NOTAS SOBRE TIPOLOGÍA RELIGIOSA
Es posible aproximarse al Absoluto por dos vías (NA: Aunque fuese un «Absoluto relativo», pero ahora no es esta la cuestión, pues todo el Orden divino es absoluto en relación con la relatividad humana; pero no en relación con el puro Intelecto, que sobrepasa toda relatividad — efectiva o potencialmente — sin lo cual no tendríamos siquiera la noción del Absoluto), una fundada en «Dios en sí» y la otra en «Dios hecho hombre»; esto es lo que constituye la distinción entre, por una parte, el Abrahamismo, el Mosaísmo, el Islam, el Platonismo, el Vedantismo, y, por otra, el Cristianismo, el Ramaísmo, el Krishnaísmo, el Amidismo, y en cierto modo incluso el Budismo a secas.
La segunda de estas vías — la del Logos — es comparable a una barca que nos conduce a la otra orilla: la tierra lejana se vuelve tierra próxima, en la forma de la barca; Dios se hace hombre porque nosotros somos hombres; Él nos tiende la mano tomando nuestra propia forma. Lo que implica, en primer lugar, que el hombre no puede salvarse de otro modo que mediante esta mano tendida de Dios y, en segundo lugar, que la imagen del «Dios en sí» se difumina en la mitología y la economía salvadoras del «Dios hecho hombre».
La primera de estas dos vías se funda, por el contrario, en la idea de que el hombre, por su misma naturaleza — caída o no — tiene acceso a Dios, y de que lo que salva es la fe en «Dios en sí»; pero esta fe debe ser íntegra, debe englobar todo lo que somos, a saber, el pensamiento, la voluntad, la actividad, el sentimiento; esto es lo que entienden realizar las Leyes sagradas, para la colectividad así como para el individuo (NA: Desde el punto de vista de la Ley, es conforme a la virtud no sólo lo que sirve al interés espiritual y eventualmente también material del individuo y de su prójimo inmediato — siendo incondicional el interés espiritual y condicional el material —, sino también lo que sirve para el equilibrio de la sociedad; mientras que desde el punto de vista de la simple naturaleza de las cosas, es conforme a la virtud lo que, con independencia de las necesidades de la colectividad, es justo en sí y por ello sirve a un determinado interés espiritual, a condición de no dañar los intereses legítimos de nadie). El hombre se salva conformándose perfectamente a su naturaleza teomorfa; la Ley sagrada es lo que somos, esencial y, por tanto, primordialmente.
Está en la naturaleza de las cosas el que ninguna de las dos vías fundamentales pueda excluir del todo la verdad de la otra vía; la vía del Logos debe encontrar su lugar secundario — aunque sólo fuera a título simbólico — en el marco de la vía del «Dios en sí», e inversamente. El Shiísmo, con su cuasi divinización de Ali y de Fatima y su imamolatría subsiguiente, proyecta por así decirlo la perspectiva cristiana en el Islam; el Amidismo, con su confianza salvadora en la Misericordia del Buda-Dios Amida, parece introducir esta misma perspectiva fundamental en el Budismo (NA: Mientras que en ambos casos las influencias cristianas están totalmente excluidas. Se trata de arquetipos espirituales, no de fenómenos históricos). El Hinduísmo — como cabía esperar — contiene ambas perspectivas, una junto a la otra, es krishnaíta así como vedantista.
Pero los ejemplos extremos del Shiísmo y el Amidismo son insuficientes, pues se trata de encontrar la perspectiva extranjera no sólo en una determinada cristalización particularista, sino también y ante todo en la religión general; así, el culto al Logos se encuentra en el Islam general bajo la forma atenuada y, por así decirlo, neutralizada del culto místico a Muhammad, cuya expresión canónica es la «Bendición del Profeta»; el culto al Logos se encuentra igualmente en el Budismo general bajo la forma de la cuasi adoración a Buda, cuya señal más notoria es la imagen clásica y universal de Buda.
Co toda evidencia, la reverberación inversa existe igualmente, y se manifiesta, muy paradójicamente, en el hecho de que las religiones del Logos «hecho hombre» consideran, en cierta medida, a este hombre como si fuera el «Dios en sí»: también ellas entienden realizar lo humano íntegro y primordial mediante el recurso a una Ley, pero siempre partiendo de la idea de un «Verbo hecho carne» y de la incapacidad fundamental del hombre marcado por la caída; o sea, sin salir de su óptica general y determinante.
