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SOBRE LAS HUELLAS DE MAYA

Maya no es sólo la «ilusión universal», también es el «juego divino». Es la gran teofanía, el «descubrimiento de Dios» (En los tres monoteísmos semitas el nombre «Dios» engloba necesariamente todo lo que es propio del Principio, sin restricción alguna, aunque los exoterismos evidentemente no consideran más que el aspecto ontológico) «en Sí mismo y por Sí mismo», como dirían los sufíes (Hay diversas expresiones de este género. Según la Risalat el-Ahadiyah, «Él ha enviado su ipseidad por Sí-mismo hacia Sí mismo…»). Maya es como un tejido mágico cuya urdimbre cubre y cuya trama descubre; intermediario casi imperceptible entre lo finito y lo Infinito — desde nuestro punto de vista de criaturas por lo menos (Pues en realidad nada está fuera de lo Infinito) — tiene toda la tornasolada ambigüedad que conviene a su naturaleza semicósmica, semidivina.

La doctrina védica es indiscutiblemente la metafísica por excelencia; transmite todas las verdades esenciales, pero puede ocurrir que la doctrina de los sufíes sea más explícita en un punto, el «por qué» o el «cómo» de la proyección del «juego divino». Los hindúes declaran con gusto que Maya es inexplicable; los musulmanes, a su vez, insisten por el contrario sobre el «motivo divino» de la creación, es decir, que «Yo que era un tesoro oculto, he querido conocerme (O «Yo he querido conocer», es decir, de modo distintivo y dentro de la relatividad) y he creado el mundo» (Hadif qudsi): el mundo es una «dimensión» de la infinitud de Dios, si se permite la expresión. En otros términos: si Allah no tuviese, entre otras cualidades, la de la «exterioridad» (Ezh-Zahir) no sería Dios; o también: sólo Él tiene la capacidad para introducir la realidad en la nada (Semejante manera de expresarse puede parecer lógicamente absurda, pero su función intelectual y su alcance metafísico — análogos a la noción también contradictoria del punto geométrico — no dejará de ser percibida por nuestros lectores habituales). Es verdad que las cualidades divinas opuestas — tales como la «exterioridad» y la «interioridad», la «justicia» y la «misericordia», el «perdón» y la «venganza» (Pero no las cualidades simples o no complementarias, como la «unidad», la «santidad», la «sabiduría», la «beatitud». Estas cualidades pertenecen a la Esencia y es nuestra manera de disociarlas — y no su naturaleza intrínseca — lo que es del dominio de Maya. La «sabiduría» está en la «santidad» e inversamente, mientras que las cualidades opuestas como el «rigor» y la «clemencia» son irreductibles e irreversibles) — pertenecen ya al ámbito de Maya, pues de lo contrario no habría oposición, pero expresan cada una un misterio de la Esencia o del supremo Sí mismo; pues todos los aspectos divinos, tanto extrínsecos como intrínsecos, son solidarios en virtud de la unidad de la Esencia.

Si el mundo es necesario en virtud de un misterio de la infinitud divina — no hay que confundir ni la perfección de necesidad con la coacción, ni la perfección de libertad con lo arbitrario —, el Ser creador es necesariamente antes del mundo y con mayor razón; lo que el mundo es al Ser, el Ser es — mutatis mutandis — al supremo No-Ser. Maya no engloba únicamente la manifestación, sino que se afirma ya a fortiori «en el interior» del Principio; el Principio divino «que quiere conocerse» — o «que quiere conocer» — se inclina hacia el despliegue de su infinitud interna, despliegue primero potencial y luego externo o cósmico (En lenguaje cristiano — no decimos «teológico» — se podría decir que el Padre se ha engendrado como Hijo a fin de que el Hijo pueda hacerse hombre, o de que Dios pueda hacerse mundo). La relación «Dios-mundo», «Creador-criatura», «Principio-manifestación» sería inconcebible si no estuviese prefigurada en Dios, independientemente de todo problema de creación.

