más que en la verdad, en la oración y en la virtud.

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