La confrontación entre dos tipos de religión, centrado uno en el Dios-en-sí y el otro en el Dios-hecho-hombre, evoca el principio de una doble relación, no sólo del hombre a Dios, sino también de la esposa al esposo, del pueblo al monarca, y otras complementaridades de este género. Si nuestra confrontación de las religiones nos ha mostrado que hay hacia Dios un acceso que es directo y otro que es indirecto, podríamos decir lo mismo de las situaciones puramente humanas: la esposa no puede estar subordinada al esposo más que con la condición de ser, en otro plano, su amiga, a saber, en el plano de su humanidad común; asimismo, una regla elemental de la monarquía es que el monarca, si por una parte domina a sus súbditos, por otra debe salvaguardar siempre para con ellos una relación de hombre a hombre, como nos lo muestran los ejemplos de los grandes reyes del pasado.
Para el occidental, el acceso a la personalidad del Profeta está como bloqueado por los factores siguientes: el lenguaje a primera vista extrañamente tipo «hombre medio», incluso «prosaico» y algo «discontinuo» del Profeta; una cierta complicación y cuasi accidentalidad de su vida privada; y sobre todo la pretensión canónica de situarlo por encima de Cristo. Por eso el acceso a la personalidad de Muhammad no es posible — fuera del caso de una conversión pura y simple, cuyo resultado será el olvido o la incomprensión de la personalidad de Jesús — este acceso, decimos, no es posible más que por rodeo metafísico o esotérico, que capta el fenómeno a partir del interior y va de la síntesis al análisis, de la esencia a la forma, o de la substancia al accidente. Hemos tratado de ello en otras ocasiones y nos limitaremos aquí a la siguiente observación, que aparecerá a priori como una petición de principio, pero poco importa, puesto que las consecuencias espirituales, religiosas, culturales e históricas del fenómeno muhammadiano prueban su legitimidad, su eficacia y su grandeza: contrariamente a lo que tiene lugar para Cristo, que no hace más que pasar como a disgusto por el estado humano y se encuentra en él casi como un extraño, el Profeta, deliberadamente separado del Orden divino — pues la razón de ser del Islam quiere que el Enviado sea «el hombre, todo el hombre y nada más que el hombre» — , el Profeta, pues, se sitúa de pleno en la condición humana y por ello acepta y realiza a la perfección todo lo que es positivamente humano y natural: lo cual, para los cristianos, confunde la pista de su santidad. El Profeta posee esencialmente el sentido de la sociedad, mientras que Cristo sólo considera al hombre en sí; por eso San Pablo, que, sin embargo, es consciente de la utilidad social del matrimonio, parece querer hacer de éste una especie de castigo, como para vengarse del hombre que no ha elegido el celibato con miras al Espíritu Santo, y ello a pesar de ese sesgo que es la sacramentalización del matrimonio, la cual se refiere al Espíritu Santo y solicita su participación. Sea como fuere, las formulaciones dogmáticas y las estipulaciones éticas tienen forzosamente algo de brutal, si se puede decir así; no se edifica una religión a base de matices.
Por extraña que pueda parecer tal aserción — que en el caso de Cristo no tendría ningún sentido —, Muhammad es el Profeta de lo «razonable»; de lo razonable no mediocre, por supuesto, sino hecho de realismo psicológico y social, y susceptible, por consiguiente, de servir de vehículo a la vía ascendente. Incidentalmente, pero no raramente, el Profeta sabía ser tan «piadosamente desrazonable» como los ascetas cristianos, y a esos ejemplos «al margen» se refiere el ascetismo esotérico del que hemos hablado más arriba; «al margen» por ser extraños — si no contrarios — al principio de mesura y equilibrio de la religión común.