Decir que Maya es «inexplicable» no significa que se trata de un problema insoluble; la única pregunta insoluble es la del «porqué» del Principio supremo, de Atma, y es insoluble porque es absurda, al no poderse explicar el Absoluto por una relatividad; el Absoluto es, o incomprensible o deslumbrante de evidencia. En cambio, la pregunta del «porqué» de Maya no carece de sentido, a condición no obstante de tener en perspectiva la pura causalidad y no algún motivo antropomorfista: la relatividad tiene su razón suficiente en el Absoluto; es pues evidente en función de éste, a la vez que es problemática en sí misma. Podemos comprender por qué el Absoluto engendra necesariamente lo relativo, pero hay en este último algo que escapa a nuestra necesidad de causalidad, y es el «porqué» de tal o cual cosa que sucede; comprendemos la teoría de las posibilidades, pero la elección, la disposición, la coincidencia de los posibles permanecen misteriosas para nosotros; las cosas son obscuras en la misma medida en que pertenecen a la relatividad y si pudiese haber una pura relatividad, sería pura obscuridad e ininteligibilidad. Pero nuestra propia incomprensión es aquí una especie de comprensión: si no comprendemos, es que en el Universo hay necesariamente un margen para lo gratuito y lo inexplicable, que manifiesta a su manera la libertad divina. O también: si partimos de la idea de que lo Absoluto — y sólo lo Absoluto — es lo perfectamente inteligible y lo incondicionalmente evidente, podemos pensar correlativamente que lo relativo es lo ininteligible, lo equívoco, lo dudoso; éste es el punto de vista de los védicos. Maya no es otra cosa que la relatividad y desde ciertos puntos de vista es más «misteriosa» que lo Absoluto; pero el «misterio» indica entonces algo indirecto, negativo y caótico. En resumen, los hindúes insisten en este carácter arbitrario y de indefinidad en la misma medida en que fijan su mirada sobre la «superabundancia de claridad» — como diría Santo Tomás — de la Realidad pura.

De este carácter ininteligible — y en un cierto sentido «absurdo» — de Maya o de Prakiti (No decimos que estas dos nociones sean sinónimas; nuestra yuxtaposición significa que Prakriti, la «Substancia» ontológica, es la «femineidad» divina de Maya. El aspecto «masculino» se manifiesta por los Nombres divinos que, como Purusha, determinan y «fertilizan» la Substancia, en colaboración con las tres tendencias fundamentales incluidas en ella (los gunas: sattwa, rajas, tamas)) es de donde proviene en gran parte el elemento perturbador que se insinúa en nuestras cristalizaciones mentales desde que éstas se alejan de su función normal, que es indicativa y no exhaustiva; hablar de una absoluta adecuación de nuestro pensamiento a lo Real es una contradicción en los términos, puesto que nuestro pensamiento no es lo Real y el sentido de la ecuación es precisamente esta separación o esta diferencia. Cocluir de esto que la verdad total nos es inaccesible, es un error todavía más grande, y por otro lado solidario de lo precedente por la confusión entre el conocimiento directo y el pensamiento; si el hecho de que podamos tener una noción perfectamente adecuada de un árbol no puede significar que nuestro pensamiento se identifica con este árbol, el hecho contrario de que nuestra ecuación no es una identidad tampoco significa que no podamos conocer el árbol de ninguna manera. En cualquier caso el deseo de encerrar la Realidad universal en una «explicación» exclusiva y exhaustiva trae consigo un desequilibrio permanente debido a las interferencias de Maya, y por otra parte es de este desequilibrio y esta inquietud de lo que vive la filosofía moderna; pero este aspecto de ininteligibilidad — o este algo «irracional» — de Maya, este elemento imperceptible y en cierto modo «burlón» que condena a la «filosofía según la carne» (San Pablo) a un círculo vicioso y finalmente al suicidio, resulta en el fondo de la trascendencia del Principio, que no se deja encerrar en ciegos raciocinios, al igual que nuestras facultades sensoriales no se dejan percibir por nuestros sentidos; decimos «encerrar», pues el valor «indicativo» de las operaciones lógicas bien fundadas no está en juego.