El Profeta, dicen los sufíes, realiza la síntesis de todas las posibilidades espirituales, mientras que cada uno de los otros «Enviados» no representa más que una sola de estas posibilidades, o al menos no acentúa más que una sola. Mientras que el mensaje de «interioridad» o de «esencialidad» de Jesús — opuesto al culto de las «observancias externas» — es unívoco y contundente, el carácter de síntesis o de equilibrio del mensaje muhammadiano es precisamente lo que hace más o menos «impreciso» el retrato espiritual del Profeta, al menos visto desde fuera y en ausencia de las claves necesarias; mas para los musulmanes, este mismo retrato es perfectamente inteligible, pues lo conciben a priori como el abanico desplegado de todas las grandezas y todas las bellezas, y ello no sobre la base de una abstracción, por supuesto, sino siguiendo el itinerario complejo de los incidentes grandes y pequeños que jalonan la vida del héroe. Se podría decir que, en cierto sentido, la perspectiva islámica, en lo que concierne al Mensajero y a la vida espiritual, va del análisis a la síntesis, mientras que la perspectiva cristiana, por el contrario, procede de la síntesis al análisis, en los dos mismos aspectos.
Una verdad simbólica no es siempre literal, pero una verdad literal es forzosamente simbólica siempre. Las diversas tradiciones islámicas referentes a Cristo, la Virgen y los cristianos no son ciertamente para tomarlas al pie de la letra — lo que no invalida en nada su intención o su simbolismo, precisamente —, pero cuando el Islam enseña que existe, y que siempre ha existido, la posibilidad de la salvación fuera de la persona de Cristo, y que ésta es una manifestación salvadora entre otras — lo que no significa que sea como las otras —, la verdad literal está de su lado, al menos en este aspecto particular (NA: No en el de la modalidad característica, y realmente única, que realiza el «Verbo hecho carne»; aunque el Corán reconozca que Cristo es «Espíritu de Dios» y que nació de una virgen). Jesús es exclusivamente «la Puerta» y «la Vía», sin duda, pero la Puerta y la Vía no son exclusivamente Jesús; el Logos es Dios, pero Dios no es el Logos. Toda la cuestión está en saber en qué grado aceptamos este axioma y qué consecuencias sacamos de él.
Desde otro punto de vista completamente distinto, no hay religión que no incluya elementos prácticamente comparables a lo que en lenguaje zenista se denomina un koan, a saber, una fórmula lógicamente irritante, destinada a hacer estallar la corteza de la mente, no hacia abajo, por su puesto, sino hacia arriba; y en este sentido toda religión, por algún aspecto o algún detalle, es una «divina locura», lo que por lo demás es compensado a priori por la evidencia deslumbrante y cuasi existencial de su mensaje global. Por mucho que el escéptico, o el pedante, choque con inevitables contrasentidos, siempre habrá en la religión un elemento fundamental que no le deje ninguna excusa, pero que, al contrario, proporciona una excusa ampliamente suficiente para las disonancias del simbolismo religioso.
Después de todas estas consideraciones sobre una cuestión de tipología religiosa, y, a fin de cuentas, sobre los enigmas del lenguaje dogmático en general, creemos poder cambiar de tema en el marco de este mismo capítulo y abordar un problema conexo, el de la relación — o de ciertas relaciones — entre el Occidente cristiano y el Oriente musulmán; decimos «abordar», pues no es cuestión de tratar el problema a fondo. En primer lugar, debemos señalar el fenómeno siguiente: ocurre con demasiada frecuencia que occidentales más o menos próximos al Islam acusen a los demás occidentales de desconocerlo y no albergar respecto a él más que prejuicios imperdonables en vez de estudiarlo con amor; lo cual es perfectamente injusto y hasta propiamente absurdo, pues incluso prescindiendo de todos los prejuicios posibles — y los occidentales no son, ciertamente, los únicos en tenerlos —, es un hecho el que el Islam rechaza los dogmas del Cristianismo, pone el Corán en lugar del Evangelio y su Profeta en lugar de Cristo, y estima que la religión cristiana debería ceder su lugar a la religión musulmana; pues bien, estas opiniones bastan sobradamente para hacer al Islam inaceptable y hasta odioso a los ojos de los cristianos. Lo que importa, desde el punto de vista de la verdad total — lo hemos dicho y lo repetimos —, es saber que las tesis anticristianas del Islam no tienen fundamentalmente más que un significado simbólico, extrínseco y «estratégico», y ello con arreglo a una intención espiritual positiva que, evidentemente, no tiene relación con fenómenos históricos; y la misma observación se aplica, mutatis mutandis, a las tesis cristianas que tratan de invalidar todas las demás religiones, y así sucesivamente. Dios ha querido — no podemos dudarlo — que mundos religiosos diferentes y divergentes coexistan en un mismo planeta; en el interior de uno de estos mundos, Él no pide cuentas sobre los demás; y, por otra parte, la misma «lógica existencial» es la que hace que cada individuo crea ser «yo». Si Dios quiere que haya diversas religiones, no puede querer que una determinada religión sea tal otra religión; cada una, pues, ha de tener barreras sólidas.
En las condiciones normales, el musulmán tiene una única religión, que lo rodea y lo penetra hasta el punto de que le es imposible salir de ella, salvo por apostasía; quizá sorprenda este truismo, pero se verá inmediatamente su función si añadimos que el cristiano medio, por el contrario, parece tener prácticamente tres religiones a la vez: primero el Cristianismo, luego, «la civilización», y por último, la «patria», o la «nación», o la «sociedad», u otra ideología política cualquiera, según las fluctuaciones de la moda o según el medio; la religión propiamente dicha es puesta en un rincón, los reflejos humanos están compartimentados (NA: En esto Oriente se ha unido finalmente a Occidente, a veces con un celo de «aprendiz de brujo». En lo que concierne a la degeneración general de la humanidad, ha sido prevista por todas las tradiciones, y sería por lo menos paradójico negarla con respecto a Oriente por afán de tradicionalismo). Una de las causas de este fenómeno es un gusto inveterado por la novedad, notorio ya entre los griegos de la época llamada clásica, y en no menor medida entre los celtas y los germanos; o sea, la tendencia al cambio y por ello a la infidelidad, y hasta a la aventura luciferina; tendencia neutralizada, es cierto, por más de un milenio de Cristianismo. Pero hay también — muy paradójicamente — una causa de esta incoherencia cultural en la religión misma — causa indirecta sin duda, pero que se combina a la larga con la que hemos señalado —, a saber, el hecho de que la doctrina y los medios del Cristianismo superan las posibilidades psicológicas de la mayoría; de dónde una escisión secular entre la esfera religiosa, que tiende a retener a los hombres en una especie de ghetto sagrado, y el «mundo» con sus invitaciones seductoras — irresistibles para los occidentales — a la aventura filosófica, científica, artística y otras; aventura cada vez más desligada de la religión, y a fin de cuentas vuelta contra ella.
El Islam, se dirá, es estéril, y aplasta toda iniciativa creadora; tal vez, pero lo hace «a propósito» y con conocimiento de causa; pues así es cómo ha podido mantener un mundo bíblico durante un milenio y medio, y frente a un Occidente cada vez más prometeico y peligrosamente «civilizado». Sin duda, el Islam no ha podido escapar a la decadencia que ha invadido todo el Oriente, con raras excepciones — decadencia, por así decirlo, pasiva que no ha sufrido Occidente, que estaba enteramente ocupado con su desviación activa y creativa —, pero, sin embargo, ha protegido a Oriente durante algunos siglos contra el virus civilizacionista y ha retrasado considerablemente su expansión, e incluso ha amortiguado, más o menos, sus efectos de una manera preventiva (NA: Un fenómeno que hay que señalar aquí, a fin de prevenir las más enojosas confusiones, es el falso tradicionalismo que hace del Islam la bandera de un nacionalismo ultramoderno y subversivo introduciendo en el formalismo religioso ideas y tendencias que están en las antípodas de la doctrina islámica y de la mentalidad musulmana. Empresas análogas han visto la luz en otros mundos tradicionales). Occidente, por su parte, ha podido conservar, en el marco mismo de su desviación y con independencia de ella, cualidades humanas que, en Oriente, se han visto seriamente mermadas, no en todas partes, pero sí en demasiados sectores, y hasta el punto de que ciertos juicios occidentales gozan, por lo menos, de circunstancias atenuantes; los sentimientos de superioridad de los colonizadores no eran siempre del todo gratuitos (NA: Los modernistas orientales lo reconocen más o menos, pero responsabilizan de ello a la tradición, y, por lo demás, si tienen interés en reconocerlo es a causa de su modernismo; llegan incluso a reprochar al colonialismo el que haya mantenido las instituciones tradicionales), como a algunos defensores tan entusiastas como abstractos de Oriente les gusta pensar.