Lo que nos ha permitido hablar de un aspecto «absurdo» de Maya es que hay en la relatividad algo forzosamente contradictorio, que se revela por ejemplo en la pluralidad del ego — lógicamente único sin embargo — o en la ilimitación inimaginable, pero innegable, del espacio del tiempo, del número, de la diversidad, de la materia. En relación con las perfecciones siempre precarias del mundo, la Persona divina sin duda posee en grado supereminente todas las perfecciones de las que el mundo nos ofrece las huellas, pero desde el punto de vista de su Esencia supraontológica, no se podría afirmar que la restricción ontológica posee la perfección de la pura «absolutidad» (En este caso el adjetivo «puro» no constituye un pleonasmo, teniendo en cuenta la noción de lo «relativamente absoluto» que para nosotros es de la mayor importancia metafísica e incluso simplemente lógica), ni que la oposición de algunos nombres divinos no implique una especie de contradicción; pero no deja de ser imposible hablar de «absurdo» más allá de la manifestación, o sea en lo que concierne al Dios creador como tal, y distinguido de la Divinidad suprema por efecto de Maya, que comienza aquí su expansión. Añadamos que la oposición de los nombres divinos desaparece en sus raíces inefables: al nivel del Ser hay por cierto oposición entre el «perdón» y la «venganza», pero más allá de este nivel estos mismos Nombres se unen en su Esencia común; hay «dilatación» como si dijéramos, pero no «abolición».

Hemos mencionado al «Dios creador» añadiendo «como tal»: esta precisión preventiva está lejos de ser superflua, pues quien dice «Ser» — si no es con una intención de definición distintiva — dice implícitamente «NoSer» o «Sobre-Ser»; hay en esto matices muy graves a observar, pues no se puede hablar de Dios de cualquier manera. El Ser definido como tal no es el Sobre-Ser o el supremo Sí mismo, pero «Dios» es siempre «Dios» — salvo reserva metafísica expresa —, es decir, que hay en Él aspectos, pero no compartimentos, y que estos aspectos permanecen siempre solidarios de toda la Divinidad.

La distinción en Dios de una Esencia transontológica y transpersonal por una parte, y de una «autodeterminación» ya relativa por otra — siendo esta última el Ser o la Persona (Se encuentra en Eckhart, Silesius, Omar Jayyain y en otros autores expresiones que parecen hacer depender la existencia de Dios de la del hombre y que en realidad significan que el Intelecto penetra hasta en las «profundidades» de Dios, y que, por consiguiente, puede sobrepasar el nivel de realidad del Principio ontológico) —, marca toda la diferencia entre la perspectiva estrictamente metafísica o sapiencial y las teologías catafáticas y ontologistas, en la medida en que son explícitas. Recordemos aquí que el Intelecto — que precisamente nos hace evidente la «absolutidad» del Sí mismo y la relatividad de las «objetivaciones» — sólo es «humano» en tanto que nos es accesible, pero no en sí mismo; esencialmente es increatus et increabile (Eckhart), aunque «accidentalmente» creado en virtud de su reverberación en el macrocosmos y en los microcosmos; geométricamente hablando, el Intelecto es un radio más bien que un círculo, «emana» de Dios antes de «reflejarlo». «Allah no es conocido más que por Él mismo», dicen los sufíes, lo que, al mismo tiempo que parece excluir al hombre del conocimiento directo y total, en realidad enuncia la divinidad esencial y misteriosa del Intelecto puro; semejantes fórmulas sólo son plenamente comprensibles a la luz de este hadit citado con frecuencia: «Quien conoce su alma, conoce a su Señor.»