Sin duda, el abuso luciferino de la inteligencia que se vuelve contra la verdad, y finalmente contra el hombre, es peor que el simple debilitamiento moral; pero la sorprendente facilidad con que el Oriente decadente se ha solidarizado con el modernismo occidental, en cuanto ha podido, prueba no obstante que hay entre ambos excesos como una complementariedad providencial, y que el debilitamiento moral, a partir de cierto grado, es mucho menos inocente, desde el punto de vista espiritual, y por lo tanto, desde el punto de vista de la verdad, de lo que se hubiera creído a primera vista, o se quisiera creer por amor a la tradición (NA: En vano se acusa a Occidente de extender sus errores al mundo entero: además hace falta que alguien los acepte. La Teología nunca ha disculpado a Adán porque fuera Eva la que empezó). Por lo demás, adherirse realmente a la tradición es adherirse a ella con discernimiento y no por simple rutina; carecer de discernimiento hasta el punto de traicionar a la tradición en cuanto las condiciones políticas lo permiten o invitan a ello — o de sufrir esta traición sin protestar (NA: En ciertos casos, hay que tener en cuenta el hecho de que son forzosamente los hombres antitradicionales los que disponen de los medios técnicos y, ante todo, del armamento, de modo que los hombres tradicionales están sin defensa; pero en la mayoría de los casos esta situación general no impediría que los partidarios de la tradición manifestasen su resistencia. Se nos ha dicho más de una vez, en Oriente, que todo lo que sucede es «querido por Dios»; ahora bien, se habría podido, en situaciones análogas, hacer este razonamiento desde la Edad Medía e incluso desde la Antigüedad, y no se ha pensado en hacerlo antes de esta segunda mitad del siglo XX) — no es realmente tener espíritu tradicional, y no manifiesta una mentalidad digna de ser citada como ejemplo o de ser admirada sin reservas. De modo general, uno de los descubrimientos más decepcionantes de nuestro siglo es el hecho de que la media de los creyentes, bajo todos los cielos, ya no son en absoluto creyentes; ya no tienen verdaderamente la sensibilidad conforme a su religión y se les puede contar cualquier cosa. La humanidad se halla inmersa en el kaliyuga, la «edad de hierro», y la mayoría de los hombres están por debajo de su religión — si es que todavía tienen alguna — hasta el punto de no poder representarla consciente y sólidamente; sería, pues, ingenuo creer que encarnan un determinado mundo tradicional, es decir, que son lo que éste es. A la cuestión de saber si el Oriente rutinario es la tradición se debe responder sí y no; no se puede, con conocimiento de causa, responder simplemente sí, pero sería, sin duda, más inadecuado todavía responder simplemente no, dada la complejidad del problema. Todo esto no tiene relación con la tipología religiosa, de la que hemos hablado al principio de este capítulo, pero como el mal procede tanto por exceso como por privación — y la falsificación del bien participa de esas dos taras (NA: La falsificación resulta del pecado de orgullo: falsificar un bien es acapararlo para sí, subordinarlo a un fin que le es contrario, luego viciarlo con una intención inferior. El orgullo, como la hipocresía que lo acompaña, sólo puede producir la falsificación) — las características formales de una religión influyen forzosamente, aunque muy indirectamente y por subversión, en la génesis de tal o cual degeneración particular; lo cual se comprueba tanto en la decadencia oriental como en la desviación occidental.
Lo que caracteriza fundamentalmente a esta desviación, que la simple palabra de «materialismo» no puede definir, es un triple abuso de la inteligencia: filosófico, artístico y científico; de este luciferismo — inaugurado por la Grecia «clásica», después neutralizado por un milenio de Cristianismo y finalmente reeditado por el Renacimiento — ha nacido el mundo moderno, el cual, por otra parte, ha dejado de ser únicamente occidental, lo que no puede ser culpa únicamente de los occidentales.
Hay, con toda evidencia, en todas partes una diferencia decisiva de calidad entre los hombres espirituales y los hombres mundanos, o entre los tradicionales y los antitradicionales, los ortodoxos y los heterodoxos; pero no hay diferencia, desde el punto de vista del valor humano global, entre Oriente y Occidente. Si a priori Occidente tiene necesidad del Oriente tradicional, éste tiene necesidad a posteriori del Occidente que ha estado en su escuela.