El sol, al no ser Dios, debe prosternarse todas las tardes ante el trono de Allah; es lo que se dice en el Islam. Del mismo modo: Maya al no ser el Atma, no puede afirmarse más que de una manera intermitente; los mundos brotan de la Palabra divina y regresan a ella. La inestabilidad es el tributo de la contingencia; plantear la pregunta de saber por qué habrá un fin del mundo y una resurrección, equivale a preguntar por qué una fase respiratoria se detiene en un momento preciso para ser seguida por la fase inversa, o por qué una ola se retira de la orilla después de haberla sumergido o también por qué las gotas de un chorro de agua vuelven a caer a tierra. Somos posibilidades divinas proyectadas en la noche de la existencia, y diversificadas a causa de esta misma proyección, como el agua se dispersa en gotas cuando se lanza en el vacío y también como se cristaliza cuando es cogida por el frío.

Quien dice «manifestación», dice «reintegración»; el error de los materialistas — su falta de imaginación si se quiere — es partir de la materia como de un dato invariable (Cualesquiera que sean las sutilidades mediante las que se pretende «superar» la noción de materia y que no hacen más que desplazarla sin cambio de nivel) cuando no es más que un movimiento que nuestra experiencia de seres efímeros no puede abarcar, una especie de contracción transitoria de una substancia en sí inaccesible a nuestros sentidos; es como si comprobásemos la dureza del hielo sin saber que el hielo antes ha sido agua y que este agua ha sido nube. Nuestra materia empírica, con todo lo que implica, se deriva de una protomateria suprasensible y eminentemente plástica bajo la acción del «Soplo creador» (Repetimos aquí una breve exposición ya dada en el capítulo Caída y Decadencia y cuya importancia es capital); en ella se ha reflejado y «encarnado» el ser terrestre, lo que a su manera expresa el mito del sacrificio de Purusha. Por efecto de la virtud segmentadora de esta protomateria, la imagen divina se ha diversificado; pero las criaturas aún eran «estados de conciencia»; estados contemplativos vueltos hacia el interior e iluminados en sí mismos y en este sentido se ha podido decir que en el Paraíso vivían juntos los lobos y los corderos. Es en esta substancia protomaterial donde tuvo lugar la creación de las especies; después de la bipolarización del andrógino primordial, tuvo lugar su «exteriorización», a saber, «la caída de Adán», que acarreó en consecuencia — ya que en la protomateria sutil y luminosa todo estaba aún ligado en cierto modo — la «materialización» de todas las criaturas terrestres, por tanto su «cristalización» y las oposiciones que necesariamente resultaban de ello. No es posible que no existan conflictos y calamidades en un mundo material, y querer abolirlos — en lugar de escoger el mal menor — es la más perniciosa de las ilusiones.

El hombre es como una imagen reducida del desarrollo cosmogónico: estamos hechos de materia, pero en el centro de nuestro ser se encuentra lo suprasensible y lo trascendente, el «reino de los Cielos», el «ojo del corazón», el pasaje al Infinito. Suponer que la materia — que en realidad no es más que un instante — está «en el comienzo» del Universo, equivale a afirmar que la carne puede producir la inteligencia, o que la piedra puede producir la carne. Si Dios es el «omega», es también el «alfa»: el Verbo está «al comienzo» y no solamente «al fin» como querría un evolucionismo pseudoreligioso cuya nulidad metafísica salta a la vista. La «emanación» es estrictamente discontinua a causa de la trascendencia y la inmutabilidad de la Substancia divina, pues la continuidad afectaría al Creador en función de la creación, quod absit. Hay una teoría — pero Dios es más sabio — según la cual el Universo estelar sería una inmensa explosión a partir de un núcleo imperceptible; sea cual sea el valor de esta concepción se puede describir de la misma manera al Universo total, del que el Universo visible no es más que una célula ínfima, aunque no hay que tomar la imagen al pie de la letra: queremos decir que la Maya manifestada (La Maya no-manifestada, ya lo hemos dicho, es el Ser, Ishwara), que en su conjunto escapa a todas luces a nuestras facultades sensoriales y a nuestra imaginación, describe un movimiento análogo, o sea, un movimiento centrífugo, hasta el agotamiento de las posibilidades que el Ser le ha prestado; cada expansión alcanza tarde o temprano su punto muerto, su «fin del mundo» o su «Juicio final».

Algunos han llegado a la conclusión de que el espacio es esférico, pero sus principios y métodos les prohiben el acceso a una verdad que sin embargo es fundamental, y sin la cual cualquier especulación sobre el devenir del mundo y las cosas es en balde; esta verdad es que el tiempo es igualmente circular, como por lo demás todo lo que es de Maya. Un indio, al hablar del «Gran Espíritu», ha hecho notar muy justamente que «todo lo que hace el Poder del mundo está hecho en círculo. El Cielo es redondo… Incluso las estaciones forman un gran círculo en su ronda y vuelven siempre a su punto de partida» (Black Elk (HEHAKA SAPA), en Black Elk speaks (op. cit)). Es de este modo cómo todo lo que existe procede por movimientos giratorios, todo brota del Absoluto y regresa al Absoluto (Hay que tener siempre en cuenta la diferencia entre el «Absoluto relativo» que es el Ser creador y el «Absoluto puro» que es el No-Ser, la Esencia, el Sí mismo; ésta es toda la diferencia entre el «Fin del mundo» y la apocástasis, o entre el Pralaya y el Mahapralaya); el hecho de que lo relativo no se conciba más que como una «salida circular» — pasajera puesto que vuelve a su origen — fuera del Absoluto, explica que el espacio sea redondo y que las criaturas vuelvan a encontrar al final de su vida la nada de la que han salido, y después al Absoluto que les ha prestado la existencia. Decir que el hombre es relativo — lo que es un pleonasmo, puesto que existe — equivale a decir que encontrará de modo ineluctable al Absoluto; la relatividad es un círculo y el primero de todos los círculos; Maya puede describirse simbólicamente como un gran movimiento circular y también como un estado esférico (Lo que se corresponde exactamente con los diagramas budistas del «círculo de la Existencia» o la «rueda de las cosas». El samsara es un círculo al mismo tiempo que una rotación). La muerte no puede destruir el ego, pues si no sería posible aniquilar materialmente al espíritu y por consiguiente también crearlo materialmente; hipótesis insensata, pues lo «menos» no tiene — más allá del terreno cuantitativo — poder absoluto sobre lo «más». Según su grado de conformidad con su Origen, la criatura será aceptada o rechazada por el Creador; y la Existencia total regresará finalmente, con el propio Ser, a la infinitud del Sí mismo. Maya vuelve a Atma, aunque en rigor nada puede salir de Atma ni en consecuencia regresar a él.

La misión del hombre es introducir lo Absoluto en lo relativo, si se puede usar una expresión tan elíptica; ésta es igualmente por vía de consecuencia — puesto que el hombre ha faltado a su misión con demasiada frecuencia — la función de la Revelación y del Avatara, así como del milagro. En el milagro, como en otras teofanías, el velo de Maya se desgarra simbólicamente; el milagro, el Profeta, la sabiduría son metafísicamente necesarios, es inconcebible que no aparezcan en el mundo humano; y el propio hombre implica todos estos aspectos en relación con el mundo terrestre, del que es el centro y la abertura hacia el Cielo, o el pontifex. El sentido de la vida humana es — para parafrasear una fórmula cristiana que enuncia la reciprocidad entre el hombre y Dios — realizar que Atma se ha hecho Maya a fin de que Maya se haga Atma (En un sentido análogo los budistas dicen que Shunya (el «Vacío», el mundo) es Nirwana (la «Extinción», el Absoluto) y que el Nirwana es Shunya).

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